[VI.1] El imperio recae pues sobre las dos hermanas. Entonces, por primera vez en nuestro tiempo, se vio al gineceo convertido en consistorio imperial y a las masas civiles y militares marchar juntas en armonía bajo el mando de unas soberanas y obedecerlas a ellas más que si en el trono se sentase un severo emperador que las gobernase con energía. No sé si otra dinastía como la de aquéllas ha sido tan querida por Dios y me asombro al pensar que, a pesar de que sus raíces fueron plantadas y prendieron no en el respeto a la ley, sino gracias a sangrientos crímenes, aquello que se plantó pudiera florecer de tal modo y generar tantos brotes, cada uno de ellos además portador de un fruto imperial, de forma que ningún otro vástago puede compararse con éstos, ni en belleza ni en grandeza. Pero sea dicho esto a modo de digresión intercalada en mi composición[1].
[2] Las dos hermanas prefirieron reinar solas por el momento y ni gobernaron el imperio mediante nuevos ministros, ni intentaron cambiar de repente el estado de las cosas. Tan sólo depusieron a los que pertenecían a la familia del usurpador y siguieron recurriendo para los cargos públicos a los servicios de los demás, personas todas ellas muy fieles y que mantenían su predisposición hacia ellas desde el tiempo de sus padres. Estos funcionarios, temiendo que en el futuro recayera sobre ellos alguna acusación, bien por subvertir el orden, bien por tomar decisiones sin fundamento o bien por actuar sin sanción legal, eran escrupulosos en todos los asuntos civiles y militares y, en la medida de lo posible, eran equitativos con cada uno de ambos partidos[2].
[3] Se siguió usando para las dos hermanas el mismo ceremonial que se solía utilizar para los emperadores precedentes. Ambas se sentaban sobre la tribuna imperial en la misma línea, que apenas retrocedía un poco a la altura de Teodora. Junto a ellas estaban los lictores, los espadarios y el cuerpo de bárbaros que blande el hacha con el brazo derecho[3]. Más retirados se hallaban los grandes favoritos y los que se hacían cargo de la administración. Más allá de éstos, otra guardia armada, de rango inferior a la que era más fiel al trono, las ceñía como una corona y en ella todos posaban reverentemente su mirada en tierra. Detrás de ellos, los miembros del Senado y los altos dignatarios. A continuación, aquellos a los que les correspondía un segundo y un tercer rango, todos dispuestos en filas distribuidas a intervalos iguales. Este orden se mantenía en todos los demás actos, ya se tratase de resoluciones judiciales, reclamaciones fiscales y contribuciones extraordinarias, como de audiencias de embajadores, debates, acuerdos y todas las demás funciones que suele llevar a cabo la administración del Estado. Aunque la mayoría de las intervenciones procedían de los que gestionaban el poder, si era preciso las emperatrices impartían en algunas ocasiones ellas mismas órdenes o respondían con voz tranquila, bien porque personas competentes las aleccionaran y les dieran consejo, bien incluso porque ellas se sirvieran de su propio criterio.
[4] Para enseñar un poco cuál era el carácter de las dos emperatrices a quienes no las hayan conocido, diré que la que era mayor en edad, Zoe, era la más ágil a la hora de concebir, pero más lenta a la de expresarse, mientras que para Teodora ambas cualidades se hallaban precisamente invertidas, pues su ánimo no adoptaba con rapidez una resolución, pero tan pronto como se lanzaba a hablar daba muestras de su locuacidad con una voz autorizada y desenvuelta. Mientras Zoe era impetuosa en todo lo que decidía y su mano estaba dispuesta a actuar con la misma vehemencia en ambas direcciones, es decir, tanto para dar la vida como para quitarla —en este aspecto era semejante a las olas del mar que alzan la nave a lo alto y luego la sumergen de nuevo—, Teodora no tenía este carácter, sino que era de ánimo apacible y, por decirlo así, obtuso en los dos extremos. La una era de mano pródiga y capaz de gastar en un solo día todo un mar rebosante de polvo de oro; la otra sacaba cuenta de cada moneda que daba, en parte porque no disponía de fuentes de ingresos ilimitadas de las que echar mano, en parte porque en este respecto había heredado una forma de ser más dada al control de sus actos.
