LIBRO VIII

[ACERCA DE LA EMPERATRIZ Y SU PRIMER MINISTRO]

[VIa.1] Cuando el emperador abandonó este mundo, el poder recayó en Teodora, hija de Constantino[1]. Todos esperaban de ella que confiase el poder a un hombre de mando y de noble familia, pero ella, en contra de la opinión y las expectativas de todos, asumió personalmente el poder imperial de los romanos. Consciente como era de que no hay mayor muestra de desmemoria que la que ofrece una persona con aquella otra que la condujo al poder, es más, que el hombre se muestra siempre sumamente ingrato con aquel que le colma de beneficios —una opinión ésta en la que ella se había ratificado al considerar sus propias vicisitudes y las del anterior emperador, así como los ejemplos que le proporcionó el comportamiento de su propia hermana—, no quiso entronizar en el solio imperial a ninguno de todos los candidatos posibles, sino que ella misma se puso al frente de todo y heredó íntegro el ejercicio del poder. Sus servidores y allegados le dieron fuerza a la hora de tomar esta resolución, pues eran hombres que desde hacía mucho estaban al tanto de los asuntos de Estado y eran expertos conocedores de todos los ámbitos de la administración.

[2] De esta forma la propia emperatriz asumió sin disimulos el poder absoluto e interpretó abiertamente un papel masculino, sin necesidad de máscaras. Se la podía ver así nombrar a los funcionarios, impartir justicia con voz firme por la autoridad de su cetro soberano, así como emitir su veredicto y actuar como árbitro, pronunciando sus sentencias, bien mediante rescriptos, bien oralmente, y comunicar sus decisiones, unas veces con tono condescendiente, otras con una fría distancia.

[3] Aunque entre los romanos es costumbre que en el momento del ascenso del emperador al poder se produzca una asignación de nuevos títulos, tanto entre el estamento civil como entre los cuadros militares, ella, a pesar de transgredir esta ley, convenció a los súbditos de que no la había transgredido. Decía a todos que ella no asumía entonces el gobierno de los romanos por vez primera y que no recibía en ese momento el poder, sino que ya lo había obtenido de su padre y que, aun cuando al principio hubiera sido apartada de él por advenedizos, ahora volvía a asumir aquello que le pertenecía por derecho de sangre. Esta justificación pareció convincente al pueblo y todos los que habían afilado entre tanto su lengua contra ella, callaron entonces.

[4] A todos les pareció poco procedente que el gobierno de los romanos, abandonando su porte viril, se afeminara, pues aunque no creyeran realmente que era así, ésta era al menos la impresión que daba. No obstante, con la única excepción de esta circunstancia, el poder por lo demás ni experimentó cambios, ni perdió su magnificencia y no hubo una sola conspiración contra el trono o alguien que despreciase las declaraciones o decisiones que emanaban de él. Por el contrario, el curso de las estaciones resultó a todos propicio y abundantes las cosechas, mientras que de entre todos los pueblos existentes ninguno realizó a traición incursiones de saqueo y pillaje en el territorio romano ni nos declaró la guerra formalmente. En ninguna parte del imperio había descontento y en todas se respetaba la justicia.

[5] Muchos contaban largos años de vida para la emperatriz, más años incluso que los de una vida ordinaria. Es verdad que su cuerpo no se había encorvado mucho a pesar de la gran estatura que tenía y que no le faltaba nunca la lucidez si era preciso trabajar o discutir algo más tiempo de lo debido. Es más, tanto si estudiaba los asuntos por anticipado, como si los analizaba en el momento, le sobraba siempre elocuencia para articular sus razonamientos.

