[VI.21] Estos hechos supusieron para las dos emperatrices el fin de toda libertad de iniciativa y de su soberanía en los asuntos de Estado. Para Constantino Monómaco en cambio fueron el principio de su poder y el primer paso en su consolidación. Ellas abandonaron el poder después de haber gobernado conjuntamente durante tres meses, mientras que Constantino —pero no hablemos todavía sobre él, pues tengo que aclarar algunos pequeños detalles para quien tenga el gusto de escucharme.
[22] Muchas fueron las personas que a menudo me presionaban para que redactase esta obra, no sólo funcionarios palatinos y miembros eminentes del senado, sino también algunos de los que ofician los misterios del Verbo y además los más santos de entre ellos, que poseen un alma superior. Puesto que en efecto desde hacía tiempo las recopilaciones históricas faltaban en nuestra literatura, hasta el punto de que se corría el peligro de que los hechos quedaran ocultos por el lento paso del tiempo y de que los años transcurridos no proporcionaran material alguno que tratar desde una perspectiva histórica, consideraron por ello que yo debía poner remedio a este estado de cosas para evitar que los sucesos de nuestra época permanecieran ocultos en las simas del olvido y hechos anteriores a nosotros fueran quizás considerados por la posteridad dignos de ser registrados. Mientras ellos me empujaban a esta obra mediante tales razonamientos, yo no estaba muy inclinado a asumir este trabajo, y no porque la pereza me hiciese abandonar este propósito, sino porque temía correr uno de los dos riesgos siguientes. En efecto, si, por las razones que diré, pasaba por alto las acciones de algunos o alteraba los hechos presentándolos de otro modo, nadie creería que yo hubiera escrito una historia, sino que se me acusaría de fabular los hechos como en el teatro. Pero si fuera a la caza de la verdad por todos los medios, daría pie a que los críticos hicieran burla de mí y no se me consideraría un historiador vocacional, sino un profesional de la maledicencia.
[23] Por esta razón no tenía precisamente interés en tratar los sucesos de mi tiempo, especialmente porque sabía que había mucho que reprochar al emperador Constantino. Pero además yo sentiría vergüenza ante él si no le tributase la más rotunda alabanza, ya que sería un ingrato además de un completo necio si, por todos los beneficios que obtuve de él, bien a través de favores concretos, bien porque me proporcionó los medios para incrementar mi fortuna, no le diese una compensación, siquiera fuese mínima, mostrándole el debido reconocimiento en mis escritos. Así pues, por causa de este hombre siempre había rechazado escribir esta historia, ya que, lo que menos deseaba hacer yo, era imputarle ningún hecho reprobable o ser yo quien revelase en mi escrito algunas acciones suyas no muy honrosas y que sería bueno pasar por alto, ni quien confiase a la lectura pública un relato lleno de infamias, ni quien tomase como pretexto para las peores invectivas a la persona que hice objeto de los más laudatorios discursos, ni quien afilara contra él la lengua que depuré gracias a los estímulos que él me dio…
[24] Pues si todo lo que en este mundo es superfluo y accesorio debe ser despreciado por un hombre dedicado a la filosofía y si lo que marca el objetivo de su vida es la aceptación de las cosas que son indispensables por su naturaleza, mientras que las demás permanecen fuera de los límites de una vida así concebida, entonces por esa razón yo no debo ser ingrato con aquel que me colmó de honores y me ensalzó por encima de los demás. Yo querría por lo tanto, o bien recordarle en escritos laudatorios, o bien callar aquellas acciones suyas que no estuvieran animadas por excelsos principios. Ahora bien, si yo, una vez dispuesto a escribir un encomio de su vida, dejase luego a un lado los motivos de alabanza y resultase evidente que había reunido argumentos para su crítica, sería un hombre verdaderamente perverso, como el hijo de Lixes que dio cabida en su obra a las peores acciones de los griegos[1].
[25] En cambio, si no es un encomio esto en lo que ahora estoy empeñado y me propongo escribir una historia de las vidas de los emperadores, ¿cómo podría pasar por alto los hechos propios de la historia para trabajar materiales propios de los encomios? ¿No sería esto como si me olvidase de mis propósitos y traicionase las reglas de la retórica al no distinguir entre argumentos cuyos objetivos son diferentes y pretender buscar en ellos una misma finalidad? Antes de esta obra escribí muchos y hermosos discursos en honor de Constantino, y aunque las gentes se admiraron entonces ante el tono hiperbólico de aquellos encomios, yo no compuse falsas alabanzas, por más que mi forma de proceder no fue entendida por los demás. Pues las personas, dado que los actos de los emperadores son una mezcla en la que las acciones buenas se entrelazan con las malas, no saben ni censurar sin concesiones, ni alabar sin reservas, sino que les confunde la proximidad de los elementos contrarios. Yo repudié siempre la censura, a no ser en la ficción, mientras que cuando compongo alabanzas no acostumbro a recopilar todo el material sin distinción. Al contrario, entonces dejo de lado la peor parte y me quedo con la mejor y luego combino los hechos según el orden más apropiado y los ajusto unos con otros, tejiendo así mi alabanza con material de la mejor calidad.
[26] Si compuse los encomios dirigidos a Constantino de acuerdo con este criterio, ahora, cuando me dispongo a escribir una historia sobre él, no podría actuar así, pues no podría, sólo por defenderme de la difamación de las gentes, falsificar la historia, cuyo máximo valor es la verdad, ante el temor de que una lengua injuriosa me acusara de haber hecho una imputación donde habría sido precisa la alabanza. Pero esta obra no es una imputación ni una acción penal contra nadie, sino una historia verídica. Por otra parte, si yo viera que los demás emperadores hubieran obrado siempre con la mejor disposición y fueran dignos de reconocimiento en todos sus actos y que sólo el gobierno de Constantino se caracterizara por los rasgos opuestos, habría renunciado a escribir sobre él. Dado que, por el contrario, no hay nadie que esté libre de toda culpa, sino que cada persona se caracteriza por aquello que predomina en ella, ¿cómo iba a poder avergonzarme de exponer las acciones injustas e inconvenientes que él pudiera haber cometido?
[27] La mayoría de los que se han dedicado a las biografías de los emperadores se admiran de que ninguno de ellos conserve su prestigio hasta el final, sino que en un emperador los primeros años son los mejores, en otro lo es el comportamiento de sus últimos años; y mientras unos escogieron una vida de placeres, otros se consagraron a la filosofía pero luego confundieron los postulados mezclándolos sin ningún criterio y convirtieron sus vidas en una suma de incongruencias. A mí no es esto lo que me podría sorprender, sino más bien lo contrario, suponiendo que le hubiera podido ocurrir a alguien. En efecto, quizás alguien podría encontrar a algún ciudadano cuya vida privada discurriese derecha por una misma dirección desde el primer momento hasta el instante final de sus días, y aun esto en muy pocos casos; pero un hombre que ha recibido del Poderoso el gobierno del imperio y que luego haya vivido muchos años, no podría nunca terminar su reinado con las más bellas acciones, pues si al ciudadano privado le basta tal vez para ser virtuoso la naturaleza de su alma y el modo de vida que tenía al principio —puesto que no hay muchos obstáculos externos que se le opongan ni circunstancias que transformen su modo de ser—, ¿cómo podremos en cambio suponer esto en el caso de un emperador que no pasa ni un instante de su vida, por breve que sea, libre de problemas? Es como el mar, que aunque se calme y apacigüe por un breve momento, el resto del tiempo se hincha con las mareas o se ve sacudido por las olas, ya lo agite el viento boreal, ya el tramontano, ya desencadene en él las tempestades algún otro viento, tal como yo mismo tuve la ocasión de ver en muchas ocasiones. Por este motivo precisamente, si el soberano necesita un poco de afecto, enseguida se considera reprobable esta debilidad; si cede a sentimientos humanitarios, se le echa en cara que no sabe comportarse; si se despierta en él la inquietud por asumir sus obligaciones, se le acusa de querer injerirse en todo; si reacciona para defenderse o actúa con cierta severidad, la ira es lo único que le mueve y es cólera lo que se le reprocha; y si intenta hacer algo en el mayor secreto, antes pasaría inadvertido a los hombres el monte Atos que lo que él ha hecho[2]. No hay por lo tanto nada de sorprendente en el hecho de que no haya ningún emperador cuya vida esté a resguardo de la censura.
[28] Yo habría querido que al menos mi emperador, ya que no era posible en ninguno de los demás, tuviera esta fortuna, pero no depende de nuestra elección el modo en el que se suceden las cosas. Por ello quisiera, oh espíritu divino, que tu voluntad me fuese propicia y que aunque yo no hable con mesura sobre aquellos años tuyos, sino de modo sincero y atento a la verdad, me perdones también esto. Del mismo modo que no voy a ocultar ninguna de tus grandes acciones, sino que las sacaré a la luz, así también divulgaré en mi libro cosas que quizás tú pudieras haber expresado desde un punto de vista diferente. En lo que respecta pues a Constantino, dejaremos así las cosas.
[29] Una vez que este hombre asumió el poder, no abordó los asuntos de Estado ni con moderación ni con cautela, sino que, cuando fue nombrado emperador, se dispuso enseguida a poner en práctica sus sueños, puesto que, según parece, se había imaginado desde antes de subir al trono que disfrutaría de una situación de prosperidad nunca vista, incluso inusitada para aquel entonces, y que podría deshacer y cambiar las cosas rápidamente, sin necesidad de orden ni lógica alguna. Ahora bien, dos son los medios por los que se mantiene la supremacía del imperio romano, me refiero a las dignidades y el dinero, a los que se añade un tercero que es el control prudente de estos dos y el uso racional de su asignación. Constantino en cambio se dispuso enseguida a vaciar de dinero los tesoros, hasta que no quedó ni una moneda en el fondo de las cajas. Y en cuanto a los cargos, muchos empezaron enseguida a disfrutarlos sin ningún criterio, especialmente las personas que importunaban al emperador de la manera más grosera o que sabían decir algo en el momento adecuado e inducirle a la risa. A pesar de que existía una escala de honores en los cargos civiles y se había establecido una norma inflexible para la promoción, éste, después de perturbar el orden de la primera y suprimir la segunda, poco faltó para que hiciera miembros del senado a toda la gente de las calles y a los mendigos. Y no fue a unos pocos o a muchos a los que tributó este favor, sino que de repente, con una sola orden, promovió a todos hasta los cargos más excelsos. Estos ascensos provocaron a su vez ceremonias y fiestas y toda la Ciudad se sintió transportada de alegría porque un emperador tan liberal estaba al cargo de los asuntos del Estado. Parecía que el presente no admitía parangón con los tiempos pasados, pues la capacidad de valorar sensatamente el interés general es muy reducida en una Ciudad que vive en el lujo, e incluso los que tienen cierta sensatez se desinteresan de lo que es conveniente en tanto obtienen aquello que ambicionan.
[30] Pero poco a poco el problema se hizo patente cuando el prestigio que acarreaban a sus poseedores títulos antes envidiados desapareció al ser éstos repartidos profusamente y sin discriminación. Sin embargo esta circunstancia no llegó a ser por entonces todavía del conocimiento de la gente y por ello todo seguía dilapidándose y derrochándose sin necesidad alguna. No ignoro que esto puede constituir para escritores posteriores motivo para componer un encomio de Constantino, pero yo, en todos los casos, ya se trate de acciones aparentemente buenas como de acciones supuestamente malas, estoy acostumbrado a no considerar cada hecho aisladamente por sí mismo, sino a buscar sus causas y las consecuencias de lo que haya podido suceder, especialmente si la persona que me proporciona el argumento da pie a hacer semejantes consideraciones. Por otra parte, la experiencia ya demostró que este análisis mío es mucho más correcto que el que aquéllos puedan quizás formular en el futuro.
[31] Estas primeras medidas que tomó, si puedo expresarlo así, fueron propias de un adolescente, pero lo que hizo a continuación es algo que yo mismo entonces supe alabar y que ahora considero no menos positivo, y es que no se le vio jactarse de nada, ni mirar altanero a nadie, ni hablar de forma ampulosa y afectada, ni siquiera conservar rencor contra aquellos de los que no había recibido antes un trato amable o que incluso habían tenido gestos poco comedidos hacia el poder. Antes bien, no tuvo en cuenta a nadie ninguna de las acusaciones que habían dirigido contra él y se reconcilió sobre todo con aquellos con los que más se habría esperado que hubiese mostrado un mayor resentimiento.
[32] Estaba dotado de talento como ningún otro a la hora de congraciarse con sus súbditos y cautivaba a cada uno con los medios que sabía eran más apropiados para subyugarlo. Con agilidad se acomodaba a su interlocutor, pero sin usar sofismas ni fingimientos para hacerse con él, sino esforzándose en captar lealmente la voluntad de cada uno mediante los favores que él tenía a bien concederle.
[33] Su conversación estaba llena de encanto y era proclive a la sonrisa. Mantenía el rostro risueño y no sólo en situaciones distendidas, cuando era preciso, sino incluso cuando tenía que mostrarse solemne. Gustaba mezclarse con las personas cuyo rasgo más sobresaliente era la simplicidad y sin posos de inteligencia en su interior. Y si se presentaba ante él alguien con aire reflexivo, como si viera más lejos que los demás y llegara para deliberar con él y examinar conjuntamente los problemas existentes, lo consideraba una persona detestable y su carácter se le antojaba completamente opuesto al suyo. De ahí que sus interlocutores se adaptaran a su misma forma de pensar. Y si alguien quería presentarle un asunto de relevancia, no se lo planteaba inmediatamente, sino que antes hacía algunas bromas o mezclaba éstas con su asunto, del mismo modo que la bebida purgante se ofrece a un estómago delicado mezclada con dulce.
[34] Daba la sensación de que después de muchas tempestades y galernas, es decir, después de los padecimientos de su exilio, habia llegado a Palacio como si atracara en un puerto y por ello requería constantemente reposo y toda clase de comodidades. Se complacía así con los que se le acercaban con el rostro distendido, dispuestos a decir cualquier cosa que reconfortase su espíritu y a formular los más gratos auspicios para el futuro.
[35] No había tenido mucho trato con las letras y no tenía ninguna disposición para la elocuencia. No obstante, sentía admiración por esta disciplina e hizo reunir desde todas partes en la corte imperial a las personas más elocuentes, la mayoría de las cuales eran de edad manifiestamente avanzada.
[36] Por aquel entonces yo iba a cumplir veinticinco años de edad y asistía a estudios de alto nivel. Mis esfuerzos se centraban en dos sentidos, educar a la lengua en las elegancias del estilo gracias a la retórica y purificar mi mente mediante la filosofía. Hacía no mucho que había perfeccionado mi aprendizaje retórico y era capaz de distinguir el hilo conductor del argumento y relacionar con él los razonamientos principales y secundarios sin tener ningún miedo a las reglas ni seguirlas ya punto por punto como un novato, sino incluso aportando aspectos nuevos en cada parte. Ahora, pues, me consagraba a la filosofía y controlaba bastante bien el método silogístico, bien del tipo que desciende de las causas a los efectos inmediatos, bien del que asciende desde los efectos hacia las causas por caminos diversos. Me dedicaba también a la física y remontaba ya el vuelo hacia la filosofía primera a través de la ciencia intermedia de las matemáticas.
[37] Y si no se me considerara inoportuno por ello, sino que por el contrario se me permitiera hablar, aún añadiría respecto de mí algo que bastaría por sí solo para concitar la alabanza de las personas más serias. Los que leáis hoy mi obra coincidiréis conmigo en que la sabiduría, que yo encontré exangüe al menos en lo que se refiere a los que la practicaban, recibió nuevo aliento gracias a mi propio esfuerzo, ya que no dispuse de maestros de talla ni hallé semilla alguna de sabiduría en Grecia o entre los bárbaros después de haber explorado todos los rincones. No obstante, puesto que había oído hablar acerca de la filosofía que cultivaron los griegos y supe que en ella se expresaban grandes cosas mediante simples definiciones y premisas, que eran como los pilares y los límites de esta disciplina, desprecié a los que no veían en ella sino pequeñas disquisiciones y busqué cómo ampliar mi conocimiento. Entonces me sumergí en la lectura de algunos de los intérpretes de esta ciencia y ellos me enseñaron el camino del conocimiento. Unos me condujeron así de la mano de otros, llevándome el peor hacia el mejor y éste a su vez hacia otro, el cual por su parte me guió finalmente hasta Aristóteles y Platón, ante los cuales todos los anteriores filósofos podrían darse por satisfechos simplemente con obtener el segundo puesto inmediatamente por detrás de ellos.
[38] Ambos me dieron de nuevo el impulso para descender, como si completara un círculo, hacia los Plotinos, Porfirios y Jámblicos, con cuya compañía recorrí el camino que conducía hacia el admirable Proclo, en el que atraqué como en un amplio puerto[3]. Allí aprendí toda la doctrina y los fundamentos exactos de la intelección. Después de esto, como quería remontar hacia la filosofía primera e iniciarme en la ciencia pura, estudié precisamente la teoría de los conceptos abstractos en las llamadas matemáticas, que ocupan una especie de posición intermedia entre, por una parte, la física de los cuerpos y nuestra intelección autónoma de ellos, y, por otra, las esencias por sí mismas, a las que se aplica la intelección pura. Mi objetivo era aprehender a partir de esta base lo que pudiera haber más allá de ello de supraintelectivo o supraesencial.
[39] Por este motivo me apliqué al estudio de los sistemas aritméticos, aprendí las demostraciones geométricas que algunos denominan necesarias y cultivé la música y la astronomía y cuantas otras enseñanzas pueden estar subordinadas a éstas, sin dejar de lado ninguna de ellas. Al principio profundicé en cada una por separado, luego las relacioné todas para que convergieran entre ellas hacia un único fin, tal como pretende la Epinomis[4]. De esta forma ascendí gracias a estas ciencias a las doctrinas más excelsas.
[40] Puesto que había leído en los mejores filósofos que existe una sabiduría que transciende toda demostración y que sólo la inteligencia presa de un entusiasmo guiado por la razón puede contemplarla, tampoco la pasé por alto, sino que me entregué a la lectura de ciertos libros esotéricos[5] y conseguí penetrar en estas materias en la medida en que, como es lógico, me lo permitió mi humana condición, pues tener un conocimiento exacto de estos asuntos es algo de lo que ni yo mismo podría jactarme, ni tampoco creería a alguien que lo afirmase. El hacer en cambio de una sola de todas las ciencias como una especie de refugio cómodo para uno mismo desde el cual poder salir para investigar y llegar a comprehender las demás ciencias, pudiendo luego regresar de nuevo al punto de partida, esto es sin duda algo que no sobrepasa demasiado nuestra naturaleza.
[41] Yo había visto que son dos las partes en las que se divide el estudio de la razón y que la retórica ocupa una y la filosofía asume la otra. La primera no sabe nada de conceptos profundos, pues bulle tan sólo en la superficie de la gran corriente del lenguaje, presta su atención a la composición de las partes del discurso, propone algunos criterios de desarrollo y división de los argumentos de la oratoria política, embellece la lengua y destaca de manera absoluta en los discursos políticos. La filosofía en cambio se preocupa menos de la belleza que envuelve el discurso, sino que más bien indaga la naturaleza de los seres, explica las teorías ocultas y, aunque no se eleva hasta el cielo con palabras ampulosas, sí ensalza de múltiples maneras el orden que pudiera reinar allí. En consecuencia pensé que, a diferencia del método de estudio que han establecido o padecido la mayoría de las gentes, no era preciso abrazar la retórica descuidando la ciencia o practicar esta última y enriquecerse con un caudal de pensamientos extraordinarios despreciando al tiempo el florido ornamento del lenguaje y las reglas de división y ordenación del discurso. Por ello, y esto es algo que ya me han censurado muchos, cuando abordo un argumento retóricamente, introduzco en ocasiones también, no sin cierta elegancia, una demostración lógica, e inversamente, cuando expongo un tema filosófico lo embellezco con las gracias de la retórica, para que así el espíritu del lector no llegue a dejar de captar el mensaje filosófico al impedírselo la complejidad del concepto.
[42] Puesto que hay también otra filosofía por encima de ésta[6], que se ocupa del misterio del Verbo encarnado entre nosotros —misterio que es doble, dividido según la naturaleza y el tiempo[7], por no hablar de otra duplicidad en el conocimiento adquirido, bien mediante demostraciones, bien a través de la inspiración infundida por Dios a ciertas personas—, me esforcé en el estudio de ésta más que en el de aquélla, ya fuera siguiendo las doctrinas que los grandes padres de la Iglesia escribieron al respecto, ya fuera aportando yo mismo algo a su divina perfección. Y si alguno, lo digo con sencillez y sin vanidad, quisiera alabarme por mi cultura, que no lo haga por esto, porque leí muchos libros, pues no me dejo engañar por mi amor propio, ni desconozco mis límites o el hecho de que mis conocimientos son una mínima parte de los que tuvieron los sofistas y filósofos que me precedieron, sino que lo haga porque no fue de las corrientes aguas de un manantial de donde yo recogí la pequeña parcela de conocimientos que he adquirido, sino de nacimientos de agua que encontré obstruidos y hube de abrir y despejar para así poder hacer brotar con gran esfuerzo el caudal que yacía oculto en el fondo.
[43] Hoy en día ni Atenas, ni Nicomedia, ni Alejandría de Egipto, ni la Fenicia, ni ninguna de las dos Romas, la primera y más pequeña o la posterior y más poderosa, ni en definitiva ninguna otra ciudad, destaca por su fama en ninguna rama del saber, puesto que todos pueden ver claramente cómo se han obstruido los veneros de oro y después de ellos los de plata y cualesquiera otros que pudiera haber de materiales menos nobles que éstos. Yo no pude por lo tanto beber directamente en aquellos caudales de agua y tuve que aplicarme a las imágenes de ellos, con las que formé en el interior de mi alma como una especie de copias derivadas a su vez de ellas. Una vez que acumulé estos conocimientos no se los escatimé a nadie, sino que hice a todos partícipes de cuanto había reunido con tanto esfuerzo, sin vender mis lecciones a cambio de dinero e incluso dando de más a aquellos que estaban dispuestos a recibir. Pero de esto hablaré más adelante.
[44] Antes de que el fruto madurase, ya mi juventud en flor permitía presagiar el futuro. Aunque el emperador no sabía todavía quién era yo, todos los miembros de su séquito personal me conocían y enumeraban mis cualidades al emperador, cada uno de ellos una diferente, pero siempre añadiendo que yo destacaba por la gracia que brotaba de mis labios. Diré algo a este respecto. Cuando nacemos se nos conceden ciertas virtudes naturales o bien vicios opuestos a ellas. Por virtud me refiero ahora no a la moral, ni a la social, ni a aquella que se eleva por encima de éstas hasta llegar al modelo o la perfección del Creador, sino que del mismo modo que en los cuerpos de los recién nacidos unos están dotados de belleza desde el mismo momento en que son dados a luz y a otros la naturaleza les marcó desde el principio con lunares y arrugas, así también, entre las almas, unas se reconocen de inmediato por la enorme simpatía y encanto que irradian, mientras que otras resultan sombrías y parecen atraer sobre ellas los más negros nubarrones. Con el paso del tiempo este encanto natural se manifiesta en las primeras, mientras que en las segundas las demás cualidades se abortan y ni siquiera las capacidades racionales se desarrollan en ellas correctamente.
