LIBRO XI

[ACERCA DEL EMPERADOR, A MODO DE PROEMIO]

[VIIa.1] Acerca de este emperador, primero, como es lógico, haré un bosquejo rápido de su reinado, manteniéndome dentro de las dimensiones habituales en una historia, y luego diré y explicaré más detalladamente cómo era su familia, el ambiente que había en su casa, cuál era su carácter, las cosas que apreciaba y las que rechazaba, tanto antes como después de acceder al poder. ¿De qué otro emperador podría hablar yo más ampliamente sino es de aquel al que dirigí mis alabanzas cuando él era un ciudadano privado y al que admiré cuando se convirtió en emperador? ¿De quién sino de aquel que no me abandonó un solo instante y junto al que yo permanecía siempre de pie, en una posición destacada por encima de los demás, cuando él se sentaba en el trono imperial? ¿De quién sino de aquel con el que me reunía para conversar, cuya mesa compartí y del que obtuve privilegios indescriptibles?

[2] Este divino emperador, nada más subir al poder, se propuso como primer objetivo restablecer la equidad y el imperio de la ley en la administración, acabando con la rapacidad de los funcionarios e imponiendo mesura y justicia. Y como estaba dotado de una naturaleza capaz de resolver cualquier asunto, se entregó a todas las tareas de gobierno del imperio. Así, si presidía un proceso judicial, no ignoraba los presupuestos del derecho civil, sino que emitía juicios extraordinariamente certeros. Y aunque no tenía demasiada formación filosófica ni retórica, no se quedaba a la zaga de ningún filósofo y orador cuando promulgaba un decreto, declamaba un discurso o pergeñaba un escrito. Y si se ocupaba de la intendencia militar, destacaba en este aspecto por encima de todos.

[3] Al ver que el imperio se encontraba en un callejón sin salida, pues todas sus finanzas estaban exhaustas, se convirtió en un administrador equilibrado que ni llevaba a cabo gastos absurdos, ni recolectaba, por decirlo así, lo que no había sembrado o recogía lo que no había distribuido, sino que, sólo después de poner él mismo las bases con su esfuerzo, aprovechaba sus frutos. Con ello consiguió que el tesoro imperial, aunque no repleto o rebosante, sí estuviera al menos medio lleno. Y convertido en el más piadoso de cuantos emperadores han sido, aunque superaba a todos en este aspecto, resolvió en numerosas ocasiones conflictos militares que parecían fuera de control y ciñó su cabeza con las coronas de la victoria.

[4] Después de hacerse cargo del poder por poco más de siete años, murió consumido por una enfermedad, dejando así enfrentados a un enorme reto a aquellos que pretendían escribir su encomio. En efecto, siempre dominaba su cólera y no actuaba nunca según sus impulsos, sino de acuerdo con la razón. Jamás quitó la vida a nadie, aunque hubiera cometido los peores crímenes, o mutiló a ninguna persona; antes bien, empleaba sólo amenazas, aunque por poco tiempo, para renunciar a ellas no mucho después: más que aplicar crueles castigos, vertía lágrimas por todos.

[ACERCA DE LOS ORÍGENES DEL EMPERADOR Y DE SU ACCESO AL PODER]

[5] Una vez que he esbozado su figura, pasaré acto seguido a describirla de forma más extensa y articulada, tal como anuncié que haría con este hombre admirable y emperador sobresaliente[1].