[6] No obstante, la administración necesitaba un hombre de noble familia, conocedor de las prácticas de la administración y experto en los usos de la cancillería imperial. Ella no confió este cargo a ninguna de las personas de su entorno, consciente de que el elegido, presa fácil de la envidia de sus semejantes, sería enseguida derribado de su posición, sino que buscó al mejor entre los miembros del senado. Al no encontrarlo allí, no puso al frente del gobierno a una persona que se señalara desde hacía tiempo por su palabra y su elocuencia, sino que el saber callarse y el mirar hacia el suelo, y el no estar capacitado para las relaciones humanas o para cualquier otra de las cosas que suelen caracterizar a un hombre de política, fueron las cualidades que condujeron al escogido al puesto más insigne del Estado. Pues los emperadores prefieren colocar en las posiciones más elevadas antes a las personas menos despiertas, con tal de que éstas sean distinguidas, que a aquellas que son de lengua desenvuelta y refinada educación, si están dotadas de un talento para las relaciones políticas. No obstante, aquel hombre tenía una cierta disposición hacia la elocuencia, aunque lograba su propósito más con el gesto de la mano que con la lengua, pues a pesar de que con ninguna de las dos era desenvuelto, al menos con la mano era más eficaz, de forma que sólo en ella era sabio, ya que cada vez que intentaba demostrar su ciencia con palabras, era la impresión contraria la que transmitía a su audiencia, tan confusa y desabrida era su conversación[2].

[7] Este hombre, que sobrellevó sobre sus espaldas el peso de la administración imperial, a las gentes les pareció un simple mozo de carga, pues carecía, como dije, de talento para las relaciones políticas. No era por lo tanto una persona especialmente encantadora, ni avisada era la conversación que sostenía con los que lo abordaban, sino que siempre hizo gala ante todos de la rudeza de su carácter y rehuía cualquier encuentro. Y si alguien no le decía enseguida cuál era la clave del asunto tratado, sino que por el contrario hacía algunas consideraciones previas, se sentía irritado y molesto, haciéndose así odioso a ojos de todos, de forma que nadie quería tratarlo a no ser que fuese absolutamente necesario. Por mi parte, admiro la firmeza de sus decisiones, pero considero que es más adecuada para la eternidad que para nuestro sentido del tiempo y más propia de la vida futura que de la presente, pues sitúo la impasibilidad total y la insensibilidad por encima de todas las esferas, fuera de los confines de nuestro mundo, mientras que la vida en el cuerpo, por su naturaleza política, se adapta mejor a las circunstancias del presente, o mejor, la parte afectiva del alma se corresponde con la vida corporal.

[8] Son en efecto tres los grupos en los que considero que se han de distribuir los estados de las almas. El primero, cuando el alma vive por sí misma, liberada del cuerpo, bien tensada y sin ceder prácticamente en nada. Los otros dos estados por el contrario los concibo en la convivencia del alma con el cuerpo. Si el alma asume un modo de vida medio entre la impasibilidad y el sufrimiento constante, escogiendo un centro exacto como en un círculo, produce a un hombre político y no se convierte en algo exactamente divino o intelectivo, ni se entrega a las pasiones o al cuerpo; pero si se aparta de esta centralidad y avanzando decididamente vive una vida entregada a las pasiones, produce un carácter sensual y hedonista. Si admitimos en cambio que algún mortal pueda transcender el cuerpo y colocarse en el vértice de la vida intelectiva, ¿qué tendría entonces en común con las cosas? ‘Me he despojado’, dice la Escritura, ‘de mi túnica, ¿cómo la volveré a vestir?’[3]. ¡Que ascienda pues a una excelsa cumbre entre las nubes y que se quede allí con los ángeles para que lo ilumine una luz superior, ya que él fue quien se excluyó a sí mismo y excluyó a los hombres! Pero dado que ningún mortal pudo jactarse nunca de una naturaleza así, si por un casual se le confían a alguien asuntos de orden político, que los gestione entonces políticamente y que no finja como éste seguir la recta senda que marca el modelo, pues no todos los hombres son medidos con la precisión de la regla. De forma que, del mismo modo que se rechaza la oblicuidad de la eclíptica, se repudie también el movimiento recto opuesto a ésta.

[9] Por este motivo, aquél, que filosofaba sobre cuestiones materiales, no era un filósofo, sino que parecía un simple aficionado a la filosofía. Pero si consideramos a este individuo en todas sus facetas, en su comportamiento privado daba la impresión de ser algo distinto. En efecto, en sus hábitos de vida era suntuoso y espléndido, aunque mantenía su independencia de criterio y no se dejaba corromper por el dinero. Y si alguien, al compartir con él una comida, mostraba el rostro risueño y ‘sobre las viandas prestas lanzaba sus manos’[4], como dice el poema, aunque él se servía también con avidez de lo que se le ofrecía, charlaba animoso y desplegaba todos sus encantos, se adaptaba en suma al comportamiento del otro, luego, cambiando de nuevo, volvía como antes a sus costumbres. No quería que nadie en absoluto compartiese con él la administración —pero esto que digo, una vez más, me obligará a dar un rodeo en mi historia—.

