[VII. 1] A los que acaban de obtener el trono imperial les parece que para asentar su poder les basta con contar de algún modo con el aplauso de la clase política, pues, al estar en estrecho contacto con ella, creen que si sus reacciones les son favorables, la integridad de su poder estará asegurada. De ahí que, tan pronto como se apoderan del cetro, autoricen a estas personas a hablar en su presencia. Y ellas no tardan en realizar piruetas, decir bufonadas y pronunciar necias arengas, de forma que los soberanos, como si tuvieran asegurado el auxilio divino, no sienten necesidad de tener ningún otro apoyo. Por lo tanto, a pesar de que la garantía de su poder se apoya en tres principios, el pueblo, el orden senatorial y el estamento militar, los emperadores se preocupan menos por el tercero y no tardan en repartir con los otros dos los beneficios que dimanan del poder.
[2] En cuanto al anciano Miguel, realizó el reparto de títulos haciendo gala de más prodigalidad que la requerida, pues no destinó a cada persona al puesto inmediatamente superior del escalafón, sino que los promovía al que estaba por encima de éste o incluso a otro más elevado. Pero si alguien se colocaba a su lado y le solicitaba ascender cuatro niveles, su petición encontraba igualmente una acogida favorable en el emperador. Y si acto seguido otra persona se situaba junto a él y le importunaba por el otro costado, no dejaba tampoco de ascender hasta el quinto nivel. Aquella generosidad era pura y simplemente el caos.
[3] Cuando los militares oyeron esto, sobre todo los más destacados entre ellos, que tenían el rango de general, se acercaron a Bizancio para obtener prebendas iguales o mayores. Se les marcó un día para que comparecieran ante el emperador. Yo mismo estuve entonces presente junto al soberano. Penetraron en la estancia hombres bravos, verdaderos héroes, y después de inclinar sus cabezas ante él y aclamarle como era costumbre, se fueron situando por turnos, a la señal del emperador, en una hilera. Luego, cuando habría sido preciso llamarlos aparte uno a uno y agasajarlos con palabras generosas, propias de un emperador, él comenzó censurando a todos por su comportamiento ignominioso y a continuación, después de colocar en el centro de la sala a su cabecilla, Isaac Comneno, que estaba al frente de toda la legación, y al inmediatamente subalterno, Cecaumeno el Coloniata, descargó sobre el segundo un torrente de injurias porque poco le había faltado para echar a perder Antioquía junto con sus tropas, porque no había tenido un comportamiento ni noble ni marcial, porque se había apoderado además del dinero de muchas personas y había usado el poder no como fuente de gloria, sino de lucro[1]. Mientras aquél se quedó paralizado ante lo inesperado de aquellos reproches, pues se había esperado grandes honores y era por el contrario injurias lo que recibía, sus compañeros de armas intentaron salir en su defensa, pero el emperador les impuso silencio. Incluso aunque hubiera despreciado a los demás, habría sido preciso que hubiera gratificado a Isaac con toda clase de alabanzas y honores, pero también a éste le negó su favor.
[4] Este fue el primer ultraje que se causó a los militares y el acontecimiento que desencadenó su sublevación contra el emperador, pues aquella escena los conmocionó y los indujo por vez primera a pensar en una revuelta. La idea de una conjura por el poder imperial no les vino desde luego enseguida, sino que hicieron antes un segundo intento, por si acaso conseguían que el emperador se mostrase mejor dispuesto hacia ellos. Pero éste, si ellos pedían picos, él les daba palas, y si hacían objeciones, no las aceptaba, sino que las rechazaba y descartaba de plano. Poco faltó para que todos de repente se abalanzasen sobre él y le pusiesen las manos encima, echándolo del poder. Pero los contuvo Isaac, diciendo que aquel asunto requería una prudente deliberación. Luego, cuando pusieron en marcha la sublevación[2] buscaron al que estaría al frente de las tropas y sería capaz de asumir el poder.
[5] Isaac renunció ante todos a la dignidad imperial, pues decía que cualquiera de ellos estaba capacitado para asumir el poder, pero todos le cedieron este honor. Era realmente el más destacado de ellos, no sólo por su linaje, sino porque su figura imponía autoridad y tenía un carácter noble y gran firmeza de ánimo. Parecía en efecto que se hacía respetar por su sola presencia. Pero dejemos ahora por el momento un poco la descripción del carácter de esta persona. Cuando acordaron entre ellos lo que querían hacer, intercambiaron todavía algunas breves palabras con el emperador y luego se retiraron todos a sus territorios. Al estar situados hacia Oriente, muy próximos al orto solar, las distancias que les separaban a unos de otros eran cortas y por ello, después de dejar pasar unos pocos días, pudieron concentrarse rápidamente en un punto y dar así inicio a la sublevación. Todavía no habían llegado a organizarse, cuando se les unió un bravo ejército de aguerridos soldados que en gran número confluyó hacia ellos y reforzó su determinación. En efecto, una vez que todos se enteraron de que un bravo general se había proclamado su emperador y de que las familias más poderosas se habían aliado con él —sus nombres eran conocidos—, sin perder tiempo marcharon enseguida a su encuentro, compitiendo todos por llegar los primeros como si fueran corredores a la carrera.
[6] Ya antes de esto todas las fuerzas militares habían querido dominar el imperio de los romanos y que fuese un general el emperador que los comandase, rompiendo así la continuidad en el poder de los civiles de la administración. No obstante, ellos mismos ponían siempre el freno a sus aspiraciones y se limitaban a concebir ese deseo, porque no aparecía entre ellos nadie que se mostrase a la altura del cargo. No obstante, cuando observaron que Isaac —al que ni en sueños habían previsto que pudieran ver con los atributos del poder debido a los rigores que implicaba una empresa tal— se ponía al frente del proyecto de usurpación y dictaba las decisiones que luego habría que tomar, dejaron por completo de lado sus dudas y corrieron a unirse a él, marchando en viril formación y preparándose para la guerra.