[6] Su linaje, al menos a partir de sus bisabuelos, era ilustre y próspero, tal como lo celebran las historias. En boca de todos están incluso hasta el día de hoy las figuras de aquellos Andrónico y Constantino, y la de Panterio, que eran parientes suyos, los unos por parte de padre y el otro por parte de madre. No menos destacaban sus ascendientes inmediatos. Pero del mismo modo que Aquiles, a pesar de ser descendiente de los famosos Éaco y Peleo, resplandeció más que aquéllos, así este emperador, a pesar de contar con tales modelos dentro de su propio linaje, no sólo los imitó fielmente, sino que incluso rivalizó con sus ascendientes y consiguió ser muy superior a ellos al sobresalir en toda clase de virtudes. Desde los primeros años de su vida se lo consideró enseguida un candidato probable para el trono imperial, pero él supo gestionar tan bien este capital, que esquivó las críticas de todos. En efecto, se mantenía lejos de la prominencia y los enredos sutiles de la plaza pública y permanecía la mayor parte del tiempo en el campo, ocupándose del predio paterno. Tras casarse con una mujer que era insigne por su linaje —pues era la hija de aquel Constantino al que trajo al mundo la villa de Dalasa[2] y cuya fama proclamó Roma por todo el mundo— y sobresaliente por su belleza, la prudencia se convirtió en el emblema de su vida. Y cuando luego la muerte le arrebató a su mujer, para no ser objeto de maledicencias y no dar pie a las calumnias de las personas malintencionadas, se unió enseguida a otra mujer[3] —también ésta de buena familia, noble de espíritu y extraordinariamente hermosa por su constitución—, con la que tuvo varios hijos, varones y mujeres, tanto antes como después de subir al poder. El primero en nacer de entre ellos, Miguel, que heredó de su padre el imperio y asoció a sus hermanos al poder, sobresalió por encima de todos los demás emperadores. Después de escribir sobre su padre, el relato narrará enseguida la historia de éste[4].

[7] No obstante, al llegar a este punto de mi relato, quisiera introducir también a mi propia persona en la historia y así participar de las bondades de aquél. Entonces mi elocuencia estaba en plena floración y no tanto mi linaje cuanto mi lengua difundía mi fama. Y como no había nadie que sintiera por la elocuencia una pasión más viva que el emperador, esta circunstancia se convirtió en el punto de partida de mi íntima amistad con él. Después de que en una ocasión entablásemos una conversación y hubiésemos así adquirido conocimiento el uno del otro, surgió entre nosotros un sentimiento de recíproca admiración y nos llegamos a identificar hasta tal punto, que empezamos a frecuentarnos a menudo para disfrutar de los placeres de nuestra mutua amistad. Otro hecho contribuyó también a nuestra amistad. La elocuencia me había conducido a Palacio, haciéndome servir al emperador como secretario. Era entonces emperador Constantino, sin lugar a dudas el miembro principal de la familia de los Monómacos, y yo contaba con veinticinco años de edad. Puesto que yo necesitaba ahora disfrutar de una posición más ilustre y residir en una mansión más suntuosa, el emperador no dejó que quedara desatendida esta particular necesidad mía, sino que me trasladó a la casa de este hombre pagando mucho dinero, una circunstancia que desde entonces nos unió en una estrecha amistad. En todo momento mi convivencia con él estuvo basada en la plena confianza y yo describía favorablemente su persona al emperador, dejando que mi lengua realizase su alabanza, de forma que favorecí en alguna medida su posición. ¿Qué ocurrió luego? Muere este emperador y —para no volver a recordar de nuevo los muchos acontecimientos que ocurrieron entre tanto— Miguel el Viejo se sienta en el trono. Entonces estalla la crisis del Estado, cuando muchos generales consideran que actuarían mal si no asumen la lucha por el poder y arriesgan sus vidas para hacerse con el gobierno del imperio. Desencadena en gran medida este conflicto la política de nombramiento de cargos en la administración que sigue el senado, que no intuye el peligro latente. Y al mismo tiempo el emperador inflama la cólera de los militares proporcionándoles el pretexto para su insensata intentona. Ellos, después de ponerse de acuerdo entre sí dentro de la Ciudad respecto a sus planes de rebelión, parten hacia sus casas, tal como expuso detalladamente mi relato en la sección consagrada al Comneno.

[8] Toda la población apoyaba y favorecía a Constantino como emperador y le empujaba a que asumiera el trono, pero él en cambio lo rechazaba enérgicamente y mostraba en público su renuncia, al tiempo que cedía a Isaac Comneno su posición, como si Dios hubiera querido regular su destino a distancia para que asumiera el poder de forma más legítima. A continuación —y para no desgranar por dos veces los mismos detalles en mi relato— el Comneno se hizo con el poder del imperio faltando a la mayoría de las promesas dadas a Constantino Ducas. Pero éste, una vez más asumió filosóficamente su posición de segundón y no se enfrentó para nada con el emperador. No obstante, cuando éste, enfermando, marchaba ya hacia la muerte, se acordó de los pactos que lo ligaban a Constantino. Entonces pidió que yo le aconsejara en este asunto —pues de entre todos los emperadores de mi tiempo no hubo ninguno que me alabase o admirase más— y decidió entonces ignorar los derechos de su familia y dirigirse con las velas desplegadas hacia Constantino.

