LIBRO V

ACERCA DE LA PROCLAMACIÓN DE MIGUEL

[V.1] Después de él reina su sobrino, sobre el que ya se dieron muchos detalles en el libro precedente. Cuando los hermanos del emperador se dieron cuenta de que éste iba a cambiar enseguida de estado y comprendieron que no tenía ya esperanzas de vida, entonces, a fin de que no se les escapase el control del poder y el imperio no pasase a manos de otra familia, promulgan un decreto, antes de que su hermano abandone esta vida, como si fuera del emperador, permitiendo que el César se traslade a Palacio. Y mientras el emperador salía de Palacio para morir, tal como se ha narrado, éste, por el contrario, entraba en él.

[2] De los tres hermanos que tenía el emperador, Juan el Orfanotrofo, que entonces asumía todo el control del Estado, quería a su hermano más que los demás y ni siquiera cuando murió se apartó enseguida de su lado, sino que convivió con el cadáver durante tres días, como si estuviera vivo. Sin embargo, los otros dos hermanos restantes partieron enseguida con su sobrino el César hacia Palacio, tanto para custodiarlo y asistirlo, como para ganarse su favor a toda costa. Pero no era posible que en ausencia del hermano mayor, que era además el más razonable, aquellos dos pudieran concebir ningún noble proyecto, ni para la corona, ni para los asuntos públicos, sino que se limitaron a estar a su lado dándole muestras de su afecto de hermanos. Cuando Juan consideró que habla llorado suficientemente a su hermano, o mejor dicho, cuando le empezó a inquietar la idea de que un mayor retraso en la proclamación del nuevo emperador echase por tierra todas sus esperanzas, regresa entonces a Palacio.

[3] Yo mismo fui testigo de estos hechos y percibí con mis ojos la verdad, que confío ahora a la escritura, sin introducir cambio alguno. Cuando se enteraron de que Juan había traspasado el umbral de la corte imperial, marcharon a su encuentro con gran pompa, tal como si fueran a ir a recibir al propio Dios. Rodeándolo, le cubrieron de besos por todas partes. El sobrino por su parte le tendía la mano derecha para que se apoyase, esperando quizás obtener como una especie de bendición de aquel contacto. Cuando toda aquella adulación le pareció ya suficiente, Juan les dio enseguida el primer consejo, lleno de sensatez, instándoles a que nada hicieran al margen de la emperatriz, sino que por el contrario pusieran sobre ella los fundamentos del poder y de su propia vida e hicieran todo lo que ellos vieran que a ella le pudiese cautivar más fácilmente.

[4] Enseguida cierran todos filas, prestos para el combate y así, con las máquinas de su ingenio, asedian el alma, fácilmente expugnable, de la emperatriz. Le recuerdan la adopción, ponen al hijo bajo la protección de su madre y señora, se arrojan a los pies de ella y la halagan con toda una cadena de epítetos lisonjeros aptos para la ocasión. La convencen así de que su sobrino sólo de nombre alcanzará el imperio, mientras que ella tendría además autoridad por derecho paterno. Que si quiere, ella misma se hará cargo de la administración del Estado, pero si no, transmitirá a Miguel cuáles son sus órdenes y disposiciones y se servirá de él como si fuese de un emperador cautivo de su voluntad. Como además le prestaron solemnes juramentos y le dieron fe por las sagradas reliquias, no tardaron en ganársela por completo. No obstante, ¿cómo era posible que ella pudiese actuar de otra manera, sola como estaba, sin nadie que la ayudase y embaucada por sus encantos, o mejor dicho, engañada y vencida por sus manipulaciones y estratagemas y completamente plegada a sus deseos?

[5] Zoe confía así el poder a los hermanos y tranquiliza con sus exhortaciones a la Ciudad, que hasta ese momento estaba en vilo a la espera de su decisión. Se celebran así para el César el misterio de la entronización, la solemne procesión, el ingreso en el templo, la bendición del patriarca, la coronación y cuantas ceremonias vienen luego, según es costumbre. El primer día el emperador no se mostró ingrato, ni en sus palabras ni en sus acciones, pues constantemente estaba en sus labios un «mi emperatriz», o «mi señora», o decía que «soy su cautivo» o «la decisión que ella tome».

[6] No menos complacientes eran las palabras con las que seducía a Juan, pues le decía: «mi señor», le permitía sentarse junto a él en un trono y esperaba obtener de él su asentimiento si quería hablar. Decía que era como el instrumento en manos del artista y que no es de la cítara la melodía, sino de aquel que la tañe armoniosamente. Todos estaban atónitos ante el buen juicio del joven y se admiraban de que Juan no hubiera visto frustradas sus esperanzas. Pero aunque a los demás les pasó inadvertida la falsedad de su corazón, su tío sabía perfectamente que su aparente dulzura se quedaba sólo en palabras y que en su interior albergaba secretamente escabrosos pensamientos, de forma que cuantas más cautelas empleaba aquél con ellos, más sospechaba Juan y más intuía la doblez de sus intenciones. Sin embargo no sabía qué hacer, ni cómo podría quitarle fácilmente el poder, pues ya había abandonado una vez sus planes, cuando circunstancias más propicias facilitaban su intervención. Por el momento permaneció inactivo, sin dejar totalmente de lado sus proyectos, pero dispuesto a intervenir en cuanto aquél empezase a cometer cualquier transgresión contra él. Éste, por su parte, fue dejando poco a poco de lado las exageradas muestras de respeto que había tenido hacia él al principio, de forma que, o bien no atendía su opinión en los asuntos de Estado, o bien hacía o decía cosas que sabía que él no habría permitido.