[ACERCA DE LA ORTODOXIA DEL AUTOR Y SU REGRESO A PALACIO]

[10] Sucedía que, no mucho antes de que Teodora asumiese el poder, yo había abrazado la vida contemplativa. Por ello precisamente, porque vestí el hábito divino poco tiempo antes del deceso de Monómaco, muchos consideraron profética mi decisión, como si hubiera conocido por anticipado el momento y por eso hubiera mudado el hábito, pues muchas personas me rinden más honores de los que yo merezco por mis cualidades naturales. Y así, porque me dediqué a la geometría, creen que puedo medir el cielo. Y puesto que comprendí algo de lo relativo a la esfera celeste, no dejan de atribuirme conocimiento de las fases, o de la oblicuidad de la eclíptica zodiacal, o de los eclipses, o de los plenilunios, o de los ciclos y epiciclos, y consideran que yo, aunque ya me aparté de esas lecturas, soy capaz de hacer nuevas predicciones.

[11] Puesto que me interesé también por la cuestión de los horóscopos con el fin de saber algo de aquellas necedades —pues mi condición de profesor y la heterogeneidad de los que me interpelan me han llevado a estudiar toda clase de ciencias—, no puedo impedir que nadie me inquiera sobre esto y me importune. Reconozco que me he aplicado a todos los aspectos de la cuestión pero sin hacer mal uso de ninguna de las ciencias prohibidas para los teólogos. Conozco no obstante la Parte de Fortuna y la Infortuna, aunque no creo que las acciones de nuestro mundo sublunar estén reguladas por las configuraciones y posiciones de los astros. ¡Lejos de mí aquellos que prometen una vida espiritual y confían su tutela a esta especie de nuevos dioses! Ellos desmembran nuestra existencia, pues por una parte la hacen nacer y descender libre desde el alto Creador, mientras que a las cualidades irracionales, después de generarlas a partir de los astros y de las esferas del universo, las establecen antes en el cuerpo y luego ya en éste les insuflan el espíritu racional.

[12] Ninguna persona en sus cabales acusaría a nadie por saber estas cosas mientras no creyera en las doctrinas que las sustentan. Pero si alguien, abandonando Nuestras Enseñanzas, se convirtiese a aquellas ideas, cualquiera se compadecería de él por la vana doctrina que abraza. En mi caso, para decir la verdad, no fue la ciencia la que me apartó de estas cuestiones, sino que fue una fuerza divina la que me retuvo; y no es a silogismos ni a demostraciones de otra clase a lo que yo presto mi atención, sino que aquello que me refrena y a la vez me exalta y confirma mi fe en nuestro Verbo es el pensar que espíritus más excelsos y sabios cayeron por aceptar el Verbo de los paganos. De forma que la Madre del Verbo y aquel Hijo suyo no engendrado por padre, la Pasión de Aquél, las espinas en torno a su cabeza, la caña, el hisopo, la cruz sobre la que extendió sus brazos, son para mí motivo de orgullo y de íntima satisfacción, aunque mis acciones no guarden correspondencia con mis palabras[5].

[13] Pero es preciso recuperar de nuevo el hilo del discurso y volver a la exposición inicial. Resultaba pues que yo, no mucho antes de la muerte del emperador, me había retirado de la vida mundana. Pero cuando Teodora se hizo con el poder, me hizo llamar enseguida para narrarme de modo dramático todo lo que su cuñado le había hecho padecer y comunicarme también algunos planes secretos que tenía. Me ordenó entonces que acudiera con frecuencia a su presencia y que cualquier cosa que yo llegase a saber, no se la ocultase. No era entonces la primera vez que yo tenía acceso a su trato, sino que ya en vida del emperador, cuando ella quería escribir algún mensaje reservado o hacer alguna otra cosa en secreto, me comunicaba sus palabras e intenciones.