[7] Él en cambio, aunque entonces era la primera vez que se ponía al frente de una conjura de esa clase, afrontó aquella empresa con más prudencia que audacia. Así, puesto que sabía que, antes que cualquier otra cosa, un ejército requiere mucho dinero, lo primero que hizo fue bloquear todos los caminos a la Ciudad, dejando en cada uno una guarnición adecuada y no permitiendo que nadie entrara o saliera por allí a menos que él lo supiera y autorizase el tránsito en las dos direcciones. Después de tomar esta disposición, cobró los impuestos públicos, pero no sin orden ni concierto, sino estableciendo archivos fiscales y designando recaudadores que registrasen minuciosamente cada asiento, para así, una vez convertido en emperador indiscutido, poder tener un inventario exacto de los ingresos recaudados. De este modo su proceder resultó ser más prudente que audaz. Pero aún hay otra cosa por la que merece que se lo admire y es el hecho de que a pesar de la gran multitud de hombres que se le unieron, él supo distribuirlos en contingentes distintos y separar a los soldados más valientes de los demás, de forma que encuadró en compañías y falanges a aquellos que sabía que templaban su audacia con el cálculo y su valor con el aplomo y confió a éstos la suerte de la guerra. Las tropas escogidas eran mayores en número y las restantes no estaban a la zaga de éstas.
[8] Ante todo les ordenó que se reagruparan, no de manera tumultuosa y confusa, sino formando sus falanges como en orden de combate, para avanzar en silencio y acampar del mismo modo. Luego, después de asignar a cada soldado su paga y los pertrechos necesarios para la campaña militar, procedió a la promoción de los mandos, nombrando a los mejores para los más altos puestos y a los peores para los de menos responsabilidad. Además, confió su seguridad personal a un pariente de sangre y así, rodeado como por un cinturón de seguridad, marchaba y acampaba sin temer nada. Ciertamente pasaba las noches en vela, pensando en las consecuencias de su usurpación, pero de día se mostraba radiante de satisfacción frente a los problemas y parecía como que el objetivo hacia el que marchaba estuviese al alcance de la mano. Y mientras que en los ejércitos suelen producirse muchos incidentes, ya que la mayoría de los soldados resultan ser más audaces que sensatos, él en cambio no alzaba su espada contra nadie y tampoco procedía enseguida contra los que cometían una falta, sino que los amedrentaba con una simple mirada. Bastaba con que frunciera el ceño para que cualquier castigo corporal estuviese de más.
[9] De este modo, con sus tropas dispuestas en formación cerrada, Isaac había llegado ya cerca de la Ciudad, mientras el emperador conservaba en su poder sólo Bizancio y las personas más destacadas de su entorno, como si no hubiera ocurrido nada extraordinario, ni tomaban decisión alguna para hacer frente a los rebeldes, ni enviaban contra las formaciones de éstos a las tropas que aún les quedaban, ni hacían absolutamente nada para romper la formación del usurpador. Pero como algunos de sus allegados, a fuerza de golpear en su conciencia diciéndole que necesitaba consejeros, mucho dinero y contingentes militares, habían hecho mella en su ánimo, entonces convocó a su presencia a un gran número de personas de noble espíritu a las que hasta entonces no había tenido en cuenta. En ese momento también me adoptó a mí y fingió arrepentirse, como si hubiera hecho algo horrible, por no haberme tenido desde mucho antes en lo más profundo de su corazón.
[10] Yo, que no le guardaba ningún rencor, le aconsejé enseguida que hiciera tres cosas. Puesto que sabía que se había enfrentado al Gran Arzobispo por una divergencia de opiniones y que aquél estaba resentido contra él, el primer consejo que le di fue éste: que pusiera fin a todas las discrepancias que tenían y concertase con él pensamientos y propósitos, pues en aquellos momentos el poder de éste era determinante y habría podido apoyar a los usurpadores si el emperador no se les adelantaba y no se aseguraba su fidelidad sin ambages. Luego le dije que enviara una embajada al usurpador para que licenciara a sus tropas, pero prometiendo concederle todo cuanto no llegase a comprometerle demasiado y añadiendo a éstas todavía otras promesas; y que al mismo tiempo sembrara la disensión entre sus tropas e intentara romper la unidad de sus falanges. A estos dos añadí un tercer consejo crucial, el más importante de todos: que reuniese a las tropas de Occidente, agrupase las fuerzas que le quedaban, apelase a la alianza de los pueblos bárbaros vecinos, reforzase los contingentes extranjeros que ya teníamos, diese el mando sobre éstos a un valiente general, formase los batallones que fuesen necesarios y, finalmente, resistiese en todos los frentes a la multitud que se había sublevado contra nosotros. El emperador aceptó entonces mis consejos.
[11] Luego, no obstante, se abstuvo de seguir el primer consejo, cuyo simple incumplimiento bastó para llevarle a la ruina, aunque se dispuso a adoptar el segundo y el tercero. Sin embargo, no llevó tampoco a cabo nada en cuanto al segundo, aunque las fuerzas de que disponía en Occidente, pertrechadas perfectamente para la guerra y con el refuerzo de otras tropas aliadas, sí se dispusieron, divididas en compañías y reagrupadas en falanges, así como perfectamente entrenadas y con ánimo de combate, frente a las tropas de Oriente. Ambos ejércitos levantaron sus empalizadas a no mucha distancia entre sí, de forma que sólo dejaron entre ellos una pequeña explanada y ninguno de los dos salió al encuentro del otro, sino que el campo de batalla permaneció vacío. Por su número, las tropas imperiales se mostraban superiores, pero por su capacidad de combate y disciplina, prevalecían las del otro bando. Pero lo que más asombraba era que mientras estas últimas mantenían compacta su formación y una fe inquebrantable e inamovible en su comandante, nuestro ejército se iba vaciando y disgregando cada día debido a los muchos desertores que se pasaban a la formación rebelde. El comandante de nuestras fuerzas —cuyo nombre no necesito decir aquí[3]— parecía vacilar entre ambos bandos, o incluso, según pienso, inclinarse claramente por uno.
[12] De forma que se nos atacaba desde dos frentes, y antes incluso de que se decidiera entablar combate, ya habíamos sido derrotados por la decisión de los generales. No obstante, las compañías y todas las tropas nacionales que nos quedaban, cuando formaron frente a las líneas enemigas, como varones que eran, según dice el poema, “marciales y de violento resuello”[4], no conocían todavía el doble juego de sus mandos. Pertrechados con las mejores armaduras y asiendo con sus manos o llevando al cinto las más nobles armas que se conocen, lanzaron su grito de guerra contra los enemigos y, dando rienda suelta a sus caballos, avanzaron hacia ellos con un empuje incontenible[5]. Los que ocupaban nuestra ala derecha hicieron retroceder a la izquierda del enemigo y los persiguieron por ese flanco un largo trecho.