[45] Me han asegurado que en mi lengua brotan flores incluso en las elocuciones más simples y que de ella se destila una natural dulzura sin que yo ni siquiera lo pretenda. Yo no me habría dado cuenta de esto si no me lo hubieran declarado tantas personas cuando hablaba con ellas y no se hubieran prácticamente desvanecido al escuchar mis palabras. Fue sobre todo esta virtud mía la que me puso en contacto con el emperador y así la gracia natural que se anticipaba a mis palabras sirvió para iniciarle en el santuario de mi alma como si se tratase de una aspersión lustral.
[46] Presentándome ante él, al principio yo hablaba con parquedad y sin afectación. Pero mientras yo iba exponiendo cuál era mi extracción y qué formación literaria había tenido, él, del mismo modo que las personas inspiradas por Dios caen en arrebatos sin que los otros aprecien el motivo, fue también presa de un placer sin causa aparente y poco faltó para que me besara, hasta tal punto estaba encandilado por mis palabras. El acceso al emperador estaba limitado para los demás y dependía de las circunstancias, pero en mi caso las puertas de su corazón se me abrieron entonces de par en par, de forma que se me revelaron todos sus secretos según fui avanzando poco a poco en el trato con él.
Pero que nadie me acuse de haber dejado de lado por un momento la finalidad de mi relato ni crea que esta digresión es una muestra de autocomplacencia, pues aunque haya dicho algo de ese tenor, todo se engarza en la cadena del relato. No había otra forma de presentar mi historia que diciendo previamente las causas y, si quería decirlas, era preciso que recordase algunos hechos que me concernían. Éste es el motivo por el que he mencionado antes todos estos hechos, para que mi relato avance según las reglas de la retórica, pues si yo me he remontado al principio es para fijar las premisas y poder llegar luego a la conclusión subsiguiente. Así pues, una vez que me he presentado como testigo fiel en esta parte de la historia no diré nada que falte a la verdad. Si hay algo que no se llegue a decir, es porque se ha mantenido oculto, pero no habrá nada de lo que se diga cuya veracidad pueda ser cuestionada.
[47] Este emperador no comprendió demasiado bien la naturaleza de la monarquía, ni que era un servicio para favorecer a los súbditos, ni que se requería mantener siempre el ánimo vigilante para administrar mejor los asuntos del Estado, sino que consideraba que el poder era reposo de fatigas, satisfacción de deseos y descanso de tensiones, como si hubiera conducido este barco a puerto para no dirigir ya más el timón y disfrutar de los bienes que proporciona la calma. Confió así a otras personas todo cuanto tuviese que ver con el control del erario público, la autoridad judicial y el cuidado de las tropas y se reservó para él solamente una pequeña parte de estas obligaciones. En cambio, la vida de disfrutes y placeres sí que se la quedó en exclusiva, como si fuera su legítima herencia, tal era el carácter que había heredado de la naturaleza y que él acentuó aún más con el poder, ya que en él había obtenido materia más que suficiente para proceder de esta forma.
[48] Del mismo modo que a un animal robusto y que conserva su vigor en todos sus miembros no le afectan enseguida los primeros síntomas de padecimientos futuros, así, en este caso, puesto que el imperio no estaba desde luego moribundo, sino que conservaba aún aliento y energía, la incuria era apenas visible al principio, hasta que poco a poco el mal fue creciendo y, al alcanzar su punto álgido, lo trastornó y confundió todo. Sin embargo todavía no es momento para esto. Mientras tanto, el emperador, que asumía pocas responsabilidades y tomaba a cambio parte en muchos placeres y diversiones, fue la causa de que se enfermaran muchas partes del cuerpo todavía sano del imperio.
[49] A esta ausencia total de criterio contribuyeron en buena medida las costumbres ligeras de las emperatrices y el querer Constantino imitarlas abandonándose a lujos y frivolidades. Él consideraba una servidumbre compartir con ellas sus diversiones y no quería oponérseles en nada, sino proporcionarles toda suerte de dulces diversiones. No obstante, el emperador se habría enfrentado enseguida a ellas cuando un incidente dio pie a ello, de no ser por el hecho de que su consorte aceptó la situación, ya fuese porque ocultase sus celos, ya porque los hubiese perdido debido a su edad.
[50] Había sucedido lo siguiente. Después de morir la segunda esposa del emperador, la que éste había recibido en matrimonio del noble linaje de los Escleros, dado que Constantino, que todavía era un ciudadano privado, tenía escrúpulos a la hora de contraer un tercer matrimonio —algo que no aprueban las leyes de los romanos—, tomó en cambio una determinación peor, que se suele tolerar sólo si uno decide no llamar la atención. Se llevó en efecto a la sobrina de la fallecida, una mujer hermosa y por lo demás prudente, para que cohabitara con él de forma ilícita, bien porque la convenciese con regalos, bien porque la sedujese con palabras de amor o emplease a este fin cualesquiera otros medios[8].
[51] Hasta tal punto había llegado a unirlos su mutuo amor, que ninguno de los dos quería verse privado de la compañía del otro, ni siquiera en las circunstancias en las que parecieron ser víctimas del infortunio, pues cuando el que sería futuro emperador estaba exiliado, tal como mi relato narró más arriba, la mujer le acompañó y le prestó toda clase de atenciones, poniendo incluso su fortuna a disposición de él, consolándole de todos los modos posibles y, en definitiva, liberándole de la mayor parte del peso que le oprimía en su desgracia. La esperanza de conseguir el poder inflamaba la imaginación de esta mujer, que consideraba secundario todo lo que no fuese el llegar a reinar algún día junto con su marido. Pensaba en efecto que, llegado ese día, su matrimonio con él seria consumado y que se produciría todo lo que ellos deseaban, como si el deseo del emperador impusiera su tiranía sobre las leyes. Pero puesto que sólo ocurrió una cosa de las que ella esperaba —me refiero al hecho de que Constantino llegase a ser emperador—, mientras que las circunstancias no permitieron que se realizara la segunda, ya que la emperatriz Zoe retuvo todo el poder, la mujer desesperó por completo no sólo de alcanzar sus más altas ambiciones, sino incluso de conservar la vida, pues temía a la emperatriz y creía que estaba llena de resentimiento hacia ella.
[52] El emperador no se olvidó de la mujer ni siquiera en el mismo momento de acceder al trono, sino que, aunque miraba a la emperatriz con los ojos del cuerpo, contemplaba y reconstruía la figura de aquélla con los del alma, y a pesar de que abrazaba a la una, a la otra la tenía como un talismán dentro de su corazón. Así, sin temer las circunstancias ni los celos de la emperatriz y sin prestar atención a ningún consejo, sometiendo incluso a su voluntad toda reflexión —y ello a pesar de que sobre todo su hermana Euprepia, la más sensata de las mujeres de nuestro tiempo, se opuso a él y le aconsejó lo que más le convenía—, despreciando pues todas estas consideraciones, Constantino habló enseguida a la emperatriz, en su primer encuentro con ella, acerca de su mujer, pero no como si fuera su esposa o viviera con él como concubina, sino como una persona que había padecido muchas desgracias por su linaje y otras muchas por culpa de él. Constantino consideraba que merecía ser hecha llamar y disfrutar de una posición confortable.
[53] La emperatriz se dejó convencer enseguida. No alimentaba ya celos en su interior, pues había soportado muchos sinsabores y, debido al paso de los años, no tenía edad para albergar sentimientos de esta clase. En cuanto a la mujer, cuando ya esperaba que le ocurriera lo peor, se presentaron de improviso unos enviados para llevarla a Bizancio con una guardia imperial. Le entregaron dos cartas, una del emperador y otra de la emperatriz, que le prometían benevolencia y le animaban a comparecer junto a ellos. Y así llegó ésta a la Ciudad imperial.
[54] Al principio se le concedió un alojamiento más bien modesto y un séquito no demasiado llamativo. Pero el emperador, a fin de tener un pretexto para frecuentarla, transformó este pabellón en su residencia particular. Para que éste adquiriese la majestuosidad que requería y fuese apropiado para recibir al emperador, sentó por fuera de su perímetro los cimientos de un edificio mayor y se dispuso a convertirlo en una suntuosa edificación.
[55] El emperador no dejaba nunca de pretextar cualquier problema relacionado con las obras y se ausentaba muchas veces al mes con la excusa de ir a ver cómo marchaban las cosas, pero en realidad iba a juntarse con esta mujer. Puesto que lo seguían también personas de la parte de su mujer, les preparaba en el exterior, para que no fueran demasiado curiosas, una mesa ricamente aderezada y les honraba allí con un banquete. Y a cualquier demanda que ellos hubiesen planteado anteriormente, daba entonces cumplida satisfacción. Así éstos, aunque estaban al tanto de la finalidad de aquellas ceremonias, no mostraban tanto su disgusto pensando en su Señora, cuanto su alegría por haber obtenido lo que querían. Y de esta forma, cuantas veces veían que el emperador ardía en deseos de marchar hacia allí, pero que los escrúpulos que sentía le hacían muchas veces vacilar a la hora de partir, ellos, buscando cada uno una excusa, le allanaban el camino hacia su amante. Así se granjearon totalmente el favor del emperador.
[56] Al principio los encuentros con su mujer se disimulaban de esta forma y por el momento su amor no daba motivos de escándalo. Sin embargo, poco a poco él fue a más, perdió toda vergüenza y desveló todo lo que se tramaba, de forma que, desmontando todo aquel escenario, se encontraba y trataba con ella a la vista de todos y cuantas veces quería. Para decirlo todo de una vez y sin demorarme más: quien veía o escuchaba estos hechos los consideraba increíbles, pues no frecuentaba ya a esta mujer como a una concubina, sino como si se tratase de su legítima esposa.
[57] Para ella vaciaba los tesoros imperiales dándole cuanto quería. Cuando, por ejemplo, encontró en Palacio una enorme tinaja de bronce decorada por fuera con diversas figuras y relieves cincelados, llenándola toda de monedas se la envió como regalo a la mujer. Y esto lo hacía no esporádicamente, sino que constantemente entregaba a su amante un regalo tras otro.
[58] Esta relación amorosa se desarrollaba por el momento de una manera sólo en parte pública, pero cuando con el paso del tiempo el secreto acabó poco a poco por revelarse del todo, el emperador declaró entonces su amor abiertamente y después de una conversación pormenorizada con la emperatriz, la convenció para que aceptase que conviviera con ella. Y cuando ya tuvo el consentimiento de Zoe, no se detuvieron aquí sus deseos, sino que concertó un contrato de amistad, a cuyo efecto dispuso un ceremonial imperial. Así, mientras ellos presidían sobre el trono, los senadores accedían a la estancia para sancionar aquel escrito inusitado, avergonzados y en general murmurando por lo bajo, aunque alababan públicamente aquel pacto, como si fuese un diploma otorgado por los cielos, lo llamaban cáliz de la alianza y le daban otros empalagosos nombres con los que se suele adular o engañar a las almas superficiales y débiles.
[59] Cuando se cerró el acuerdo y todos prestaron juramento, fue introducida en las estancias más reservadas de Palacio la que hasta entonces era su amante. Después de esto, ya no recibió este nombre, sino directamente el de Señora y Emperatriz y, lo que resultó más sorprendente de todo, mientras la mayoría de los servidores se sentía dolida porque su emperatriz había sido manifiestamente engañada y despreciada, ésta en cambio no se mostraba en absoluto alterada, antes bien, se la veía sonreír a todos y radiante por lo sucedido. Muchas veces incluso se acercaba a saludar a la que compartía el poder con ella y las dos acompañaban al emperador y hablaban sobre las mismas cosas. Éste por su parte sopesaba por igual las palabras que dirigía a ambas, aunque en ocasiones la segunda emperatriz salía beneficiada en el reparto.
[60] En cuanto al aspecto de ésta, no era de una belleza extraordinaria, pero así tampoco daba pábulo a acusaciones y maledicencias. En cuanto a su carácter y su energía interior, mientras que con el primero era capaz de cautivar a las propias piedras, la segunda le capacitaba más que a nadie para abordar cualquier empresa. No había voz como la de ella, pues era delicada, florida y su cadencia poseía cualidades propias de los sofistas. Las palabras afluían dulce y espontáneamente a sus labios y una gracia indescriptible la envolvía cuando hacía un relato. A mí al menos me cautivaba cuando una y otra vez me volvía a preguntar sobre los mitos griegos y añadía ella misma algo que al respecto había oído de algún experto. Prestaba atención a todo lo que se decía más que ninguna otra mujer —esto no era, según creo, una cualidad natural, sino que se derivaba del hecho de que sabía que era el objeto de todas las conversaciones—, y lo que cualquiera susurraba entre dientes, ella lo captaba como si fuese una conversación, construyendo sus suposiciones a partir de simples murmullos.
[61] Cuando un día estábamos reunidos los secretarios, las personas del séquito de la emperatriz pasaron en procesión. Al frente marchaban la emperatriz y su hermana Teodora y detrás de ellas la Augusta, pues éste era el título nuevo con el que las emperatrices habían querido honrar a esta mujer siguiendo el parecer del emperador. Cuando se aproximaban —la procesión las conducía al Hipódromo y era la primera vez que la gente la veía marchar junto a las emperatrices—, uno de los más conocidos aduladores pronunció con voz muy queda el verso ‘No es reprensible…’, sin llegar a terminar la cita[9]. Ella entonces no manifestó nada ante estas palabras, pero cuando la procesión concluyó y reconoció al que había hablado, le preguntó por sus palabras, y ello sin cometer ningún solecismo y poniendo gran cuidado en que su dicción fuese correcta. Cuando el que había hablado expuso la historia con exactitud y la mayoría de los presentes asentía mientras él exponía su explicación, ella, henchida enseguida de orgullo, recompensó al autor de la lisonja, no con pocas y viles mercedes, sino con las que ella acostumbraba a recibir y devolver, pues para que las emperatrices y los demás cortesanos vivieran en la mayor concordia con ella, el emperador le permitía que diera a cada persona, fuese hombre o mujer, lo que le correspondía.
[62] Puesto que de las dos hermanas, la una estaba dominada por su pasión por el dinero —pero no porque quisiera tenerlo o atesorarlo, sino porque lo derramaba como si fuera líquido sobre otras personas— y por los más selectos perfumes de las Indias, entre otros especialmente las maderas que conservan todavía una fragancia natural, algunos tipos de olivos enanos y los blanquísimos frutos del laurel, mientras que la otra, la más joven, contaba cada día inmensas sumas de dáricos para las que había confeccionado cofres de bronce, la Augusta, para corresponder a ambas, sabía repartir a las dos aquello que más deseaban. La primera emperatriz ya no sentía celos de ningún tipo debido al declive de su edad y, consumida como estaba por los años, ni sentía resentimiento hacia ella, ni la enfermedad de la envidia le hacía enfurecer. Y en cuanto a su hermana, ya que podía disfrutar de todo cuanto quería, tenía aún menos preocupaciones que ella.
[63] En consecuencia, todas las riquezas que el emperador Basilio había atesorado en Palacio con tantos sudores y fatigas estaban ahora a disposición de aquellas damas, para su recreo y solaz. Los donativos y las recompensas se sucedían continuamente y el dinero se derrochaba entre diferentes personas, de forma que en poco tiempo se dilapidó y consumió todo. Pero la historia no ha llegado todavía a este punto y debemos antes completar el tema que nos ocupa. Al hacer el reparto de las estancias, el emperador escogió la central de las tres, mientras que ellas habitaban en las naves laterales. La Augusta ocupó el área sagrada y la emperatriz solamente frecuentaba al emperador cuando previamente sabía que éste permanecía en su estancia y estaba lejos de su amante, pues, en el caso contrario, se dedicaba a sus asuntos. Pero éstos ¿en qué consistían realmente?
[64] Zoe se abstenía por completo de las labores propias de mujeres, pues nunca ocupó sus manos con un huso, se puso a tejer o se dedicó a cualquier otra tarea. Despreciaba los ornamentos imperiales, aunque no sé decir si ya desde cuando estaba en la flor de su juventud, pero desde luego al envejecer sí perdió todo deseo de agradar a los demás. Su único afán, al que dedicaba todos sus esfuerzos, era cambiar las cualidades de las plantas aromáticas y destilar nuevas fragancias, bien creando aromas únicos, bien transformando los existentes, de forma que la estancia que se le había reservado como alcoba no tenía más solemnidad que las tiendas del mercado en las que desarrollan su actividad los artesanos y herreros, pues ardían muchos braseros en torno a su habitación y entre sus sirvientas una distribuía las resinas aromáticas según el peso, otra las mezclaba y una tercera realizaba alguna otra labor similar. Durante el invierno aquellas actividades parecían poder serle beneficiosas, pues todos aquellos focos de fuego le caldeaban el frío aire de su estancia, pero durante la estación veraniega resultaba insoportable para los demás incluso el pasar cerca de allí, mientras que ella, como si no se diera cuenta del sofocante calor, estaba rodeada por una numerosa guardia de braseros. En ella y en su hermana parecía que se habían subvertido las inclinaciones naturales, pues les repugnaba el aire puro, las estancias luminosas, los prados y los jardines y nada de todo esto les atraía. En cambio cuando permanecían retiradas en el interior de sus estancias privadas, la una poniendo bajo llave el caudal de oro y la otra dándole paso para que fluyera fuera, sentían que ningún placer podía sustituir a éste.
[65] En cuanto a otros rasgos de la primera emperatriz —digamos todavía alguna cosa más sobre ella, mientras que el emperador está descansando con la Augusta— no tengo mucho que alabar, aunque hay un solo aspecto que no deja de admirarme y es su devoción a Dios, que superaba a la de todas las mujeres y la de cualquier naturaleza masculina. Pues del mismo modo que aquellos que se unen a Dios en la contemplación —o mejor, que aquellos que, elevándose por encima de esto, se hallan auténticamente inspirados por la Divinidad—, sólo desean la perfección de su deseo y dependen totalmente de ella, así su ardiente veneración de la divinidad condujo a ésta, por así decirlo, a la unión perfecta con la primera y más prístina Luz. No hubo nunca nada entre sus labios que no fuera el nombre de Dios.
[66] Había confeccionado, por ejemplo, una representación de Jesús muy detallada, para que, por así decirlo, fuera la imagen de su devoción, y la había adornado al efecto con los materiales más nobles. Poco faltaba para que el icono que había hecho pareciese animado, pues respondía a lo que se le preguntaba con cambios de color y el tono de su superficie revelaba el porvenir. Fueron así muchas las ocasiones en las que ésta hacía por él conjeturas acerca de sucesos futuros. De forma que, tanto si le sucedía algo agradable como si le sobrevenía algún contratiempo, ella acudía enseguida a su icono, bien fuera para expresarle su reconocimiento, bien para conseguir su favor. Yo la vi a menudo en contingencias difíciles, ya estrechar en su pecho aquel divino icono, contemplarlo y hablar con él como si tuviese vida propia, dirigiéndole una letanía de los más hermosos calificativos, ya arrojarse a tierra e inundar el suelo con sus lágrimas y lacerarse el pecho a fuerza de golpes. Si veía que el icono palidecía, ella se marchaba abatida, pero si su color se avivaba como el fuego y deslumbraba con un brillo radiante, anunciaba enseguida al emperador lo sucedido y le predecía el futuro.
[67] Sé, por haberlo leído en los libros de los griegos, que el humo que exhalan los inciensos, cuando se eleva en el aire, expulsa a los espíritus malignos y convoca la presencia de potencias benignas en las cenizas de la combustión, del mismo modo que en otras circunstancias se producen teofanías mediante piedras, hierbas y rituales. Cuando al principio leí estas cosas, no les di crédito y después no creí en los hechos que vi y que rechacé casi a golpe de piedra. La emperatriz, en cambio, no rendía honores a la Divinidad a la manera de los antiguos griegos ni con otras extravagancias, sino manifestando el anhelo de su alma y consagrando a Dios lo más noble y preciado de lo que nosotros consideramos bienes.
[68] Habiendo llegado a este punto en el relato de la emperatriz, debemos volver de nuevo a la Augusta y al emperador. Si parece bien, les haremos actuar de nuevo y los trataremos por separado. Reservaremos el relato de aquél para un momento posterior y en el presente capítulo retomaremos el hilo de la vida de la otra.
[69] El emperador estaba tal vez preparando ya un futuro matrimonio que le daría el trono a ella —los rumores que circulaban al respecto eran muy insistentes, aunque ignoro cómo podría ocurrir esto; no obstante, era evidente que él se deleitaba con tales pensamientos—, cuando un hecho puso fin a los proyectos de él y a las esperanzas de ella. Se apoderó de la Augusta una enfermedad repentina que era resistente a todo tratamiento y a toda práctica médica, pues no reaccionaba ante ninguna de las terapias a las que se sometía: padecía fuertes dolores en el pecho y tenía una gran dificultad al respirar. Así se le arrancaron prematuramente sus esperanzas, a ella que hasta aquel momento se había imaginado los más altos destinos.
[70] Sería superfluo, en el contexto de la presente historia, enumerar cuanto hizo el emperador a la muerte de la Augusta, los sentidos lamentos que vertió por ella, las acciones que llevó a cabo y todas las expresiones de dolor a las que se entregó, como un adolescente dominado por su desgracia, pues enumerar con detalle todas y cada una de las cosas que se hicieron o dijeron y entrar en esas minucias, no es propio de los que escriben historia, sino o bien de los censores, si es que estos detalles evidencian la bajeza de las acciones, o bien de los encomiastas, si es que por el contrario dan pie al encomio. Y si yo mismo, en alguna ocasión, utilicé procedimientos como estos que ahora rechazo que usen los historiadores, no hay por qué admirarse de ello, pues el estilo histórico no tiene los contornos tan definidos como para distinguirse tan nítidamente de todo lo que lo envuelve, sino que, cuando se presenta la ocasión, se permiten divagaciones y digresiones. No obstante, es preciso que el historiador desande de nuevo enseguida el camino recorrido, considere el resto como algo incidental y lleve todo el argumento hacia su conclusión.
