LIBRO XII

[VIIb.1] La emperatriz Eudocia, de acuerdo con las disposiciones tomadas por su marido y emperador, se hizo con el control absoluto del Estado y no confió el imperio a otras personas. Ella no consideró que debía permanecer recluida en sus aposentos la mayor parte del tiempo y delegar la gestión de gobierno a algunos dignatarios, sino que después de asumir en persona el poder supremo, impuso su autoridad absoluta. Al principio se comportó de manera sencilla y no mostraba excesiva ostentación en sus afeites y salidas públicas. Intervenía en todos los asuntos y actuaba en todos ellos como correspondía, fuesen éstos nombramientos de funcionarios, problemas jurídicos o recaudaciones de impuestos, e incluso, cuando era posible, proclamaba los decretos imperiales —pues aquella mujer tenía más arrestos que nadie—. Ella se sentaba entre sus dos hijos, que permanecían casi como paralizados por el auténtico temor reverencial que ella les inspiraba.

[2] Que Constantino se sintiese cohibido ante ella, siendo como era un niño y todavía incapaz de comprender las cosas[1], es algo que no suscita mi asombro y que tampoco me induce a alabarlo. Que en cambio Miguel la obedeciera y le cediera la responsabilidad de los asuntos de gobierno, cuando ya hacía mucho había pasado la adolescencia y alcanzado la edad racional, y cuando tenía una inteligencia desarrollada, de la que había dado prueba en muchas situaciones, esto es algo que nunca nadie podría alabar suficientemente, pues no resulta fácil buscar a otro príncipe similar con quien compararlo. En efecto, yo mismo vi en numerosas ocasiones cómo éste, cuando habría podido hablar, callaba en presencia de la madre como si no pudiera articular una palabra, y cómo a pesar de que habría podido hacer cualquier cosa que se propusiese, se abstenía de participar en las acciones de gobierno.

[3] Ciertamente, la madre no se desentendió de él al principio, sino que ella misma se ocupaba de su preparación, e incluso más adelante le permitió nombrar los funcionarios y le encargó la administración de justicia. A menudo, cuando se presentaba ante él, lo besaba, lo cubría de elogios y deseaba poder servirse de su ayuda. Ella templaba su carácter y encaminaba delicadamente sus pasos para que pudiera cumplir con todas las obligaciones propias de un emperador. Muchas veces me confió su tutela y me encargaba que le diese los avisos y consejos que fuesen precisos. Él se sentaba en el trono imperial junto a su hermano Constantino y entonces, movido por una generosidad superior a la de cualquiera, no decidía todo por sí mismo, sino que con frecuencia hacía a su hermano partícipe de las decisiones imperiales. La administración habría continuado así en manos de éstos y el orden existente se habría mantenido sin cambios para siempre, si un demonio no hubiese interferido un día en el curso de los acontecimientos.

[4] Llegado a este punto de mi narración, me gustaría decir sólo esto de la emperatriz Eudocia: que no conozco a otra mujer que pudiera convertirse en modelo de prudencia y comportarse tal como ella hizo hasta llegar a este punto de su vida. No estoy diciendo que después de este momento abandonase su natural prudencia, sino que bajó su estricta guardia y no mantuvo hasta el final el mismo modo de pensar. Pero debería aducir en su disculpa que, aun cuando se produjera cierto cambio en ella, no actuó vencida por el placer ni entregada al deseo carnal, sino agitada por numerosos temores acerca de la suerte de sus hijos, para evitar que se les desposeyera del poder al no haber nadie que los protegiese y velase por ellos. A ella, en efecto, la vida como emperatriz no le satisfacía y la prueba más evidente de que esto era así es la que ahora diré. Yo, el que escribo estas líneas, era hermano espiritual de su padre, de forma que ella me idolatraba por encima de todos y me veneraba como a un dios. Cuando en una ocasión me encontré con ella en un templo divino, al verla con la mirada fija en Dios y como aferrada a la voluntad del Poderoso, supliqué entonces, movido de un sincero fervor, que ella pudiera disfrutar siempre del poder. Pero ella, volviéndose hacia mí, me censuró mis palabras y consideró mi súplica como una maldición. Me dijo: «Ojalá no disfrute yo del poder tantos años, pues no quiero morir siendo todavía emperatriz». Estas palabras me impresionaron tanto que desde entonces pensaba en ella como en una criatura superior.