[13] Cuando las tropas de su ala derecha comprendieron la situación, no esperaron la señal de ataque y la carga de los enemigos, sino que retrocedieron enseguida y se dispersaron, pues temían que los nuestros, victoriosos, se volvieran contra ellos después de empujar a la huida a los del ala izquierda y entonces se les echaran también encima con todas sus fuerzas. Se dieron así la vuelta y huyeron exactamente igual que sus compañeros. La victoria parecía entonces quedar limpiamente del lado de sus enemigos, nosotros, pero el usurpador permanecía aún de pie, firme, en medio de la lucha, conteniendo tanto a perseguidores como a fugitivos. Cuando algunos hombres de nuestro ejército lo vieron —eran no más de cuatro escitas del Tauro— apuntaron sus lanzas contra él y las arrojaron desde los dos flancos. Aunque las puntas de hierro se clavaron en la armadura de aquél, no le alcanzaron sin embargo la carne y tampoco lo derribaron hacia uno de los dos lados, sino que cada lanza contrarrestó la fuerza que impulsaba a la contraria, dejando así que el hombre se mantuviera erguido, pues ni alteraron el equilibrio de su cuerpo, ni desplazaron su centro de gravedad. Aquél tomó como un presagio favorable el permanecer invicto después de haber sido alcanzado en ambos costados y enseguida ordenó a sus fuerzas que cayeran con más ímpetu sobre los enemigos en una lucha a cuerpo, que tuvieran confianza al luchar, para así hacer retroceder a los enemigos y perseguirlos un largo trecho.
[14] Consiguieron así dar un vuelco a la batalla y entonces noticias terribles y espantosas llegaron a nuestros oídos. A nosotros nos perturbaron, pero al emperador lo conmocionaron y le convencieron de que su situación era totalmente desesperada. No era posible, en efecto, hacer regresar a las tropas de Occidente de manera precipitada después de una derrota asi y no podía tampoco preparar nuevos reclutas de refresco. Por su parte, el comandante en jefe de nuestras fuerzas, el eunuco Teodoro, al que la emperatriz Teodora había primero designado presidente del senado y luego le había encomendado los ejércitos de Oriente, disuadía al emperador por todos los medios posibles de que emprendiera una campaña, no tanto porque no confiara en el resultado de una segunda batalla, cuanto porque había cambiado de bando y pactado secretamente con Comneno.
[15] El emperador dejó transcurrir unos días y luego consideró que yo debía negociar un acuerdo con el Comneno: transmitiría en calidad de embajador sus propuestas secretas al enemigo y gracias a mi elocuencia y mi capacidad dialéctica doblegaría su voluntad para que se congraciase con él. Apenas había oído yo estas palabras, que realmente habían retumbado como un trueno en mis oídos, cuando rehusé ese honor y dije: «No estoy dispuesto a obedecer esta orden que me das, pues corro mucho peligro y el resultado no es dudoso, sino que sólo puede ser uno, ya que es evidente que nada más haber obtenido una victoria, encumbrado como está por el éxito, no accederá a renunciar al poder para recibir alguna otra dignidad menor como pago por su cambio de opinión».
[16] Pero él, sacudiendo la cabeza, replicó enseguida que yo faltaba a mis obligaciones de amistad y lealtad hacia él: «Tú que aprendiste a hablar con persuasión ¿no pensaste de qué modo podrías ayudar a tus amigos en desgracia, o por mejor decir, a quienes, si le place a Dios, son tus señores? Yo, que después de obtener el poder no he cambiado en lo más mínimo el trato que te doy, sino que hablo contigo en un tono cordial, te beso y te abrazo tal como solía y disfruto cada día, como es debido, de la miel de tus labios, creía que me merecía una cierta reciprocidad, pero tú no me das siquiera lo que un hombre indulgente concedería a su enemigo en peligro. Yo seguiré el camino que me trazó el destino, pero tú siempre tendrás a alguien que te acuse y censure porque negaste tu amistad a tu amigo y señor».
[17] Al oír estas palabras poco faltó para que me quedara de piedra, como paralizado por su efecto. No veía entonces de qué modo podría mantener mi propósito inicial. Así que cambié rápidamente de tono: «Pero, mi emperador», dije, «no rechazo tus órdenes para evitar tener que servirte, sino que declino esta misión porque el asunto provoca mis recelos y sospecho que me granjeará muchas envidias». «¿Qué cosa es ésta», dijo él, «de la que recelas y que hace que no confíes demasiado en el resultado de la embajada?». «El hombre ante el que me ordenas que me presente como emisario», dije, «es una persona victoriosa que tiene esperanzas muy sólidas puestas en el futuro. No creo que me acoja favorablemente ni que cambie de opinión al escuchar mis palabras. Hablará quizás con altanería, deshonrará mi embajada y me despachará de vuelta sin que yo haya conseguido nada. Entonces las gentes de la corte me acusarán de traicionar la palabra que te di y al mismo tiempo de aumentar las expectativas de aquel hombre, haciendo ver que iba a hacerse enseguida con el poder simplemente porque no aceptó un mensaje del emperador y no quiso negociar con su embajada. Pero si quieres», dije, «que yo obedezca tus órdenes, envía conmigo en la embajada a otra persona, un miembro del senado, para que todas las palabras que digamos y se nos digan, tanto las nuestras como las del usurpador, lleguen a oídos de la gente en dos versiones complementarias».
[18] El emperador alabó mi discurso y dijo: «Escoge pues al miembro que tú quieras de la cámara alta». Yo escogí a la persona más recta y más prudente, que sabía que tenía ánimo sobrado para acompañarme en aquella legación[6]. Así pues, tan pronto como aquél escuchó la proposición, aceptó la embajada y mi compañía. Después de reunimos e intercambiar opiniones, escogimos a su vez a otra persona para que tomara parte con nosotros en la embajada. Era uno de los más notables romanos, presidente de la asamblea del senado, un hombre cuya inteligencia rivalizaba con su elocuencia y su elocuencia con su inteligencia, que atendió al principio al emperador Monómaco como a un fiero león, pero que luego prestigió el oficio patriarcal: una vez convertido en victima de su verbo, consagró entonces el Verbo a Dios Padre[7].