[71] Pienso por ello que conviene dejar de lado los demás aspectos, y respecto a la manifestación más señalada del duelo del emperador —las obras que se realizaron en la tumba de la fallecida—, diferiré por ahora el hablar sobre ello, algo que haré llegado el momento, después de haber contado todo lo que ocurrió antes de este suceso. En efecto, en mi narración, al querer tocar todo lo relativo a la Augusta y aspirar a ilustrar toda su historia en su conjunto, pasé por alto sucesos anteriores de gran relevancia, para no verme obligado a mencionar su participación en cada uno de los acontecimientos y cortar así el hilo del argumento. De forma que el relato acerca de ella cesó en el justo momento que cesó su vida. Regresemos pues de nuevo hacia el emperador, al que hacemos ahora sujeto del presente apartado de nuestra historia.
[72] Tal como ya he dicho en numerosas ocasiones, el emperador, después de muchas tempestades, había anclado en las placenteras playas y resguardados puertos del imperio y no quería zarpar de nuevo hacia alta mar. Esto equivale a decir que ejercitaba su poder de forma pacífica y no con la guerra, algo que también habían pretendido hacer la mayoría de los emperadores precedentes. Sin embargo, puesto que los sucesos no acostumbran a salimos al paso de acuerdo con nuestra elección, sino que hay una fuerza externa superior a nosotros que dirige nuestras vidas adonde ella quiere, bien de forma ordenada, bien de acuerdo con ciclos irregulares, tampoco a aquél los hechos se le concertaron con sus propósitos, sino que las borrascas se sucedieron una tras otra y, así, tan pronto guerras intestinas sacudían el poder, como los bárbaros en sus incursiones saqueaban la mayor parte de nuestro territorio y después de tomar cuanto botín y bienes querían, regresaban a sus países.
[73] Dejo por el momento para otra ocasión, por ser asuntos que requieren demasiado tiempo y palabras, el hacer un relato de todos los sucesos posteriores, detallando en cada caso qué los ocasionó y cuál fue el final que tuvieron, enumerando los contingentes y la toma de posiciones, las luchas cuerpo a cuerpo y las refriegas a distancia, en definitiva, todo cuanto acostumbran a decir los cronistas más exactos. Lo que tú me pediste, que eres la persona que más aprecio de cuantas conozco[10], no fue una crónica ambiciosa, sino una relación sucinta. Por ello omití consignarte en mi historia muchas cosas que son dignas de mención y tampoco calculé el tiempo por los años de la Olimpiadas o, tal como hizo el Historiador[11], distribuí el material de acuerdo con las estaciones del año, sino que simplemente mencioné en ella los hechos más importantes y todo lo que estaba almacenado en mi memoria en el momento de escribir esta historia. Pero, como dije, renuncio por ahora a detallar todo lo sucedido y prefiero seguir un camino intermedio entre los anticuarios que narraron el poder y acciones de la vieja Roma y los que en nuestros días acostumbran a componer cronografías. No emulo pues la prolijidad del discurso de aquéllos, ni imito la concisión de los demás, para que así este escrito no resulte pesado ni deje de lado aspectos esenciales.
[74] No se diga más a este respecto. Mi relato, siguiendo el orden cronológico de los acontecimientos, abordará como primer sujeto de su historia al que suscitó la primera guerra contra el emperador. Pero antes me remontaré un poco para dotar de una cabeza al cuerpo que estoy tejiendo. Los bienes son escasos, según se dice en los libros de proverbios. Desde luego esto es verdad, pero es que además la envidia ataca a los elegidos y, donde quiera que surja una flor —hablo en general, pensando en cualquier circunstancia—, ya brote ésta de una naturaleza fecunda, de una inteligencia lúcida, de la nobleza de sentimientos, de un ánimo perseverante y valeroso o de cualquier otra virtud, enseguida se presenta alguien con unas tijeras y corta esta parte del brote mientras crecen al lado las partes leñosas y sin frutos, y la espesura se cubre de espinos. No hay desde luego nada de extraordinario en el hecho de que alguien que está por debajo de las naturalezas más admirables suela sentir envidia de éstas. No obstante, veo que también los emperadores se ven afectados por este mal, pues no les basta con la corona y la púrpura, sino que, si no son los más sabios de los sabios y los más hábiles especialistas, si no, por decirlo claramente, representan la excelsa culminación de todas las virtudes, se toman el asunto muy a mal y no quieren gobernar si no es dominándonos como si fueran dioses. Yo vi a algunos que habrían muerto gustosos por rechazar la ayuda de algunos antes que reforzar su posición gracias a éstos. Y cuando habría sido preciso que estuvieran orgullosos porque Dios dispuso una mano para ayudarles, ellos prefieren amputarla porque de ella les vino el socorro.
[75] He hecho todas estas prolijas consideraciones previas con la mente puesta en un hombre que floreció en nuestro tiempo y mostró todas las capacidades del arte de la estrategia y que al mismo tiempo, poniendo freno a los asaltos de los bárbaros con sus audaces campañas y su experiencia, consiguió para los romanos una libertad exenta de peligros.
[76] Este hombre era Jorge Maniaces. Él no había pasado de repente de servir como escudero a ser general y soplado un día la trompeta o desempeñado el puesto de heraldo, para que al siguiente se le confiara el mando de una falange, sino que partió de la línea de salida, avanzó poco a poco y, después de obtener los grados correspondientes, llegó a la cúspide de la jerarquía militar. Pero tan pronto como conseguía algún éxito y ceñía la corona de la victoria, se le cargaba de cadenas; cuando regresaba victorioso a Palacio era para residir en prisión; y si se le despachaba como general y comandante de todas nuestras fuerzas, he aquí que por todas partes aparecían personas que le importunaban como mando supremo del ejército y le empujaban a marchar por donde no debía, para que así las cosas marcharan al revés de lo esperable, y ello tanto para él como para nuestros intereses. Capturaba Edesa y entonces era sometido a proceso. Se le enviaba a Sicilia para conquistarla y entonces se le ordenaba volver de nuevo ignominiosamente para que la isla no cayese en sus manos[12].
[77] Yo he conocido a este hombre y lo he admirado, pues la naturaleza le había provisto de cuantas cualidades son propias de un general. Por su estatura alcanzaba los diez pies y los que lo miraban era como si alzasen la vista hacia una colina o la cumbre de una montaña. Su figura no era ni delicada ni agradable, sino que se asemejaba en cierto modo a un vendaval. Tenía una voz de trueno y sus manos eran capaces de sacudir murallas y pulverizar puertas de bronce. Su ímpetu era como el de un león y su ceño infundía miedo. Todos los demás rasgos de este hombre reflejaban en definitiva de modo congruente su carácter, pero su fama superaba su aspecto, pues no había bárbaro que no le temiera, unos por haberlo visto y admirado, otros por haber oído relatos sobre él que los llenaban de temor.
[78] Cuando se nos despojó de Italia y perdimos con ello la región más noble del imperio, el segundo Miguel lo envió a combatir a los que nos la habían arrebatado, a fin de que reintegrara el territorio a nuestro dominio. Por Italia me refiero no a todo el perímetro de sus costas, sino sólo a la parte que mira hacia nosotros y que se ha apropiado del nombre del conjunto del país. Cuando desembarcó en aquellas regiones con todo su ejército, recurrió a todo tipo de estrategias y parecía ya evidente que iba a expulsar del país a los que lo habían ocupado, oponiendo su propia fuerza, más que ningún otro baluarte, a los asaltos de los invasores[13].
[79] Cuando Miguel fue expulsado del poder y el gobierno del imperio recayó sobre el emperador Constantino, sobre el que me he propuesto escribir aquí, habría sido preciso que éste reconociese enseguida ante todos sus méritos por escrito y ciñera sus sienes con mil coronas victoriosas, que hiciese en suma todo lo posible para mantenerlo a su servicio en el futuro. Pero al emperador no le interesaba nada la suerte de estos territorios y por ello sembró en Maniaces la semilla del descontento y determinó así la futura evolución de los acontecimientos en el imperio. Y cuando finalmente se acordó de la existencia de este hombre, supo de sus problemas y descubrió que acariciaba la idea de una usurpación, ni siquiera entonces tomó las medidas adecuadas contra él, pues en vez de fingir que desconocía lo que por el momento no era sino un proyecto, rompió las hostilidades contra él como si fuera ya un usurpador.
[80] Constantino le envía entonces a personas, no para que le sirvan de ayuda o le aplaquen de algún modo y le hagan volver al orden, sino, por expresarlo abiertamente, para que le maten, o por decirlo más prudentemente, para que le censuren por su hostilidad al emperador y poco menos que lo marquen de latigazos, lo carguen de cadenas y lo deporten fuera de la Ciudad. El jefe de la embajada no era un diplomático experimentado en tales menesteres ni había asumido anteriormente responsabilidad alguna en la gestión de asuntos civiles o militares, sino que era una de esas personas que habían dejado de repente las calles para entrar en Palacio[14].
[81] El enviado pone así rumbo por mar hacia quien por el momento sólo amenazaba con la usurpación —y que además comandaba ejércitos y sospechaba de su llegada— pero sin revelarle previamente que venía como portador de un mensaje de paz o anunciarle siquiera de algún modo su llegada. Por el contrario, como si pretendiera ocultarle un ataque, se presenta de improviso a caballo ante él y sin decirle nada que pudiera aplacarlo ni empezar su discurso con palabras que facilitaran su entrevista con él, enseguida le cubre abiertamente de reproches y lanza contra él las peores amenazas. Maniaces, comprendiendo que era verdad lo que sospechaba y temiendo además otras medidas ocultas contra él, se inflama de ira y levanta su mano contra el enviado, no para golpearle, sino para asustarle. Éste, como si hubiese sorprendido por esto a aquél en flagrante delito de usurpación, le denuncia públicamente por su osadía y añade que no podrá evitar que se le condene por tales acciones. La situación pareció desesperada a Maniaces y a su ejército, que, pasando a la acción, matan al embajador, convencidos de que el emperador no les reservaba otro tratamiento, y dan comienzo así a la usurpación.
[82] Muchas personas se unieron a él por ser un hombre lleno de coraje y perfecto conocedor de la estrategia militar. Estaban allí no sólo todas las personas que se hallaban en edad militar, sino también las que la habían superado o no llegaban a ella. Maniaces, puesto que sabía que las victorias se consiguen no por el número de combatientes, sino por su preparación y experiencia, reunió a los veteranos con los que había destruido muchas ciudades y se había apropiado de gran cantidad de dinero y hombres, y después de formar un contingente con ellos, cruzó al continente al otro lado del estrecho eludiendo a todas las guarniciones de la costa[15]. Ninguno de los que habrían debido combatirlo se atrevió a marchar contra él, pues todos, presa del temor, le dejaron el camino expedito.
[83] Esto en lo que se refiere a Maniaces. Por su parte el emperador, cuando se enteró de la muerte del embajador y de la insensata ofensiva del usurpador, concentró contra él un ejército muy numeroso. Sin embargo luego, temiendo que el que comandaba aquellas fuerzas, después de poner en fuga a Maniaces, utilizara su victoria contra aquel que lo había enviado y se convirtiera para él en un usurpador aún más peligroso que el anterior por haber reunido un número ingente de tropas capaz de llevar enseguida a término cualquier empresa que se propusiesen, no confía los contingentes a uno de los generales más aguerridos, sino que pone a su frente a un eunuco que, aunque le era fiel en sus planes, no hacía valer su autoridad ante nadie[16]. Este hombre parte pues de allí con un enorme ejército al encuentro del usurpador. Cuando Maniaces se enteró de que todas las milicias romanas se habían movilizado contra él, ni se atemorizó por su número, ni se intimidó por la movilización, sino que, subordinándolo todo a sus ambiciones usurpadoras, intentó sorprenderlos mientras no estaban en formación y cayó sobre ellos con sus tropas ligeras cuando todavía no le esperaban[17].
[84] Cuando los soldados imperiales consiguieron poco a poco reagruparse para hacerle frente, se convirtieron más en meros espectadores de las acciones de este hombre que en verdaderos rivales de armas, y a muchos incluso no se les dio oportunidad para verlo, pues se les aparecía como si fuera un rayo, lanzando a sus soldados órdenes como truenos y recorriendo a caballo las falanges, mientras que aquellos que llegaban a contemplarlo quedaban enseguida aterrorizados. Pero aunque su valor hizo retroceder a aquella multitud desde el primer momento, fue derrotado por designios superiores, cuyas razones nosotros no somos capaces de precisar. Pues a pesar de que había sembrado el desorden entre nuestras falanges, cuya motivación era mucho menor que la suya, y de que por donde quiera que él acometía se rompían las filas de escudos y retrocedía el frente de nuestro ejército, cuando ya todo éste estaba desperdigado y la resistencia se desmoronaba, de repente Maniaces recibió una herida en el costado derecho, no superficial, sino profunda, de la que brotó enseguida una gran cantidad de sangre. Él parecía que no sintiese la herida, pero al ver luego correr la sangre, se palpó con la mano el lugar por donde ésta manaba y, comprendiendo que había sido alcanzado mortalmente, perdió toda esperanza e intentó regresar a su campamento, alejándose un poco de las tropas del frente. No podía ya controlar el caballo, pues le habían abandonado todas sus energías. Las tinieblas se espesaban ya en su cabeza y gemía quedamente, lo poco que le permitían sus escasas fuerzas. No tardó en soltar las riendas y resbalarse de su silla para caer en tierra. Fue aquél un lastimoso espectáculo.
[85] Nuestro ejército no se atrevió a marchar contra él, ni siquiera al verlo caído, sino que los soldados continuaron tirando de las riendas a los caballos temiendo que tras aquel espectáculo se encerrase alguna sorpresa. Pero cuando observaron que su escudero no estaba allí y que su caballo galopaba sin bridas ni control por el terreno que separaba a los dos ejércitos, entonces cayeron todos en masa sobre el cadáver. Cuando lo vieron, se admiraron de la enorme extensión de tierra que cubría su cuerpo extendido. Entonces le cortaron la cabeza y se la llevaron al comandante de la falange. Más tarde fueron muchos los que se atribuyeron su muerte y se concibieron y forjaron historias con este fin. Y como no era posible verificar estas versiones, se inventaron entonces que unos jinetes desconocidos habían caído sobre él y le cortaron la cabeza. Al ser muchas las historias que se habían fabulado, no hubo finalmente posibilidad alguna de verificar lo que se decía. A pesar de que el desgarro en el costado probaba que la herida era de lanza, hasta el momento en que escribo esta historia se desconoce quién se la infligió.
[86] Éste fue el final con el que cerró su vida Maniaces, que aunque había padecido algunas injusticias, también había cometido actos censurables. Y en cuanto al ejército que se formó en torno a él, mientras algunas unidades regresaron sin gloria a sus respectivas patrias, la mayoría se incorporó a nuestras tropas. Pero antes de que los ejércitos regresaran junto al emperador, se le envió la cabeza del usurpador. El soberano, como si se viese liberado de una ola que lo envolviese, después de recuperar algo el aliento, dirigió agradecido sus oraciones a Dios e hizo fijar su cabeza empalada en lo alto del Gran Teatro para que todos pudieran contemplarla, incluso a mucha distancia, expuesta al aire libre.
[87] Cuando las falanges regresaron tocadas en su mayor parte con coronas al valor y acampaban ya junto a las murallas delante de la ciudad, el emperador decidió que era preciso celebrar un triunfo por la victoria obtenida. Como era un hombre que sabía organizar bien los espectáculos y hacer las cosas a lo grande, dispuso la procesión de la siguiente manera. Ordenó que la infantería ligera marchase en cabeza con sus armas, todos mezclados y sin mantener la formación, llevando escudos, arcos y lanzas. A continuación de éstos seguía la caballería de élite, armada con sus corazas, que infundía miedo por sus equipos militares y su marcial formación. Luego iba el ejército del usurpador, pero no en orden, ni llevando hermosos uniformes, sino montados sobre burros, vueltos hacia la cola, con las cabezas rasuradas y llevando en torno al cuello ristras de desperdicios a modo de humillación. Después de éstos desfilaba en procesión la cabeza del usurpador y tras ella algunas de las insignias de su usurpación. Enseguida venían algunos espadarios y lictores y los que blanden el hacha con el brazo derecho[18]. Esta gran multitud precedía al comandante de las tropas imperiales, que destacaba sobre todos montado a caballo con su uniforme y que precedía a la guardia imperial al completo.
[88] Mientras éstos desfilaban así, el emperador los presidía sentado en el trono, altanero y majestuoso, desde la Guarnición de la llamada Puerta de Bronce, en el mismo lugar en el que está el sagrado recinto que hizo construir aquel grande entre emperadores, Juan, el sucesor de Nicéforo Focas[19]. Las emperatrices se sentaban a ambos lados de él para contemplar el triunfo. Después de haber conseguido realizar una procesión así, el emperador, ciñendo la corona en medio de vivas aclamaciones, se retiró hacia el interior de Palacio. Por un breve momento había disfrutado del esplendor de la victoria, pero de nuevo volvía, como era su costumbre, a su habitual moderación.
[89] En estas situaciones la noble actitud del emperador resultaba digna de encomio, pues no se vanagloriaba por sus éxitos ni pronunciaba palabras jactanciosas, sino que se aprovechaba de los acontecimientos mientras podía y enseguida regresaba a sus costumbres habituales. Ésta era su forma de ser. Sin embargo, no permanecía demasiado vigilante, sino que, como si requiriese descanso tras múltiples empresas, permanecía ocioso en las restantes ocasiones. Y por esta razón su reinado se veía sacudido constantemente por terribles tormentas.
[90] Por este motivo, a la resolución de la usurpación siguió una guerra contra los bárbaros. Después de forzar la entrada del estrecho o burlar tal vez la vigilancia de los que les cerraban el acceso, habían llegado a la Propóntide[20] barcos rusos en un número que, por así decirlo, excedía a cualquier cálculo. Era como una nube de desgracia que se formase de repente en el mar y cubriese la Ciudad. Llegado sin embargo a este punto de mi relato quiero exponer las causas por las que aquellos rusos, que nunca se habían enfrentado al emperador, cogieron la ruta del mar y realizaron esta expedición.
[91] Este pueblo bárbaro siempre ha sentido odio y rabia contra el dominio de Roma y ha aprovechado todas las circunstancias para buscar cualquier motivo que le sirviera de pretexto para declararnos la guerra. Cuando murió el emperador Basilio, que les aterrorizaba, y después su hermano y sucesor Constantino completó la cuenta de los días que se le habían asignado, quedando así extinguido el poder de este noble linaje[21], ellos reavivaron de nuevo el viejo odio que sentían hacia nosotros y se fueron preparando poco a poco para nuevas guerras. Pero también el reinado de Romano gozaba todavía a sus ojos de prestigio y esplendor y ellos además no habían podido concertar aún sus preparativos, de forma que sólo cuando murió éste —después de haber sobrevivido poco tiempo a su ascenso al trono— y el poder recayó entonces en una persona tan oscura como Miguel, empezaron ellos a armar a todas sus fuerzas para marchar contra él. Sabiendo que para caer sobre nosotros les era preciso ir por mar, cortaron árboles en el interior del país y vaciaron sus troncos para formar barcas tanto pequeñas como grandes. Poco a poco, sin que nadie lo advirtiera, se prepararon a conciencia y estaban ya a punto de zarpar contra Miguel con una gran escuadra. Pero mientras ellos se aprestaban para la guerra, que era ya inminente, también este emperador se sustrajo por anticipado a su desembarco abandonando esta vida. Ya que quien le sucedió se fue también sin dejar en Palacio ni el rastro de sus huellas, el poder se asentó finalmente en manos de Constantino. Aunque los bárbaros no tenían de qué acusarle para iniciar la guerra, sin embargo rompieron contra él las hostilidades sin pretexto alguno a fin de no verse obligados a dar por perdidos todos aquellos preparativos. Ésta es pues la causa infundada de su expedición contra el emperador[22].
[92] Como ya habían conseguido penetrar inadvertidamente en la Propóntide, al principio nos propusieron la paz si nosotros estábamos dispuestos a pagar un alto precio a cambio de ella. Fijaron la cifra en mil estateres por cada barca, un dinero que se les haría efectivo sólo individualmente a cada una de ellas. Esto era lo que ellos pretendían, bien porque creían que teníamos fuentes de oro, bien porque estaban dispuestos a luchar fuese como fuese y plantearon exigencias imposibles de cumplir, para tener así pretextos fáciles de cara a la guerra. De forma que, cuando sus embajadores no fueron ni siquiera considerados dignos de recibir una respuesta, ellos se dispusieron ya a coordinar su ataque. Tan grande era la confianza que tenían en su gran número, que pensaban iban a poder tomar la Ciudad con todos sus habitantes.
[93] La potencia de nuestra flota dejaba por aquel entonces mucho que desear y las naves portadoras del fuego estaban esparcidas por diversas localidades de la costa, para que así cada una de ellas vigilara un punto de nuestro territorio. Por ello el emperador reunió algunos restos de la vieja flota y los hizo carenar, luego les agregó algunas naves de carga que estaban a su servicio e hizo también equipar algunas trirremes. Embarcó entonces algunos soldados en ellas y proveyó abundantemente a las naves del fuego líquido alineándolas frente a las barcas bárbaras en el puerto situado en la costa opuesta[23]. Acompañado entonces de los miembros más distinguidos del senado permaneció anclado toda la noche en el puerto, algo retirado hacia el fondo. Luego, nada más amanecer, después de declarar solemnemente la guerra por mar a los bárbaros, dispuso a sus naves en formación de combate. Los bárbaros, zarpando de los puertos que estaban situados en la costa enfrentada a la nuestra —que eran como el campamento en el que se habían atrincherado—, se alejaron un poco de tierra firme y formaron una línea continua con todas sus naves, con la que bloquearon todo el espacio de mar comprendido entre los dos puertos. Se dispusieron asi tanto para atacar como para hacer frente a nuestra ofensiva. No había nadie que al ver lo que estaba ocurriendo no se llenase de turbación. Yo personalmente estaba entonces junto al emperador, que se sentaba en la cima de una colina que descendía suavemente hacia el mar para contemplar a distancia los acontecimientos[24].
[94] Ambos bandos estaban pues dispuestos en formación de combate, pero nadie avanzaba para luchar, sino que las dos alineaciones permanecían inmóviles y prietas sus filas. Cuando ya había transcurrido buena parte del día, el emperador dio una señal a dos de los navíos de guerra, ordenándoles que avanzaran lentamente contra las barcas de los bárbaros. Mientras avanzaban ligeros y a buen ritmo, los lanceros y honderos lanzaban desde lo alto sus gritos de guerra y los que disparaban el fuego se colocaban en orden para realizar sus lanzamientos. Entonces, la mayoría de las barcas de la expedición bárbara se precipitó contra nuestras naves surcando las aguas con gran rapidez. Luego se dividieron y rodearon en círculo a cada una de las dos trirremes intentando perforar sus cascos por debajo mediante sus lanzas. Desde arriba de éstas se les golpeaba con piedras y espadas. Pero cuando se les disparó el fuego y sus ojos se llenaron de humo, unos se arrojaron al mar para alcanzar a nado su base, mientras que otros no sabían qué hacer y renunciaron a intentar nada.
