[VII.44] Nada más apoderarse del imperio, el Comneno, un hombre expeditivo en cualquier cosa que emprendía, se hizo con el control de todo y empezó desde el primer instante a administrar el imperio. En efecto, nada más llegar al Palacio Imperial al caer la tarde, antes de sacudirse el polvo de la batalla, cambiar de hábito y ordenar las ceremonias de purificación para el día siguiente[1], cuando todavía no había escupido siquiera el salitre marino y recobrado el aliento —tal como hubiera hecho quien alcanzase a nado el puerto después de escapar de forma venturosa y a duras penas de una gran tormenta en el mar—, enseguida empezó a gestionar la administración civil y militar, consumiendo en estas preocupaciones lo que aún quedaba de día y la noche entera.
[45] Temía que los contingentes de tropas que habían confluido en la Ciudad —soldados todos ellos que habían compartido con él el albur de su destino arrostrando peligros por él— se atrevieran a hacer en la Ciudad algún desaguisado y que, confiados en su indulgencia, provocasen tumultos que afectasen a la población civil. Por ello su primer empeño fue recompensar a éstos como era debido y dejarlos partir hacia sus propias casas, para que pudieran recuperar fuerzas en poco tiempo y luego, volviéndose a reagrupar, lucharan con el emperador contra los bárbaros. Se calculaba que esta operación podría llevarse a cabo en un periodo de varios meses. Pero él, apenas concibió el plan, ya los había distribuido en grupos y despachado a sus destinos, aunque antes recordó a cada uno por sus acciones de guerra, alabando a unos por su bravura en el combate a cuerpo y a otros por su disciplina marcial y atribuyendo a cada cual la virtud que le era propia, preocupándose en definitiva de todos a la vez y asignándoles las recompensas correspondientes. Yo comparé esta actuación suya con la de un cúmulo de etéreas nubes y un sol que, brillando de improviso, disipase enseguida aquella niebla.
[46] Cuando la Ciudad se vio libre de la presencia embarazosa de aquellas gentes, el emperador suscitó la admiración general y se le pronosticó un gran futuro. Dado que se habían encontrado con que había sucedido aquello que no creían posible que pudiera suceder, ahora pronosticaban que tendrían lugar hechos que nadie habría esperado nunca que sucedieran. Tenían puestas también sus más altas esperanzas en el carácter de aquel hombre. Si alguien ocasionalmente trataba con él mientras estaba sentado en el trono gestionando asuntos de la administración, o despachando con embajadores, o incluso lanzando terribles amenazas contra los bárbaros, se encontraba en presencia de un hombre cortante y severo y no habría creído nunca que esa persona hubiese podido adoptar un tono más afable. Pero si luego lo veía en el ambiente doméstico o al nombrar a los funcionarios, creía hallarse ante un desdoblamiento sorprendente de personalidad, como si alguien oyese la misma cuerda emitir unas veces un sonido vibrante y otras uno sordo al ser tañida. A mí al menos, que tenía acceso a él en los dos ambientes, el de tensión y el de distensión, se me antojaba una persona de dos rostros y no habría podido creer que una vez relajado pudiera volver a tensarse, ni que una vez tensado y tirante, llegara a aflojarse de nuevo y descender de su tono altivo. Tan pronto podía ser agradable y accesible en unas ocasiones, como en otras cambiar de expresión, echar rayos por los ojos y fruncir el ceño amenazante, como si una nube, por así decirlo, cubriera la luz de su alma.
[47] Cuando estaba sentado en el nono y los miembros del senado se colocaban a ambos lados, no decía nada al principio, sino que imitaba exactamente la pose de Jenócrates[2] y se quedaba envuelto en sus propios pensamientos. Esta actitud infundía no poco miedo a las filas de los senadores. Unos estaban allí clavados y, como si les hubiera alcanzado un rayo, permanecían firmes en la posición en la que éste les había fulminado, secos, exangües, como si hubieran perdido el alma, mientras que de los demás a cada uno se le veía hacer un gesto diferente, siempre con cautela, y así uno juntaba los pies sin hacer ruido, otro ceñía un poco más estrechamente su pecho con los brazos, un tercero inclinaba su cabeza hacia el suelo y luego también otro, de forma que todos sucesivamente, presas de un terror paralizante, reprimían con su voluntad, en silencio y disimuladamente, los movimientos de sus cuerpos. Y cuando alguna vez el emperador levantaba la cabeza hacia los asistentes, la respiración de éstos se entrecortaba y su alteración se reconocía mediante un simple cálculo aritmético del ritmo.
[48] Era parco en sus palabras como ningún otro y aunque no hacía fácilmente concesiones a su lengua, tampoco expresaba deficientemente sus pensamientos. Así como los que caracterizan la prosa de Lisias, me refiero al orador hijo de Céfalo[3], además de reconocer otras virtudes en su estilo, atribuyen a su elegante dicción la contención necesaria y sostienen que al que tiene el don de la palabra le basta con expresar las cosas esenciales para que cualquiera pueda deducir todo lo que no ha manifestado, del mismo modo, la elocuencia del emperador irrigaba, no mediante un torrente de palabras, sino con una fina lluvia, aquella naturaleza que estuviera dispuesta a captarla y penetraba suavemente en su interior, induciéndole a comprender el sentido profundo de lo que decía. No quería en efecto que nadie llegase a criticarlo por sus palabras y le parecía inoportuno, siendo emperador y soberano absoluto, intentar labrarse un falso prestigio por el camino de la elocuencia.
[49] De ahí que nos confiase a nosotros, los de abajo, los que vivíamos como simples ciudadanos, el cuidado de la palabra, mientras que él consideraba que un simple gesto, un movimiento de la mano o una inclinación de la cabeza hacia un lado le bastaban para expresar todo lo que quería. Puesto que no sabía mucho de leyes, adaptó la práctica jurídica a sus capacidades. Así, sin adelantar nunca su sentencia, confiaba la decisión a los jueces y él apoyaba luego la opinión mayoritaria. Entonces, como si él hubiese intuido ya antes aquello, se hacía portavoz de esta sentencia y emitía su veredicto. Para no cometer solecismos al formular los textos legales[4], delegaba en otros este trabajo, aunque él siempre añadía a la redacción alguna cosa que faltase o suprimía algo superfluo.