[19] Esta persona, en verdad un leal patriota romano, no se demoró por lo tanto en su respuesta y se convirtió en el miembro más eminente de nuestra embajada. Una vez que recibimos del emperador la carta para el usurpador, o mejor dicho, cuando consideramos entre nosotros cuál podría ser su contenido y la redactamos como convenía —para que el usurpador fuese coronado con la dignidad de César, pero al mismo tiempo siguiera subordinado al emperador— nos atrevimos a ponernos en camino hacia él. Después de haber pasado por la primera estación a la salida de la Ciudad, hicimos anunciar nuestra llegada al usurpador y aseguramos que no nos entrevistaríamos con él si no nos juraba antes solemnemente que ni nos retendría una vez concluida la embajada, ni nos causaría ningún otro daño, sino que nos permitiría regresar después de tributarnos los debidos honores.
[20] Cuando aquél accedió a todo e incluso dio más garantías de las requeridas, nos embarcamos enseguida en las trirremes y llegamos a las proximidades del lugar en el que aquél estaba acampado[8]. Saludos y gestos cordiales de bienvenida nos acogieron enseguida, antes de que llegásemos a hablar con él: uno tras otro, los mandos supremos de su ejército se presentaban ante nosotros, nos dirigían los apelativos más lisonjeros, nos besaban la cara y las manos y vertían lágrimas porque se habían ceñido la cabeza con cintas de la victoria después de quedar ahitos de la sangre de sus compatriotas y estar manchados por crímenes contra congéneres suyos. Luego, escoltándonos por ambos lados, nos acompañaron hasta la tienda de su comandante, pues resultaba que habían acampado al aire libre. Llegados al lugar, ellos desmontaron de sus caballos y después de hacernos descender de los nuestros, nos invitaron a esperar allí. Acto seguido se nos dejó entrar sólo a nosotros, pues el sol se había puesto y aquél no quería que se reuniesen muchas personas en el pabellón imperial.
[21] Al entrar nos saludó. Estaba sentado sobre un escaño elevado y una pequeña guardia lo rodeaba. Su actitud era no tanto la propia de un emperador como la de un general. En efecto, se incorporó ligeramente ante nosotros y luego nos invitó a sentarnos. No preguntó nada acerca de los motivos por los que habíamos venido, pero expuso brevemente las razones que le habían hecho ver que su expedición militar era necesaria. Luego compartió con nosotros el vino de la crátera y nos dejó marchar hacia nuestras tiendas, que estaban levantadas justamente al lado de la suya. Nos retiramos entonces admirados por la actitud de aquel hombre, que no nos dirigió enseguida un largo discurso y que no quiso saber de nosotros nada más que detalles de nuestro viaje y si habíamos tenido la mar agitada en nuestra travesía. Luego nos separamos unos de otros y entramos en las tiendas. Después de un breve sueño, nos reunimos de nuevo con las primeras luces del alba e intercambiamos algunas palabras sobre cómo conduciríamos la entrevista con él. Creimos adecuado no dar la palabra a uno solo para hablar con él, sino hacer todos conjuntamente las preguntas y aceptar también del mismo modo sus respuestas.
[22] Mientras hablábamos así, el día se iba levantando y el sol, abandonando el horizonte, se elevaba ya en el cielo con su disco brillante. Todavía no había cubierto la mayor parte del trayecto, cuando se presentaron los miembros más prominentes de su consejo para convocarnos y, como si nos dieran escolta, nos condujeron hacia su comandante. Nos encontramos pues ante una tienda de grandes dimensiones que habría podido albergar todo un ejército con sus contingentes extranjeros. En el exterior, en torno a ella, permanecía de pie una gran multitud y no precisamente de soldados ociosos y en desorden, pues unos formaban con las espadas al cinto, otros blandían por encima de sus hombros pesadas hachas de hierro y otros sostenían sus lanzas contra el pecho, todos erguidos en prietas filas concéntricas, dejando apenas espacio entre ellos. No se oía ni un murmullo salir de sus bocas, sino que todos permanecían de pie como paralizados de miedo, con las piernas juntas y la mirada fija, vuelta hacia el que presidía el ingreso a la tienda. Éste era el comandante de la guardia personal, un hombre que unía a su valor su versatilidad y eficacia, que controlaba sus palabras y sabía aún mejor cuándo callar, insuperable incluso a la hora de razonar: el duque Juan, que había heredado su bravura y firmeza de una larga línea de ancestros[9].
[23] Cuando nos acercábamos al ingreso, éste nos ordenó que nos detuviéramos y entró en el pabellón imperial. Después de hacernos esperar unos breves instantes allí, salió y, sin decirnos nada, alzó de repente el paño que cubría la entrada para impresionarnos con lo inesperado de la visión que se nos ofreció, toda ella verdaderamente digna de un déspota y capaz de hacer estremecer a cualquiera. Para empezar, nuestros oídos quedaron ensordecidos por los bramidos de aquella multitud, cuyas voces no resonaron todas a la vez, sino que sólo cuando la primera fila concluía con sus aclamaciones, cedía el turno a la contigua y ésta a su vez a la siguiente, lo que producía una extraña disonancia. Luego, cuando las gargantas del último círculo de soldados dejaron de bramar, de nuevo todos al unísono se pusieron a gritar y poco faltó para que nos atronaran con sus voces.
[24] Cuando finalmente llegaron a callarse, nos dieron entonces permiso para contemplar el interior de la tienda, pues no penetramos en ella nada más descubrirse la entrada, sino que permanecimos un poco retirados, esperando la señal del ingreso. Diré ahora lo que había en el interior. El emperador en persona estaba sentado sobre un trono para dos personas que se elevaba a gran altura del suelo y estaba recubierto de oro. Apoyaba los pies en un escabel y un vestido suntuoso embellecía su figura. Su cabeza erguida sobresalía del cuerpo y el pecho le resaltaba prominente. El esfuerzo había empurpurado sus mejillas. Los ojos, fijos en sus pensamientos y revelando un corazón lleno de inquietudes, se alzaron luego, como si atracaran en la calma del puerto viniendo de una tempestad. Lo rodeaban muchas filas de personas puestas en pie. La primera que lo flanqueaba era la más corta, la de los próceres, hombres estos que eran las cabezas de los mejores linajes y que en nada desmerecían de la majestuosidad de los héroes antiguos. Permanecían allí de pie, como modelo para las filas posteriores, y constituían así el primer rango. Un coro circular envolvía a éstos, el de sus asistentes y los oficiales de más graduación. Algunos de ellos ocupaban también los batallones contiguos de detrás. Otra fila era la de los jefes de los primeros manípulos, que formaban el ala izquierda. Como una corona, envolvían a éstos las milicias ligeras, sin armas al cinto, y tras ellas las fuerzas aliadas que se les habían unido de entre los pueblos extranjeros, concretamente ítalos y escitas del Tauro. Éstos son pueblos de aspecto y pose fieros y ambos de ojos glaucos, pero mientras los primeros se dan afeites para cambiar de color y se depilan los arcos superciliares, los otros conservan la apariencia que les es propia; aquéllos son impulsivos en sus ataques, ágiles y arrojados, mientras éstos son encarnizados y furiosos; de aquéllos es incontenible el ímpetu de su primer ataque, pero luego su acometida enseguida pierde vigor, mientras que éstos no son menos impetuosos, pero no se preocupan de ver derramada su sangre y desprecian las heridas de su carne. Así pues, éstos cerraban el círculo del escudo humano, portando largas lanzas y hachas de un solo filo. Mientras sostenían éstas sobre sus espaldas, tendían las puntas de sus lanzas desde los dos lados hacia adelante, cubriendo con ellas, por así decirlo, la arena central.