[9] Sobre el cómo y el porqué de estos sucesos quiero que mi relato se demore ahora un poco. Era entonces mediodía. La acometida de la enfermedad ahogaba al emperador y la crisis del mal era más aguda que las anteriores. Como si fuera a morir enseguida, convoca a Ducas y lo nombra emperador con unas palabras, poniendo en sus manos de forma solemne aquello que le era más querido, es decir, la mujer, la hija, el hermano y el resto de la familia. Todavía no le habla cedido las insignias imperiales, pero ya era expreso el enunciado de la cuestión.

[10] ¿Qué ocurre acto seguido? El emperador se restablece un poco y cuando cree que su estado se estabiliza empieza a tener dudas sobre las decisiones que tomó. Por su parte aquel que había sido promovido al trono se encuentra entonces en una situación difícil y presa de la confusión, pues temía no sólo ver frustradas sus expectativas, sino además las calamidades y sospechas que caerían sobre él tras esto. ¿Qué hace pues entonces? Prescindiendo de cualquier otro consejero, se confía a mi parecer evocando nuestra antigua amistad y se declara dispuesto a cumplir lo que yo quisiera o le indujese a hacer. Yo no traicioné entonces tu amistad, alma divina y pura —me comporto ahora como si tú pudieras escuchar mis palabras—, pues deberías saber cómo desde el principio me vinculé a ti, cómo te infundí valor, cómo te di fuerzas, cómo te consolé cuando estabas abatido, cómo te prometí compartir contigo los peligros si fuese preciso y luego, entre otras cosas, cómo puse al arzobispo de tu lado y cómo hice todo lo que exigían las circunstancias y la razón de nuestra amistad.

[11] Pero, y por proseguir con el resto de mi relato, un acceso más violento de la enfermedad asaltó entonces al emperador. Aunque todos coincidían ya en considerar su estado desesperado, ninguno de entre ellos se atrevía aún a imponer a Constantino las insignias imperiales. Sólo yo hablé abiertamente y con el asentimiento de todos los miembros del senado le hice sentar sobre el trono imperial y le calcé los pies con los zapatos de púrpura. A ésta siguieron las demás solemnidades: la reunión de los dignatarios, las presentaciones ante el emperador, el homenaje debido al nuevo soberano, la prosternación ritual y todos los actos que suelen producirse en las proclamaciones de los emperadores.

[12] Tan pronto como el emperador me vio encabezando los actos de homenaje, se levantó del trono y me abrazó efusivamente. Tenía los ojos bañados en lágrimas y no sabía qué hacer salvo expresarme su más profundo agradecimiento y prometerme favores tan excesivos que no habría sido capaz de cumplir —aunque llevó a cabo la mayoría de ellos—.

[13] Era por la tarde cuando ocurría todo esto. Apenas había transcurrido algo de tiempo, cuando Isaac, renunciando por completo al imperio y desesperando de su vida, se hizo cortar el pelo y asumió el hábito monástico. Cuando alrededor de la media noche remitió el acceso, él se recuperó un poco, pero al darse entonces cuenta de en qué estado se hallaba, perdió ya toda esperanza, de forma que, al ver que Constantino era ya emperador, confirmó que esto había sucedido conforme a su voluntad, abandonó enseguida el Palacio y, embarcando en una nave, se retiró al monasterio de Estudio.

[14] Allí se retiró Isaac a luchar contra la muerte[5], tal como mostró el relato previo. Mientras tanto, Constantino asumía plenamente el poder imperial. Lo primero que hizo, apenas sentado en el trono imperial, y cuando todavía permanecía corrido el velo delante de él —yo era el único que estaba de pie a su lado, por la derecha—, fue tender las manos por encima de la cabeza y, con los ojos llenos de lágrimas, reconocer a Dios los favores recibidos y consagrarle estos primeros instantes de su reinado. Luego se descorrieron las cortinas que lo ocultaban y convocó al senado y a todos los miembros del ejército que pudiesen hallarse allí en aquel momento. Junto a éstos reunió a los funcionarios responsables de los ministerios y los tribunales e improvisó un discurso sobre la justicia, la clemencia y el recto gobierno, que se adecuaba a la condición de los allí convocados, pues consagró una parte de sus palabras a la conducta justa y otra parte al carácter clemente propio del emperador. Luego me instó también a mí a que dijera algo adecuado a las circunstancias y disolvió la asamblea.