[50] Cuando despachaba con las embajadas, aunque no mostraba la misma actitud con todas, sí correspondía con todas desde la majestad de su posición y era especialmente entonces cuando sus palabras se desbordaban más que el Nilo al descender sobre Egipto y el Éufrates al abatirse fragoroso sobre Asiría. A los que solicitaban la paz se la concedía, pero les amenazaba con la guerra si intentaban cometer la más mínima transgresión de lo pactado. El mismo tono usaba con los partos y los egipcios[5], mientras que al resto de las naciones, que le cedían sus numerosas ciudades e importantes contingentes militares, e incluso se mostraban dispuestas a abandonar sin dilación sus propios territorios, no les permitía actuar así y les ordenaba que permanecieran tranquilas en sus países, pero no porque viese desfavorablemente una expansión de los límites de la hegemonía romana, sino porque sabía que la incorporación de tales territorios exige mucho dinero, tropas aguerridas y un respaldo adecuado y que cuando no se dan estas circunstancias, entonces lo que parece suma se convierte en resta. En cuanto a los muchos caudillos bárbaros con pequeños principados, cuando tenía la oportunidad de poder recibirlos en audiencia, les censuraba por su cobardía y les acusaba de ejercer su poder de modo negligente, aunque luego estimulaba sus ánimos abatidos. Hacía esto para que actuaran a modo de baluarte frente a la hegemonía de las naciones más poderosas.
[51] Esto basta para perfilar un encomio del emperador, y si se saca de ello alguna enseñanza para el futuro, el historiador se sentirá satisfecho con su trabajo. Ahora bien, si el emperador, del mismo modo que en los otros terrenos, con pequeños avances y progresos, había enderezado el rumbo del Estado, también hubiera purgado a la administración civil de la enfermedad que la consumía, rebajando al principio su maligna inflamación y aplicándole luego la pertinente cura, sin duda se habría visto eternamente coronado de elogios y el cuerpo del Estado no habría padecido conmoción alguna. No obstante, aquél, en su deseo de cambiarlo todo, se apresuró enseguida a roturar la frondosa selva en la que se había convertido desde hacía muchos años el imperio romano, que no era sino un cuerpo monstruoso dividido en múltiples cabezas, de ancha y dura cerviz, provisto de manos en número incalculable y dotado de idéntico número de pies, un cuerpo que estaba además gangrenado en su interior, presa de una enfermedad maligna, tumefacto en unas partes y consumido en otras, hinchado de humores y a la vez descompuesto y enfermo de consunción, un cuerpo pues en el que él se dispuso a aplicar sin dilación su cirugía, amputando sus excrecencias sobrantes y buscando su equilibrio, suprimiendo algunos miembros y añadiendo otros, curando sus entrañas e insuflándoles su espíritu vivificador. Pero ni fue capaz de llevar a término su obra ni pareció tampoco que estaba a la altura de ella. Sin embargo, para que no parezca que nuestro relato es confuso, diré en primer lugar de qué modo el cuerpo de nuestro Estado creció más de lo necesario, luego cómo el emperador intentó amputarlo, y en tercer lugar cómo no todos sus intentos resultaron satisfactorios. Después de añadir a esto de qué manera abandonó el poder, pondré término a mi historia[6].
[52] Después de la muerte del gran Basilio —me refiero al hijo de Romano, que hacía remontar sus derechos al trono a tres generaciones de su familia[7]— el hijo menor de éste y hermano de aquél[8] se hizo cargo de un imperio rebosante de dinero, pues su hermano Basilio, que había vivido en el poder largos años, tantos como nunca gobernó ningún otro emperador, se hizo dueño de muchas naciones y depositó la riqueza que de ellas obtuvo en el Palacio Imperial, haciendo así que se multiplicaran los ingresos por encima de los gastos. De esta forma, cuando se fue de este mundo, dejó a su hermano Constantino en el tesoro cantidades indescriptibles de dinero. Éste, que había asumido la corona imperial en una avanzada edad después de haberla deseado desde hacía mucho tiempo, ni emprendió campañas militares para aumentar la fortuna heredada, ni pensó siquiera en preservarla, sino que, entregado a una vida de placeres, decidió gastarlo y consumirlo todo, de forma que si la muerte no se lo hubiera llevado enseguida, él solo habría bastado para hacer lo que muchos no pudieron: arruinar el imperio.
[53] Éste fue el primero que empezó a corromper y a hinchar el cuerpo del Estado. Mientras a algunos de sus súbditos los engordaba mediante grandes sumas de dinero, a otros les confería dignidades ampulosas permitiendo que llevaran una vida mórbida y depravada. Pero cuando murió y heredó el poder su yerno Romano, éste, pensando que tenía el poder en exclusiva por haberse ya extinguido la estirpe porfirogénita, creyó que pondría sólidos cimientos a un nuevo linaje similar a aquél. Y para que tanto la administración civil como la clase militar estuvieran contentas y predispuestas a aceptar la sucesión en el seno de su familia, se apresuró a repartir entre ellas grandes sumas de dinero, incrementando así las dimensiones de aquel cuerpo excesivo y haciendo crecer la enfermedad. Así, mientras aquella naturaleza ya corrompida se vio hinchada por exceso de grasas, él fracasaba en sus dos objetivos, el de crear una nueva dinastía y el de dejar tras él un Estado organizado.
[54] Cuando la vida de éste llegó a su término y la sucesión del imperio recayó en Miguel, éste pudo contener en gran medida el avance de los agentes infecciosos, aunque no llegó a tener tanto poder como para atreverse a aliviar, siquiera fuese en lo más mínimo, aquel cuerpo acostumbrado a nutrirse de perniciosos fluidos y a hincharse con alimentos corrompidos, sino que también él, aunque con moderación, contribuyó a cebarlo, dado que si no hubiera imitado al menos en una pequeña parte a los emperadores precedentes, habría muerto sin duda enseguida. No obstante, si él hubiera vivido más años en el poder, quizás sus súbditos hubieran llegado un día a aprender a comportarse de una manera más sabia. Pero era imposible que éstos no llegaran a reventar algún día después de haber engordado hasta el límite por la vida de bienestar que llevaban.
[55] Después de que muriese este emperador, ascendió a la atalaya del poder —por no mencionar a su sobrino, que después de haber tenido un reinado desdichado abandonó el poder de forma aún más desdichada— Constantino el Evergeta —pues éste era el nombre que le daba la mayoría—, me refiero al Monómaco. Él había asumido el poder como si se tratara de una nave de carga que estuviera cargada hasta la misma línea de flotación y que sólo por poco consiguiera remontar las corrientes del mar, y entonces la abarrotó hasta el borde mismo y consiguió hundirla, o mejor, por expresarlo de una manera más clara y volver a recuperar la imagen que usé antes: añadió gran número de miembros y partes nuevas al cuerpo del Estado, ya desde hacía tiempo corrompido, e insufló fluidos aún más perniciosos en sus entrañas, de forma que lo desnaturalizó, lo arrancó de la vida regalada y sociable en que se hallaba y poco faltó para que lo convirtiera en una bestia furiosa e indomable, pues había transformado a la mayoría de sus súbditos en monstruos de muchas cabezas y cientos de brazos. Después de él, la emperatriz Teodora, convertida en soberana legítima, pareció no querer enfurecer demasiado a aquella fiera extraña y así también ella, inadvertidamente, le añadió nuevos brazos y piernas.