[25] Ésta era su disposición. Entonces el emperador nos dio la señal de ingreso, convocándonos con la mano. Bastó un ligero movimiento de su cabeza para que nosotros nos desviásemos hacia el lado izquierdo. Cruzamos así entre el primer y el segundo círculo y cuando ya habíamos llegado muy cerca del emperador, él volvió a informarse sobre las mismas cuestiones sobre las que nos había preguntado la víspera, y cuando se quedó satisfecho con las respuestas, dijo entonces con sonora voz: «Que uno de vosotros vuelva sobre sus pasos y que después de colocarse en medio de éstos», y señaló a los que permanecían de pie flanqueándolo por ambos lados, «me tienda la carta del que os envió y me diga las palabras que éste os comunicó para que nos las transmitierais».
[26] Puesto que cada uno de nosotros cedía al otro su derecho a pronunciar el discurso, deliberamos sobre esta petición. Pero como mis dos compañeros me obligaron, diciendo que era a mí a quien correspondía la libertad de palabra dada mi condición de doble filósofo[10], y me prometieron además que acudirían en mi ayuda si mis argumentos llegaban a fracasar, conseguí serenarme aplacando los súbitos latidos de mi corazón y me dirigí hacia el centro. Recobré entonces fuerzas y le tendí después la carta. Cuando me dio la señal de hablar, empecé mi parlamento. Si el alboroto que reinaba entonces allí no me hubiese disturbado cuando hablaba y no me hubiera interrumpido con frecuencia haciendo que perdiera por ello el hilo de mi largo parlamento, quizás podría recordar ahora aquellas palabras recogiendo y enlazando las ideas que dije, tanto en engarzadas cláusulas como en extensas tiradas llenas de aliento. Pero a ellos les pasó inadvertido que mi discurso era sencillo y erudito a la vez, pues quise imitar con él la cotidianidad de las palabras propias de un Lisias, pero al tiempo adorné aquel léxico común y simple con los conceptos más elaborados[11]. Recordaré al menos los puntos esenciales de mi parlamento, en la medida en que no se me hayan olvidado.
[27] Empecé directamente con un exordio ingenioso en el que no empleé tanto oscuras sutilezas cuanto recursos de la retórica. En efecto, sin acusarles al principio de nada, empecé hablando del título de César y de las aclamaciones que comparte con el emperador y les enumeré los otros elevados privilegios y honores que el soberano le otorga. Los que estaban junto a nosotros rodeándonos permanecieron en silencio y acogieron el exordio favorablemente, pero la muchedumbre situada más atrás empezó a gritar al unísono que ellos no querían ver a su comandante vestido de otra manera que no fuese con el hábito imperial. Quizás la mayoría no quería esto, pero aquellas palabras estaban cargadas de adulación y se adecuaban a las circunstancias. Sus gritos intimidaron también a los sectores que estaban tranquilos y les obligaron a expresar su acuerdo con ellos, de forma que el emperador, temiendo tal vez que pareciera que quería algo distinto de lo que pedía la multitud, se expresó en el mismo sentido.
[28] Yo no me eché atrás en ningún momento, pues ya había conseguido encajar mis ideas en una sólida estructura y, tal como es mi costumbre, había perdido el miedo una vez metido en liza, así que dejé de hablar y esperé de pie tranquilamente a que la multitud se calmase. Cuando hubieron gritado cuanto quisieron, se apaciguaron, y yo entonces retomé de nuevo el discurso donde lo dejé, pero empezando ya a desvelar en mis palabras, con serenidad, aspectos más conflictivos, aunque sin censurarles todavía por nada. Recordé así cómo se sube por una escalera y censuré el pie que se salta peldaños, al tiempo que alababa el ascenso gradual al poder imperial, diciendo que éste debe ser el orden: primero la praxis, luego la teoría, así como primero viene el hombre práctico y después el teórico, pues la mayoría de los emperadores, y especialmente los mejores, fueron aupados al poder desde su condición de Césares.
[29] Cuando ante mis palabras algunos replicaron que este ascenso era propio de simples ciudadanos, pero que Isaac ya había sido elegido para reinar, yo les refuté enseguida: «Pero todavía no ha sido investido emperador y, a menos que me hagáis alguna burda objeción, tampoco es un nombre elogioso el que se corresponde ahora a la situación en que os halláis» (tenía en efecto miedo de mencionar la usurpación por su propio nombre). Tras un instante, continué diciendo: «Pero cuando tú rechaces esta apelación, serás entonces emperador y estarás revestido de una dignidad incontestable». Cuando saqué a colación la adopción que había prometido el emperador, dijeron: «Pero ¿cómo estaremos seguros de que un hijo del emperador no será privado del poder?». «Así es», dije, «como actuaron los mejores emperadores con respecto a sus hijos carnales». Y al punto recordé al divino Constantino[12] y a algunos otros emperadores que honraron primero a sus hijos con el título de Césares y luego los condujeron a la atalaya del imperio. Recapitulando entonces mi discurso hice esta comparación silogística: «Si aquellos se comportaron así con los hijos de sus entrañas, éste, una vez convertido en hijo adoptivo…» —y después de pronunciar este calificativo, dejé en suspenso la cláusula—.