[ACERCA DEL GOBIERNO DEL EMPERADOR]

[15] Luego comenzó a poner en práctica lo que había dicho con palabras y se dispuso a realizar por el momento estos dos objetivos: prodigar favores e impartir justicia. No dejó en efecto a nadie sin su recompensa, ni entre los altos dignatarios, ni entre sus inmediatos subordinados, ni entre los de las escalas aún más inferiores, ni siquiera aún entre los miembros de los gremios, pues incluso a estos últimos les concedió dignidades de un grado superior al que tenían, de forma que si hasta entonces los funcionarios civiles y el senado habían permanecido separados, él suprimió el muro que los dividía, salvó la distancia que los separaba y convirtió la cesura en continuidad.

[16] Cuando comprobó que la mayoría de las gentes no pensaban sino en contravenir la ley y que mientras unos tenían casi toda la justicia de su parte, otros en cambio estaban completamente sojuzgados por éstos, él se entregó a la causa de la justicia y así, viendo las cosas, tal como dice nuestro rey y profeta Salomón, “con mirada ecuánime”[6], fue severo con los que cometían injusticias y complaciente y predispuesto hacia los quedas padecían. Cuando ambas partes lo flanqueaban, tanto la demandante como la demandada, ninguna de las dos pesaba más o menos en su juicio, sino que consideraba que el fiel de la balanza debía estar equilibrado para las dos. A partir de ese momento salían a la luz las cosas que hasta entonces habían permanecido ocultas y el comportamiento de todos los implicados era investigado caso a caso y a menudo probada su culpabilidad. Por primera vez las leyes hicieron entonces su ingreso en Palacio y fueron solemnemente proclamadas. Las normas injustas fueron anuladas y todo lo que él proclamase o consignase por escrito adquiría en el acto rango de ley o incluso resultaba más justo que la propia ley. Y en cuanto a las personas del campo, que antes no sabían siquiera quién era el emperador, fijaron todas sus miradas en él y obtuvieron de él no sólo palabras generosas, sino obras más generosas aún.

[17] Al tiempo que hacía esto, se preocupaba también de los impuestos públicos. Puesto que lo que escribo no es un encomio, sino una historia fidedigna, diré que puesto que el único consejero al que recurría para determinar lo que debía hacerse era él mismo, en ocasiones no conseguía exactamente lo que se proponía. Lo que quería era, al menos, no solucionar con guerras los conflictos con las naciones extranjeras, sino mediante el envío de presentes y con otros gestos conciliadores. Y ello por dos motivos: para no gastar con los militares la mayoría de los recursos y para poder llevar él mismo una existencia exenta de problemas.

[18] Su gran error fue que le pasó inadvertido un hecho: que mientras nuestro sector militar estaba descomponiéndose, las fuerzas de los enemigos crecían y sus ataques eran cada vez más graves. Sería en efecto preciso que todos los emperadores se abstuviesen de actuar de una manera tan absurda como aquélla, me refiero al proceder de forma irreflexiva y sin aceptar consejos. No obstante, la propia vanidad y el hecho de que algunos emperadores hayan sido convencidos por los aduladores que los frecuentan de que ellos solos se bastan para cualquier contingencia, son hechos que con frecuencia seducen a los gobernantes y les hacen dar de bruces en el suelo, alejándolos del camino debido. Así conciben sospechas del que les habla con franqueza sobre lo que es bueno, mientras acogen amablemente entre sus brazos al adulador y lo consideran digno de compartir sus secretos. Esta actitud causó la ruina al imperio romano y empeoró su situación, a pesar de que yo en muchas ocasiones intenté extirpar el mal del emperador. Él sin embargo era inflexible e irreductible en lo tocante a este punto. Con respecto a esto, dejemos aquí nuestro relato y examinemos ahora el capítulo relativo a su clemencia, así como el de su prudencia, pues el de su justicia ya lo consigné antes. Recuerdo ahora esto que antes se me pasó por alto y procedo pues a narrarlo.

[19] Desde el momento en que la corona ciñó su cabeza, se comprometió con Dios a no aplicar a nadie ningún castigo corporal y cumplió su promesa con intereses, pues rehuía la violencia física y casi incluso la verbal, a no ser que cambiase de aspecto para parecer más temible y amenazase con castigos que no llegaban nunca a aplicarse. Adecuaba certeramente sus actuaciones a las circunstancias, preservando en cada una de ellas el equilibrio debido y preocupándose de mantener la igualdad en medio de la desigualdad.