[56] Cuando, después de que la emperatriz saliera de escena, se confiaron las riendas del imperio a Miguel el Viejo, éste fue incapaz de controlar el movimiento del carro imperial y los caballos lo arrastraron enseguida. Dejó así que las carreras se desarrollasen desenfrenadamente en el escenario del Hipódromo, mientras él, aturdido por el estruendo, dejó su puesto de auriga y se quedó de pie como mero espectador. Cuando habría sido pues preciso que reaccionase y no aflojase demasiado las riendas, él en cambio daba la impresión de despojarse de su autoridad y volver a su vida anterior.
[57] A esta primera fase, que convirtió en fieras a la mayoría de los hombres y los hizo engordar hasta tal punto que habrían necesitado dosis masivas de purgantes, era preciso que sucediera otra muy distinta, me refiero a una de amputaciones, cauterizaciones y purgaciones. Y, en efecto, esta fase llegó cuando Isaac Comneno montó con la corona al carro del poder romano. Pero para que entendamos lo que significó este periodo a la luz de la alegoría, primero supongamos que era un auriga y luego contémoslo entre los seguidores de Asclepio [9].
[58] Este emperador, que deseaba vivir como un filósofo y rechazaba todo comportamiento enfermizo y corrompido, se encontró en la situación contraria y descubrió que todo estaba enfermo y podrido, pues los caballos del imperio corrían sin control nada más abandonar la línea de salida, insensibles por completo al bocado y a las riendas. Cuando, según la primera imagen, habría sido preciso esperar el momento de la amputación y la cauterización y no aplicar enseguida el hierro al rojo en sus entrañas, o bien, según la otra imagen, reducir suavemente el paso del vehículo con las bridas, amansar a los caballos, acariciarlos con arte y guiarlos con simples chasquidos de la lengua para luego poder montarlos de nuevo y soltar riendas —tal como hizo el hijo de Filipo[10] para domar a Bucéfalo—, él en cambio quiso ver enseguida al carro guiado disciplinadamente y conducir de nuevo a su estado natural a aquel cuerpo que se había desnaturalizado. Pero a pesar de que quemaba y amputaba o tiraba constantemente de las bridas para frenar a unos caballos que corrían desbocados, no valoró la gravedad de la enfermedad antes de poner orden o reconducir la situación. No critico por lo tanto a este hombre por su iniciativa, sino que lo acuso por haberse equivocado en el momento. Pero que espere aún la tercera fase de este proceso, pues vamos a extendernos un poco más ampliamente en la segunda.
[59] Los anteriores emperadores, tal como he dicho en muchas ocasiones, sacaban dinero del tesoro imperial para satisfacer sus caprichos personales, mientras que utilizaban los ingresos del fisco, no para pagar a las tropas del ejército, sino para favores y munificencias con la población civil. Es más, al final todos ellos, para que su cuerpo fuera conducido en fastuosa procesión y enterrado con todos los honores una vez que ellos hubieran muerto, se aparejaban mausoleos de piedra frigia o italiana o de mármol del Proconeso, en torno a los que hacían levantar edificios e incluso templos que los honrasen y plantaban bosquetes y rodeaban los límites del terreno con un cinturón de vergeles y jardines. Y como luego necesitaban tanto dinero como tierras para dotar estos ‘lugares de ascesis’ —tal era el nombre que improvisaron para designar estas fundaciones— vaciaban el tesoro de Palacio al tiempo que minaban los depósitos del fisco obtenidos de los ingresos públicos. No consideraban sin embargo suficiente la contribución que destinaban a sus “lugares de ascesis” — empleemos pues esta palabra—, sino que disipaban toda la riqueza del imperio, en parte para una vida de placeres, en parte para fastuosas construcciones nuevas, en parte incluso para que personas indolentes por su propia naturaleza y parásitos que en nada contribuían al fisco tuvieran una vida de ocio y degradasen el nombre y la práctica de la virtud, mientras que el colectivo del ejército iba disminuyendo en número y disgregándose. Frente a ellos este emperador, por estar a la cabeza de la jerarquía militar, se había dado cuenta por muchos síntomas, ya antes de acceder al trono, de cuál era la razón por la que la hegemonía de los romanos se veía desprestigiada, crecía el poder de las naciones enemigas al tiempo que nuestra situación marchaba a la deriva y, en definitiva, ninguna persona podía poner coto a las incursiones y pillajes de los bárbaros. De esta forma, cuando estuvo en sus manos la potestad imperial, se dispuso de inmediato a arrancar de raíz las causas de nuestros males. Esta resolución era verdaderamente digna de un emperador, pero el propósito de acabar con todos los problemas a la vez no es algo que yo considere debo incluir entre las acciones suyas que son dignas de alabanza. Pero que sea el relato mismo el que cuente lo que hizo aquél.
[60] Nada más asumir el cargo de emperador, desde el mismo momento en que fue coronado y dejó de llamarse usurpador, acabó con las prácticas seguidas por Miguel el Viejo. Anuló así todas sus donaciones y revocó cualquier acto de munificencia que éste hubiera llevado a cabo. Luego, procediendo por etapas, superó entonces esta fase y no sólo restringió y anuló el efecto de muchas decisiones tomadas por éste, sino que derogó completamente no pocas de ellas. Por ello las masas populares empezaron a odiarlo y también una no pequeña parte de los soldados a los que privó de sus beneficios. Cuando había hecho esto, sin retroceder lo más mínimo en sus propósitos, fue aún más lejos, y del mismo modo que los analíticos proceden de los elementos complejos a los simples, él enlazó toda la cadena de emperadores desde el principio hasta el fin y después de examinar sus decisiones una tras otra, las transgredió todas a la vez. Continuando luego con esta progresión, añadió a la lista de los desposeídos también a “los quemadores de incienso”[11], a los que privó de la mayor parte de las prebendas asignadas a sus templos e hizo que fueran tributarios del fisco. Se les dejó sólo lo que se calculó que les bastaba para vivir, haciendo que el nombre de ‘lugares de ascesis’ adquiriera para ellos un significado real. Hacía esto como quien coge arena de la playa, tendiendo la mano y sin que jamás se produjera un solo ruido. No he visto nunca a ningún hombre que ponga tanto empeño en sus ideas y al mismo tiempo lleve tan discretamente a la práctica sus propósitos.