[95] En ese momento se dio otra señal y zarpó la mayoría de las trirremes y otras naves las siguieron o se colocaron en sus flancos. Nuestras tropas ya habían cobrado valor, mientras que el enemigo se hallaba paralizado por el terror. Cuando las trirremes, después de cruzar el mar, llegaron a la altura de la flotilla de los bárbaros, la cadena que ellos habían hecho se rompió y su estrecha formación se disgregó. Aunque algunos se atrevieron a permanecer en sus puestos, la mayoría volvió sobre sus popas. El sol atrajo entonces de repente hacia sí una nube y, dado que ésta se elevó bastante por encima del horizonte, cambió la dirección del aire y provocó un viento fuerte que soplaba desde el levante hacia el poniente. El mar se erizó con olas de tormenta y sobre los bárbaros se desencadenó una tempestad que hizo que algunas naves fueran allí mismo engullidas por las aguas que se habían alzado a gran altura sobre ellas y empujó a otras un buen trecho por el mar hasta lanzarlas contra los escollos y acantilados de la costa. Las trirremes persiguieron a algunas de estas naves hundiendo a unas en el abismo con su tripulación, mientras que las demás fueron averiadas por las tropas a bordo de nuestras naves y arrastradas con la proa medio sumergida hacia la línea de costa más próxima. Muchos fueron los bárbaros masacrados y una verdadera corriente de sangre, como si descendiese de los ríos, tiñó de púrpura el mar.
[96] El emperador, que había aplastado así a los bárbaros, regresó victorioso del mar a Palacio. Muchos decían —aunque yo, al examinar sus palabras, no encontré en sus vaticinios fundamento ni ciencia alguna—, decían pues, que muchas amenazas iban a abatirse sobre este emperador, unas exteriores, procedentes de los bárbaros, otras de la mano del pueblo que por el momento era su súbdito, pero que todas ellas se desvanecerían, pues una especie de destino propicio acudiría en auxilio del soberano y disiparía fácilmente todas las sublevaciones contra él. El propio emperador, cuando se vanagloriaba de las profecías y auspicios relativos a su reinado, recordaba ciertas visiones y sueños que o bien él mismo había tenido, o bien había escuchado de otras personas que se los habían vaticinado. A este respecto contaba cosas verdaderamente increíbles. Por esta razón, cuando sobrevenía un peligro, mientras los demás estaban llenos de terror y sus almas se estremecían pensando en el futuro, él, plenamente confiado en la favorable resolución del problema, aliviaba los temores de todos y, como si la gravedad de la situación no le afectase, afrontaba los hechos sin perturbarse.
[97] Yo, sin embargo, no sé que este hombre tuviera conocimiento alguno en las artes de la adivinación y lo atribuyo todo más bien a su indolencia y despreocupación. En efecto, todos aquellos que permanecen vigilantes ante lo que pueda suceder y que saben que con frecuencia pequeñas causas ocasionan grandes males, prevén cualquier contingencia, aun cuando sea extraordinaria, y cuando los males arrecian sobre ellos, sienten miedo pensando en las consecuencias, tiemblan ante cualquier rumor desfavorable y ni siquiera se sienten confiados cuando cambia a mejor el curso de los acontecimientos. Luego están los simples, que no intuyen el comienzo de los males futuros, ni reaccionan cuando se inician ya las desgracias, sino que se entregan a los placeres y quieren disfrutar siempre de éstos, así como hacer que las personas de su entorno participen de idéntica disposición, de forma que, para poder permanecer ellos ociosos entregados a su indolencia, vaticinan a éstos que los pesares que les afligen pronto cesarán. Hay también una tercera clase de almas, que es la mejor y que cuando algún mal sobreviene inadvertidamente, no las sorprende ignorantes de lo que acontece, ni las aturde desde luego con ruidos externos, ni las asusta, ni las somete, sino que, mientras todos abandonan ya, ellas permanecen imperturbables frente a las desgracias, sin recabar apoyos materiales, sino sosteniéndose gracias a la firmeza de su razón y a la superioridad de su juicio. Sin embargo, este carácter todavía no lo he podido encontrar entre las gentes de mi generación. El mejor comportamiento que puede esperarse entre nosotros es el de quien ataja las causas del mal desde que intuye lo que ocurrirá en el futuro o el de quien se apresta a la defensa si este mal ya ha llegado. Pero el emperador, como a él los sucesos nunca llegaban a asustarle, convenció a muchas personas de que una de las potencias superiores le anticipaba siempre el desenlace de los acontecimientos que se producían y que por eso despreciaba estas cosas y vivía completamente despreocupado.
[98] He adelantado estas consideraciones en mi relato para que, cuando yo exponga a lo largo de mi historia que el emperador aprobó tal cosa o rechazó tal otra, no crea la gente que este hombre era un adivino, sino que piense que sus criterios iban acordes con su carácter y atribuya a la voluntad del Poderoso el final que tomaron los acontecimientos. Ahora pues, ya que quiero relatar una segunda sublevación contra el emperador, más terrible aún que la anterior, voy a plantear de nuevo las cosas desde el principio, avanzando cuál fue el origen de esta revuelta y qué causas tuvo, qué otra revuelta la precedió, cuál era ésta y de dónde se originó, así como quién fue el que se atrevió a iniciar las dos y de dónde sacó el coraje para preparar su usurpación.
[99] Para empezar por los hechos más lejanos, diré que por parte de madre el emperador tenía un primo, cuyo hijo se llamaba León y pertenecía a la familia de los Tornicios. Vivía este León en Adrianópolis[25] y destilaba la arrogancia de los macedonios por todos sus poros. No era vulgar por su aspecto, pero tenía un carácter insidioso y no dejaba nunca de concebir en su interior nuevos planes de subversión. Las gentes pronosticaron a este hombre, cuando no había alcanzado todavía la edad viril, un destino glorioso. Se trataba de las habituales necedades que con frecuencia se les dicen a algunas personas, pero cuando León se hizo hombre y mostró una cierta firmeza de carácter, el grupo de los macedonios se adhirió a él incondicionalmente. Muchas veces, llevados por su audacia, intentaron alguna empresa arriesgada, pero escogían mal la ocasión, pues o bien no podían contar con éste, ausente en ese momento, o bien no disponían de un pretexto suficiente para la rebelión, de forma que ocultaban en lo profundo de sus almas sus ideas de usurpación, Pero finalmente se produjo un acontecimiento que provocó a la vez su defección y la sublevación[26].
[100] El emperador Constantino tenía dos hermanas. La mayor se llamaba Helena y la menor Euprepia. A Helena no le prestaba la menor atención, pero en cuanto a la otra, puesto que desde el principio se daba aires de importancia y había alcanzado una posición de gran prestigio, y como era además una mujer llena de orgullo, la más enérgica y obstinada de todas cuantas yo he conocido, a su hermano, aunque le tenía cierto respeto, tal como ya dije antes, no le gustaban sus injerencias y, más que deferencia, era temor lo que sentía hacia ella. Así pues, ella, al ver frustradas las altísimas esperanzas que había puesto en su hermano, a pesar de que se abstuvo por completo de tomar parte en ninguna trama insensata contra el emperador, dejó de frecuentarlo y tampoco lo trataba con la confianza que es propia de hermanos, sino que cada vez que conversaba con él, le hablaba con arrogancia y con la altivez de antes, censurándole la mayor parte de sus actos y llenándole de reproches, hasta que veía que el emperador se enfurecía, momento en el que ella se retiraba llena de desprecio y musitando en sus labios ofensivas palabras. Así, cuando Euprepia vio que su hermano negaba totalmente su favor —por no decir que le era abiertamente hostil— al ya mencionado Tornicio, ella le prestó su apoyo y pasó a hacerlo su mejor amigo, manteniendo con él frecuentes conversaciones a pesar de que antes no le había prodigado muestras de afecto semejantes. El emperador estaba desde luego furioso, aunque mantenía bien ocultos sus pensamientos, pues carecía por el momento de un pretexto aceptable para castigar a Tornicio. En consecuencia, para mantenerlos alejados a uno de la otra, aunque ocultó por el momento el secreto a su hermana, finalmente hizo que Tornicio abandonara la Ciudad con una excusa adecuada: le confió el mando de la provincia de Iberia y le proporcionó así un destierro más que honorable[27].
[101] Pero a pesar de que se le había deportado lejos, su reputación no dejó de acompañarle. Mejor dicho, las gentes utilizaron la reputación de Tornicio como base para sus acusaciones y le acusaron falsamente de pretender usurpar el trono. Presionaban así al emperador para que previniese esta amenaza. Éste sin embargo, aunque escuchaba estas cosas, no se alteró mucho al principio, pero cuando comprobó que su hermana defendía a Tornicio y escuchó un día que ella decía algo así como que sin duda a su primo no le ocurriría ningún mal puesto que el Poderoso velaba desde lo alto por su suerte, se quedó conmocionado por estas palabras y ya no pudo contener más sus impulsos. Sin embargo, ni siquiera entonces se decidió a acabar con él, sino que pensó en quitarle toda base en la que apoyar su usurpación y envió con urgencia emisarios para que lo tonsuraran y lo vistieran con el manto negro. De esta forma, aquél vio cercenadas sus esperanzas y quien deslumbraba antaño por su boato regresó de repente junto al emperador vistiendo harapos de monje. Ni siquiera entonces el emperador le dirigió una mirada amable, ni se lamentó de su suerte, la cual, después de dar aliento a sus más altas esperanzas, lo había reducido de improviso a ese estado de postración, sino que antes bien, a menudo, cuando éste acudía a su presencia, él lo despedía con brusquedad y se burlaba de su lastimoso estado. Únicamente Euprepia, bien por el trato familiar, bien por cualquier otra razón, le abrió su casa y le prodigó benevolente su afecto, pues el parentesco entre ambos era la excusa que la resguardaba de cualquier crítica por su favor hacia él.
[102] Residía entonces en la ciudad una numerosa colonia de macedonios, sobre todo personas que habían vivido en origen en Adrianópolis, hombres de mente astuta y lengua retorcida, dispuestos no sólo a tomar parte en cualquier empresa insensata, sino también muy capaces de llevarla a cabo, expertos a la hora de ocultar sus propósitos y los más fieles a sus compromisos recíprocos. El emperador, como si el león estuviera ya amansado y se le hubieran cortado las puntas de sus garras, no se preocupaba en absoluto de ellos, pero los macedonios, considerando que aquél era el momento que tantas veces habían buscado para llevar a cabo su revuelta, después de debatir el asunto entre sí —brevemente, porque ya se habían puesto hacía tiempo de acuerdo sobre su objetivo—, instan a Tornicio a participar en aquella insensata y temeraria empresa al mismo tiempo que reafirman su mutua adhesión a este golpe de audacia. Sacan así a Tornicio de noche de la ciudad, una acción en la que participaron unas pocas personas, y aún éstas de los más bajos fondos, y cogen sin desviarse el camino hacia Macedonia. Para evitar que un destacamento a caballo, saliendo por detrás en su persecución, les cerrase el paso llegando antes que ellos o los capturase siguiendo sus huellas, matan a los caballos de postas allí donde había establos. De esta forma recorren sin descanso su camino y llegan al interior de Macedonia[28]. Después de ocupar la ciudad de Adriano, que convierten en su baluarte, entran inmediatamente en acción.
[103] Puesto que necesitaban reclutar tropas y no disponían de dinero ni de ningún otro medio para persuadir a los comandantes de las guarniciones a que pusieran sus ejércitos bajo el mismo mando y obedecieran sus órdenes, lo primero que hacen es enviar enseguida por todas partes a personas para que propalen falsos rumores. Éstas se presentaban ante cada uno de los militares y aseguraban al punto que el emperador había muerto y que Teodora, haciéndose con el poder, había escogido, por delante de todos los demás candidatos, a León de Macedonia, un hombre no sólo lleno de sensatez, sino resuelto a la hora de actuar, y que contaba con ilustres antecesores en su linaje. Mediante esta treta, los impulsores de este engaño reúnen en unos pocos días a los ejércitos procedentes de todas las regiones de Occidente. Pero no había sido sólo aquel engaño el que los había reunido, sino también el odio que alimentaban hacia el emperador, porque les prestaba muy poca consideración y porque, sospechando de ellos a causa de una sublevación que había tenido lugar, se disponía en breve a castigarlos. Por este motivo decidieron sorprender al emperador antes de que él les sorprendiera a ellos.
[104] Así pues, en contra de lo que se esperaba, se reúnen todos con rapidez. Luego, cuando consiguen concertar sus propósitos, escogen como su emperador a León. Disponen entonces cuantos preparativos para su proclamación les permitían las circunstancias y después de vestir a León con un traje majestuoso, lo alzan sobre un escudo. Éste, tan pronto como asumió su nuevo hábito, como si ya hubiera alcanzado el control efectivo de las cosas y no fuese un actor en escena desempeñando su papel, empieza a gobernar con autoridad y como un verdadero emperador sobre los que le habían nombrado tal, pues también ellos querían que dirigiese el poder con mano firme. Y en cuanto a la masa de las tropas, puesto que no podía distribuir dinero para ganárselas, consigue su obediencia con una exención de impuestos y dándoles total libertad para que hagan expediciones de saqueo y añadan a sus propios bienes todo el botín que obtengan. Después de elegir en asamblea a funcionarios y senadores, a unos los nombra comandantes de los ejércitos, a otros los coloca cerca del trono imperial y a otros les confía los escaños del senado. Así, una vez que reparte adecuadamente a cada uno su cometido de acuerdo con lo que tanto él como ellos habían decidido, emprende enseguida la marcha hacia la Ciudad. Su propósito era anticiparse a las decisiones del emperador cogiéndolo por sorpresa y movilizar a sus soldados contra él antes de que éste a su vez movilizase a las tropas de Oriente contra ellos. Creían que las tropas de la Ciudad no iban a apoyar al emperador ni se opondrían a ellos, pues estaban irritadas contra el emperador porque éste había empezado a adoptar medidas sin precedentes contra ellos, de forma que detestaban su gobierno y querían ver sobre el trono a un militar capaz de correr peligros por ellos y poner freno a las incursiones bárbaras.
[105] Ciertamente, antes incluso de que se aproximase a las murallas, una gran masa de gente se les unió en el camino, como obedeciendo a un impulso espontáneo. Se incorporó a ellos también una muchedumbre de soldados procedente de las regiones montañosas del interior. Todo el territorio hasta la Ciudad era también proclive a sus propósitos y les acogía favorable. Y mientras a ellos les iban así las cosas, la situación parecía volverse contra el emperador. No se había podido reunir ningún contingente, fuese nacional o de los aliados, a no ser una pequeña formación de extranjeros que acostumbraba a desfilar en las procesiones imperiales. En cuanto al ejército de Oriente, ni siquiera los diversos contingentes estaban cada uno acuartelado en su respectivo territorio como para poder concentrarlos rápidamente a todos con una orden a fin de que ayudasen al emperador, que corría un grave peligro, sino que se hallaban en campaña en las regiones más profundas de Iberia para rechazar un ataque bárbaro. Por esto las esperanzas abandonaron al emperador, que podía respirar únicamente mientras el perímetro de la muralla lo protegiese. De ahí que concentrara allí su esfuerzo, restaurando las partes abandonadas y sembrando los bastiones de catapultas.
[106] Se daba la circunstancia de que en aquel momento el emperador padecía en las articulaciones un ataque tan fuerte de gota, que tenía los huesos de las manos totalmente desencajados, mientras que los pies, con los que no podía caminar, se le hinchaban además en medio de fuertes dolores. A estos padecimientos había que añadir una descomposición intestinal que había hecho estragos en todo su organismo y una consunción general que le aniquilaba y devoraba su cuerpo, de forma que ni podía moverse ni mucho menos celebrar audiencias públicas. De ahí que la población de la Ciudad creyese que había muerto y se reuniese en masivas asambleas en distintos lugares considerando si era preciso hacer defección y sumarse al bando del usurpador. Por ello también el emperador se veía obligado a forzar su naturaleza y, si no a dirigirse a las masas cada cierto tiempo, sí al menos a dejarse ver desde lejos y hacer algún movimiento para que se cercioraran de que no había muerto.
[107] Ésta era la situación. Mientras tanto el usurpador había recorrido el país a la velocidad del viento y estaba acampado con todo su ejército delante de la Ciudad[29]. Lo que estaba sucediendo no era ya una guerra ni un encuentro de dos ejércitos, sino un asedio en toda regla y un asalto a las murallas. Yo había oído, de los propios soldados y de algunos ancianos, que nunca ninguno de los que había iniciado una usurpación llevó hasta tal punto su audacia como para disponer que se colocaran catapultas delante de la Ciudad, se tensaran ballestas contra los baluartes y se rodeara con tropas por el exterior todo el perímetro de las murallas. Así pues, el pánico y la confusión se apoderaron de todos. Parecía que todo iba a ser tomado al asalto. El usurpador, por su parte, se situó a escasa distancia de los muros, donde levantó una empalizada, y estableció su campamento bien a la vista de todos. Después de vivaquear allí una pequeña parte de la noche, pasó el resto montado a caballo, ordenando a sus tropas que subieran también a sus monturas y formando a la infantería ligera. Marcharon entonces al paso y en el mismo momento del amanecer se presentaron de repente ante las murallas, pero no desordenadamente ni como una masa confusa, sino dispuestos marcialmente y alineados en formación de combate. Para asustarnos, como si careciéramos de experiencia en la guerra, todos se habían cubierto con armaduras de hierro. Los más equipados se armaron con grebas y corazas y cubrieron con lorigas a sus caballos, mientras que los demás se habían equipado cada uno como había podido.
[108] El usurpador en persona, montado sobre un caballo blanco, ocupaba el centro exacto de la falange con lo más selecto de la caballería y el grueso del ejército. Le rodeaba la infantería ligera, toda ella formada por excelentes tiradores, con poca impedimenta y buenos corredores. El resto de la falange permanecía formado en las dos alas, bajo el mando de sus comandantes. Las compañías, aunque conservaban su formación, estaban constituidas no por grupos de dieciséis hombres, sino por menos, para que sus contingentes cubrieran una mayor extensión de terreno. Por ello no estaban muy agrupados ni las filas eran muy compactas. Y en cuanto a las tropas de la retaguardia, desde las murallas parecían cuantiosas e imposibles de calcular. También aquellas estaban distribuidas en grupos, de forma que entre las carreras de los soldados y el trote de los caballos más que una fuerza militar organizada daban la imagen de ser una simple multitud.
[109] Así se dispusieron los asaltantes. En cuanto al emperador, a pesar de estar asediado en el interior, quiso sentarse con las emperatrices en lo alto de un bastión de uno de los palacios imperiales, vestido con las ropas imperiales, para que así el ejército enemigo viera que por el momento seguía vivo[30]. Su respiración era entrecortada y gemía quedamente. Del ejército asaltante sólo veía la sección inmediata que estaba delante de sus ojos. Los enemigos en cambio, que estaban ya cerca de las murallas en formación de combate, empezaron a recordar a los defensores que permanecían en las murallas, uno a uno, todos los males que habían padecido por culpa del emperador, detallándoles de cuántos más se verían libres si éste era capturado y cuántos sufrirían aún si quedaba libre. Les pedían que les abrieran las puertas y dejaran así entrar en la Ciudad a un emperador indulgente y honesto que los trataría con humanidad y haría crecer el poder de los romanos con guerras y victorias sobre los bárbaros.
[110] Pero puesto que ninguno de aquellos a los que se dirigían estas palabras les respondió con aclamaciones, sino que, por el contrario, vertieron toda clase de injurias, toda clase de ofensas sobre ellos y el usurpador que los guiaba, entonces ellos, renunciando definitivamente a las esperanzas que habían puesto en la población de la Ciudad, lanzaron funestas imprecaciones contra el emperador, ya fuera ultrajándolo por la parálisis que afectaba a su cuerpo, ya fuera llamándolo maldito y aficionado a impíos placeres, o ruina de la Ciudad y perdición del pueblo, ya añadiendo a éstos otros insultos más monstruosos y llenándolo de oprobio. La mayor parte de los macedonios, que es un pueblo que se complace en su propia arrogancia y osadía y que no está acostumbrado a la sobriedad militar, sino a las chanzas de la ciudad, la mayor parte, como digo, desmontó de los caballos y, formando coros al aire libre, improvisaron farsas contra el emperador, golpeando rítmicamente la tierra con sus pies y danzando al son de la música. El emperador, que de todo esto veía unas cosas y escuchaba otras —yo estaba de pie a su lado, indignándome por las palabras de aquéllos e intentando animarle con las mías—, no sabía qué hacer y soportaba además del ultraje de sus palabras, el de sus actos.
[111] Algunos de los defensores de la Ciudad, saliendo fuera de las murallas, hicieron retroceder a su caballería, bien lanzándoles piedras con hondas, bien disparándoles con arcos. Aquéllos fingieron entonces emprender una fuga que ya tenían preparada y, cuando vieron que les habían engañado para que corrieran detrás de ellos, dándose la vuelta de improviso, los mataron con sus espadas y lanzas. Uno de los enemigos, que sabía disparar desde el caballo, pasando inadvertido a nuestros ojos, se colocó al pie de las murallas justo a la altura del emperador y, tendiendo la cuerda de su arco hacia su frente, dispara contra él una flecha. El proyectil cubrió veloz la distancia de aire que había entre ambos, pero como el emperador se inclinó un poco hacia un lado, pasó rozando levemente el costado de un joven paje de cierto renombre que estaba a su servicio. El miedo nos dejó paralizados y el emperador cambió el emplazamiento del trono y se puso un poco más a resguardo de las formaciones enemigas. Éstas permanecieron entregadas, como decía, a sus juegos verbales hasta el mediodía, diciéndonos unas cosas y escuchando otras, bien intentando adularnos, bien lanzándonos amenazas, hasta que recogieron los caballos y regresaron a la empalizada para preparar las catapultas y poner asedio a la Ciudad sin más dilación.
[112] Por su parte el emperador, cuando se recuperó del susto, consideró entonces que cometería un grave error si no preparaba algunos soldados para hacerles frente, no detenía sus incursiones mediante un foso, no les bloqueaba el acceso con un terraplén y, finalmente, no se situaba algo más lejos para no escuchar lo que le decían ni verse cubierto de injurias. Desde el primer momento estas ideas que tuvo no eran acertadas, pero además se las confió luego a personas que carecían de experiencia militar. Puesto que a la mayoría le pareció bien lo que él opinaba, antes que nada se empezó a inspeccionar las cárceles por si por un casual había encerrada en ellas gente de armas. Entonces los liberó, les armó dándoles arcos y lanzas, y los preparó para el combate. Luego agregó al resto de la tropa una muchedumbre nada despreciable de civiles que se presentaron voluntarios para integrarse en filas, como si la guerra fuese un juego como cualquier otro. Durante toda la noche cavó un foso en un paraje que estaba delante de la Ciudad y levantó allí una empalizada. Nada más amanecer, antes de que los enemigos cayeran sobre la Ciudad, hizo formar este ejército de élite de nuestros hombres situándolo frente al enemigo —por una parte los escuadrones de caballería, por otra las unidades de infantería ligera, todos ellos acorazados con armas defensivas— y los distribuyó a todos en compañías. Él se sentó de nuevo en lo alto de las murallas y se dispuso a ver desde la distancia lo que iba a ocurrir.