[20] El ambiente de su casa encajaba con su forma de ser. Trataba a sus hijos con dulzura, jugaba a gusto con ellos, sonreía ante sus primeros balbuceos y muchas veces incluso intercambiaba con ellos golpes cuando luchaban, procurándoles así una buena educación y un sano entrenamiento físico. Le habían nacido tres varones y dos mujeres antes de acceder al poder. De entre los varones, el del medio, de una belleza inigualable, sobrevivió poco al ascenso al poder de su padre y murió enseguida. De entre las hijas, la menor, que ya había sido prometida a su marido, era muy hermosa de apariencia y pura de corazón, mientras que la otra, que llevaba el significativo nombre de Areté, fue consagrada a Dios y vive todavía, ojalá que por muchos años[7].

[21] Después de su ascenso al trono, cuando el sol todavía no había completado el ciclo de un año, le nació otro niño al emperador, que enseguida fue considerado digno del título imperial[8], mientras que los otros dos, el admirable Miguel y Andrónico, que era menor que él, por haberle nacido antes de ser emperador, continuaron siendo ciudadanos particulares[9]. Sin embargo, no mucho tiempo después ciñó con la diadema imperial al primero y más hermoso de sus hijos varones, me refiero al divino Miguel. El emperador quiso someter a una noble prueba, para ver si estaba a la altura del imperio, al príncipe que iba ya a sentarse sobre el trono y por ello le hizo una pregunta sobre una decisión relativa a un asunto de derecho civil. El príncipe analizó la cuestión y la resolvió conforme a derecho, lo que el emperador tomó como un presagio de que su espíritu estaba destinado a sobresalir en el imperio, y llevó a cabo enseguida la ceremonia de su investidura imperial.

[ACERCA DE LA CONJURA CONTRA EL EMPERADOR]

[22] ¿Qué sucedió luego? Un puñado de personas organizó una conjura contra el emperador con el propósito de echar a éste del poder y poner a otra persona al frente del Estado. Cómplices de esta maquinación eran no sólo personas de origen humilde y sin ningún renombre, sino también ilustres y de noble linaje. A una señal, algunos de los conjurados dieron inicio a su rebelión desde el mar, mientras otros estaban dispuestos a intervenir desde tierra. Pero cuando aquella siniestra intriga estaba en su punto culminante, Dios reveló la trama e hizo manifiesta la maldad de los conjurados[10]. ¿Acaso los decapitó el emperador? ¿O les amputó las manos? ¿O les mutiló alguna otra parte del cuerpo? Muy lejos de todo esto, se limitó a tonsurar a algunos y a condenar al resto al destierro. Y como si recuperara el aliento por haber escapado de un peligro tan próximo, me convoca a su casa y me invita a compartir con él la comida. No tarda en dejar de comer y poniéndose a llorar me dice: «¿Acaso, amigo filósofo, tendrán estos lujos los que han sido enviados al destierro? Yo no podría disfrutar de tales delicias mientras otros padecen desgracias».

[ACERCA DE LA EXPEDICIÓN CONTRA MISIOS Y TRIBALOS]

[23] Cuando los misios de Occidente y los tribalos se pusieron de acuerdo entre ellos y cerraron una alianza, y se abatía ya una violenta tempestad sobre los romanos[11], él decidió al principio salir en campaña contra ellos, pero luego, después de que yo le hubiese prácticamente agarrado de las manos para retenerle, regresó a Palacio. Concentró entonces un pequeño contingente de tropas que dejó partir contra los bárbaros y Dios operó entonces un milagro no inferior a los prodigios de Moisés. En efecto, los bárbaros, como si estuvieran contemplando una poderosa falange, se atemorizaron, se dieron enseguida la vuelta y se dispersaron cada uno por su lado. La mayoría sólo dio trabajo a la espada de los que se lanzaron tras ellos y, una vez muertos, quedaron tendidos como pasto de las aves, mientras que los restantes huyeron dispersándose por todo el territorio. Si hubiera escogido el encomio como género y no el escribir una panorámica histórica, el relato de este suceso me habría bastado para componer un elogio absolutamente hiperbólico del emperador. Ahora, en cambio, debo dirigir a otra parte el rumbo de mi relato.