[5] Y para no ocultar nada en mi exposición —pues no intento aquí hacer un encomio de nadie sino componer una historia rigurosa—, ninguna de las dos tenía por sí misma capacidad para gobernar, porque no sabían ni gestionar la administración ni seguir un criterio firme en los asuntos de Estado, y por lo general mezclaban las frivolidades del gineceo con los graves problemas del imperio. Y la misma cualidad de la hermana mayor que hoy todavía es alabada por muchos, concretamente el hecho de que fue capaz de hacer generosos donativos a muchas personas y durante muchos años, aunque para los que recibieron sus beneficios se convirtió en motivo de alabanza, resultó ser la única y primera causa que provocó la quiebra de todo el Estado y hundió en los abismos el destino de Roma. Ciertamente la virtud más característica de los emperadores es la munificencia, pero este acto resulta digno de ser emulado sólo si se realiza con juicio y lo acompañan oportunidad y fortuna así como un sentido de las diferencias existentes entre las personas, pues si no se consideran estos aspectos, el desembolso se convierte en un derroche sin sentido.
[6] Pero si las hermanas tenían un carácter tan divergente, mayor aún era la diferencia de su aspecto. La que por sus años era la mayor resultaba tener una constitución más entrada en carnes y una estatura no muy elevada. Por debajo de unas severas cejas se abría la amplia hendidura de su ojo y su nariz descendía con una ligera curvatura, sin llegar a ser muy marcada. Tenía los cabellos rubios y su cuerpo era de un blanco resplandeciente. El transcurso de los años había dejado en ella muy pocas huellas visibles. Si alguien hubiese observado la armonía de sus miembros sin saber a quién estaba viendo, la habría juzgado enseguida una joven en flor. Ningún miembro de su cuerpo presentaba arrugas y toda su piel era tersa y lisa, sin que tuviera ningún pliegue suelto. En cambio Teodora resultó ser de una gran estatura y tener un cuerpo enjuto. Su cabeza no llegaba a tener el tamaño adecuado y resultaba asimétrica con el resto del cuerpo. En cuanto a su lengua, tal como dije, era muy desenvuelta y lo era también en sus movimientos. Su mirada no era penetrante, sino agradable, y siempre estaba dispuesta a la risa y a hablar de cualquier cosa.
[7] Éstos eran los rasgos del carácter y la apariencia de ambas. Parecía que la dignidad imperial había adquirido entonces mayor prestigio y crecido en consideración simplemente porque la mayoría de las gentes de la corte, tal como sucede en los papeles del teatro, se había transformado de repente por vestir suntuosos ropajes y porque el monto de los donativos llegó a alcanzar niveles nunca vistos antes, ya que, sobre todo la emperatriz Zoe, no sólo abrió las fuentes de los tesoros imperiales, sino que derramó hasta la última gota de dinero que en ellos se ocultaba. Esto no eran donativos, sino pillaje y rapiña. Todo esto, estas excesivas solemnidades, fueron precisamente el principio del receso y hundimiento del Estado. Pero por el momento eso era como una profecía, algo que presentían sólo las personas más sensatas.
[8] En cualquier caso, era evidente que las recompensas destinadas a los soldados y los ingresos de la intendencia militar eran desviados sin ningún motivo y destinados a otras personas, concretamente a una muchedumbre de aduladores y al que entonces era el séquito de las emperatrices, como si el emperador Basilio hubiera llenado de dinero los tesoros imperiales para beneficiar a estas personas.
[9] A muchos les parece que sólo ahora por vez primera los pueblos que nos rodean se han expandido de repente por el interior de las fronteras de los romanos y han irrumpido con violencia inopinadamente en nuestra casa. Yo por el contrario pienso que una casa se viene abajo justamente cuando se rompen los vínculos que la mantenían unida. Aunque la mayoría no se dio cuenta entonces de dónde comenzó nuestra desgracia, es sin embargo claro que ésta creció y se desarrolló a partir de aquella primera premisa y que las nubes que entonces se formaron prepararon la gran tormenta que ahora se ha desencadenado. No obstante, todavía no es el momento de hablar sobre esto [4].
[10] En lo que sigue se hará una narración más ajustada a los hechos y más ordenada. Los asuntos de Estado requerían con urgencia una administración vigorosa e inteligente y el mando de un hombre de pulso firme y con experiencia de gobierno, que estuviese atento no solamente al presente, sino a lo que hubiera podido hacerse irreflexivamente en el pasado y a las consecuencias que de ello se derivarían, así como capaz de anticiparse al futuro y poner al imperio al abrigo de cualquier invasión o incursión. Sin embargo el ansia de poder o incluso su ausencia, la aparente libertad reinante, el no estar sometido a cálculo alguno y el deseo de obtener siempre más, convirtieron en un gineceo las estancias del emperador.
[11] No obstante, el parecer de las gentes no estaba todavía demasiado formado, pues no dejaban de escucharse, una tras otra, diferentes opiniones, unas coincidentes, otras discrepantes. Unos consideraban que el poder le correspondía a Teodora por haber sido la responsable de haber salvado al pueblo y no haber tenido trato con varón, mientras que a otros la otra de las hermanas les parecía más adecuada para asumir el poder, porque ya había estado previamente en posesión de la majestad imperial y daba muestras de una incomparable prodigalidad. Puesto que las opiniones de las gentes estaban divididas de este modo, la hermana mayor se adelantó a sus pensamientos y se atribuyó sin demora todo el poder. Luego se puso a considerar y juzgar quién era el más distinguido por su linaje o el más señalado por su condición, ya procediese de los escaños senatoriales, ya de las filas del ejército.