[113] Los enemigos nada sabían de estos preparativos, sino que cuando se aproximaron y se toparon con nuestras compañías ya agrupadas, al principio tiraron de sus bridas pensando que debían informarse primero acerca de cómo habíamos conseguido concentrar allí tan rápidamente un ejército así, pues temían que se hubiese presentado algún destacamento de Oriente para ayudarnos. Pero cuando se dieron cuenta de que nuestras fuerzas no eran sino una muchedumbre de desocupados y vieron que el foso no era ni profundo ni infranqueable, se rieron de la incapacidad del emperador. Entonces, dándose cuenta de que ésta era la oportunidad que habían estado buscando, cierran filas y, lanzando el grito de guerra, todos agrupados cargan al unísono con sus caballos, saltan con facilidad por encima del foso y ponen enseguida en fuga a nuestras tropas, que hasta entonces mantenían la formación. Los alcanzaron luego por la espalda y, bien con espadas, bien con lanzas, los mataron en masa. Los nuestros, en su mayoría, se veían arrollados por los suyos y caían de sus caballos para ser enseguida allí mismo atropellados y muertos. Y no sólo huían los que se hallaban fuera de la Ciudad, sino también todos los que en aquel momento permanecían junto al emperador, pues creían que el usurpador iba a entrar enseguida y los masacraría a todos.
[114] Exceptuando los posibles cálculos de la Providencia, nada había ya que impidiera a los asaltantes pasar al interior de las murallas y obtener sin obstáculos lo que pretendían, pues los que debían vigilar las entradas de las murallas abandonaron sus puestos de guardia y buscaban sólo un lugar en el que alguien pudiera defenderlos. En toda la Ciudad, mientras unos se habían retirado ya a sus casas, otros se disponían a salir al encuentro del usurpador. Sin embargo éste, como si temiera por vez primera entrar en la Ciudad, o más bien, confiado en que nosotros le llamaríamos al trono y sería conducido a Palacio precedido de antorchas en imperial procesión, postergó su entrada para el día siguiente. Conducía así su caballo donde quiera que se hallasen sus tropas y gritaba que nadie atacase o se manchase con la sangre de sus hermanos, y cada vez que veía a un soldado blandiendo una jabalina o disponiéndose a clavar su lanza sobre alguien cercano, le sujetaba el brazo y dejaba que el otro huyera sin trabas.
[115] Entonces el emperador, que se había quedado solo, como si fuese a morir de inmediato, cuando escuchó estos gritos y vio que el usurpador detenía la matanza, se volvió hacia mí y me dijo: «De entre todas las cosas, la única que realmente me angustia es que este hombre feroz, que está resuelto a usurparme el trono, pronuncie palabras llenas de humanidad y dulzura. Temo que con ello se gane el favor de la potencia divina».
[116] Dado que la hermana se lamentaba —me refiero a la mayor, pues Euprepia había sido condenada al exilio— y le instaba a que huyera y se refugiase en cualquier templo, él le lanzó una mirada de través como si fuera un toro y dijo: «Que se la lleve alguien, si es que nos queda alguien, para que haga el planto en su casa y no ablande mi espíritu, pues», dijo entonces volviéndose de nuevo hacia mí, «la fortuna del usurpador no traspasará el límite del día de hoy: en adelante los acontecimientos se volverán en su contra y le engullirán como si fueran arenas movedizas».
[117] Mientras tanto, el usurpador, después de hacer esto y capturar no pocos prisioneros, regresó en formación a su campamento. El emperador, por su parte, no pensó ya en tomar de nuevo la iniciativa contra él, sino que después de atrancar las puertas de las murallas y adular al pueblo de la Ciudad mostrándoles su satisfacción por sus pasadas muestras de favor hacia él, y aun añadiendo nuevas recompensas por las futuras, como si fuera un certamen, se dispuso a soportar en calma el asedio. A su vez el usurpador, después de acampar tras la empalizada sólo aquella noche, cuando amaneció reunió a sus fuerzas y las condujo como si el imperio estuviera ya al alcance de sus manos. Llevaba con él a los prisioneros encadenados, a los que colocó delante de las murallas, instruyéndoles acerca de lo que debían decir en aquellas circunstancias. Ellos, situados a distancia de nosotros, con voz y aspecto lastimeros, sin dirigirse en ningún momento al emperador, suplicaban al pueblo que no despreciara la sangre de sus compatriotas y hermanos, que no contemplara gustoso con sus propios ojos tan lamentable espectáculo, el de sus cuerpos despedazados como si fueran víctimas sacrificiales, y que no fuéramos a caer en tamaña desgracia por despreciar a un emperador cual no hubo nunca antes otro igual, algo de lo que ellos mismos tenían ya la prueba cierta, pues a pesar de que habría podido matarlos en el acto y tratarlos como a enemigos, él difería por el momento su ejecución regalándonos sus vidas. Además de esto, dramatizaban las desgracias que se cernían sobre nuestro emperador, porque aunque éste al principio alentó las esperanzas de la Ciudad, finalmente desde las nubes nos había precipitado al abismo. Esto es en esencia lo que dijeron los prisioneros, pero las respuestas que daba el pueblo eran las mismas que antes.
[118] Luego sucedió lo siguiente. Desde el interior de las murallas se dispararon contra los enemigos piedras de un peso considerable, pero ninguna acertó en el blanco, pues no alcanzaron su objetivo al caer. Entonces los que disparaban la catapulta doblando aún más hacia atrás la cuchara para tensarla, lanzan contra el usurpador una roca de gran tamaño, que aunque no lo alcanza, siembra el pánico y pone en fuga a éste y a los que lo rodeaban. Agitados por el miedo, se mezclaron unos con otros, rompiendo así la formación, y regresaron al campamento.
[119] A partir de aquel momento los acontecimientos se volvieron en contra de ellos. Por un breve instante, sus esperanzas —o mejor dicho, nuestra penosa situación— les habían llevado hasta lo más alto, pero pronto cayeron en tierra y se disiparon. Ya no se aproximaron de nuevo a las murallas de la Ciudad, sino que después de permanecer acampados unos días donde habían levantado las tiendas, regresaron por donde habían venido, la mayoría en desorden, como desertores. Si en aquel momento se hubieran presentado en su retaguardia unos dieciséis jinetes, ni siquiera muchos más, de aquel ejército disperso y en desbandada no habría quedado ni el abanderado. No obstante, el emperador, aunque había previsto su fuga, no se dispuso a perseguirlos, sino que lo retuvo el miedo que había sentido antes, y por esta razón no supo tomar una decisión adecuada.
[120] A nosotros ya el simple abandono de su campamento nos pareció el más glorioso de los triunfos. La muchedumbre de la Ciudad se dispersó por aquel lugar, encontrándose con las abundantes provisiones de los que allí habían acampado, pues éstos no pudieron cargarlas sobre las bestias y acarrearlas, ya que se habían preocupado más de ver cómo podrían retirarse de allí sin ser vistos, que de emprender la fuga de manera confortable y bien pertrechados. Tan pronto como se retiraron, sintieron ira contra su comandante, pero aunque el miedo que cada uno de ellos sentía en su interior les impulsaba a abandonarlo, el temor hacia los compañeros y lo impracticable de este propósito, de nuevo les disuadían de intentarlo. Mientras tanto, todos cuantos pudieron aprovecharse de las circunstancias para escapar inadvertidos, corrían sin tomar aliento hacia la Ciudad, junto al emperador. Y no eran sólo soldados rasos, sino dignatarios y generales. En cuanto al usurpador, un segundo mal vino a su encuentro, y un tercero, y luego aún toda una cadena de ellos. En efecto, a pesar de que atacó las fortalezas del Occidente, fácilmente expugnables entre otras cosas por su vulnerable ubicación y por las brechas de sus murallas —pues desde hacía mucho tiempo no se había previsto ataque enemigo—, no se vio que pudiera reducir una sola de ellas por asedio, pues aquellos a los que se les había encargado el asalto de las murallas no se preocupaban del asedio, sino que se daban la vuelta y mostraban de este modo a los asediados que no querían enfrentarse a ellos a no ser con ataques simulados.
[121] Entonces el usurpador, que había abandonado de forma humillante la Gran Ciudad, cosechó aún mayor humillación al ser rechazado por todas las fortalezas que fue atacando sucesivamente. El emperador por su parte hizo convocar a las fuerzas de Oriente y tan pronto como regresaron, las envió contra las de Occidente, formadas tanto por nacionales como por bárbaros. Cuando éstas se enteraron de la llegada de los ejércitos de Oriente, no deliberaron ya entre ellas sobre si luchar o no, sino que se dispersaron enseguida maldiciendo al usurpador, y mientras unos regresaron a sus hogares, la mayoría corrió a unirse al emperador. De esta forma, a pesar de que antes habían prestado muchos juramentos y garantizado su mutua lealtad sobre objetos sagrados, prometiendo que morirían unidos y de común acuerdo ante los ojos del usurpador, entonces, paralizados por el miedo, no se acordaron lo más mínimo de sus juramentos.
[122] Una sola persona entre todas, de nombre Juan y de apellido Vatatzes, compañero de milicia del usurpador desde antiguo, un varón que por la naturaleza de su cuerpo y el vigor de sus brazos podía equipararse a aquellos famosos héroes de antaño, permaneció hasta el mismo final con el usurpador y, de hecho, cuando éste huyó y se refugió en un templo de Dios, compartió su fuga y su refugio, pues aunque le habría sido posible abandonarlo y obtener los mayores honores, él puso todas las demás consideraciones en un segundo plano y no faltó a la lealtad que le había jurado. Así pues, ambos se refugiaron en un santuario[31] y desenvainando las espadas amenazaban con matarse si alguien pretendía sacarlos de allí a la fuerza. Una vez que obtuvieron garantías mediante juramento, salieron de allí y se entregaron al que actuaba de garante[32]. Pero mientras el usurpador enseguida se vino abajo ante aquella prueba y tan pronto profería voces lastimeras como se entregaba a súplicas o revelaba su falta de dignidad haciendo cualquier otra cosa, Vatatzes por su parte, ni aún en aquellas terribles circunstancias, se olvidó de su orgullo, sino que reveló un carácter altanero y ante todos se mostraba digno e imperturbable.
[123] Entre tanto el emperador no quería guardar rencor a nadie ni causar daño alguno a los que se habían atrevido a rebelarse contra él y había revelado a Dios su promesa, lanzando además las más terribles amenazas contra sí mismo si no se mostraba amable e indulgente con todos los que habían levantado su mano contra él. Pero apenas llegaron éstos ante las murallas[33], recordando entonces lo que se habían atrevido a hacer, sin que se le planteara ningún conflicto interior y sin intentar sofocar sus pensamientos, ordena que al punto se les saquen los ojos. Entonces el usurpador emitió una voz lastimera y se lamentó amargamente, sin mostrar dignidad alguna, pero el otro, después de decir tan sólo que «el imperio romano acaba con un noble soldado», se tumbó enseguida en el suelo y soportó con dignidad el castigo. Con éstos el emperador celebró un triunfo mayor que cualquiera de aquellos tan afamados de antaño, pero el arrebato de su cólera no fue más allá de este punto y así se comportó con magnanimidad con los otros conjurados.
[124] Pero antes que nada se me olvidó mencionar cuál era la constitución del emperador cuando accedió al trono, cómo, de ser una persona vigorosa y de una fuerza inquebrantable, pasó a encontrarse en el estado contrario, y cómo no conservó hasta el final la belleza perfecta que le caracterizaba, sino que, como si fuera un sol cubierto por nubes, sólo proporcionaba un pálido reflejo de su luz natural a los que lo contemplaban. Expondré ahora esto empezando por el extremo contrario.
[125] La naturaleza lo trajo al mundo como si fuera un modelo de belleza, ajustando tan armónicamente sus miembros, conformándolo tan proporcionadamente, que nadie podría igualársele en nuestro tiempo. Añadió además a esta armónica configuración una fuerza inquebrantable, como si pusiera sólidos fundamentos a una hermosa casa. Pero la naturaleza encerró esta fuerza que le dio, no en la longitud de sus brazos o en el tamaño de otras partes o miembros, sino, según creo, ocultándola en lo más profundo de su corazón y renunciando a manifestarla en su cuerpo, al que se adecuaban más la belleza y la proporción que desmesuras portentosas. Sus manos, en efecto, y especialmente sus dedos, a pesar de su moderado tamaño, tenían una fuerza que iba más allá de sus proporciones, de forma que no había ningún objeto, ni entre los más consistentes y compactos, que no se desmenuzase fácilmente cuando él lo apretaba entre sus manos. Y si decidía apretar el brazo a una persona, ésta necesitaba muchos días para poder curarse. Dicen así mismo que montaba magistralmente a caballo, que no llegó a haber hombre más veloz que él y que, flexible y ligero como era, no tenía rival posible en el pentatlón. Tal era su fuerza, la agilidad de su cuerpo y la rapidez de sus pies.
[126] Hemos oído que su belleza era similar a la de Aquiles o de Nireo[34], pero mientras que la lengua del Poeta modela el cuerpo de aquéllos con todos los atributos de la belleza gracias al poder de su fantasía y por ello apenas nos satisface, a éste es la naturaleza quien lo ha modelado y tallado en la realidad, como si lo cincelara con su arte perfecto y lo embelleciera, superando así con el arte que le es inherente la magia de su rival. Después de hacer que cada uno de sus miembros fuera proporcionado al conjunto de su cuerpo —la cabeza y las partes inmediatamente contiguas, las manos y lo que va tras ellas, las piernas y los pies—, esparció en cada uno de ellos el color que le correspondía. De esta forma resaltó la cabeza con un rojo fulgurante, mientras que, tomando la medida adecuada, cubrió con una excelsa blancura todo el pecho, el vientre hasta los pies y la zona opuesta. Y si alguien se hubiera puesto a mirarlo atentamente, cuando estaba en la flor de la edad y sus miembros todavía no se habían vuelto fláccidos, habría comparado su cabeza con un hermoso sol radiante, como si sus cabellos resplandecieran a modo de rayos, y el resto del cuerpo con el cristal más límpido y diáfano. También la armonía equilibraba su carácter, pues su lengua tenía un acento lleno de urbanidad y un aura de seducción le acompañaba al hablar. Y si llegaba a sonreír, entonces te veías de inmediato preso en las redes puras de sus gracias.
[127] Ésta era pues la belleza que tenía el emperador cuando accedió al trono. Pero cuando todavía no había transcurrido un año, la naturaleza que le había adornado haciéndole un objeto digno de tanta admiración y placer, como si no fuese ya capaz, sino que fallase y se agotase, le arrebató la fuerza que tenía y descompuso su hermosura. Los principios del cuerpo, me refiero a las combinaciones elementales de los humores, no tardaron en disolverse y confundirse, y se precipitaron, bien sobre sus pies y los intersticios de sus articulaciones, bien sobre sus manos, impregnando a su vez los tendones y los huesos de la espalda, como si unas corrientes se hubieran precipitado sobre una nave que en principio era sólida, para desestabilizarla.
[128] El mal no dio comienzo enseguida ni de repente, sino que los pies padecieron primero el flujo de la gota. Al punto tuvo que guardar cama y, si por algún motivo tenía necesidad de caminar, era como movido por un motor externo. Este mal era cíclico y periódico, de tal forma que el flujo reumático parecía remitir durante el mismo número de días que había durado previamente su inmovilidad, aunque luego los intervalos se acortaron y las pausas no llegaron a ser largas. Y mientras esto ocurría, el flujo reumático avanzaba desde los pies hasta las manos y a su vez, como si refluyera, sobre las espaldas, para finalmente ocupar todo el cuerpo. A consecuencia de ello cada uno de sus miembros, impregnado por aquel terrible flujo, se quedaba sin energía y las fibras y ligamentos se deshacían. Los miembros perdían entonces su armónica trabazón, de lo que se derivaba descoordinación y atonía. Yo mismo vi aquellos gráciles dedos suyos repudiar su propia forma y retorcerse enfrentados, unos hacia afuera y otros hacia adentro, hasta el punto de que no podía asir ningún objeto. Y mientras los pies se le curvaron hacia adentro, la rodilla se le hinchaba hacia afuera como si fuera un codo. De ahí que ni pudiera tener firme el paso, ni permanecer completamente erguido, sino que la mayor parte del tiempo la pasaba recostado, y cuando decidía dar audiencia, se le componía y arreglaba a tal efecto.
[129] Cuando quería retribuir a los ciudadanos con esta especie de obligación ineluctable que son las procesiones imperiales, entonces se quejaba amargamente. Esta habilidad que tenía en el arte de la equitación le permitía entonces ajustarse a la silla y adaptarse a ella, pero cuando luego marchaba sobre el caballo, apenas podía respirar y las riendas resultaban inútiles: mientras la bestia lo cargaba sobre sus lomos, algunos palafreneros altos y forzudos le proporcionaban apoyo por ambos lados, y así lo sostenían y aguantaban su peso, tal como si fuera un fardo, para conducirle al lugar en el que pensaba hacer un alto. Él, a pesar de encontrarse en situaciones tan difíciles, no se olvidaba de ninguna de sus pautas habituales de conducta y componía una expresión llena de dulzura, siendo capaz de moverse y desplazarse de un lado a otro él solo, para que los espectadores no creyeran que le asaltaban dolores o que su cuerpo estaba paralizado. Esto en lo que respecta a las procesiones, cuando el pavimento del suelo se cubría de tapetes para que el caballo no se resbalase sobre las losas. En los aposentos de Palacio, cambiaba de estancias transportado como un fardo y era conducido a donde quería. Pero si le atacaba el reúma entonces, ay, qué dolores tan atroces eran aquéllos.
[130] Todavía hoy, cuando escribo esto, me admiro de cómo este hombre fue capaz de enfrentarse entonces a tales dolores. En efecto, los estados de parálisis se apoderaban de él uno tras otro, en rápida sucesión, consumiendo lo que quedaba de sus carnes y descoyuntando por completo lo que todavía se mantenía unido. No era capaz de encontrar una postura que le permitiera reposar lo suficiente en el lecho, sino que toda posición le resultaba insoportable. De esta forma, sus ayudas de cámara, empujando aquel pobre cuerpo de un lado para otro, tan pronto como encontraban la inclinación que le permitiese descansar un poco, le acomodaban en ella y lo sujetaban mediante contrapesos y otros ingenios que apoyaban en él para que pudiera mantenerse estable en aquella postura. A él no sólo el moverse le resultaba doloroso, sino que incluso la lengua le causaba dolor al hablar y la simple inclinación de los ojos ponía en movimiento el flujo reumático, de forma que lo dejaba totalmente inmóvil, paralizado.
[131] Afirmo, y empeño en ello mi palabra poniendo a Dios como testigo, que a pesar de que se hallaba agotado y sacudido por los embates de tan terrible mal, siendo su estado verdaderamente lastimoso, nunca profirió una sola palabra blasfema contra Dios, sino que, por el contrario, si se enteraba de que alguien no podía soportar verlo sufrir así, lo despedía con durísimas palabras y declaraba que el mal había caído sobre él para castigarle. Es más, denominaba su enfermedad freno de su naturaleza. Temía, en efecto, sus propios impulsos y decía: «Puesto que no ceden ante la razón, se retiran ante los dolores corporales, y así, mientras mi cuerpo sufre, permanecen quietos los pensamientos desordenados de mi alma». Así filosofaba aquél sobre su enfermedad. Si alguien, dejando de lado otras consideraciones, examinara a este hombre por esta cualidad, en verdad que podría llamarlo santo.
[132]Tenía otra cualidad que se unía a ésta y que, aunque yo no alabo del todo, él en cambio apreciaba especialmente. Pero que juzgue el que quiera: descuidaba por completo su seguridad. Ni siquiera se cerraban las puertas cuando dormía, ni había centinelas fuera que permanecieran vigilantes. Muchas veces incluso se retiraban todos los ayudantes de cámara y cualquiera habría podido pasar fácilmente junto a él y retirarse de nuevo sin que nadie le cerrara el paso. Y si alguien lo censuraba por su descuido a este respecto, él no se molestaba por ello y despedía a aquél como si su concepto de la Divinidad fuera enfermizo. Con estas palabras quería decir que su gobierno venía de Dios, que sólo Aquél lo custodiaba y que disponiendo de su infalible protección despreciaba la humana y falible.
[133] Yo, por mi parte, muchas veces le replicaba mencionando a los timoneles, los arquitectos y finalmente a los oficiales y generales. «Ninguno de éstos», le decía, «realiza su propio trabajo sin tener esperanzas en Dios, pero a pesar de ello, el uno nivela su construcción mediante la regla, el otro dirige la nave con el timón y cada uno de los que participa en las guerras porta escudo y espada. Mientras que para la cabeza les basta un yelmo, la coraza les cubre el resto del cuerpo». Con esto intentaba persuadirle mejor de que esta manera de actuar conviene todavía más al emperador, pero no conseguí en absoluto lo que pretendía. Su comportamiento revelaba un carácter honesto, pero daba facilidades a los que querían atentar contra él…
[134] Sin duda ésta fue la causa de muchas desgracias. Expondré una o dos, dejando a los lectores que deduzcan las demás a partir de ellas. Pero antes diré algo brevemente, a modo de digresión de mi relato: que en las ciudades bien gobernadas, los cuadros dirigentes se forman de los mejores ciudadanos, sean de noble origen o de humilde nacimiento, y esto tanto en la administración civil como entre los ejércitos. De esta manera eran gobernados los atenienses y cuantas ciudades imitaron su democracia, pero entre nosotros esta cualidad ha sido desterrada y despreciada y no se tiene ninguna consideración con la nobleza. Desde antaño este mal se ha transmitido por herencia hasta nosotros, siendo Rómulo el primero que inició esta confusión, cuando el senado se envileció y fue hecho ciudadano todo el que quiso[35]. Entre nosotros cualquiera podría encontrar sin duda a muchas personas que, después de vestir pieles de cabra, cambiaron de ropa: muchas veces nos gobiernan aquellos que nosotros compramos a los bárbaros como esclavos, de forma que se confían nuestros más altos poderes no a los Pericles, no a los Temístocles, sino a los más innobles Espartacos[36].