[14] Cuando, tal como se me había ordenado, llegué a la corte, mi llegada suscitó envidias y puesto que los que me habían precedido en el favor de la emperatriz no podían fabricar ninguna acusación contra mí, me recriminaron el hábito y la castidad de mi vida[6]. Ella dio crédito a los que así hablaban, pero por otra parte tenía ciertos reparos a la hora de hacer a estas personas partícipes de una confianza y familiaridad similares. Cuando me di cuenta de la situación, dejé de presentarme allí a menudo, pero la emperatriz, cambiando de nuevo de parecer, me censuró entonces por mi desidia y me acusó de desatender sus órdenes.

[ACERCA DEL GOBIERNO DE LA EMPERATRIZ Y DE SU SUPUESTA INMORTALIDAD]

[15] Como su voluntad era muy difícil de quebrar, sus actuaciones irreflexivas debían ser aceptadas. No confiaba demasiado, en efecto, en sus propios criterios, y dado que además temía que, al margen de esto, la situación del imperio no marchase bien, confiaba en otros antes que en ella misma. Ciertamente, ella honraba al que había sido antes emperador, incluso después de muerto, tenía presentes sus virtudes y quería que no se minusvalorase ninguna de las decisiones que él había tomado. Sin embargo, no consiguió su objetivo y por ello se echaron a perder la mayoría de las cosas que él había hecho. Efectivamente, aquel al que se había confiado la administración de todo el Estado —sobre el que ahora mismo he dejado de hablar—, dado que el emperador no lo había considerado digno de las posiciones de más responsabilidad y tampoco le dio una posición de confianza junto a él como la que solían dispensarle los emperadores precedentes, no sólo lo censuró cuando vivía, sino que una vez muerto le guardó rencor por la deshonra que había padecido.

Pero mientras que cualquiera podría justificar que se comportaran así tanto la emperatriz como todas aquellas personas a las que aquel emperador hubiera podido tratar mal, ¿quién en cambio disculparía a la emperatriz por no haber pensado en su inminente partida de este mundo o en dejar la administración en buenas manos? ¿O a las personas de su entorno por no haberle inducido a hacer esta reflexión y por creer en cambio que ella iba a vivir siempre con la misma edad y que, como si deshiciera el curso de los años, de nuevo volvería a florecer como un pimpollo, de forma que su felicidad les estaría asegurada siempre? ¿O por no poner a nadie al frente del poder ni arbitrar medidas para dirigir el cambio de rumbo de la mejor manera posible? ¿Quién les disculparía por esta vergonzosa y absoluta negligencia?

[16] Por mi parte, cuando veía que aquélla entronizaba en las cátedras de la Iglesia a determinadas personas y pregonaba hasta la náusea, por así decirlo, tales nombramientos, no podía contenerme, sino que murmuraba en mi interior y abordaba el asunto con aquellos con los que tenía más confianza. Yo estaba sorprendido, pues sabía que ella sentía un temor reverencial hacia la Divinidad, pero el amor por el poder absoluto le incitaba a transgredir Sus Leyes y fue también el que le hizo abandonar la piedad que sentía hacia Dios, de forma que ya ni siquiera conservó su carácter compasivo. No sé si ello se debió a que ella volvió a su condición natural mostrando así que toda su vida anterior no era sino máscara, o a que cultivó expresamente esta pose para no ser vulnerable a los deseos de la mayoría y no dejarse arrastrar enseguida por las lágrimas de nadie[7].

[17] En cuanto al patriarca de toda la ecúmene —pues así se acostumbra a llamar al de la Ciudad de Constantino—, que entonces era Miguel, el que subió al sagrado solio después del beato Alejo, aunque ella lo habla reverenciado y tratado con gran familiaridad en el tiempo que precedió a su ascenso al trono imperial, desde el momento en que fue emperatriz sin contestación alguna, empezó a detestarlo y a rechazarlo. La causa de un cambio tal fue que el patriarca no soportaba que los asuntos del imperio fueran dirigidos por una mujer y que, como persona que era de carácter fuerte en esas cuestiones, declaraba abiertamente lo que pensaba. Quizás ella incluso lo habría depuesto del patriarcado si se le hubieran concedido largos años a su vida de mortal.