[61] Estas acciones conmocionaron de momento a muchas personas, pero luego la calma se impuso en los ánimos de la mayoría de ellas, ya que el saneamiento de las finanzas bastó para refutar a los que querían criticar las acciones del emperador. Sus medidas habrían podido resultar admirables si se hubiera tomado un breve respiro, tal como habría hecho alguien que alcanzase a nado la costa saliendo del mar, pero él, sin pensar en anclar o en permanecer fondeado en el puerto un solo instante, de nuevo se aventuró por otro mar, y luego por otro, y después de éste por uno aún más vasto y pavoroso, y era como si no estuviera remontando las procelosas aguas de la política, sino limpiando los establos de Augías[12].
[62] Tal como he dicho ya muchas veces, si este emperador hubiera realizado cada una de sus acciones en el momento adecuado y suprimiendo unas cosas hubiera permitido que otras siguieran por el momento en pie para luego poder eliminarlas a su vez, y si después de cada amputación se hubiera tomado un respiro antes de proceder de nuevo con la siguiente y hubiera ido progresando poco a poco, sin que nadie lo advirtiese, hasta acabar con el mal, entonces habría actuado del mismo modo que el Demiurgo de Platón, de forma que, haciéndose cargo de la organización de un Estado dirigido de forma confusa y desordenada, él lo habría conducido del desorden al orden e introducido realmente concierto en la administración. Ahora bien, mientras que ante Moisés, cuando era el guía de su pueblo, Dios se presentó como el Creador del orden del mundo en seis días, aquél en cambio consideraba inaceptable no hacerlo todo en un solo día. Tan excesivo era el impulso que sentía por ver cumplidos todos sus deseos, que no había nada que lo contuviese, ni un buen consejo, ni el miedo por el futuro, ni el odio de las gentes, ni en definitiva nada de cuanto suele aplacar un espíritu orgulloso y refrenar un ánimo exaltado. Si alguien le hubiera ajustado una brida, habría podido recorrer el mundo en todo su perímetro e incontables victorias habrían ceñido de lauros su cabeza, sin que ninguno de los emperadores anteriores hubiera podido rivalizar con él. Pero la ausencia de freno, su carácter indómito y el rechazo a someterse a un plan echaron a perder sus nobles propósitos.
[63] De esta forma turbio y agitó las aguas de la política interna. Pero también quería acabar simultáneamente con los bárbaros de Oriente y de Occidente. Éstos se quedaron aterrorizados y aunque al principio intentaron rebelarse, cuando se enteraron de la determinación de aquel hombre pusieron fin a sus ataques y buscaron un parapeto para esconderse detrás. El propio sultán de los partos, audaz motor de tantos procesos, inició prácticamente un movimiento retrógrado y, sin detenerse en modo alguno u ocupar una posición estacionaria, pasó a orbitar, cosa inaudita, debajo del sol, desapareciendo de la vista de todos en el firmamento. Y en cuanto al que ocupa el poder en Egipto, todavía hoy tiene miedo a este hombre y lo envuelve de elogios, como si se lamentase de su cambio de fortuna. El aspecto del emperador y sus palabras pudieron en efecto tanto como sus brazos, que habían devastado muchas ciudades y abatido muros defendidos por miles de guerreros.
[64] Quería siempre estar informado absolutamente de todo, pero como comprendía que esto era imposible, perseguía su objetivo de otra manera: convocaba a su presencia al que sabía informado, pero no le preguntaba nada directamente de lo que él ignoraba, sino que lo envolvía con sus palabras, de forma que revelara lo que desconocía, tal como si hablara con él de cosas sabidas por los dos. Incluso a mí me cazó muchas veces de esta forma y cuando una vez me atreví a decirle que una cosa era secreta, él bajó los ojos y enrojeció como si le hubiera pillado en falta. Pues, como persona orgullosa que era, no soportaba los reproches, no digo ya los explícitos, sino incluso los velados.
[65] Por esta razón, cuando el patriarca Miguel le habló una vez francamente y con más insolencia de la debida, él entonces se lo toleró y contuvo su cólera, pero luego, después de madurar en su interior su secreto propósito, estalló de repente y, como si no contraviniera ningún precepto, lo expulsó de la Ciudad y lo castigó con el confinamiento en un lugar, en el que murió posteriormente. No obstante, explicar lo que hizo requeriría una larga exposición, que de momento aplazo[13]. Si alguien quisiera juzgar el enfrentamiento entre ambos, acusaría al patriarca por haberlo iniciado y censuraría al emperador por cómo lo concluyó y porque se quitó de encima al patriarca como si fuese un fardo pesado que llevase sobre sus espaldas. Hay, no obstante, un hecho que casi se me pasó por alto. Un mensajero de regreso de una lejana misión le trajo la buena nueva del deceso del patriarca, una noticia que liberaba en cierto modo al emperador de muchas preocupaciones de cara al futuro. Sin embargo, cuando la oyó, se quedó de repente conmocionado en su interior y lanzó un grito de dolor, algo que no acostumbraba a hacer. Muchas veces desde entonces lamentó su muerte y se arrepentía de lo que había hecho. A menudo incluso imploraba perdón al alma del fallecido y, como si se excusara, o mejor dicho, para aplacarlo, concedió a los miembros de su familia el derecho de palabra en su presencia y los incluyó entre los dignatarios próximos al trono[14]. Quiso honrarlo revistiendo con el sagrado hábito y consagrando a Dios, para que le sucediera en el oficio de patriarca, a un hombre que podía exhibir un pasado irreprochable y cuya elocuencia le permitía incluso rivalizar con los antiguos sabios.