[135] Hubo en mi época cierto individuo, hez de la barbarie, que superaba en arrogancia a cualquier romano y que llevó su insolencia a tal extremo que mostrando primero su desprecio al poder, maltrató a alguno de los destinados a convertirse en emperadores y luego, cuando éstos fueron llevados al trono, se jactó ante algunas personas de que «con esta mano», y mostraba su derecha, «he golpeado muchas veces a los emperadores de los romanos». Ante esta afirmación yo me exasperé tanto una vez que poco faltó para que estrangulara a aquel bárbaro jactancioso con mis propias manos, incapaz de soportar la afrenta que me causaron sus palabras.
[136] Un deshecho humano no menos repulsivo que éste había manchado no mucho antes la nobleza de nuestro senado, pues aunque al principio había servido al emperador, luego corrompió la voluntad de los dignatarios y se le contó ya entre los poderosos. Era éste un hombre que, en cuanto a su linaje, tal como he indicado, carecía de distinción y, si se quisiera añadir aún algo, era de la más baja ralea y condición. Pero una vez que probó las deleitosas aguas de los romanos, consideró que sería un grave error no hacerse dueño de la fuente misma, de forma que él, que no era sino un esclavo comprado con dinero, pudiera reinar sobre los nobilísimos romanos. En consecuencia, aquel hombre innoble, después de reflexionar sobre esto, consideró que era un verdadero golpe de fortuna para su propósito que el emperador careciese de guardia, de forma que, sin revelar su empresa a ninguno de los nobles, consideró que nada impediría el éxito de su intentona. Cuando el emperador celebró la procesión desde el Hipódromo hasta Palacio, él le siguió formando entre los guardias que marchaban detrás y, una vez que consiguió entrar en las estancias reservadas al emperador, se quedó allí como al acecho, cerca de las cocinas. Todo el que se lo encontraba al pasar creía que el emperador le había dicho que estuviese allí vigilante y por este motivo ninguna persona lo expulsó de los apartamentos imperiales. Pero él pensaba, tal como reveló más tarde cuando se le interrogó acerca de sus ocultas intenciones, abalanzarse sobre el emperador cuando éste durmiese y matarlo con un puñal que guardaba en su seno y así apoderarse del poder.
[137] Con este propósito, cuando el emperador se retiró a descansar quedando al alcance de todos, tal como dije antes, este aventurero se dispuso a actuar. Pero apenas había avanzado un poco cuando siente que le falla su determinación y se llena de vértigo y confusión. Y así, mientras corría de un lado para otro, fue capturado. El emperador, arrancado enseguida de su sueño cuando los guardias ya se habían congregado e interrogaban sin contemplaciones al bárbaro, tomó muy a mal esta audacia y se indignó, como es lógico, porque un hombre de esa condición hubiera despreciado al emperador. Enseguida manda que lo encierren, y al día siguiente toma asiento para interrogarle implacablemente acerca de su audaz intentona, preguntándole si tenía cómplices en su conspiración, si había alguien al frente de esta trama, si alguna persona le había instigado a acometer esta audacia. Pero como no revelase nada fiable ante sus inquisiciones verbales, se le somete a los más duros tormentos, colgándole desnudo de una madera por cada una de sus piernas y dejándolo medio exangüe a fuerza de latigazos. Forzado por aquellos golpes, según creo, denuncia a algunos dignatarios como cómplices de su intentona y entonces personas extremadamente respetuosas con la ley y de una lealtad irreprochable se convirtieron en el juguete de la demencia de un bárbaro. No obstante, ha transcurrido ya tiempo desde aquello y aunque a él se le considera todavía una persona de la más innoble condición, estas personas han recuperado su antigua dignidad.
[138] En cuanto al emperador, a pesar de que durante un breve espacio de tiempo se preocupó de su seguridad personal, luego volvió a desentenderse de su vigilancia, de forma que poco faltó para que se le quitara la vida y la Ciudad cayera en una tempestad y peligro todavía mayores. Mi relato mostrará ahora a partir de qué punto comenzó el mal y hasta dónde llegó y cómo el emperador, al que la fortuna daba ya por desahuciado, de nuevo se salvó contra toda esperanza. El soberano tenía un carácter risueño y siempre dispuesto a la broma y quería que se le entretuviera constantemente. Pero no le solazaba ni la música de órgano, ni el sonido de las flautas, ni el canto armónico de una voz, ni coros o danzas, ni ninguna otra cosa similar. En cambio, si alguien tenía alguna traba natural en la lengua y no podía expresarse correctamente, o simplemente si alguien actuaba como un charlatán diciendo sin pensar todo lo que se le ocurría, aquello sí que le divertía sobremanera. En suma, era la contemplación de lo deforme la ocupación que le servía de pasatiempo.
[139] Por aquel entonces frecuentaba las estancias de la corte imperial un despojo humano de esta naturaleza, una persona medio afásica, cuya lengua o bien se le trababa completamente al hablar, o bien se le deslizaba entre los dientes sin control. Este hombre, exagerando su defecto natural, conseguía que produjera el mismo efecto que la afasia, pues en ambos casos la audiencia se quedaba sin saber qué es lo que pretendía decir.
[140] A este individuo al principio el emperador lo trataba con indiferencia, de forma que él se presentaba muy de vez en cuando, después de la ablución de manos tras las comidas. Pero luego, dado que el emperador tenía estos gustos, se mostró cada vez más receptivo al placer que le provocaba su necio parloteo y llegó finalmente a no poder prescindir un instante de su compañía. A partir de entonces no hubo momento en el que no se entregase a ese pasatiempo, sino que aquél, haciendo ostentación de su natural defecto y desempeñando con habilidad su papel, le acompañaba siempre, ya estuviese el emperador en una audiencia, nombrando funcionarios, o asumiendo cualquier otra función. Sin duda fue el emperador el que creó a este hombre, o mejor, lo recreó con la mejor de las arcillas, sacándolo de las calles para montarlo en el carro del poder romano y haciéndolo ascender sin preparación en la escala de honores para situarlo junto a las personas de más alto rango. Le abrió así todas las puertas y le nombró comandante supremo de los guardias palatinos. Éste mostraba entonces la simplicidad de su carácter presentándose ante el emperador, no en el momento en que debía, sino siempre que se lo dictara su propio criterio. Al acercarse le besaba el pecho y la cara y le dirigía la palabra sin que él hubiera abierto la boca. Luego estallaba en carcajadas y se sentaba sobre su lecho. Apretaba entonces entre las suyas las doloridas manos del soberano, causándole dolor y alivio a la vez.
[141] Yo en verdad no sabía de qué sorprenderme más, si de este hombre, que había sido transformado de acuerdo con la voluntad y deseos del soberano, o si del emperador, que había conformado su propia voluntad a la de él, pues cada uno de ellos cedía ante el otro como si éste le cautivara su voluntad, y así, lo que deseaba el emperador, lo cumplía el comediante, y lo que éste hacía, aquél lo deseaba. Aunque el emperador era consciente por lo general de la pantomima, no obstante se complacía en dejarse burlar por aquél. Y así, a costa de la estupidez del soberano, iba creciendo la insolencia del comediante, que a cada escena fingía una nueva, adaptándose perfectamente a la ingenuidad de aquél.
[142] El emperador desde luego no quería estar privado de su compañía ni el más mínimo instante, pero a él le fastidiaba aquella continua disponibilidad y se complacía en pasar el tiempo a su libre albedrío. Una vez que había perdido un caballo de esos que están preparados para jugar al polo, se incorporó de repente en medio de la noche y, puesto que se acostaba junto al emperador, lo despertó mientras estaba durmiendo, pues no era capaz de contener su entusiasmo, transportado como estaba de placer. El emperador, sin incomodarse lo más mínimo por levantarse, le preguntó qué le había pasado y de dónde le venía aquella excitación. Éste, rodeándole el cuello con sus brazos y cubriendo de besos su rostro, le dijo: «He encontrado, emperador, el caballo que se me había perdido. Lo monta un eunuco, que ya es mayor y está lleno de arrugas y, si quieres, ahora mismo saldré de aquí al galope y te lo traeré con su montura». El emperador se rió con ganas ante estas palabras y le dijo: «Ea, te doy permiso, pero debes regresar lo más rápido que puedas para celebrar tu hallazgo». Éste partió enseguida para entregarse a los placeres que tenía previstos y, cuando puso fin al banquete, regresó al atardecer, jadeante y sin aliento, arrastrando a un eunuco. «Éste es pues», dijo, «emperador, el que se llevó mi caballo. Aún teniéndolo no lo quiere dar, es más, jura incluso no haberlo robado siquiera». En ese momento aquel anciano, como confuso ante aquella injuria, parecía que iba a llorar, mientras el emperador no sabía cómo contener la risa.
[143] Consoló finalmente al comediante con otro caballo aún más hermoso, mientras enjugó las falsas lágrimas del eunuco dándole tantos regalos cuantos ni siquiera en sueños él mismo había esperado. Éste era uno de los que habían servido más a nuestro hombre en sus comedias y su atendido dueño había querido desde hacía mucho tiempo que se beneficiase de la generosidad imperial. Pero como no sabía cómo llamar la atención del soberano hacia un hombre desconocido, fingió la escena del sueño y convirtió al emperador en el juguete de aquel hombre, de un sueño mendaz y de un espíritu grosero. Pero lo más terrible era que todos éramos conscientes de la comedia, pero denunciar al comediante requería mucho coraje y nosotros, que nos encontrábamos presos entre la insensatez del emperador y la parodia que se representaba ante nuestros ojos, nos veíamos obligados a reír por cosas ante las cuales las circunstancias exigían que hubiéramos llorado. Si no hubiera prometido un relato de hechos memorables, sino de necedades e intranscendencias, podría haber reunido muchas historias en mi obra. Baste sin embargo esta sola en representación de muchas. Ahora se relatará lo que sucedió a continuación.
[144] Este hombre no sólo conquistó los apartamentos masculinos, sino que también se introdujo con engaños en el gineceo imperial, subyugando a ambas emperatrices. Aseguraba, inventándose por completo esta ridícula historia, que había nacido de la hermana mayor, y también juraba por lo más sagrado que la menor le había dado a luz. Como si su nacimiento se hubiera producido así y se acordara de cómo fue alumbrado, relataba uno tras otro los dolores del parto y recordaba sin pudor los pezones maternos. Pero lo que él describía con más gracia era sobre todo el parto de Teodora, lo que ella le decía a él cuando lo llevaba en su vientre y cómo fue alumbrado. La estupidez de aquellas mujeres, cautivadas por el comediante, franqueó a éste todas las puertas de los accesos secretos de Palacio. Nadie podría enumerar fácilmente todos los regalos que constantemente le llegaban tanto de las estancias del soberano como del gineceo.
[145] Durante un cierto tiempo las bromas se quedaron sólo en eso, pero cuando la emperatriz abandonó este mundo, algo sobre lo que enseguida hablaremos, la extrema simplicidad de este hombre le llevó a cometer actos nefandos que fueron causa de grandes males. Del argumento que abordaré en mi relato posterior tomaré ahora prestadas algunas partes para exponerlas aquí por anticipado. Era amante del emperador una joven que habíamos tomado como rehén a la gran nación de la que procedía. No tenía nobleza alguna, pero el emperador la honraba como si fuese de sangre real y ella disfrutaba de los más altos honores. Por esta joven había concebido aquel comediante una violenta pasión. Si aquélla se había entregado a su enamorado, es algo que no puedo asegurar, pero desde luego parecía corresponder a su amor. No obstante, ella era capaz de moderar su pasión, pero él era justamente esto lo único que no sabía cómo fingir, pues la miraba de manera desvergonzada, constantemente la abordaba y su pecho se abrasaba entero de amor por ella. Pero como no sabía de qué modo podría dominar el objeto de su pasión y hacer totalmente suya a su amada princesa, le rondó por la cabeza una idea increíble y totalmente absurda para el que la oiga, bien se la inspirara el trato con hombres perversos, bien la concibiera por su sola iniciativa: la de hacerse con el poder de los romanos. Su propósito se le mostraba fácil de cumplir, ya que no sólo consideraba que matar al emperador no suponía complicación alguna —pues él disponía de las llaves de los accesos secretos y abría y cerraba todas las puertas según quería—, sino que además se había engañado a sí mismo pensando que su acción era deseada por muchas personas, ya que él mismo mantenía una no pequeña cohorte de aduladores y uno de los más destacados, totalmente entregado a su persona, resultaba ser el comandante de los mercenarios.
[146] Al principio mantuvo en secreto su propósito y nadie en absoluto llegó a descubrir que él meditaba una acción semejante. Pero puesto que la tempestad de su amor se había desencadenado hasta llegar a anegarlo, se decidió a actuar y reveló a muchas personas su intención, con lo que fue arrestado sin dilación. Pese a todo, fue arrestado no una hora, sino pocos minutos antes de llevar a cabo aquella terrible acción, pues cuando cayó la tarde y el emperador dormía como acostumbraba, mientras él afilaba ya probablemente el arma homicida, una de las personas con las que él había concertado su plan se presentó de improviso como si tuviera algo que anunciar al emperador y, apenas cruzó el velo, dijo, con la respiración entrecortada y sin poder todavía contener el resuello: «Enseguida te matará, emperador, quien es tu favorito», y mencionó aquí a la persona por su nombre[37]. «Piensa, pues, cómo escaparás a una muerte inminente». Esto decía mientras el emperador se hallaba perplejo y no podía darle crédito. Nuestro hombre, sabiéndose descubierto, arroja entonces el puñal, entra en el templo contiguo y se refugia en el sagrado altar. Confiesa entonces su plan y toda la comedia representada a tal efecto, así como todo lo que había tramado anteriormente y que pensaba asesinar al emperador sin dilación.
[147] El emperador en cambio no dio gracias a Dios por haber sido salvado, sino que se enfureció contra el que denunció a su favorito por haberlo sorprendido en flagrante delito y asumió incluso la defensa de éste antes de que se formulara la acusación. Pero puesto que no era posible ocultar la conspiración una vez que ésta había salido a la luz, constituye para el día siguiente una farsa de tribunal y conduce ante él al reo cubierto de grilletes para que sea juzgado. Cuando lo vio entonces con las manos encadenadas, poco faltó para que gritara de dolor, como si presenciara un espectáculo inusitado y monstruoso. Con los ojos llenos de lágrimas dijo: «Pero, liberad a este hombre, que mi alma se ablanda sólo de verlo así». Y cuando las personas a las que había dado esta orden lo liberaron de sus prisiones, le incitó dulcemente a defenderse, olvidando enseguida cualquier acusación. «Tú tomas tus decisiones», dijo, «con completa libertad, pues sé que eres un espíritu libre y sencillo. Pero dime ¿quiénes te indujeron a tomar esta monstruosa decisión? ¿Quién engañó tu ánimo sincero? ¿Quién secuestró tu voluntad, ajena a toda malicia? Dime además esto, ¿qué es lo que deseas de mis bienes? ¿Cuál de entre todos es el que más te seduce? Pues no te será negado nada de lo que más desees».
[148] Esto dijo el emperador. Sus ojos estaban hinchados y su rostro bañado por las lágrimas que de ellos fluían. Aquél, en cambio, a las primeras preguntas no respondió una sílaba, como si no se le hubiese preguntado nada, pero al oír las últimas, en las que se trataba de sus deseos y anhelos, representó de manera asombrosa su falaz comedia y después de besar las manos del emperador y apoyar la cabeza en sus rodillas, dijo: «Siéntame en el trono imperial, adórname con la corona de perlas, regálame también este collar» —y señalaba el que adornaba el cuello del emperador— «y haz que me aclamen junto a ti. Esto es lo que deseaba antes y es lo que ahora deseo más que cualquier otra cosa».
[149] Ante estas palabras el emperador, exultante, dejó traslucir su satisfacción. Esto era precisamente lo que quería, pues pretendía que se le eximiera de todo cargo por aquella absurda intentona, y librarlo de cualquier sospecha o condena alegando la simpleza de su carácter. «Te ceñiré», dijo, «la cabeza y vestiré con un vestido de púrpura. Basta con que te reconcilies conmigo y aplaques la tempestad que me agita. Disipa la noche que cubre tu rostro y mírame de nuevo como sabías, con la dulce luz de tu rostro». Estas palabras divirtieron a las personas responsables, mientras que los jueces no siguieron ni un momento más con sus pesquisas, antes bien, todos se rieron y abandonaron la escena a mitad de la acción. El emperador, por su parte, como si él fuese el acusado y hubiese resultado vencedor del proceso, hizo ofrendas a Dios por su salvación y elevó ante él sus preces en agradecimiento, además de celebrar un banquete más suntuoso que de costumbre. El anfitrión era el emperador, que convidaba a todos los comensales, pero el convidado de honor no era otro que este farsante y conspirador.
[150] Pero cuando la emperatriz Teodora y Euprepia, la hermana del soberano, murmuraron furiosas, iguales a las diosas del Poeta[38], ante las decisiones tomadas y no sólo no tuvieron ningún gesto amable, sino que censuraron duramente la simplicidad del emperador, éste sintió vergüenza ante ellas y condenó al reo al destierro. Pero no lo envió a un lejano exilio, sino que le ordenó establecerse en las cercanías, en una de las islas que están frente a la Ciudad[39], invitándole a tomar allí baños y a no privarse de ningún placer. Y todavía no habían transcurrido diez días, cuando convoca a éste de nuevo a Palacio con todos los honores y lo considera digno de una confianza y un favor todavía mayores que antes. La presente narración ha pasado en silencio no pocos de los hechos más escandalosos, que causan todos tanto vergüenza al que escribe como fastidio a los que leen. Pero puesto que mi relato no ha concluido totalmente, sino que necesita que yo entrelace todavía algunos hechos más para completarlo, voy a insertar ahora otro argumento tal como lo exige el sentido de mi narración y luego volveré de nuevo al mismo punto para añadir al relato previo lo que le falta ahora.
[151] La emperatriz Zoe había pasado ya la edad de tener trato con hombres, pero el emperador ardía todavía en deseos carnales. Se le había muerto además su Augusta y en sus íntimas relaciones amorosas se perdía entre una multitud de imágenes y representaciones extrañas. Siendo como era curioso por naturaleza en asuntos de amor e incapaz de aliviar su mal con la fácil resolución de una cópula, pues siempre desencadenaba nuevas olas de pasión en sus primeros encuentros amorosos, se enamoró de una joven de Alania que, tal como he dicho en un pasaje anterior de mi relato, estaba entre nosotros en calidad de rehén[40]. Este reino no era especialmente ilustre ni tenía un gran prestigio, pero siempre había dado al poder de Roma garantías de su lealtad. La joven en cuestión era hija del que allí reinaba y ni por su aspectlo llamaba la atención al verla, ni por su séquito denotaba opulencia, sino que sólo dos cualidades la adornaban: la blancura de su piel y el fulgor de sus hermosísimos ojos. En cuanto al emperador, una vez prendado de ella, renunció a todas las demás relaciones amorosas y sólo junto a ella instaló sus reales, pues concibió por la bárbara una violenta pasión.
[152] Mientras la emperatriz Zoe siguió con vida, no divulgó demasiado su amor, sino que prefería pasar inadvertido y ocultarse. Pero cuando ésta murió, encendió la llama de su amor y reavivó su pasión y poco faltó para que construyera una cámara nupcial y condujera allí a su amada como si fuera su esposa. La metamorfosis de la mujer fue tan súbita como radical: adornos extravagantes ceñían su cabeza, su cuello resplandecía de oro, pulseras áureas serpenteaban en torno a sus brazos, pesadas perlas colgaban de sus orejas y, en cuanto a su cintura, la moldeaba y embellecía una cadena de oro y perlas. Aquella mujer era un auténtico Proteo, cambiante y multiforme.
[153] Quiso pues ceñir a ésta con la diadema imperial, pero tenía miedo de estas dos cosas: de la ley, que limitaba el número de sus matrimonios[41] y de la emperatriz Teodora, que no habría soportado esta carga y que no aceptaría gobernar y ser gobernada a la vez. Por estas razones no compartió con ella la dignidad imperial, pero le dio su nombre, haciéndola llamar Augusta, puso a su disposición una guardia imperial, franqueó todas las puertas a sus demandas y, en definitiva, vertió sobre ella caudalosos ríos de oro, canales de opulencia y las ilimitadas corrientes de la fortuna. Una vez más se gastaban y consumían todas nuestras riquezas, una parte diseminada dentro de los muros de la Ciudad, la otra expedida hacia tierra bárbara. Entonces por vez primera el país de los alanos se vio colmado de los bienes de nuestra Roma. Sus naves atracaban en nuestro puerto y de nuevo partían cargadas hasta los topes de nuestros tesoros, por los que antaño era envidiado el imperio de los romanos.
[154] Si yo ya entonces me lamentaba amargamente al ver cómo se iban consumiendo todos nuestros bienes, hoy no siento menos dolor, pues soy tan patriota y tan romano como el que más, y me avergüenzo todavía por mi señor y emperador. En efecto, dos o tres veces al año iban a buscar desde Alania a esta joven augusta servidores del padre, ante los que el emperador, mostrándosela en el Hipódromo, la proclamaba y llamaba su cónyuge y emperatriz. Unos bienes él mismo se los entregaba a aquéllos, y los demás encargaba que se los dieran a su bella esposa.
[155] En fin, aquel comediante, del que he dejado de hablar por un poco, se enamoró de esta mujer y, al no poder conseguirla, planeó su conspiración. Una vez obtenido el perdón, tan pronto como regresó de su destierro, de nuevo se sintió poseído por un intenso amor hacia ella. Yo, que era perfectamente consciente de lo que ocurría, creía que el emperador no estaba al tanto, o quizás que tenía dudas al respecto, pero él mismo puso fin a mi error. En efecto, una vez marchaba yo con el séquito del emperador cuando éste era conducido a presencia de su amada. Su enamorado formaba también parte del cortejo. Ella se encontraba entonces en sus apartamentos, de pie, junto a una cancela. Cuando el emperador no la había abrazado todavía, un pensamiento lo detuvo y, mientras estaba absorto en él, el enamorado lanzaba continuas miradas a la amada. Al verla le sonrió dulcemente y después prosiguió con otras señales amorosas. Puesto que su rostro revelaba que se hallaba presa de un gran extravío, el emperador, tocándome suavemente el costado con la mano, me dijo: «Mira qué hombre más taimado. Todavía está enamorado y nada de lo que sucedió antes ha podido corregirlo». Yo, al escuchar estas palabras, enrojecí enseguida por completo. Mientras tanto, el emperador avanzaba hacia la Augusta y el otro actuaba cada vez de manera más desvergonzada, mirándola con más audacia. Pero de todo aquello no vino al cabo a pasar nada, pues el emperador murió, tal como dirá mi relato más adelante, y de las otras dos, a la Augusta se la consideró de nuevo un simple rehén y al comediante el fuego del amor no pasó de alumbrarle simples ilusiones.