[12] Entre otras personas un hombre destacaba en aquel entonces por su belleza incomparable. Su lugar natal era Dalasa, una villa muy señalada, y su nombre Constantino[5]. La naturaleza lo había preparado en cierto modo para asumir la carga del poder, pues cuando todavía no había cumplido diez años, el rumor público lo ensalzaba y le predecía un glorioso destino. Los sucesivos emperadores habían temido por lo tanto a este hombre y todos le habían cerrado el acceso al Palacio imperial. Miguel el Paflagonio lo mantuvo incluso en prisión, no tanto porque lo temiera a él, cuanto a las simpatías del pueblo hacia él, pues la Ciudad se ponía toda en pie cuando veía pasar a aquel hombre y se agitaba como si fuera a realizar enseguida algo en su nombre. Pero el emperador lo custodiaba en una prisión y cuando después de él reinó su sobrino, nada más sentarse éste sobre el trono imperial, extinguió en él toda aspiración de obtener el imperio, pues le cambió el hábito y lo enclaustró con los que visten de negro, no porque en su benevolencia quisiera aproximarlo a Dios, sino porque con maligno propósito quería apartarlo de su supuesto objetivo. Sin embargo, cuando éste se había conformado ya con su suerte, las circunstancias lo convocaron a asumir el poder. Tenía cerca un modelo de semejante cambio de hábito, pues la emperatriz, después de haber padecido primero el estado monástico[6], había alcanzado luego la púrpura. Fue conducido a presencia de ésta después de haber sido convocado con un pretexto. Pero dado que Constantino se expresó de manera demasiado cortante y, en lo tocante al imperio, defendió ideas demasiado elevadas sin renunciar a ninguno de sus nobles propósitos, a todos les pareció un hombre difícil y de carácter rudo, por lo que suscitó recelos y frustró las expectativas creadas.
[13] Así que los votos recayeron de nuevo en otro candidato. El hombre no era ahora de condición muy distinguida, pero por su deslumbrante aspecto parecía un alto dignatario. Cuando había servido como secretario al emperador Romano, no sólo fue considerado por éste como capacitado para el cargo, sino que también la emperatriz lo encontró muy atractivo, lo que precisamente dio pie a la acusación de que se había reunido con él a espaldas de su marido. Desde luego Romano, que no era una persona demasiado celosa, permaneció sordo a tales rumores, pero Miguel lo retiró de Palacio y lo alejó de la Ciudad con el pretexto de un cargo honorífico. Sin embargo, la emperatriz sentía una clara inclinación hacia él, de forma que, una vez convocado a Palacio, él pudo frecuentarla adaptando su carácter a los gustos de aquélla. Pero cuando más o menos todos se habían decidido por él, una enfermedad repentina le arrebató la vida y con ella se llevó todas sus esperanzas[7].
[14] Quien realmente iba a adueñarse del cetro era Constantino, hijo de Teodosio, último vástago en línea directa del antiguo linaje de los Monómacos. Sobre él mi narración fluirá abundante cuando desemboquemos en el ancho mar de su reinado. En efecto, reinó más tiempo que los emperadores posteriores a Basilio y tomó también muchas más decisiones que los demás, unas mejores que las de aquéllos, otras —¿y por qué no tendría yo que decir la verdad?— mucho peores. Yo, que, apenas fue nombrado emperador, me encargué de servirle en todo, que fui colocado en la posición más eminente, que fui encargado de los asuntos de más relevancia, de forma que no ignoro nada, ni de cuanto él llevó a cabo abiertamente, ni de cuanto hizo en secreto, es lógico que le dedique a él más espacio que a los relatos de los demás emperadores.