[5] Pero el hombre es un animal inconstante, sobre todo si hay poderosos motivos que desde fuera le impulsan al cambio. Pues aun cuando la emperatriz tuviera un carácter muy sólido y fuera de espíritu noble, impetuosas corrientes sacudieron la torre de sus prudentes razonamientos y la dejaron caer en el lecho de un segundo marido. El suceso se divulgó entre todos y las lenguas tejían su trama, pero a mí la emperatriz no me había comunicado ni el más mínimo detalle de sus intenciones, pues el temor a alentar discursos hostiles hacia su marido mantuvo sus labios completamente sellados. No obstante, quería en el fondo que yo también tuviera alguna parte en sus planes. Por ello se me acercó uno de los que la iniciaban en los caminos del mal y me instó a que le dijera francamente a ella que nombrase a un hombre valeroso como emperador para gobernar el Estado. Yo en cambio me limité a responderle que ni yo le diría esto, ni aún diciéndolo, la convencería, ni en ese caso habría utilizado mi lengua con un buen fin.

[6] Por el momento aquel asunto fue objeto de innumerables murmuraciones. Se había designado ya a quien sería el futuro emperador y marido de la emperatriz y se suponía que el candidato esperado, conforme a los acuerdos que se habían tomado, entraría en la ciudad ese mismo día y que al siguiente se procedería a su entronización imperial. Por la tarde me convocó la emperatriz y llevándome aparte me dijo cubierta de lágrimas: «¿No te das cuenta de cómo se está ajando el imperio, de cómo retrocedemos en todo? Constantemente estallan nuevas guerras y grandes contingentes bárbaros saquean todo el Oriente. ¿Cómo podrían detenerse los males que se abaten sobre el Estado?». Yo, que nada sabía de lo sucedido, que ignoraba que el futuro emperador estaba en ese momento a las puertas de Palacio, dije: «No es una cuestión sencilla, sino de las que requieren deliberación y reflexión. Hoy pregunta y mañana escucha la respuesta, tal es el dicho». Ella se rió un poco ante mis palabras y dijo: «Piensa en otra cosa, porque sobre esto ya se ha meditado y se ha tomado una decisión: el hijo de Diógenes, Romano, ha sido juzgado digno del trono y elegido por delante de otros candidatos».

[7] Al oír aquello me quedé paralizado de repente, sin saber qué tenía que hacer. Dije: «Pero mañana ¿tomaré yo también parte en esta ceremonia?». «No es mañana», replicó ella, «sino ahora mismo cuando deberás participar conmigo en este acto». Me limité entonces a preguntarle a mi vez: «Tu hijo y emperador, que se esperaba que gobernase, ¿está enterado de lo que ocurre?». Ella dijo: «No ignora del todo lo que se ha hecho, aunque no conoce los detalles. Pero me recuerdas a mi hijo muy oportunamente. Subamos ahora juntos a donde está y expongámosle el asunto. Duerme arriba en alguna de las alcobas imperiales».

[8] Ascendimos pues. Ignoro en qué estado de ánimo se encontraba la emperatriz, pero yo estaba totalmente confuso y un estremecimiento repentino me sacudió los miembros. Cuando la madre se sentó al borde del lecho de su hijo, dijo: «Incorpórate, queridísimo hijo, mi emperador, y acepta que tu nuevo padre adoptivo ocupe el lugar de tu padre. Él no te gobernará, sino que te obedecerá, pues tu madre le obligó por escrito a que se comprometiera a esto contigo». El príncipe se levantó de inmediato y me echó una mirada de reojo, sin que yo pueda decir en qué estaba pensando. Descendió entonces con su madre, dejando la estancia en la que descansaba, y enseguida vio al emperador. Sin cambiar ni de actitud ni de semblante, lo abrazó y compartió así con él el trono imperial y la alegría general.

[9] El César Juan[2] fue convocado para la ocasión y dio entonces prueba evidente de su sagacidad. Después de expresar, como era lógico, su natural preocupación por la suerte de sobrino y emperador, y una vez dichas algunas palabras sobre él, se unió a la celebración de la pareja imperial y prácticamente entonó el himeneo y bebió de los cálices nupciales. De esta forma se produjo el ascenso al poder del emperador Romano[3].