[156] Tal como acostumbro a hacer en esta obra, dejo ahora de lado muchas cosas que tuvieron lugar durante los hechos aquí relatados y vuelvo de nuevo a la persona del emperador. Pero en primer lugar expondré lo relativo a la emperatriz Zoe, completando el relato con su muerte. Luego volveré de nuevo a este otro tema.
Sobre cómo era la emperatriz en su juventud, no sé todavía hoy decir nada con certeza, salvo aquello de lo que tuve conocimiento por el relato de algunos y que confié a la escritura en un pasaje anterior de mi obra. [157] En cambio, cuando se hizo vieja, no parecía tener ya mucha capacidad para juzgar nada correctamente. No quiero decir que estuviera demente o se hubiera salido de sus cabales, sino que no tenía noción alguna de gobierno y que carecía por completo de sensibilidad en cuestiones de fasto imperial. Aunque le adornaban ciertas cualidades espirituales, su carácter ni siquiera permitió que conservara éstas intactas, sino que al hacer gala de ellas más de lo que sería preciso, dio muestras con ello, no tanto de magnificencia, cuanto de un pésimo gusto. Pero debemos excluir de todo esto su devoción religiosa, pues no quiero yo acusarla en este punto de demasía porque esta virtud llegase a alcanzar en ella cumbres no superadas, ya que en efecto dependía por completo de la Divinidad y consideraba que todo lo que sucedía procedía de ésta: en algún pasaje anterior de mi relato recibió ya por ello la alabanza que le corresponde. En cuanto al resto de sus costumbres, o bien eran relajadas y ligeras, o bien excesivamente austeras e inflexibles, y estos dos estados de ánimo se alternaban cada poco tiempo en intervalos idénticos y sin que mediara motivo alguno. Así, si por ejemplo alguien al verla de repente fingía caerse como si le hubiera alcanzado un rayo —pues muchos representaban esta comedia ante ella— al punto le recompensaba con cadenas de oro. Pero si luego, al darle las gracias, empleaba más palabras de las debidas, eran entonces cadenas de hierro las que los aprisionaban. Y puesto que sabía que su padre había procedido con prodigalidad a la hora de vaciar cuencas de ojos, no hubo nadie que dando el mínimo paso en falso no fuera sometido a semejante suplicio. Si el emperador no hubiera dejado de consentir tales acciones, a muchos se les habrían sacado los ojos sin motivo alguno.
[158] Llegó a ser la más generosa de todas las mujeres y precisamente por esto consiguió echarlo todo a perder, ya que para ella esta virtud no tenía límite alguno y así, con una mano distribuía dinero a uno y con la otra rogaba al Todopoderoso para que beneficiase al que lo recibía. Si alguien le describía con entusiasmo las nobles acciones de su linaje y especialmente cuantas realizó su tío Basilio, ella se sentía exultante y enseguida su alma se dejaba transportar de alegría. A pesar de que había superado ya los setenta años de edad, no tenía arruga alguna en el rostro, sino que irradiaba belleza como si estuviera en la flor de su juventud. Pero en cuanto a las manos, no tenía el pulso firme, sino que se veían agitadas por temblores. Sus espaldas estaban también curvadas. No se cuidaba para nada de los adornos corporales y ni utilizaba trajes recamados en oro, ni diademas, ni sortijas en torno a su cuello, pero tampoco se vestía de manera vulgar, sino que cubría su cuerpo con ropas ligeras.
[159] En cuanto a las preocupaciones de gobierno, ella no compartía ninguna con el emperador, sino que quería estar por completo al margen de todas estas fatigas. Y respecto a aquellos trabajos a los que suelen dedicarse las mujeres, me refiero a la lanzadera, la rueca, la lana y el telar, de ninguno de ellos se preocupaba lo más mínimo. Pero había una cosa a la que ella se entregaba con pasión y en la que ponía todo su empeño: ofrendar su homenaje a Dios, no tanto, preciso decir, mediante oraciones de alabanza, exvotos o confesiones, sino a través de inciensos y cuantos perfumes procedentes de las tierras del Indo y Egipto suelen llegar a nuestras fronteras.
[160] Cuando se cumplió el tiempo que le estaba asignado y le llegó el momento de morir, en la condición física de la emperatriz se manifestaron algunos leves síntomas premonitorios. En efecto, perdió todo apetito a la hora de alimentarse y su debilidad, al ir en aumento, le provocó una fiebre mortal, de forma que su cuerpo se consumía por dentro y, por así decirlo, se apagaba, señales estas que pronosticaban la inminencia de su muerte. La emperatriz entonces volvió rápidamente su pensamiento hacia las cárceles, ordenó la remisión de las deudas, liberó de sus penas a los condenados y abrió los tesoros imperiales, dejando que el oro que en ellos se guarda fluyese como un río: tanta fue la prodigalidad, tanto el desgobierno con el que ésta se prodigó. En cuanto a ella, después de una breve agonía y con el rostro apenas cambiado, abandonó esta vida después de haber cumplido setenta y dos años[42].
[161] Después de concluir el relato referente a la emperatriz, vuelvo pues de nuevo al emperador. Yo quisiera no escribir historia y que no se me llamara por ello amante de la verdad, sino componer encomios en honor de este emperador, pues para servir al banquete de su elogio habría podido disponer de muchas y abundantes palabras basadas en la copiosa inspiración que él me proporcionó. En efecto, el que escribe un encomio evita mencionar todos los defectos que acompañan al elogiado y teje su alabanza a partir de las acciones más nobles de aquél. Y aun cuando fueran numerosos los rasgos negativos, al orador le basta incluso un único episodio que contenga una noble acción, digna de elogio, a menos que manipule sus defectos a la manera de un sofista para obtener a la fuerza algún motivo digno de elogio. En cambio, el que compone historia, a la manera de un juez insobornable y ajeno a vínculos personales, no puede desnivelar la balanza con un desigual reparto de las acciones, sino que se entrega al relato con el fiel equilibrado y no emplea artificio alguno ni para las nobles, ni para las viles acciones, sino que expone los hechos pura y simplemente. Y aunque entre los personajes que incluye en su relato, uno, de noble corazón, le hubiera hecho alguna vileza y otro, de la opuesta condición, le hubiera prodigado algunos favores, en su historia no tiene en cuenta hechos de ninguna de las dos clases porque le afecten a él, sino que en su relato atribuirá a cada cual los hechos que le correspondan. Pues si se concediera al historiador la facultad de corresponder con buena voluntad y magnanimidad al que mostró su benevolencia hacia él, pervirtiendo así su obra por este motivo, ¿qué otra persona mejor que yo habría engalanado con los elogios de mi discurso a este emperador que, sin haberme visto antes de subir al poder, tan pronto como me conoció fue preso de tal modo de mi elocuencia que parecía que estaba prendado de mi lengua por sus orejas?
[162] Pero no sé de qué modo podría entonces conservar la verdad histórica y tributar además a aquél el homenaje que le corresponde. No obstante, mi exagerada escrupulosidad en lo que respecta a la verdad histórica permite que este príncipe conserve una parte de la alta consideración que merece, pues si al mismo tiempo que examino abiertamente lo que parecen ser sus defectos, queda a salvo por el otro costado el brillo de sus virtudes y, como en una balanza, el platillo de sus bienes desciende repleto por haber sido cargado con acciones de un peso considerable, ¿cómo no podría entonces superar aquél a todos los emperadores que hasta ahora han sido objeto de encomios, pero cuyas alabanzas parecen sospechosas y más próximas a lo verosímil que a lo verdadero? ¿A quién de entre todos los hombres —y que sea esto una apología de sus defectos— y sobre todo de entre los que han obtenido el poder imperial, a quién, digo, se vio nunca que tuviera la cabeza ceñida con una corona formada por los encomios que provocaron todas y cada una de sus acciones?
[163] Cuando vemos que aquellos antiguos soberanos a los que se cantó por sus juicios, palabras o acciones, me refiero a Alejandro el Macedonio, a los dos Césares, a Pirro de Epiro, a Epaminondas de Tebas o a Agesilao de Lacedemonia[43] —por no citar a los otros a los que los encomiastas tributaron elogios más breves—, no reparten en igual proporción sus virtudes y vicios, tal como sabemos por los que redactaron sus vidas, sino que se inclinan manifiestamente del lado del mal, ¿qué podría decirse acerca de los que los imitaron cuando se les vio marchar sólo un breve trecho por detrás de ellos, no digo ya en toda clase de virtudes, sino incluso justamente en aquellas en las que los antiguos triunfaron más claramente sobre los demás?
[164] Yo, por mi parte, cuando comparo a este gran emperador con aquéllos, reconozco que es inferior por su valor, pero que por sus demás cualidades se sitúa por encima de las otras nobles acciones en las que aquéllos le aventajan. En efecto, era una persona de natural aguda, sagaz como nadie y con una memoria excepcional y dominaba de tal modo los arrebatos de cólera que parecía que no había nadie dotado de un carácter tan apacible como el suyo. A mí, sin embargo, no me pasaba inadvertido el modo en el que él, a la manera de un auriga, tiraba de las bridas del caballo de su cólera, pues cuando la sangre se le inyectaba en los ojos y el cuerpo se sobresaltaba repentinamente, él se serenaba todavía más rápido y recuperaba rápidamente la razón. Y si en alguna ocasión, al desempeñar las obligaciones propias de un emperador, empleaba un tono de voz más áspero o amenazaba a alguien físicamente, enseguida parecía enrojecer, como si sintiera pudor por haber utilizado un lenguaje contrario a sus hábitos.
[165] Cuando actuaba como juez no se apreciaba claramente cuál era la parte vencedora o la condenada. Mejor dicho, la parte que había obtenido la bola blanca absolutoria se marchaba desde luego radiante, pero la otra parte, que antes incluso de conocer su derrota no esperaba vencer, recibía una compensación y se retiraba victoriosa contra toda esperanza.
[166] Muchos fueron los que conspiraron contra él y, de éstos, la mayoría incluso llegaron a blandir su espada contra su cabeza, pero el deseo del emperador era echar un velo sobre su audacia y seguir tratando con ellos como de costumbre, como si no se hubiera enterado de lo que intentaban o hubiera olvidado enseguida su ultraje. Cuando los servidores del trono y cuantas personas disfrutaban de libertad de palabra en su presencia le alentaban a que cediese a su cólera, diciéndole que sucumbiría enseguida si no se resolvía a hacer frente a los autores de las intentonas, él se preocupaba más de hacer valer su superioridad sobre éstos que de someterlos a los rigores de una minuciosa instrucción, pues después de hacer comparecer a los acusados en el centro de un tribunal y de denunciar su audacia con tono exaltado —dúctil como era su lengua y abundante el torrente verbal que de ella fluía—, desde el momento en que los veía atemorizados ponía fin al discurso con una breve exculpación, que impartía con tono burlón, y acto seguido les eximía del castigo.
[167] Dejaré el relato de sus actos públicos a los muchos analistas que de ellos quieran levantar acta y revelaré ahora una pequeña parte de sus actos más íntimos, aquella justamente que está en el centro de todas las conversaciones y que resulta ambivalente tanto para quienes lo elogian como para quienes lo denuestan. Yo la destaco entre todas las que han cimentado la alta consideración de la que goza. Pero ¿de qué se trata? Él sabía que su alma era clemente y benévola en grado extremo e incapaz de guardar rencor alguno a nadie de entre todos los que habían querido dar rienda suelta a su furia contra él. Ésta era al menos la actitud que adoptaba cuando, con indiferencia, trataba a aquellos que habían cometido faltas modestas —y por modestas me refiero a aquellas cuyo mal no se transmite a otras personas—; a aquellos en cambio que proclamaban abiertamente su injusticia hasta llegar a los oídos del Todopoderoso, o bien les condenaba al destierro, o bien les marcaba unos límites que no podrían cruzar, o bien les cargaba de pesadas cadenas para que no escaparan. Incluso se obligaba a sí mismo mediante secretos juramentos a no concederles nunca la remisión de sus faltas.
[168] Cada vez que yo le insistía en que él no podría respetar fácilmente sus juramentos, él pensaba que me convencería de que, de no ser así, no sería capaz de frenar la agresividad de los malhechores. De hecho, durante algunos días se atenía a su propia resolución, mientras una legítima cólera todavía bullía en su interior, pero llegaba un momento en el que se relajaba aquella tensión —le sucedía esto cuando oía que alguien alababa la clemencia y ensalzaba por ello a algunos de los emperadores anteriores— y acordándose entonces de repente de aquellos condenados y de sus cadenas, tan pronto se ponía a llorar como mostraba su confusión al no saber cómo resolver aquel asunto de la mejor manera. Acudía entonces a mí para que le aconsejara en el debate que sostenía con sus propios pensamientos y cedía entonces abiertamente a sus sentimientos humanitarios, que era otra manera de aplacar a Dios.
[169] Nunca vi yo antes un alma más compasiva, ni ahora en ninguna otra persona puedo descubrir un alma así, pero tampoco una más generosa o más digna de la condición imperial. Pues aquél, como si le hubiese correspondido el trono por este motivo, pensaba que no era emperador el día en el que no hacía gala de su humanidad o no revelaba con algo la magnanimidad de su carácter. Pero no sembraba, por así decirlo, en almas feraces las semillas de su actividad benefactora, para que brotara así enseguida la espiga de la conciliación, ni aquéllas producían mayores frutos de gratitud que la que él repartía generosamente al sembrar ‘una tierra pingüe y feraz’[44].
[170] Para los que quieran escucharme narraré ahora un pequeño episodio como prueba de esta virtud suya. Una persona fue detenida por robar fondos de la administración militar y fue castigada con el pago de una suma ingente, muchas veces superior a la que él poseía. Ahora bien, este individuo pertenecía precisamente a las clases prósperas y adineradas, mientras que el agente del fisco no era de los que se dejaban conmover, pues se trataba del tesoro imperial y del erario público. Aquél pidió audiencia al emperador, para que dictara sentencia y no se le impusiera en su totalidad la decisión del tribunal del Estado. Ambas partes fueron admitidas a presencia del emperador —y comparecieron muchos a los debates, incluido yo, que en calidad de secretario debía consignar las resoluciones de Temis[45]—, y cuando los dos entraron en la estancia, el ladrón, real o presunto, pronunció un discurso directo y emotivo, pidiendo que sólo se le privara de sus propios bienes en beneficio del fisco, pero que al menos sus hijos no heredasen sus obligaciones de deuda. Acto seguido se despojó de sus vestidos, como si sólo de su propio cuerpo fuera a disponer libremente.
[171] Ante esto, el emperador, con los ojos bañados en lágrimas, dijo: «buen hombre, ¿no te avergüenzas de deshonrar tu próspero linaje al reducirte tú mismo de repente a una situación de tan extrema pobreza que necesitarás que alguien te dé de comer y te cubra el cuerpo desnudo?». A esto replicó aquél: «Emperador, ni aunque pusiera en ello toda mi voluntad, podría en modo alguno conseguir fondos para cubrir la deuda». ¿Qué dijo entonces el emperador ante estas palabras? «Si alguien te proporcionara», dijo, «la deuda que se te reclama, ¿aceptarás compensar así tu deuda?». «Será», dijo él, «un deus ex machina[46], pero no veo a nadie que descienda del cielo, ya sea un mensajero angélico o un alma divina, ‘para supervisar el buen gobierno de los hombres recorriendo sus ciudades’[47]». «Yo soy esa persona», le respondió de nuevo el emperador, «y te eximo del pago de la mitad de tu deuda».
[172] Así habló aquél. Mientras tanto, el otro no sabía cómo contenerse, e hincando la rodilla en tierra poco faltó para que, desbordante de alegría, exhalara allí el último suspiro. Por su parte el emperador, compadeciéndose de la reacción del hombre, dijo: «Es más, te perdono dos terceras partes de la deuda». Y antes de que estas palabras resonaran en sus oídos añadió enseguida: «Y también la tercera parte restante». Aquel hombre, que ni se había figurado que el emperador fuera capaz de tanto, se quitó todo el peso que agobiaba su alma y, como si hubiera obtenido una victoria completa, se vistió lujosamente y con la cabeza laureada inmoló a Dios ofrendas en agradecimiento.
[173] Estas y otras cosas similares podrían decirse respecto a este soberano, si es que alguien lo deseara. Pero el más persuasivo de los oradores, si quisiera hacer un encomio de este hombre, no dejaría fuera del correspondiente elogio hechos que quizás desapruebe el relato histórico. Por recordar también algunos de ellos, más propios de esta otra categoría, diría que consagraba parte de su tiempo al ocio. Para las demás personas el nombre y la realidad de estas ocupaciones no podían ser otros, pero él las consideraba actividades de gran importancia y las revestía de solemnidad. Así, si quería un día plantar un bosquete, o rodear de muros un jardín, o ensanchar un paseo para caballos, no sólo hacía esto tal como había pensado al principio, sino que enseguida tomaba decisiones contrarias a esta primera, de forma que mientras cubría de tierra un vergel, otro acababa de ser vallado, y mientras unos viñedos y árboles eran arrancados de raíz, otros brotaban solos de la tierra con sus frutos.
[174] ¿Pero qué quiere decir esto? Pongamos que el emperador quería transformar una llanura pelada en un hermoso vergel. Pues bien, al punto se cumplía su deseo: las plantas que habían crecido en otra parte eran transplantadas allí con sus frutos y enterradas con sus raíces, y los terrones de mantillo, arrancados de la tierra de frondosos bosques de montaña, tapizaban el suelo subyacente. Él entonces, si las cigarras no cantaban enseguida sobre los árboles que crecían allí espontáneamente, o los ruiseñores no envolvían con sus trinos el bosque, lo consideraba una enorme desgracia y, después de dedicar todo su esfuerzo a este asunto, no tardaba en disfrutar de los más variados conciertos canoros.
[175] Desde luego estas ocupaciones, y cuantas siguen a éstas, a mí no me parecen quizás adecuadas para un varón que conduce asambleas, al que se confían las huestes y que tiene tan graves responsabilidades’, según canta la poética Calíope[48]. Otra persona, en cambio, admirada de la belleza exterior, admirará al emperador por su magnificencia y dirá cuanto crea que pueda convencer a su auditorio de que su capacidad intelectual era tan grande que podría repartir sus tareas diarias entre el ocio y el negocio, sin que una actividad interfiriese en la otra. Pero realmente él no creía que fuera preciso añadir nada a sus obligaciones —pues una belleza inherente las adornaba ya—, mientras que pintaba su ocio con un tinte resplandeciente, o mejor, lo coloreaba con una apariencia de dignidad. En esto se agotaba su inteligencia, en añadir una cosa a otra, en vencer a la diligencia con el ingenio, en hacer fructificar los campos sin arado ni esfuerzo, en substanciar sus creaciones a partir de la nada, como el primer Demiurgo, dotándolas de sus respectivas cualidades, en vencer las estaciones con transplantes oportunos, en prescindir de los brazos de los campesinos gracias a sagaces invenciones y, en definitiva, en materializar al instante todas las fantasías que se le ocurrían, hasta el punto de que la mayoría no podía creer que la llanura que vieron el día anterior y la colina de la antevíspera apareciese al tercer día como un campo cultivado.
[176] Afirmo esto manteniéndome por ahora de algún modo en los últimos confines de la retórica y del arte suasoria, puesto que si alguien quisiera dar al discurso una elaboración más acabada, se haría con las voluntades de toda su audiencia para llevarla a donde quisiera. No obstante, a mí tales acciones no me parecen dignas de alabanza y los artificios del lenguaje que nos hurtan la verdad me resultan odiosos.
[177] Me atengo pues a la verdad histórica y excluyo estos aspectos de la esfera de los méritos del emperador, al igual que el pueril comportamiento que tuvo con respecto a un jovencito simple e ignorante al que, cuando todavía no llevaba un año manejando la pluma y el tintero, sacó de los bajos fondos y las callejas para instalarlo en el carro del poder de Roma: el emperador estaba tan subyugado por este canalla, que poco faltó para que le confiriese la dignidad imperial[49]. Lo llamaba en efecto ‘dulcísimo joven’ y le puso al frente del senado. Pero éste era una persona completamente inepta para llevar a cabo cualquier acción, aunque todo lo que hiciese o dijese el emperador lo consideraba palabra y obra de Dios. La explicación de la súbita pasión que el emperador sintió por él y de su no menos rápida mudanza, fue la que sigue —pero antes retrocederé un poco en mi relato a los momentos anteriores a su ascenso en el poder—.
[178] Cuando este emperador se hizo con el cetro de Roma, como si atracase en el puerto imperial viniendo desde alta mar, pensó que debía tomarse un respiro y confió a otra persona la administración del poder. Era éste un hombre noble y sumamente erudito; su lengua estaba entrenada y preparada para expresar con vigor cualquier argumento y tenía además un conocimiento exacto de la práctica jurídica. Al unir a la disciplina retórica —que él había asentado sobre bases más amplias haciéndola así más persuasiva— su conocimiento de las leyes cívicas, conseguía, mediante precisas inferencias, establecer estrechos nexos entre las leyes, o lo que es lo mismo, gracias a los procedimientos técnicos de la retórica daba amplitud y variedad al texto de la ley y luego, pues estaba dotado por la Divinidad de una mente esencialmente práctica, examinaba la acción pública con una lógica e ingenio insuperables. Aunque cultivaba con pasión una dicción elegante bajo todas sus formas, se había adaptado al género práctico en la argumentación oratoria, de forma que, mientras su estilo en los discursos retóricos era elegante y preciso por su expresión ática, en la praxis jurídica era sencillo, común y diáfano. Se distinguía este hombre por sus rasgos, su cuerpo espigado y su lengua versátil, que emitía una voz melodiosa y penetrante, sobre todo cuando declamaba desde lo alto de la tribuna los decretos imperiales[50].
[179] A esta excelente persona el emperador le confió el gobierno mientras él recuperaba tranquilamente su aliento apenas desembarcado de un viaje por mar y escupía el salitre de sus desgracias. Los asuntos de Estado, que ya entonces iban bien, cambiaron incluso a mejor y nuestro hombre, discretamente, llegó a ser una figura insigne, aupada a la atalaya más eminente del poder. Pero luego ¿qué sucede? El emperador sintió envidia de él y no podía soportar la deshonra de ver cómo el imperio se transfería a manos de aquél. Quiso así ser dueño absoluto de la administración, pero no para mejorarla, sino para que se llevara a efecto su voluntad. Le parecía que gestionaba el poder como un subalterno, pues aquel hombre poderosísimo le coartaba cada vez que él se disponía a seguir las huellas de sus predecesores en el imperio.