[66] Éste era el ilustre Constantino[15], que ya desde antes había contribuido a dar estabilidad al imperio después de salir de muchas tormentas y que luego había sido disputado por muchos emperadores. A él se le confió finalmente el sumo sacerdocio, pues todos renunciaron a este cargo ante él y reconocieron su indiscutible primado sobre ellos. Él dio lustre a esta dignidad uniendo a su sagrada condición de sacerdote su alto y noble espíritu de hombre de Estado. Las demás personas, en efecto, consideran que es virtud algo así como no plegarse ante las circunstancias, expresar sin miramientos lo que se piensa o no intentar ganarse a los recalcitrantes con buenas maneras, y por ello, después de aventurarse por todos los mares e ir contra todo viento y marea, unos suelen hundirse engullidos por las olas y otros son rechazados con gran violencia. Pero en el caso de este hombre, la índole compuesta de su vida le hizo apto tanto para el mayor rigor como para la máxima indulgencia, de forma que asumió sus funciones, no como un hábil orador, sino como un verdadero filósofo, pues no se mostraba locuaz por un lado y por otro disimulaba sus pensamientos, sino que una única cualidad le bastaba para obrar desde su doble condición. Por ello, si alguien lo examinaba como político, lo encontraba adornado de una dignidad propiamente sacerdotal, pero si se acercaba a él como prelado, aunque por lo general sintiera miedo o le intimidara, descubría que en él se reflejaban cualidades propias de un hombre de Estado, acompañadas además de una firme elegancia en el trato y una solemnidad que sabía condescender con sonrisas. Debido a ello, gentes de toda vida y condición tenían confianza en él, ya se tratase de militares o de civiles, ya fuese por su majestad o por su accesibilidad. Yo había predicho a éste en muchas ocasiones, antes de que fuese patriarca, que alcanzaría el sumo sacerdocio, pues adiviné por su índole cuál sería su futuro, y hoy, después de obtenido el sacerdocio, lo contemplo adornado todavía de estas excelentes cualidades.
[67] El emperador, después de honrar al patriarca fallecido eligiendo a una persona de esta valía, una vez que puso freno a los ataques de los bárbaros de Oriente —empresa esta que le costó poco esfuerzo—, marchó con todas sus tropas contra los bárbaros de Occidente, que antaño se denominaban misios y que luego cambiaron su nombre por el que ahora tienen. Habitaban éstos todos los territorios que el río Istro separa del dominio romano, pero de repente los abandonaron y emigraron hacia nuestra tierra. La causa de este desplazamiento fue la nación de los getas, que lindaban con ellos y losi sometían a pillajes y saqueos, forzándoles así a emigrar[16]. Cuando un invierno el río Istro se quedó cerrado por el hielo, lo cruzaron como si fuese tierra firme y se trasladaron así desde su país al nuestro, transportando con ellos a todas sus gentes dentro de nuestros confines, pues es un pueblo que no sabe permanecer en paz ni dejar de molestar a las naciones limítrofes.
[68] Más que ningún otro pueblo, estos guerreros son difíciles de combatir y de reducir por las armas, aunque no tienen cuerpos vigorosos ni son especialmente audaces. Es más, tampoco visten corazas, ni se ciñen grebas, ni se protegen las cabezas con cascos empenachados. Tampoco asen con sus manos escudo alguno, ni alargado como dicen que eran los de los argivos, ni redondo, y ni siquiera llevan espadas al cinto. Sólo empuñan lanzas y ésta es la única arma a la que confían su defensa. No se dividen en compañías y tampoco les guía estrategia alguna en sus combates, ni saben qué es la línea del frente de una formación, ni el flanco izquierdo o el derecho, y tampoco suelen erigir empalizadas ni saben excavar un foso en torno a un campamento, sino que se precipitan en desorden contra el enemigo todos juntos a la vez, en medio de grandes gritos, con la fuerza que les da su desprecio a la vida. Si consiguen entonces hacer retroceder al enemigo, caen sobre ellos como escuadrones compactos y los persiguen sin misericordia hasta masacrarlos. En cambio, si la falange contraria resiste su embate y la formación de sus escudos no se rompe ante el asalto de los bárbaros, éstos enseguida se dan la vuelta y buscan salvarse huyendo. Pero no huyen ordenadamente, sino que se dispersan cada uno por una dirección distinta. Así, uno se arroja al río para salvarse a nado —o bien ahogarse envuelto en un torbellino—, otro penetra un bosque espeso para escapar a la vista de sus perseguidores y de esta forma cada uno sigue su camino. Y cuando todos están desperdigados, entonces vuelven de nuevo a concentrarse de improviso en un punto, acudiendo cada uno rápidamente desde un sitio distinto, quien desde una montaña, quien desde un barranco, quien también desde los ríos. Cuando necesitan beber, si se encuentran con agua de fuentes o de ríos, se echan enseguida a tierra y la sorben directamente con la lengua. Pero si no, entonces cada uno de ellos desmonta de su caballo y lo sangra abriéndole las venas con el hierro para calmar su sed, pues utilizan su sangre a modo de agua. Luego descuartizan al más grueso de sus caballos y encienden la leña que encuentran, sobre la que sólo chamuscan un poco los miembros seccionados del caballo antes de devorarlos aún sanguinolentos. Después de haber recuperado así sus fuerzas, regresan a las chozas de las que salieron. Anidan como las serpientes en barrancos profundos y hoces escarpadas, de las que se sirven como si fueran obras fortificadas.
[69] Este pueblo es temible en su conjunto y sus gentes son de espíritu traicionero. Ni los tratados de amistad los vinculan, ni respetan los juramentos que prestaron sobre las víctimas de sus sacrificios, puesto que no honran, no digo ya un Dios, sino una potencia divina, antes bien, para ellos todas las cosas ocurren de forma espontánea y creen que la muerte pone fin a toda nuestra existencia[17]. Por este motivo cierran fácilmente acuerdos de paz, pero como necesitan combatir, no tardan en violar lo pactado. Si tú los vences en la guerra, ellos invocan de nuevo una segunda alianza de amistad, pero si son ellos los que vencen en la lucha, matan a unos de sus prisioneros y hacen buen negocio de la venta de los otros. Suelen poner un precio muy alto a los ricos y si no se les da, los matan.
[70] El emperador Isaac partió contra este pueblo con una nutrida falange a fin de expulsarlos del interior de las fronteras romanas. Sin dar crédito a las supuestas facciones y disidencias internas surgidas entre ellos, dirigió su ejército contra el grupo más poderoso de entre ellos, gentes difíciles de combatir y de capturar. Cuando se acercó a ellos los aterrorizó con su sola presencia y la de sus tropas, pues si los bárbaros no se atrevían ya ni a sostener la mirada frente al que se les antojaba portador del rayo, cuando vieron la compacta formación de escudos del ejército, se dispersaron por sí solos. Por ello atacaron en pequeños grupos y cayeron sobre nuestras compactas filas dando grandes alaridos. Pero como no podían ni sorprender a los nuestros en emboscada ni enfrentarse a ellos en formación abierta, aunque habían anunciado que lucharían al cabo de dos días, aquel mismo día levantaron su campamento y se dispersaron por zonas inaccesibles con viejos, niños y cuantos no estaban en condiciones de huir. Y así, cuando el emperador, según lo acordado, salió a presentar batalla con su falange en formación, no se vio rastro alguno de los bárbaros. No consideró adecuado perseguirlos, en parte porque temía emboscadas ocultas, pero también porque habían huido con dos días de ventaja. Después de abatir sus tiendas y llevarse el botín que encontró, inició el regreso triunfante. Pero el camino de vuelta no les fue propicio, pues se abatió sobre ellos de repente una violenta tormenta que causó graves pérdidas en sus tropas[18]. Pese a todo, regresó finalmente a la Ciudad con la cabeza ceñida con las coronas de la victoria.