[18] En cuanto a esas personas que suelen mostrarse tan desprendidas y que superan a cualquier espíritu liberal con sus magníficas dádivas[8], no actuaban desde luego como mensajeros celestiales que transmitieran los decretos del Todopoderoso a la emperatriz, sino que, aunque por su porte parecían imitadores de los ángeles, por sus actitudes resultaban ser unos hipócritas. Me refiero a nuestros nazarenos, que, modelándose a imagen divina —o más bien, imponiéndose a sí mismos como norma simular que lo hacen—, antes de haber transcendido la humana naturaleza se comportan ya entre nosotros como si fueran semidioses y desprecian todas las demás cosas que atañen a la Divinidad, pues no ponen las almas en acuerdo con la vida superior, ni aplacan nuestras humanas pasiones, ni ponen freno a unas de éstas o espolean a las otras con sus palabras, sino que dejan de lado estas cosas como si fueran insignificantes y así, mientras unos hacen predicciones oraculares y se convierten en mensajeros de la voluntad divina, otros cambian los límites prefijados a nuestra existencia, restándoselos a unos y añadiéndoselos a otros, de forma que inmortalizan nuestra naturaleza finita y detienen nuestro movimiento natural al tiempo que dan fuerza a sus palabras por el hecho de que visten siempre una armadura de hierro, como los antiguos acarnienses[9], y caminan durante mucho tiempo por los aires, de los que en realidad descienden enseguida tan pronto como huelen el humo grasiento de los sacrificios terrenales destinados en su honor. Yo he visto muchas veces a personas como éstas y ya emití mi sentencia al respecto. Fueron éstos los que engañaron a la emperatriz diciendo que iba a vivir siempre y por esto poco faltó para que aquélla no sólo se destruyese a sí misma, sino que también arruinase por completo el imperio.

[19] Pero mientras estas gentes se inventaban siglos de vida inmortal para la emperatriz, ésta se aproximaba a la hora fatal (aunque utilizo esta palabra de forma inadecuada, pues en realidad había colmado ya la medida de su existencia y su fin era inminente). Una terrible enfermedad se apoderó pues de ella. Su capacidad evacuadora se bloqueó y anuló su apetito, pues se aliviaba por vía oral. Luego le afectó una repentina diarrea y poco faltó para que expulsara todos los intestinos. Sólo le quedó entonces un soplo de vida. Cuando todos vieron que su situación era desesperada, me refiero a aquellos que formaban su entorno, se preocuparon enseguida del gobierno, pero también de su propia suerte, y comenzaron a deliberar al respecto. Digo esto no porque se lo haya oído a alguien, sino porque yo mismo asistí a sus decisiones y conciliábulos, vi con mis propios ojos y escuché con mis propios oídos cómo la suerte del imperio daba vueltas en sus manos como si de un juego de dados se tratara.

[20] El sol del mediodía no había alcanzado todavía el cénit, cuando la emperatriz, apenas con aliento vital, parecía próxima a fallecer. Los servidores del trono, reunidos en una sala con su corifeo en el centro, estaban considerando a quién confiarían el gobierno por encima de los demás, de forma que después siguiera unido a ellos sin cambiar de propósito y garantizase su prosperidad. Al que eligieron por encima de los otros no pretendo ahora describirlo, ni diré que ellos hayan fracasado del todo en su loable intento, a no ser porque el elegido no estaba tanto dotado para gobernar cuanto más bien para ser gobernado y dirigido. Estaba ya próximo al otoño de su vida y dentro del último cuatrimestre del año, pues los cabellos de su cabeza eran todos argénteos.

[21] Así pues, la convencieron para que le impusiese la corona. Ella quedó enseguida convencida, de forma que le ciñó la cabeza y lo proclamó emperador. Luego permaneció por poco tiempo en el poder, pues murió una hora antes de que empezara el año nuevo[10]. Miguel se hizo dueño absoluto del poder, aunque destinado a ser privado de él en breve. Pero antes de hablar sobre él, como es mi intención, haré un breve preámbulo a mi narración.