[ACERCA DEL CARÁCTER DEL EMPERADOR Y DE SU MUERTE]

[24] En todos los demás aspectos el emperador admitiría que se le comparase con otros como si fuera en un certamen, pero en cuanto a sus creencias en la divinidad, especialmente en lo que atañe al misterio de la inefable dispensación del Verbo de Dios[12], éstas son demasiado elevadas como para reflejarlas en un discurso, sea interior o hablado, sencillo o retórico. Así, cada vez que yo le hacía una demostración del misterio que Cristo había operado por nosotros, su alma se regocijaba de alegría, todo su cuerpo se veía agitado por el gozo y derramaba fuentes de lágrimas. Este hombre, que había almacenado en su interior todo el sentido profundo de la Sagrada Escritura y se sabía no sólo su interpretación literal, sino la profunda y espiritual, cada vez que tenía ocasión de descansar de las preocupaciones públicas, se entregaba a sus libros.

[25] No encontraba reposo en ninguna otra persona salvo en mí, de forma que si no me veía varias veces al día, se lamentaba y afligía. La devoción que sentía hacia mí era superior a la que sentía hacia los demás, y se nutría de mí como si fuera de néctar. Cuando un día le anuncié la muerte de un ciudadano, se le vio desbordante de alegría y puesto que yo, atónito, le pregunté por la causa de esto, me dijo: «Porque muchas personas habían acusado ya a esta persona ante mí». Yo le repliqué, pues temía que, si se me obligaba a callar, él se dejara llevar por la cólera: «Puesto que murió, para los que le acusan debería morir también la acusación que promovieron contra él, puesto que al extinguirse la vida desaparecen con ella todos los rencores».

[26] En cuanto a su hermano Juan, al que ascendió hasta la dignidad de César, sentía por él un gran amor, especialmente después de ese nombramiento, y por ello lo hacía partícipe de sus decisiones de gobierno. Este hombre sobresalía por su inteligencia, su grandeza de ánimo y sus dotes de mando. Por esta razón, cuando el emperador fue presa de una grave enfermedad mucho antes de su muerte, le confió a sus propios hijos como si Juan fuera su padre, dándole además como apoyo a la persona que él había juzgado digna del trono patriarcal, un varón de cumplida virtud y especialmente educado para este cargo sacerdotal[13].

[27] Sin embargo, el emperador se recuperó de su enfermedad, aunque no mucho después empezó a consumirse su cuerpo y poco a poco lo puso al borde de la muerte. Entonces confió todo a su mujer Eudocia, a la que como marido consideraba la más prudente de las mujeres de su tiempo y capaz de dar a sus hijos una estricta educación —pero sobre ella hablaré luego con más detalle—. Así pues, le entregó a ella sus hijos y después de hacer las disposiciones de gobierno que se han mencionado antes, vivió aún un poco de tiempo más y murió con algo más de sesenta años, al cumplir todo el tiempo asignado a su vida[14].

[28] Ignoro si alguna persona llevó alguna vez una vida más admirada que este emperador o asumió la muerte con más alegría. Fue una sola vez objeto de una conjura y sacudido por la tempestad, pero pasó tranquilo y feliz el resto de sus años de gobierno, dejando en el mundo como emperadores a sus propios hijos que, como fieles émulos de su padre, llevaron en sus almas y cuerpos la impronta de su carácter.

[29] Puesto que ya hemos dicho bastante sobre las acciones que llevó a cabo, mencionaremos ahora algunos de sus dichos cuando estaba en el poder. Acerca de los que se habían conjurado contra él acostumbraba a decir que no les había privado de sus títulos y riquezas, sino que simplemente, en vez de tratarlos como a hombres libres, los consideraba esclavos: «Y no fui yo quien les quitó la libertad, sino que fueron las leyes las que los expulsaron del seno de la sociedad». Como destacado estudioso de nuestras letras solía decir: «Ojalá se me reconociese por esto y no por mi condición de emperador». Era una persona de ánimo valiente y a uno que le dijo una vez que con gusto lucharía con él y le protegería con su propio cuerpo, le replicó: «Ahora di palabras de buen augurio, que luego, cuando yo haya caído, si quieres puedes darme un golpe tú también». A los que estudiaban atentamente las leyes para cometer injusticias, les decía: «Estas leyes son las que nos han destruido». Basta pues esto para este emperador[15].