[71] A partir de ese momento, por cuanto yo pude constatar —ya que iba conociendo cada vez mejor su carácter—, se acentuaron sus inclinaciones naturales y se hizo cada vez más altivo, pues sentía desprecio por todos. Su propia familia tuvo el mismo trato que los demás e incluso su hermano, cada vez que se acercaba a la puerta más externa de Palacio, debía desmontar enseguida del caballo de acuerdo con sus órdenes y luego dirigirse al encuentro del emperador con un ceremonial que en nada sobresalía del de las demás personas. Pero éste, que tenía el mejor carácter que yo haya conocido nunca, aceptó dócilmente el cambio y no se ofendió ante el nuevo protocolo, sino que cada vez que lo convocaba su hermano, se acercaba a él con respeto y se mantenía por lo general en un segundo plano, convirtiéndose en un ejemplo para que los demás se adaptaran también del mismo modo a la nueva situación.
[72] De esta forma se operó la transformación de carácter del emperador y concluyó la segunda fase de su reinado. A partir de aquí empieza ya la tercera. El emperador sentía una viva pasión por la caza y más que a ninguna otra persona le gustaban las presas difíciles, como excelente cazador que era. Cabalgaba vestido con ropas ligeras y mediante silbidos y gritos alentaba a su perro y ponía freno a la carrera de la liebre. Muchas veces, incluso, cogía a su presa con la mano en plena carrera y nunca desde luego erraba su disparo. Todavía mayor era su afición a la caza de las grullas, una especie que nunca dejaba de reconocer cuando surcaba los cielos. Él las abatía y al caer desde lo alto era verdaderamente como si al placer se uniese el estupor: estupor porque un animal tan grande, que se sirve para andar de unas patas que son como lanzas y al que casi ocultan ya las nubes, hubiese sido alcanzado por uno más pequeño; placer, por el que nos causaba su caída, pues la grulla caía en una danza de muerte mostrando en sus vueltas el vientre y el dorso alternativamente.
[73] El emperador disfrutaba con ambos tipos de caza y a fin de no causar daño excesivo a los animales de los cotos, salía de caza al aire libre y allí, sin encontrar obstáculos, formaba batidas con perros o utilizaba el halcón, según le pareciera. Una villa imperial, situada un poco antes de la Ciudad, lo hospedaba. Estaba rodeada por el mar y un cazador la habría considerado lugar más que suficiente para practicar las dos modalidades de caza. No así este emperador, que se levantaba por la mañana para cazar y sólo regresaba ya avanzada la tarde. A fuerza de arrojar su lanza constantemente contra osos y jabalíes y tender sin cesar hacia delante su brazo derecho, un golpe de aire frío le afectó el costado. En ese momento no se manifestó el mal, pero enseguida cayó presa de la fiebre y se vio sacudido por escalofríos.
[74] Entonces yo, sin saber nada de lo sucedido, me dirigí a verlo para rendirle pleitesía como era habitual. Él me saludó tumbado en el lecho. Una pequeña guardia lo rodeaba y estaba presente el más destacado de los servidores de Asclepio. Después de saludarme me dirigió una mirada risueña y me dijo: «Has venido a tiempo», y me tendió enseguida la mano para que le tomase las pulsaciones, pues sabía que yo tenía también práctica en la disciplina médica. Cuando comprendí qué enfermedad podría ser aquella, no declaré enseguida nada, sino que volviéndome hacia el asclepíada le pregunté: «Y a ti, ¿qué clase de fiebre te parece que es ésta?». Él, con voz alta y clara, para que lo oyera también el emperador, dijo: «Pasajera, pero si no se pasa en el día de hoy, no hay por qué sorprenderse, pues hay una fiebre de esta clase, aunque su nombre puede inducir a engaño». «Yo en cambio», dije, «no comparto del todo tu aviso, pues el pulso arterial presagia a mi entender un ciclo de tres días. Pero ojalá diga la verdad tu bronce de Dodona y que sea en cambio falso mi trípode de Delfos —falso quizás porque mi preparación no es suficiente para poder emitir oráculos—»[19].
[75] Llegó entonces el tercer día y el ciclo de su enfermedad, superando apenas el tiempo marcado, demostró que él era un diletante y que yo pecaba de inexacto. A partir de ese momento se le prescribió al emperador una dieta de alimentos no demasiado pesados, pero no llegó siquiera a iniciarla, pues de repente una fiebre violenta estalló en su interior. Dicen que Catón[20], cuando era presa de la fiebre o de cualquier otra enfermedad, permanecía todo el tiempo inmóvil y sin revolverse en el lecho, hasta que el ciclo de la enfermedad concluía y su estado cambiaba. El emperador, al contrario que aquél, no hacía más que dar vueltas y cambiar su cuerpo de posición, y jadeaba pesadamente, como si su naturaleza no le diese un solo momento de tregua. Cuando finalmente la fiebre remitió, su primer pensamiento fue volver a Palacio.
[76] Embarcó enseguida en la trirreme imperial y atracó en las Blaquernas[21]. Una vez dentro de Palacio, se sintió más aliviado y, como si su estado le diera licencia, habló con más desenvoltura que nunca y gastó más bromas de lo acostumbrado en él. Nos tuvo junto a él hasta caer la tarde contándonos viejas historias y dichos certeros del gran emperador Basilio, el hijo de Romano.
[77] Cuando se ocultó el sol, nos dejó partir y él se dispuso a dormir. Yo me marché confiado, alimentando dulces esperanzas por su salud. Pero cuando de nuevo de buena mañana me dirigía hacia allí, de repente una persona, ya a las puertas de Palacio, me alarmó diciéndome que el emperador padecía fuertes punzadas en el costado, que jadeaba y que no conseguía respirar bien. Al oír aquello, me quedé paralizado, y después de entrar sin hacer ruido en la habitación en la que él yacía, mi semblante se ensombreció enseguida y permanecí de pie, en silencio. Él me interrogó con la mirada, como si me preguntara si acaso era tan grave el mal y si moriría. Y enseguida me tendió la mano. Pero antes de que yo pusiese mis dedos en su muñeca, el protomédico, cuyo nombre no es preciso mencionar aquí, dijo: «No tomes el pulso a la arteria, pues yo ya he controlado su ritmo y su intensidad es discontinua, pues unos tonos llegan hasta los dedos y otros se quedan más atrás, y del mismo modo que la primera pulsación es igual a la tercera, la segunda lo es a la cuarta y así sucesivamente, alternándose como los dientes de un cuchillo».