[30] Ellos captaron la alusión y empezaron a enumerar muchas causas de su movilización, pues con este eufemismo la llamaban. Yo no presenté enseguida objeciones a sus palabras, sino que me puse en cierto modo de su lado y, después de enfatizar sus desgracias, dije: «Yo ya sabía estas cosas y en muchas ocasiones laceraron mi corazón. Es justa», añadí, «vuestra cólera y vuestro desánimo por todo lo que habéis padecido». Una vez que hube así serenado sus ánimos, entonces cambié bruscamente de banda y dije que, aun cuando aquellos hechos eran terribles, no eran motivo suficiente para realizar una usurpación y que ninguna otra acción en el mundo podría justificarles por hacer esto. «Si tú mismo fueses emperador», añadí dirigiendo mi discurso hacia su jefe, «y tuvieses un acceso de cólera, pongamos incluso que con el que es el primero del senado o del estamento militar, y luego aquél se conjurase con otros que aceptase como cómplices de su perverso plan, escenificando entonces una conjura contra tu poder y reprochándote todos los males que padeció y el deshonor del que fue objeto, ¿te parecería entonces este reproche motivo suficiente para iniciar una conjura?». Cuando él dijo que no, añadí: «Tú ni siquiera has sido deshonrado, a no ser porque no has obtenido todo lo que deseabas. De los males que dices haber sufrido, hay otros responsables y no el que es ahora emperador». Puesto que tenía la boca cerrada —pues había cedido no tanto a la persuasión de mis palabras cuanto a la evidencia de la verdad de lo que estaba oyendo—, añadí aún: «Cambia pues tu indumentaria y toma la mejor decisión: honra a tu anciano padre para así heredar legítimamente su cetro».
[31] Cuando ya le había persuadido con mis palabras y añadido a éstas muchos otros argumentos, surgió por detrás un clamor que todavía hoy resuena en mis oídos. Eran voces confusas, cada una de las cuales me atribuía algo distinto, unas un dominio insuperable de la retórica, otras el poder de la elocuencia, otras el vigor de mi argumentación. Por mi parte yo no repliqué a ninguna de ellas, pero el emperador, haciéndoles callar con la mano, dijo. «Este hombre no ha dicho nada que parezca mágico ni nos ha hechizado con un ensalmo, sino que se limitó a seguir los hechos y a exponerlos de forma sencilla. No es pues necesario alborotar la asamblea ni interrumpir la discusión». Así habló él, pero algunas de las personas de su entorno, que querían inquietarme, dijeron: «Emperador, salva al orador o morirá enseguida, pues la mayoría ha desenvainado ya la espada contra él y lo harán pedazos cuando salga». Yo sonreí al oír estas palabras y dije: «Si ahora que os he traído el imperio y la sucesión al trono para que seáis sus dueños con sólo tomarlos, a cambio de esta buena nueva me despedazáis con vuestras propias manos, ¿no certificaréis entonces vosotros que sois usurpadores? ¿No os acusaréis vosotros mismos? Tú hablaste para sofocar mi voz o para obligarme a cambiar de opinión, pero yo ni pensaré ni haré ya ninguna proposición nueva».
[32] Ante esta afirmación el emperador se levantó del trono y, después de honrarme con toda clase de elogios, disolvió la asamblea. Después de ordenar a los oficiales que salieran, nos llevó a nosotros aparte y nos dijo: «¿De verdad creéis que he asumido este hábito imperial por mi propia voluntad o que si fuera posible rechazarlo yo aplazaría un instante mi renuncia? Sin embargo es verdad que al principio me convencieron para llevar a cabo esta empresa y ahora me tienen rodeado. Pero si me juráis que transmitiréis al emperador algunas propuestas secretas de mi parte, os revelaré enseguida mis ocultas intenciones». Cuando nosotros le juramos solemnemente mantener en secreto sus secretas propuestas, él prosiguió: «Yo no busco ahora el poder imperial, me basta con la dignidad de César. Que me envíe pues el emperador una segunda carta diciéndome que no cederá a otra persona el poder cuando se vaya de esta tierra, que a ninguno de los que han hecho conmigo esta campaña le privará de los honores que ambiciona y que compartirá conmigo la potestad imperial, para que pueda, si quiero, honrar a algunos con algunas dignidades civiles de menor rango y ascender a otros a puestos de mando en el ejército. Pido esto no por mí, sino en atención a mis muchos partidarios. Si me promete esto, me presentaré enseguida ante mi emperador y padre y le rendiré los honores debidos. Puesto que mis gentes no quieren este compromiso, os entregaré dos mensajes distintos: con uno, que haré que se lea en público, daré satisfacción a los míos, mientras que el otro será secreto y quedará depositado en vuestra memoria. Pero concededme también otro favor para mi gente: apartad de la administración a ese hombrecito menudo[13], pues antes demostró su hostilidad hacia nosotros y ahora resulta sospechoso. Por lo demás, hoy compartiréis conmigo la comida y mañana os iréis de aquí y llevaréis a cabo lo que secretamente os he encomendado».
[33] Así, una vez sentados con él a la misma mesa, no dejamos de admirar sus excelentes maneras, pues aquel hombre, descendido ya de su pose de usurpador, nos trató de manera más cordial. Cuando nos despedimos de él al rayar el alba, recibimos en secreto la segunda misiva y escoltados por la misma guardia nos dirigimos de nuevo hacia el mar. Lo encontramos en calma, así que soltando amarras nos embarcamos para Bizancio. El día ya se había levantado cuando atracamos en el puerto imperial. Expusimos toda la escena al emperador, incluidas las secretas propuestas del Comneno, y le entregamos las dos cartas. Él, después de leerlas muchas veces y pedirnos que repitiéramos de nuevo lo que nos había encomendado, dijo: «Es preciso hacer todo lo que quiere y que no le falte nada. Es más, que se le corone solemnemente y que ciña su cabeza con una diadema imperial y no con una simple corona, aunque aquélla no sea la insignia del César. Que comparta el poder conmigo y que conmigo decida el nombramiento de los funcionarios. Que se le asigne un ceremonial propio, digno de un emperador y se le conceda una magnífica escolta. Que todos los que compartieron junto a él su usurpación disfruten sin temor de todo lo que aquél les dio, tal como si lo hubieran recibido del propio emperador, ya se trate de dinero, de propiedades o de altas dignidades. Sellaré mis promesas con mi propia mano para que se cumplan de palabra y de obra, pues después de consignarlas por escrito yo mismo las ratificaré y mis labios pronunciarán los más solemnes juramentos, que nadie transgredirá jamás. Pero del mismo modo que aquél os confió un secreto mensaje para mí, yo os voy a entregar para él una embajada aún más secreta. Debéis jurarle que en el transcurso de no muchos días le haré partícipe del poder imperial, una vez que encuentre las excusas necesarias para ascenderlo hasta él. Si ahora aplazo este momento, que sepa disculparme, pues temo a la masa de la población y al orden senatorial y no estoy muy convencido de que vayan a compartir mis propósitos. De forma que para no suscitar una reacción contra mí, aplazo por ahora esta acción, que se llevará a cabo en el momento propicio. Todas las demás cosas podéis certificárselas con la carta que se le envía, únicamente esto debéis guardarlo en vuestro corazón. Regresad pues lo más rápidamente posible junto a él, sin dilación alguna».