[15] Pero no es todavía momento de hablar de estas cosas. Es preciso decir cómo, por qué causas y con qué medios Constantino se convirtió en emperador. Este hombre estaba situado por su linaje en la cúspide del imperio, se jactaba de tener una enorme fortuna y destacaba por su belleza, de forma que las familias más sobresalientes se lo disputaban como partido. Al principio se emparentó con el personaje más notable de entonces, pero cuando perdió a su mujer por una enfermedad, enseguida le cazaron para un segundo compromiso. En efecto, el emperador Romano, que entonces todavía vivía como un ciudadano privado, pero que por su cargo y las altas expectativas que suscitaba, era persona que destacaba por encima de todos, se sintió cautivado por este hombre debido tanto a su radiante juventud como al esplendor de su linaje y decidió injertar este bello vástago de nueva alcurnia en el hermoso y fecundo olivo de su familia. Se trataba de la hija de su hermana Pulquería, la cual había estado antaño casada con Basilio Esclero —al que el destino privaría más tarde de la vista—, y dado a luz a una única hija[8]. Cuando Constantino se unió a ésta, su linaje destacó por encima de los demás, aunque siguió sin alcanzar cargos sobresalientes en el Estado, pues las personas del entorno del emperador Basilio estaban furiosas contra él por causa del odio que sentían hacia el padre, ya que éste, encarcelado por participar en un intento de usurpación, dejó a su hijo como herencia el odio de los emperadores[9]. Por ello ni el emperador Basilio ni su hermano Constantino lo promovieron a cargos públicos, sino que lo detestaban y, aunque no le causaron daño alguno, no lo consideraron digno de un destino mejor.
[16] Cuando Romano se hizo emperador, tampoco él proporcionó a Constantino ningún privilegio especial —tan errados eran siempre sus juicios—, pero al menos lo tuvo en la corte imperial, donde, aunque no fuera por otra cosa, destacaba por su parentesco con Romano. Puesto que su rostro despedía una fragancia de juventud —en nuestra época se le llamaba «fruto de primavera»— y dado que su conversación estaba llena de encanto y era un conversador sin parangón, la emperatriz estaba cautivada por él y quería a menudo tener relaciones con él. Él se multiplicaba para satisfacerla y, empleando hábilmente los recursos que sabía más le agradaban a ella, consiguió ganársela totalmente. Gracias a ello disfrutó de los favores imperiales que ella le prodigaba. Pero muchas personas a las que precisamente no les gustaban demasiado las ocasionales entrevistas secretas entre ambos lanzaron contra ellos algunos dardos de maledicencia.
[17] De ahí que pareciera un candidato probable para ocupar el poder y que Miguel, que había ascendido al poder después de Romano, sospechara de él. Luego, siendo ya emperador, no remitió la envidia que sentía hacia él, sino que, aunque al principio lo trató con benevolencia, posteriormente, después de preparar ciertas acusaciones contra él y amañar algunos falsos testimonios, lo expulsó de la Ciudad y lo condenó a estar confinado en un territorio. La isla de Mitilene constituía esta frontera y en ella sobrellevó una desgracia que duró siete años, hasta que vio cumplirse el término del reinado de Miguel. Sin embargo, también el segundo Miguel heredó el odio que sentía hacia él.
[18] Cuando el poder recayó luego sobre la noble emperatriz, ésta al principio, tal como tengo ya dicho, temiendo que la situación se precipitase, buscó, no ya cerca, sino en el entorno inmediato, un marido que reforzara su posición. Puesto que el primero había caído en desgracia por un golpe de fortuna[10] el segundo fue despreciado por la oscuridad de su linaje[11], de un tercero se sospechó que podría resultar peligroso, y así cada uno por un motivo diferente fueron siendo descartados, la emperatriz, perdida ya la esperanza en todos ellos, fija de nuevo sus pensamientos en Constantino. Revela sus intenciones en conversaciones con su séquito y su servidumbre y cuando vio que todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, votarían por el ascenso de Constantino al poder, anuncia entonces también su decisión al senado. Y puesto que esta decisión les pareció a los senadores inspirada por Dios, se hizo volver a Constantino de su destierro.
[19] Volvió desde allí todavía sin fastos, pero cuando se acercaba a la Ciudad se dispuso para él una suntuosa acogida. Se levantó para él una tienda imperial e imperial fue también la guardia que se dispuso en torno suyo. Ante las puertas de Palacio lo esperaba además un brillante y grandioso escenario: hombres de toda edad y condición, que corrían hacia él empujándose unos a otros y lo aclamaban con gritos de júbilo. Parecía que la Ciudad celebraba un festejo popular, o mejor, que junto a la primera ciudad del imperio, la ciudad imperial, se hubiera improvisado también una segunda ciudad, pues una multitud de ciudadanos se puso en movimiento hasta las murallas y se formaron ferias y mercados. Cuando todo quedó dispuesto y los preparativos del ingreso fueron concluidos como era preciso, se le comunicó entonces la señal de entrada y él penetró en el Sagrado Palacio en medio de un espléndido cortejo.
[20] Puesto que era preciso aplicar las leyes comunes del matrimonio, el patriarca Alejo actuó con prudencia y, aunque cedió a las circunstancias, vale decir, a la voluntad de Dios, no impuso con su mano la corona a los dos esposos, aunque los abrazó una vez casados y coronados. Esta actitud no sé si es propia de un sacerdote o de un cortesano adulador que actúa según las circunstancias[12].