[78] Yo presté poca atención a aquel hombre y examiné atentamente su pulso, midiendo cada frecuencia. No reconocí las pulsaciones de sierra, sino que subían cada vez más débilmente, semejantes no tanto a un pie inerte, cuanto a uno atado y que se esfuerza por moverse. El estado en el que se encontraba era el más agudo de la enfermedad que lo afectaba y había engañado a la mayoría de los presentes. Poco faltó incluso para que todos dudasen de que seguiría vivo.
[79] Una gran confusión se apoderó por ello del Palacio. La emperatriz —un prodigio de mujer, la primera entre las suyas por su nobleza y en nada inferior a ninguna otra por su piedad— y la hija de la pareja imperial —también ella una mujer adornada por ambas cualidades y que, aun con los cabellos cortados antes de tiempo, incluso después de aquella tonsura lucía un rostro brillante como el ámbar y un pelo rubicundo que daban dignidad a su porte—, ambas pues, así como el hermano del emperador y además el sobrino, rodeando el lecho del soberano le dirigían sus últimas palabras y vertían lágrimas de despedida[22]. También le insistían para que marchase enseguida al Gran Palacio [23], a fin de que, una vez allí, tomase las medidas necesarias para no dejar que su linaje compartiese con él su triste destino y perdiese su próspera posición en el imperio. Éste se preparaba pues para partir hacia allí. Le asistía, oportunamente, el arzobispo de la Divina Sabiduría[24], aconsejándole espiritualmente y fortaleciéndolo con todo tipo de palabras.
[80] Cuando también el patriarca estuvo de acuerdo con el traslado, el emperador salió de la habitación, sin perder en absoluto su noble compostura y sin dejarse llevar de la mano, sino que, tal como era, similar a un ciprés de alta copa sacudido por los vientos, se tambaleaba al andar, pero con todo, andaba, no apoyándose con las manos en nadie, bastándose él solo. Del mismo modo montó sobre el caballo, aunque ya no sé de qué modo realizó la travesía en barco, pues yo me di prisa en llegar antes por el camino de tierra. No conseguí sin embargo lo que me proponía y cuando lo alcancé estaba ya allí, completamente mareado y confuso. Lo rodeaba su familia. Todos sus miembros lloraban amargamente, dispuestos a compartir con él, si era posible, sus últimos suspiros. La emperatriz dirigía los lamentos fúnebres y la hija daba réplica aún más lúgubre a los plantos de la madre.
[81] Mientras ellos se comportaban de ese modo, el emperador por su parte pensó en convertirse a la vida espiritual y solicitó que se le permitiese cambiar de hábito. Pero la emperatriz, ignorando que el deseo del emperador nacía del interior de su alma, nos hizo a todos, antes que a él, responsables de este propósito suyo. Entonces, mirándome también a mí, me dijo: «Ojalá podamos aprovechar todos los consejos que nos proporcionas, querido filósofo. Hermosa recompensa nos das al inducir al emperador a que cambie de vida y se haga monje».
[82] Yo le juré enseguida que nunca había concebido una idea semejante e incluso pregunté al enfermo que de dónde le había venido este propósito. Él respondió exactamente con estas palabras: «Esta mujer, fiel al carácter femenino, nos coarta cuando estamos deliberando sobre asuntos tan elevados y os acusa a todos menos a mí de haber tomado esta decisión». «Es verdad», respondió ella, «pero yo sí estoy dispuesta a cargar sobre mis espaldas con todos los errores que tú has cometido, aunque te recuperes, cosa que pido y anhelo, y aun no siendo así, yo misma intercederé por tus errores ante Dios, supremo Juez. Y ojalá entonces tus acciones no merezcan reproche; pero, si no es así, con gusto dejaría que por ti los gusanos me devorasen, que me cubriese una espesa tiniebla y que un fuego me consumiese desde fuera. En cambio tú, ¿no te compadeces de nuestra soledad? ¿Qué clase de alma tienes, que te alejas voluntariamente de Palacio, dejándome a mí en una soledad insufrible y a tu hija con la grave carga de su orfandad? Y no nos bastará siquiera esto, sino que aún seguirán desgracias mayores y manos tal vez no compasivas nos deportarán llevándonos a un lejano destierro o quizás tomen decisiones más graves y un hombre incapaz de sentir piedad juzgue a tus seres más queridos. Mientras tú sobrevives a tu mudanza de hábito o quizás mueras en paz, nuestra vida continuará, pero será más amarga que la muerte».
[83] Esto es lo que dijo la emperatriz, pero no consiguió convencerlo. Cuando ella comprendió que su consejo era inútil, añadió: «Al menos danos como sucesor al trono a una persona cuya fidelidad y buena voluntad hacia ti estén fuera de duda, para que a ti te conserve el honor mientras vivas y a mí me sirva como un hijo». El emperador se reanimó ante estas palabras e hizo que compareciera inmediatamente ante él el Duque Constantino, un ilustre varón descendiente de una familia de nobles orígenes, pues su linaje se remontaba a aquellos famosos Ducas —me refiero a los Andrónicos y Constantinos de cuya determinación y bravura se habla tanto en los relatos históricos—, aunque también los sucesores de éstos contribuían en no menor medida al prestigio de aquél[25].
[84] Esto basta simplemente para acreditar su prestigio. No obstante, el que se disponga a hablar sobre él, podría considerarlo, no sin razón, un Aquiles, pues del mismo modo que en el caso de este héroe, aunque fue ilustre el origen de su linaje —Éaco era en efecto su abuelo, al que los mitos hacen nacer de Zeus, y Peleo su padre, cuyas acciones ensalzan los relatos de los helenos que lo presentan como consorte de Tetis, la diosa marina—, sus propias acciones bastaron para superar la fama de sus padres, y del mismo modo que no es tanto Aquiles el que debe su fama a sus progenitores, cuanto éstos los que han obtenido de su hijo el renombre que tienen, así también, en el caso del Duque Constantino —al que parece que nuestro relato está deseando ya ver ascender al trono imperial—, aunque eran ilustres las acciones de sus ancestros, más ilustres aún fueron las que llevó a cabo gracias a sus propias cualidades y por su libre elección.
[85] No obstante, el relato de su reinado debe esperar aún. Cuando éste todavía vivía como un simple ciudadano, rivalizaba con los mejores emperadores en cuanto a capacidad de mando y prestigio de su linaje, pero antes que de cualquier cosa se preocupaba por vivir prudentemente, por no resultar nunca incómodo a sus iguales y no tratar con arrogancia a nadie, por mostrarse obediente y servicial ante los emperadores. Así, para que nadie lo juzgase por la propia aureola que lo envolvía, hizo como el sol y se ocultó tras una nube.