[34] Cuando sólo habíamos dejado pasar un día, de nuevo nos embarcamos juntos para ir al encuentro del César y le entregamos la carta. Ahora presidía la asamblea, no con el mismo fasto con que se nos había mostrado en la anterior audiencia, sino en un ambiente más distendido y sencillo. Después de coger la carta ordenó que se leyera en público para que todos la oyeran. Con ella se hizo merecedor del agradecimiento de todos porque se había preocupado, más que de sí mismo, de las personas que junto a él habían trabajado para llevarle al poder. Él y todos convinieron entonces que había que renunciar a llevar adelante la usurpación. Cuando, reunidos a solas con él, le comunicamos el mensaje secreto, él se dejó enseguida transportar de entusiasmo y notificó sin dilación a sus tropas que ahora sí podían regresar a sus casas, aunque comparecerían ante él cuando su situación estuviese ya asentada. Y cuando se enteró de que había sido expulsada de la administración la persona que se hacía cargo de la gestión del imperio, todavía confió más en nuestras palabras y aun reconoció la sinceridad y la pureza de espíritu del emperador. Quiso que todo se llevara a efecto lo más rápidamente posible y nos ordenó que partiésemos al día siguiente para anunciar al emperador que se presentaría ante él sin recelo alguno. Él mismo se disponía a zarpar de allí en dos días con una pequeña guardia y dirigirse a la zona de costa situada enfrente del Palacio Imperial. Tal era la confianza que tenía en el emperador que ni siquiera quería que su entrada en Bizancio fuese especialmente solemne. Nos pidió, sin embargo, que de nuevo regresásemos junto a él y que flanqueándolo le diéramos entonces escolta hasta el soberano. Nuestra segunda embajada se había pues coronado con éxito y nosotros fuimos entonces presa de una alegría indescriptible porque habíamos hecho a nuestra patria una importante contribución con nuestra elocuencia y nuestra sensatez. Nos preparamos pues para partir al día siguiente.
[35] Pero cuando todavía no había caído la tarde, varios correos venidos del campamento rodearon el pabellón imperial llevando al César la buena nueva de que el emperador había sido depuesto del poder debido a la conspiración de algunos miembros del orden senatorial, que le habían obligado a mudar el hábito y a buscar refugio en el templo de la Divina Sabiduría. Esta noticia ni elevó la moral del César ni tampoco nos sumió directamente en la confusión, pues creimos que todo era un bulo y regresamos de nuevo a nuestras tiendas.
[36] Cuando el eco de la primera noticia no se había extinguido todavía, otras nuevas llegaban ya hasta nosotros y acudía un mensajero detrás de otro para certificarnos que era verdad el rumor. En esta ocasión fuimos presa de una gran agitación. Nos reunimos entonces y nos preguntamos unos a otros qué base de verdad había en todo aquello. El que entre nosotros desempeñaba el papel principal nos demostró que el rumor era auténtico, pues nos dijo que acababa de llegar ahora de la Ciudad uno de sus servidores, una persona escrupulosa e intachable, el cual le había expuesto todo claramente: unos agitadores y sediciosos —que nosotros sabíamos que habían seducido la voluntad del senado— habían sembrado la confusión por la Ciudad y creado desórdenes por todas partes, amenazando con incendiar sus casas y con toda suerte de represalias a los que pretendían no tomar parte en su movimiento; que éstos irrumpieron con violencia en el recinto de la Divina Sabiduría, que se atrevieron incluso a violar el presbiterio y que luego consiguieron fácilmente hacer descender al Patriarca y nombrarlo corifeo de su coro[14]; que en medio de grandes gritos maldijeron al emperador y lo cubrieron de toda suerte de insultos al mismo tiempo que aclamaban a Isaac como la única persona realmente digna del imperio. El recién llegado decía que sólo sabía esto, pero que no tardaríamos en enterarnos de lo que hubiera podido ocurrir a continuación.
[37] Nos pareció entonces conveniente dirigirnos a la tienda del César para conocer por él los últimos acontecimientos. Cuando llegamos todos juntos a donde estaba, lo encontramos dictando una carta al emperador. Las palabras que tuvo con nosotros fueron las mismas que antes, pues ninguno de los rumores lo había alterado. Luego salió con nosotros al aire libre. El sol no se había puesto todavía cuando alguien desde lejos se acercó jadeante hacia nosotros y al llegar a nuestro lado cayó al suelo y se le ahogó la voz en la garganta, en lo que me pareció una actuación deliberada. Luego fingió recobrar el sentido y anunció que el emperador había mudado de hábito y que la Ciudad estaba preparada para acoger al César; que una nave imperial había sido equipada para él y estaban ya dispuestos los portadores de antorchas que lo escoltarían. Dijo haber sido testigo de todo lo que anunciaba y haber visto al que por la mañana era emperador convertirse poco después en simple ciudadano, poniéndose la túnica monástica y cambiando por completo su apariencia. Todavía no había aquél dejado de hablar y ya llegaba otro de nuevo y después de éste un tercero y todos relataban la misma versión. Finalmente se presentó ante nosotros una persona llena de inteligencia y sentido común y nos representó todo el desarrollo del drama. Sólo a éste dio finalmente crédito el emperador Isaac. Nos invitó entonces a retiramos a descansar a nuestras tiendas: para él había dado comienzo su reinado.