[180] Yo, por mi parte, cuando intuí lo que pasaba a partir de ciertos indicios, fui espontáneamente a anunciar a aquel hombre cuáles eran los ocultos propósitos del emperador. Pero él, como era persona de elevadas miras, no cedió ni un ápice en su rigor, ni le pasó las riendas al emperador. Profería en cambio palabras propias de un filósofo, como que él no podría destruir al emperador deliberadamente, sino que, cuando tuviera que desmontar del carro y la administración recayera sobre éste, no le guardaría rencor por este vuelco radical de su fortuna.
[181] Tan pronto como el emperador se malquistó con él, lo retiró de la administración imperial y, para que nadie interfiriese ya en su voluntad, hizo oídos sordos a toda argumentación. Alguien podría componer una alabanza retórica de esta actitud, diciendo que el emperador, lleno de sabiduría, se bastaba a sí solo para hacer frente a cualquier decisión y no precisaba de la ayuda de nadie. El emperador retiró por lo tanto a este hombre del poder, pero Dios lo colocaría luego en una posición más elevada nombrándolo mistagogo e iniciándolo al mismo tiempo en los misterios de Su Divina Sabiduría[51], tal como más adelante expondrá detalladamente nuestro relato.
[182] Estas decisiones del emperador eran discutibles y valorables en un sentido u otro de acuerdo con las diferentes consideraciones de los hombres. Pero en cuanto a las demás que precisamente me dispongo a contar, no había ninguna entre todas en la que él actuase con mesura, sino que en todo lo que resolvía había tensiones, extremos e ímpetus. Así, si deseaba a alguien, su deseo no tenía medida; y si se malquistaba con otro, dramatizaba con cólera soterrada los males reales que éste le había causado y fingía otros nuevos. Y si amaba, no había nadie que pudiera concebir excesos como los que le provocaba a él este sentimiento.
[183] Cuando la emperatriz Zoe abandonó este mundo en edad avanzada, la añoranza que el emperador sentía por ella permaneció arraigada en el fondo de su corazón, de forma que no sólo entonó trenos por su muerte, no sólo hizo libaciones con sus lágrimas sobre su tumba, o rezó para que la Divinidad le fuera propicia, sino que quiso rendirle honores propios de Dios. Por ejemplo, cuando una columnita recubierta de plata de las que estaban en torno a la tumba de la emperatriz recogió algo de humedad por un costado en el que el noble metal se había resquebrajado y por un proceso natural produjo un pequeño hongo, él desbordaba de entusiasmo y atronaba con sus voces el Palacio, como si el Todopoderoso hubiese realizado un prodigio en la tumba de la emperatriz a fin de que todos supieran que el alma de aquélla se encontraba ya entre las huestes angélicas. Aunque nadie ignoraba lo que realmente había ocurrido, todos alimentaban el fervor del soberano, unos por temor, los otros porque consideraban que aquella farsa les permitiría medrar.
[184] Éste fue el reconocimiento que dio a la emperatriz. Pero en cuanto a su propia hermana Helena, poco faltó para que no llegase ni a reconocer su muerte cuando se produjo. Ni siquiera cuando alguien le mencionaba el tránsito conseguía suscitar su compasión. Si la otra hermana, aquella de la que se hizo mención en un pasaje anterior de mi relato, hubiese partido de esta vida antes que él, habría tenido el mismo comportamiento respecto a ella.
[185] Mi relato, en la denuncia de los excesos del emperador, llega ahora al capítulo principal, me refiero al templo que él fundó en honor del mártir Jorge, que él destruyó e hizo desaparecer por entero para reedificarlo luego finalmente sobre sus ruinas[52]. No fue desde luego un impulso espiritual, sobre el que yo no tendría que decir nada, el que le impulsó a comenzar el proyecto. Al principio parecía que el templo no iba a ser de grandes dimensiones, pues los cimientos que se habían cavado eran de un tamaño razonable y todo lo demás estaba en proporción a ellos. La altura a la que se elevaba ni siquiera era muy grande. Pero luego, transcurrido un cierto tiempo, le empezó a consumir el deseo de rivalizar con todas las construcciones que se habían hecho hasta entonces y de intentar superarlas ampliamente. Un recinto más amplio circundó entonces el área consagrada, de forma que hubo que elevar algunos fundamentos del edificio para luego cubrirlos de tierra, mientras que otros, por el contrario, tuvieron que ser excavados aún más profundamente. Sobre éstos se colocaron columnas, más grandes y de formas más variadas, todo ello hecho con una gran pericia. El oro recubrió el techo, mármoles de verde brillante cubrían el pavimento o se encajaban en las paredes como flores que brotaran unas junto a otras, idénticas de color o alternando por contrastes de tono… Y el oro del tesoro público, como si manara de copiosas fuentes, seguía fluyendo en fragorosa corriente.
[186] Pero cuando el templo estaba apenas concluido, de nuevo cambiaron y se alteraron todos los planes, se deshizo el acabado engaste de las piedras, se derruyeron muros y todo quedó a ras de suelo. La razón era que en la lucha que aquel templo sostenía con los demás, no había alcanzado un triunfo completo, sino logrado un segundo puesto, derrotado por uno solo de entre todos[53]. De nuevo se erigieron otros muros, se trazó, por así decirlo, con más pericia un círculo exacto que tenía por centro al templo edificado por tercera vez y todo resultó esplendente, etéreo. El templo, como si fuera la bóveda celeste, estaba sembrado por todas partes de astros de oro, o mejor dicho, mientras que el cuerpo del éter aparece dorado sólo a intervalos, en aquel templo el oro, como si fluyera en copiosa corriente desde un centro, inundaba toda la superficie sin dejar espacios libres. Alrededor había construcciones porticadas, bien por sus dos lados o en todo su perímetro. Toda aquella extensión, que se podía recorrer a caballo, no podía abarcarse a simple vista, sino que los confines no se apreciaban y lo que se veía después superaba a lo antes visto. A esto se sumaban aún praderas llenas de flores que se extendían, bien en torno al complejo, bien incluso dentro de él, así como canales de agua y albercas rebosantes alimentadas por ellos. Y de los árboles, unos se elevaban a lo alto, otros extendían sus ramas hacia el suelo. Finalmente, el placer indescriptible de los baños. Si alguien hubiera querido censurar aquellas dimensiones colosales, enseguida se habría reprimido, deslumbrado por su belleza, que abarcaba todas las secciones de aquel complejo, y habría incluso deseado que las dimensiones de aquella construcción fuesen aún mayores para que su encanto se transmitiese a las áreas que aún carecían de él. Y en cuanto a aquellos vergeles de su interior, nadie habría podido abarcarlos todos fácilmente ni con la mirada ni con el pensamiento.
[187] No sólo el conjunto era extraordinariamente bello por estar integrado por bellísimas secciones, sino que cada una de ellas por sí misma atraía igualmente al espectador, que ante el despliegue excepcional de atractivos no podía saciarse nunca de disfrutarlos. Cada detalle arrastraba tras de sí la mirada y, lo que es más prodigioso, cuando contemplabas lo que creías más bello de todo, entonces un elemento insignificante se te aparecía de repente y atraía tu atención y no podías juzgar qué era lo más sobresaliente, qué iba después y qué ocupaba el tercer lugar, pues cuando las partes están tan integradas, hasta el elemento menos bello de todos es capaz de producir un placer completo. Cada cosa suscitaba entre los visitantes la más extraordinaria admiración: las magnitudes del templo, la belleza de las proporciones, la correspondencia entre las partes, la mezcla y la fusión de los encantos, el flujo de las aguas, el recinto que lo rodeaba, las praderas floridas, las flores cubiertas de rocío y regadas constantemente, las sombras de los árboles, el placer de los baños y, como si se tratase de una órbita perfecta, todos creían que no existía nada fuera del recinto que estaban viendo.
[188] No obstante, el emperador consideraba todo aquello simple preludio de lo por venir, pues se disponía a concebir otros prodigios tras los ya realizados, tan elevados eran sus pensamientos. En efecto, lo que ya estaba hecho, como quiera que hubiese sido realizado y cualquiera que fuese la belleza que irradiase, era enseguida despreciado por él y olvidado, mientras que lo que pretendía hacer para añadirlo a lo anterior, esto le hacía consumirse de impaciencia y lo cautivaba por simple amor a lo desconocido.
[189] Era una persona algo particular en sus opiniones, no demasiado constante, que deseaba que su reinado adquiriese más renombre que ningún otro. Y en verdad que no fracasó del todo en su propósito, pues había desplazado mucho hacia el Oriente los límites de nuestra supremacía, apropiándose de una parte no pequeña de la tierra de Armenia, expulsando de allí a algunos príncipes e incorporándola a la esfera de los países vasallos[54]. Pero por otra parte, en sus embajadas a otros pueblos, cuando habría sido preciso que les interpelara haciendo valer su posición de superioridad, cortejaba en cambio su amistad enviándoles misivas más condescendientes de lo que habría sido preciso.
[190] Así, al príncipe de Egipto[55], como si fuera a propósito, le concedía siempre más de lo debido, de forma que éste disfrutaba de su permisividad y, como si se tratara de un púgil que ha caído fuera del círculo de combate, no le ofrecía volver a la posición anterior, sino que le aplicaba cada vez presas más violentas. En muchas ocasiones él me confiaba asuntos confidenciales con aquel príncipe y me encomendaba la correspondencia con él, puesto que sabía que yo era un patriota y fiel a los romanos. Me daba entonces algunas indicaciones de cómo yo podría rebajar deliberadamente con expresiones humildes la importancia de mi señor y reconocer en cambio a aquél una posición más elevada de la que tenía. Pero yo, como si no me diera cuenta, mediante circunloquios, hacía justo lo contrario, transmitiendo una imagen del emperador bien distinta de la que él me pedía y tendiendo al mismo tiempo algunas trampas al otro para humillarlo secretamente con sutilezas lógicas. Por ello, puesto que el emperador consideró mi estilo algo oscuro, él mismo decidió dictar las cartas dirigidas al egipcio.
[191] Lo que dice Hipócrates de Cos que sucede a propósito de los estados de los cuerpos, que una vez que crecen hasta alcanzar un límite, puesto que no pueden permanecer fijos a causa del movimiento continuo en que se hallan, recaen entonces en el extremo contrario, es lo mismo que lo que el emperador, no digo ya padecía él mismo, sino que hacía a sus amigos, pues los ascendía poco a poco para de repente dejarlos caer bruscamente y tratarlos al revés que antes, aunque de nuevo a veces, como en los juegos de dados, a algunos de ellos les volvía a conferir los cargos anteriores. Esta cuestión que acabo de enunciar se convertirá precisamente en causa y fundamento de mi conversión a la vida contemplativa. La mayoría de la gente estaba sorprendida de que yo abandonase de repente una posición de prestigio, que había ido labrándome progresivamente, para consagrarme a una vida de santidad justamente cuando había conseguido superar las envidias de la corte. A actuar así me indujo tanto un deseo innato que inundaba mi alma desde mi más tierna edad, como el repentino vuelco que dieron los acontecimientos. Sentí temor por lo tanto ante la volubilidad del emperador, ya que veía que, como si de una guerra se tratase, arrastraba tras de sí una víctima tras otra. Pero para que vosotros podáis seguir paso a paso toda la trama de mi historia, voy a dar comienzo por el principio a la narración de este relato.
[192] Había tenido entonces ocasión de trabar amistad con muchas personas, pero fueron sobre todo dos hombres, que procedían de otras regiones y se quedaron a vivir en la augusta Roma[56], los que me cautivaron y me guardaron en lo más profundo de sus corazones. La razón de esta afinidad fue la afinidad misma de nuestros estudios. Pero ellos dos eran mayores y yo mucho más joven que ambos. Y si no fuese porque alguien podría acusarme de faltar a la verdad, diría que mientras aquéllos amaban la filosofía, yo en cambio era un filósofo completo. Cuando trabaron relación conmigo, cada uno me descubrió las capacidades que tenía y yo no contribuí tampoco menos a las de ellos, de forma que establecimos una relación de mutua dependencia. Pero como mi elocuencia había madurado antes y en mi desarrollo intelectual, por así decirlo, les llevaba igual ventaja, por ello ingresé en Palacio antes que ellos. No obstante, como no podía soportar bajo ningún concepto la idea de que se me separase de ellos, introduje a ambos ante el emperador, a uno enseguida, a otro poco después, pues no quiso que se le condujera enseguida a su presencia.
[193] Cuando estábamos los tres junto al trono imperial y disfrutábamos hasta la saciedad de eso que suele llamarse fortuna, éramos conscientes, como era lógico, de la situación y no nos mostrábamos muy confiados de todo aquel brillo y apariencia exterior. Sin embargo, cada uno de nosotros vacilaba a la hora de decir lo que realmente quería, o bien lo encerraba en su pecho para administrarlo a la espera de que llegase la oportunidad para expresarse. El primer responsable de nuestra caída fue el emperador, pues él mismo puso en movimiento la rueda del poder con todos los que habían montado sobre ella, abatiendo y derribando a la mayoría de ellos. Y puesto que también nosotros habíamos entrado en el círculo, fuimos presa de un gran temor al pensar que si sacudía con más violencia aquel aro, también a nosotros nos haría caer de allí, pues no nos habíamos asido muy fuertemente a sus llantas.
[194] Ésta fue la premisa del vuelco común que dieron nuestras vidas y éste fue el suceso que nos condujo a la vida contemplativa. Un día, pues, cuando nos encontrábamos reunidos, cada uno de nosotros, como si obedeciera a una señal, reveló a los otros su secreta intención y, después de establecer una especie de pacto sobre estas cuestiones y cerrar un acuerdo irrescindible, aplazamos, como lo exigían las circunstancias, llevar a cabo todos a la vez, de manera brusca e inmediata, el cambio de hábito, pero nos comprometimos con solemnes juramentos a que cada uno de nosotros seguiría en turno la senda del que diera el primer paso.
[195] Aquel al que la fortuna había elevado más alto fue el primero entre nosotros que partió para tomar el camino que lleva a Dios[57]. Actuó como solía. Así, después de dar sólido fundamento a su decisión de consagrar su voluntad a Dios, simula una enfermedad de su cuerpo para justificar su cambio de hábito. Luego, con la respiración entrecortada, revela poco a poco la enfermedad al emperador y pide permiso para cambiar de hábito. Éste, aunque enfadado por esta decisión, consintió a la mudanza, pero estaba muy afectado porque iba a verse privado en breve de un hombre de aquella clase.
[196] A mí aquel hecho no me dejaba ni dormir ni respirar siquiera, pero tampoco podía esperar indefinidamente a que llegase el momento oportuno. Cuando me encontré con él, vertí verdaderos torrentes de lágrimas y le afirmé mi esperanza de seguirle lo más pronto posible. Él, por su parte, se justificó de nuevo con aquel otro pretexto, el de que apenas asumido el hábito monástico alcanzaría la curación de manos de Dios, y, sin dilatarse nada, partió enseguida al divino monte Olimpo[58].
[197] Yo tomé la mudanza de aquél como ejemplo para imitar y no tardé en simular un mal de hígado y una grave insuficiencia cardíaca. Fingía que mis facultades estaban alteradas y discutía como ante individuos responsables de la cura de almas, pero con la voz ahogada y haciendo con los dedos el gesto de cortarme los cabellos. Pronto empezaron a llegar al soberano con una cierta frecuencia noticias que le hablaban de mi próxima partida de este mundo: yo estaba agonizante y mi alma, ahogada por el dolor de mi desgracia, cuando yo recuperaba el juicio, ardía en deseos de una vida contemplativa y superior. El emperador, ante el anuncio de mi enfermedad, se quedó más abatido de lo que realmente merecía mi representación. Al principio se lamentaba y suspiraba profundamente porque mi vida estaba en peligro, pues la perspectiva de verse privado de mí lo desasosegaba profundamente, ya que —y no tengo motivos para no decir la verdad— sentía una verdadera pasión por mi conversación. Es más, si se me permite enorgullecerme un poco de mis aptitudes naturales, cumplí para él todo tipo de funciones, pues aunque yo procuraba vivir como un filósofo, me adapté a su voluntad haciendo uso de la retórica. Él se hastiaba en efecto enseguida de sus propios impulsos y buscaba cambios. Descendía así, según se suele decir, de la nota más grave a la más aguda e incluso pretendía combinar ambas. Por este motivo yo a veces le hablaba de filosofía, razonando acerca de la Causa Primera y el Bien Universal, o sobre la Virtud y el Alma, y le mostraba qué parte de ésta es visible en el cuerpo y qué otra parte, a la manera de un corcho que flota en la superficie, apenas está en contacto con el sedal que la ata, o como una cometa que se eleva en lo alto con ala ligera, obedece a su solo impulso y no está retenida por el hilo.
Pero cuando lo veía fatigarse con estos discursos y proclive a otros más amenos, yo cogía entonces en mis manos la lira de la retórica, lo seducía con los acordes de mis palabras y lo conducía con sus regulares cadencias a una imagen diferente de la virtud: a la de las virtudes de la composición y de las figuras, que determinan la eficacia de la retórica, ya que la belleza de ésta no se construye sólo mediante mentiras persuasivas y la ambigüedad de los argumentos, sino que debe atenerse a una Musa rigurosa, de forma que sea filosófica por sus conceptos a la vez que la elegancia brota de sus palabras, atrayendo así al auditorio por ambos motivos. La retórica articula los pensamientos, sin confundirlos ni encabalgarlos, sino repartiéndolos y distinguiéndolos, como si los guiara delicadamente. Su eficacia reside no en la confusión o en la oscuridad, sino en la justa adecuación a las circunstancias y a las realidades y ello aunque alguien hable sencillamente y no utilice periodos ni discursos de largo aliento. Mostrándole todas estas cosas, yo despertaba en él la pasión por la retórica. Pero desde el momento en que me daba cuenta de que también ante esto él mostraba su incomodidad, cambiaba de nuevo de tema, fingiendo que había perdido la memoria de todo lo que sabía y que poco faltaba para que me ocurriera lo de Hermógenes, que se apagase el fuego que ardía en mí por su excesiva intensidad[59].
[198] El emperador recordaba puntualmente todo esto y no quería permitir de ningún modo que me dedicara a la vida contemplativa y cambiara el hábito de vida. Al principio intentó disuadirme de mi propósito enviándome cartas y recurriendo a la intercesión de personas eminentes. Prometía que me libraría enseguida de mi enfermedad y que me recompensaría con una dignidad aún mayor. En cuanto a las cartas, todavía hoy no puedo leerlas sin derramar lágrimas. Allí me llamaba «ojos míos», «bálsamo de mi alma», «mis entretelas», «mi luz», «mi vida» y me suplicaba que no lo dejara ciego de mi presencia. Ante todo aquello yo permanecía sordo, pues el que me había precedido a la hora de adoptar la vida contemplativa me atraía más hacia él. Pero cuando el emperador desesperó de poder convencerme con dulzura, entonces dejó la piel de la zorra para vestir la del león y, alzando sobre mí su maza, juró que me haría quemar junto con los que me aconsejaban la mudanza y que no sólo yo, sino toda mi familia, sufriría toda clase de desgracias.
[199] Pero yo, acogiendo sus amenazas como el anuncio de una vida mejor, atraqué en el Puerto de la Iglesia y después de descubrir mi cabeza, corté los lazos con la vida sensible. Cuando el emperador se enteró de mi tonsura, no se mostró resentido por mi acción, sino que se avino enseguida a la situación en sus nuevas cartas, en las que me saludaba por haber abrazado la vida espiritual, me daba fuerzas para soportar la mudanza y, al tiempo que censuraba el hábito ilustre y esplendente de la corte, alababa el sayo y me coronaba con la diadema de la victoria por haber actuado venciendo toda persuasión.
[200] Pero, basta ya de hablar de mí. No era mi intención imponer mi presencia en esta historia, sino que han sido las digresiones de mi narración las que me han obligado a hacerlo. Lo que me ha empujado a tratar ahora este asunto fueron los repentinos cambios de opinión del soberano, pues fue el temor que nos causaban el que nos hizo dejar la vida mundana por la contemplativa, la vida confusa y desordenada, por la sosegada.
[201] Cuando el emperador se vio privado del consuelo que le proporcionábamos y la cítara de la elocuencia no pudo ya seducirle, se refugió de nuevo en los placeres materiales. Entonces, en medio de un vergel exuberante de frutos de todas clases, excava una profunda piscina, cuyos bordes deja al nivel mismo del suelo en todo su perímetro y hace que viertan en ella corrientes de agua. Si alguien que no estaba advertido previamente de que el vergel había sido excavado en su mitad, avanzaba entonces por él descuidadamente para coger una manzana o una pera, y caía entonces en el agua hundiéndose en el fondo para luego salir a la superficie de nuevo y ponerse a nadar, aquel suceso constituía el pasatiempo del emperador. Pero para que aquel asunto de la piscina no sólo sirviese para hacer bromas, construyó un pabellón de recreo que aisló adecuadamente el recinto inferior. Como nadaba muchas veces al día en el agua caliente, al entrar y salir con frecuencia de la piscina, un golpe de aire le dio en el costado sin que lo advirtiera. Al principio no le afectó demasiado aquella punzada, pero después el veneno, esparciéndose por sus entrañas, acabó por extenderse por la membrana de la pleura.
[202] Cuando renunció ya a luchar por su vida —pues estaba postrado como una víctima recién sacrificada y agonizante—, no pensó en la emperatriz Teodora para ocupar el poder, sino que ocultó a aquélla sus intenciones y buscó en secreto un candidato al trono. Pero puesto que no era posible que esta maniobra pasase inadvertida, Teodora tiene noticias de sus intenciones. Ella monta enseguida en un barco imperial con las personas más destacadas de su entorno. Como si emergiera de entre las olas, llega al recinto de Palacio. Una vez allí, se gana el apoyo de toda la guardia. La púrpura con la que había sido envuelta de niña, la dulzura de su carácter y los sufrimientos de su vida anterior, lo pudieron todo con todos. Al enterarse de lo sucedido, el emperador se queja amargamente. Le aumentan los dolores. Pero como no era posible ni curar su enfermedad ni tomar una decisión verdaderamente razonable, se hunde enseguida en sus propias cavilaciones. Cierra los ojos. Se le turba entonces el juicio y emite palabras confusas. Después, recuperando por un instante la conciencia, comprende a qué extremo había llegado su mal. Apesadumbrado, encomienda entonces su alma a Dios.
[203] El emperador Constantino Monómaco permaneció en el trono doce años y dejó así esta vida[60], después de haber cosechado una gran gloria por sus acciones de gobierno y dejado con su comportamiento un ejemplo no menos importante para los que quieren vivir excelsamente, pues si se prescinde de sus súbitos cambios de humor, en lo demás resultó ser el más humano de todos los hombres. De ahí que su historia parezca en cierto modo estar llena de contradicciones, puesto que ha compartido sus transformaciones y vaivenes. Pero es una historia hecha de verdad, no de retórica, y por ello ha acabado por asimilarse al emperador, por compartir en cierto modo sus sentimientos.