[86] Afirmo esto, no porque se lo haya oído a otros, sino porque yo mismo lo verifiqué con mis propias observaciones y guiado por mi juicio en todas las circunstancias posibles. Pues aunque éste se haya ganado su prestigio gracias a muchas y nobles hazañas, para mí sólo cuenta una cosa entre todas: que un hombre como éste, que era tan admirable como parecía, si bien se preocupaba poco de los demás, conmigo en cambio, ya fuese porque observase en mis opiniones algo más de juicio que en las de los demás, ya fuese porque a él le agradase mi carácter, se mostraba tan próximo y tan afectuoso, sobre todo en comparación con los demás, que dependía realmente de mis palabras y de mi persona y me confiaba aquello que más apreciaba.
[87] Él no quería llamar la atención en su forma de vida y aborrecía hasta el extremo los cargos ostentosos, por lo que vestía descuidadamente y se comportaba de una manera algo rústica. Pero, del mismo modo que las mujeres verdaderamente hermosas, cuanto más descuidadas se muestran en su indumentaria, tanto más intenso es el fulgor que irradian desde detrás de la nube que las cubre, de forma que este negligente abandono se convierte en ellas en el más preciado ornato, así estos discretos hábitos no sólo no ocultaban su personalidad, sino que la revelaban más vívidamente aún. Todos se hacían lenguas de él y lo destinaban ya al trono, unos como si sus pronósticos fueran oráculos, otros ateniéndose a la probabilidad en lo que decían de él. Por ello él temía no tanto a sus enemigos cuanto a sus partidarios, y les cerró todas las vías de acceso a él. Éstos eran sin embargo personas muy aguerridas y audaces, dispuestas a vencer cualquier obstáculo.
[88] Destacaba tanto por su prudencia y buen juicio que, una vez que se produjo entre las filas de los militares la elección en la que se nombró al Comneno por delante de los otros candidatos, y el mismo Comneno, designado ya para ocupar el poder, quiso ceder a Constantino el mando supremo después de su elección, éste rechazó de palabra y de obra una elección que recaía sobre él en tales condiciones. Ciertamente, los que se habían reunido allí entonces nunca se habrían podido poner de acuerdo para llevar a cabo su acción, si Constantino no hubiera mediado entre ellos y mantenido unida la asamblea con su propio prestigio. De forma que todo el ejército estaba amarrado como a dos anclas, una grande y otra pequeña, o por mejor decir, una pequeña y otra grande, pues si Isaac había sido elegido como emperador, a éste le había sido prometida la dignidad menor de César, pese a que la superioridad de su linaje y la particular fascinación que ejercía su personalidad le atraían el favor de la mayoría. Y para que se admire más aún a esta persona, diré que cuando finalmente la usurpación concluyó y comenzó el imperio, estando ya Isaac sentado en el trono, Constantino renunció también al segundo título cuando habría sido preciso que le disputara el primero. Tan generoso era pues el carácter de este hombre incomparable. Añadiré sólo esto a lo ya contado: que debía ser voluntad de Dios que no ocurriese entonces lo que ahora ocurría, para que así Constantino fuese aupado a la atalaya del imperio, no desde el vestíbulo de la usurpación, sino desde lo más profundo del santuario de las leyes.
[89] Cuando fue convocado entonces por el Comneno que, según parecía, estaba a punto de exhalar su último suspiro, Constantino permaneció de pie, ocultando, como era habitual en él, las manos en el vestido. Su rostro estaba enrojecido, sus ojos bajados púdicamente. El emperador, intentando expresar de forma concisa sus ideas, dijo entonces: «Más que a estos que me rodean», y señaló con la mano a su familia, «mi hermano y mi sobrino, y más que a estas queridísimas mujeres, mi consorte y emperatriz y mi hija, que bien puedo decir es mi única descendencia, más que a éstos mi temperamento se siente próximo a ti. Y puesto que la afinidad de espíritu ha vencido los vínculos naturales, es a ti a quien confió el imperio y las cosas que más quiero y no con la oposición de éstos, sino incluso con su pleno consenso. Esta nueva decisión no fue tomada hoy y no han sido las circunstancias de mi enfermedad las que me empujaron a ella, sino que desde que fui elegido para el imperio consideré que tú eras mejor, que a ti te convenía más el hábito imperial. Además, fue después de comparar cada una de tus cualidades con las de los demás, cuando consideré que tenías más votos que nadie para merecer la dignidad imperial. Mi parte ha concluido ya y mi vida se limita a unos pocos soplos. A partir de este momento tú te apoderarás del poder y pondrás orden en los asuntos de gobierno. Ya fuiste designado por Dios para esta empresa, pero es ahora cuando empuñas el cetro de mando. En cuanto a mi mujer, hija, hermano y sobrino, a ellas te las confío en depósito inviolable, mientras que de éstos te encargo que cuides y te preocupes».
[90] Ante estas palabras resonó un fuerte aplauso acompañado de lágrimas y los presentes que lo rodeaban prorrumpieron en aclamaciones. Mientras tanto, el escogido para el imperio, como si participara en ritos sagrados y fuera iniciado en actos mistéricos, permanecía de pie junto al emperador, manteniendo la deferencia y la compostura[26]. Esto fue el proemio del poder para este hombre, pero en cuanto a lo que siguió, no puede exponerse con la simple progresión de un discurso, pues si bien algunas de las cosas que le sucedieron marcharon derechas, otras en cambio se torcieron o dieron incluso un vuelco.
[91] Si en algún suceso intervine por él, no podría yo decirlo, pues mi vanidad no tendría que llegar hasta ese punto, pero el emperador mismo sabe cómo equilibré fuerzas opuestas, cómo contribuí a que se enderezaran los acontecimientos que se habían desencadenado y cómo, cuando los acontecimientos se abatieron tempestuosos en tomo suyo, yo, debido al enorme celo y devoción que sentía hacia él, me hice cargo del timón y, tan pronto soltándolo como teniéndolo firme, conseguí llevar a éste diligentemente al puerto imperial.
[92] Cómo fue su reinado y la índole de sus acciones, qué ideas introdujo en el gobierno, de qué bases partió y a qué resultados llegó, cuál era el objetivo de su principado, qué defectos corrigió plenamente y qué nuevas medidas adoptó por vez primera, las acciones suyas que son dignas de admiración y las que no lo son, cómo gestionó la administración civil y cómo actuó ante el ejército, así como otras cosas, es algo que pretendo narrar a partir de ahora.