[38] Cómo pasaron la noche mis compañeros de embajada es algo que no puedo decir, pero en cuanto a mí, me pareció que no tenía nada que esperar de mi vida. Creía que enseguida iba a ser inmolado como una víctima sacrificial, pues sabía que todos estaban furiosos conmigo y que no tardaría en morir masacrado y despedazado. Y temía sobre todo al propio soberano, no fuera que, acordándose de las palabras que le había dirigido y en las que a punto estuve de convencerle de que se retirase a vivir como un simple ciudadano, me aplicase toda clase de castigos y suplicios. Así que mientras todos iban siendo presa del sueño, sólo yo esperaba a mis verdugos, y cada vez que sentía una voz o un ruido en torno a la tienda me quedaba enseguida petrificado de miedo, creyendo que acababa de llegar mi verdugo. De esta forma transcurrió la mayor parte de la noche sin que me diera cuenta y aparecieron las primeras luces del alba. Entonces recuperé un poco el aliento, pues consideré que era una desgracia menos terrible el morir a la luz del día. Me asomé un poco fuera de la tienda y vi fuegos encendidos así como unas antorchas ardiendo en torno al pabellón imperial. Reinaba una gran confusión por todas partes, pues todos habían recibido la orden de prepararse y trasladarse a la Ciudad. Cuando todavía no había aparecido el astro solar, el emperador salió de repente a caballo. También nosotros partimos tras él, aunque no enseguida, sino un poco más atrasados.
[39] Yo creía que cuando transcurriese un cierto lapso de tiempo sería convocado a su presencia y debería dar cuenta de la persuasión de mis palabras. Sin embargo él, después de convocarme exactamente como yo esperaba, sin acordarse de nada de esto, ni de las premisas, réplicas, confutaciones, procesos y métodos del arte retórica, ni de la persuasión o los artificios que yo había usado, empieza a revelarme sus secretos propósitos y me hace partícipe de sus preocupaciones respecto al imperio. Me pregunta cómo podría ejercer mejor el poder y qué es lo que debería hacer para emular a los más grandes emperadores. Ante estas palabras cobro fuerzas y, lleno ya de aliento, le detallo en un largo discurso mi opinión al respecto. Mi reputación salió victoriosa de la prueba. El emperador expresó su admiración por todo lo que yo decía y me hizo por ello repetidas preguntas. Daba en efecto vueltas a mis argumentos y no dejaba de insistir hasta que yo no le exponía claramente lo que él pedía. Después congregó en torno a él a mis compañeros de embajada y nos trató como si fuéramos confidentes y consejeros de sus primeras decisiones. Mientras departíamos así entre nosotros, se elevó el astro solar y pronto todo quedó iluminado.
[40] Toda la población de la Ciudad se había esparcido por las calles. Unos llevaban antorchas encendidas, que le presentaban como si fuera un dios, otros lo perfumaban con aromas de incienso y así, mientras cada uno lo homenajeaba a su manera, todos lo festejaban y bailaban a su alrededor como si consideraran que su ingreso en la Ciudad Imperial fuese una especie de celeste epifanía. Pero ¿cómo podría describiros brevemente un hecho tan extraordinario? Yo al menos, que me había encontrado en muchas procesiones imperiales y presenciado las más sagradas ceremonias religiosas, no había visto hasta entonces un fasto como aquél. En efecto, no sólo toda aquella multitud de ciudadanos, no sólo el orden senatorial, no sólo los campesinos y comerciantes en pleno participaban en aquel festejo, sino que también los ascetas que profesan una filosofía superior y los eremitas que se han establecido en las cumbres de las montañas y se refugian en los nichos excavados de las rocas habían abandonado sus retiros habituales junto con todos aquellos cuya vida transcurre entre los cielos[15], y así todos, unos saliendo de las rocas, otros descendiendo de sus celestes moradas, otros cambiando las cimas por las calles pavimentadas, convirtieron la entrada del emperador en un espectáculo portentoso.
[41] Pero aquél —pues era una persona sagaz como la que más y no se dejaba arrastrar ni confundir por estas vacías manifestaciones— receló enseguida de este ascenso de su fortuna y así, cuando todavía no había puesto en orden sus pensamientos, se volvió de repente hacia mí y dijo: «Me parece, amigo filósofo, que esta cima de éxito en la que nos hallamos es engañosa y no estoy seguro de que todo concluya de manera favorable». «Filosófica es», dije, «tu reflexión, pero no siempre a los inicios faustos siguen infaustos finales, ni, aunque así haya sido fijado por el destino, deja de ser posible deshacer su veredicto. En efecto, yo que tuve trato con libros eruditos y súplicas propiciatorias, sé que si alguien cambia a mejor su vida, al instante deshace la trama del destino. Y afirmo esto basándome en las doctrinas paganas de los antiguos griegos, porque en nuestras propias enseñanzas nada nos ha sido fijado en cambio por el destino, ni se nos impone por necesidad, sino que los resultados son concordes a las acciones que los han precedido. Así pues, si tú abandonas tu temple de filósofo dejándote arrastrar por estos fastos, enseguida la justicia divina te hará frente con resolución. Pero si no es así, ten el ánimo tranquilo, que la divinidad no es envidiosa de lo que nos da, sino que con frecuencia ha conducido a muchas personas por la derecha senda del éxito. Para empezar, puedes ejercitar conmigo tu virtud y no guardarme rencor por las cosas que te dije resueltamente en mi calidad de embajador, pues servía a la voluntad del emperador y no traicioné la fidelidad que le debía. No pronuncié mi discurso porque te tuviese inquina, sino porque me debía a aquél».
[42] Ante esto sus ojos se cubrieron de lágrimas y dijo: «Más apreciaba antes tu lengua cuando me fustigaba que ahora cuando me aclama y me adula. Empezaré, como dices, por ti, pues te considero el primero de mis amigos. Desde ahora ya te concedo el honor y el título de presidente de la asamblea del senado». Mientras hablábamos así, el sol estaba ya en el mediodía y ante nosotros se mostró el golfo que nos debía acoger. Cuando se presentó la nave imperial, montó en ella cubierto de una lluvia de flores y saludado por gritos y aclamaciones. El trayecto a través del mar desde la Propóntide al Palacio Imperial fue un triunfo. En medio de aquellos preparativos estuvo sentado junto a nosotros. Y así se hizo limpiamente con el poder[16].
[43] El emperador Miguel el Viejo, después de cumplir el ciclo de un año en el imperio, descendió del poder. Sobrevivió apenas algo más de tiempo como un simple ciudadano. Luego abandonó esta vida.