[7] Esta aversión hacia su tío se vio además incrementada por obra de Constantino, el hermano de éste, que ya desde hacía mucho tiempo sentía envidia de Juan, pues sólo él entre los hermanos asumía funciones de gobierno y era como el señor de todos ellos y no un miembro más de la familia[1]. Hasta entonces no había sido capaz de manifestar su rencor, pues su hermano y emperador apreciaba y favorecía a Juan por encima de los demás, por ser el mayor de todos, una persona muy inteligente y con experiencia en las responsabilidades de gobierno del Estado, mientras que odiaba y rechazaba al resto de la familia porque ni eran capaces de contentarse con lo que les correspondía ni le podían ser de utilidad alguna para administrar el imperio. De ahí que, cuando el soberano se enfurecía con ellos, Juan procurara aplacar la cólera que sentía hacia ellos e hiciera que el hermano los tratase de nuevo con indulgencia. Por ello, aunque los hermanos, y sobre todo Constantino, sentían envidia de él por su prestigio, les era imposible intentar hacer nada contra él.

[8] Pero cuando su hermano murió y la sucesión al trono recayó sobre el sobrino, Constantino encontró entonces una ocasión adecuada para empezar a actuar contra Juan. Ya había servido antes al emperador cuando éste tenía la dignidad de César, pues le había permitido sacar de su tesoro privado cuantas sumas quería, de forma que su dinero se había convertido para él en una especie de banco y caja pública. Se había ganado así su voluntad y, a la vista de su segura fortuna, anticipado a la hora de conseguir su favor. Ambos compartían secretos y estaban resentidos con Juan, pensando que se oponía a sus planes y que favorecía el acceso al poder de otros miembros de su familia. De forma que el César lo primero que hizo después de ser nombrado emperador fue ascender a Constantino a la dignidad de Nobilísimo. Lo convirtió así en su confidente, recompensando de esta forma manifiestamente su pasada generosidad.

[ACERCA DEL CARÁCTER DEL EMPERADOR]

[9] Aquí interrumpo brevemente el curso de mi relato para hacer por adelantado algunas consideraciones sobre la índole y el carácter del emperador, a fin de que luego no os sorprendáis cuando diga algo de sus acciones y no penséis que actuó de forma impulsiva, sin que nada determinase previamente su proceder. Por su conducta era este hombre piedra de muchas facetas y eran volubilidad y versatilidad marcas claras de su ánimo. Su lengua se oponía a su corazón, de forma que expresaba una cosa y pensaba otra, y asi conversaba amablemente con muchos hacia los que sentía un profundo odio, y para dar fuerza a sus palabras juraba solemnemente que llevaba a éstos en su corazón y sentía un dulcísimo placer en conversar con ellos. A muchos de aquellos a los que quería infligir los más crueles castigos al llegar el alba, les invitaba antes a participar en una cena con él al caer la tarde e incluso compartía con ellos su propia copa. La apelación a los lazos familiares, o mejor dicho, la comunidad de sangre, era algo que se le antojaba baladí, y nada le habría importado que una ola hubiese engullido a todos sus parientes haciéndolos desaparecer. Recelaba de ellos no sólo por el trono, lo que habría sido razonable, sino que les envidiaba por el aire que respiraban, la tierra que pisaban y en general por toda la prosperidad de que disfrutaban. Habría querido que compartiese el poder con él alguien sin méritos, o mejor, nadie en absoluto, pues según creo sentía envidia de las naturalezas superiores. Tan grande era, en efecto, el rechazo y la desconfianza que sentía hacia todos y por todo. Nadie como él sabía actuar y hablar servilmente cuando las circunstancias le eran adversas. Entonces adoptaba una actitud sumisa, pero cuando apenas un instante después las tornas cambiaban y le sonreía la situación, enseguida dejaba atrás el teatro, se quitaba la máscara y su cólera se desbordaba de repente, llevándole a cometer las más terribles acciones en el momento, aunque aún se reservara otras para el futuro. Como hombre inconstante que era, se dejaba vencer por la ira y cualquier incidente banal alimentaba su odio y su ira. Por eso en su ánimo ardían rescoldos de odio contra toda su familia. No obstante, no intentó suprimir a sus parientes enseguida, pues todavía temía a su tío, que sabía desempeñaba el papel de padre con todos ellos.

[ACERCA DEL ENFRENTAMIENTO ENTRE EL EMPERADOR Y SU TÍO]

[10] Vuelvo ahora de nuevo a la narración de los sucesos en el punto en el que la interrumpí para adelantar algunas consideraciones a mi relato. Así pues, Constantino, cuando fue nombrado Nobilísimo, se quitó de encima el miedo a su hermano, que hasta entonces lo atenazaba, y con él le perdió también el respeto, de forma que no sólo se encaraba con él con más audacia que antes y se oponía más resueltamente a sus proyectos, sino que censuraba muchas veces al emperador por el temor servil que éste sentía hacia él, consiguiendo así sublevar su ánimo. El emperador, que ya estaba bastante agitado por este asunto, ahora se sintió todavía más aguijoneado y empezó a tratar a Juan con desprecio en casi todas las ocasiones. Éste a su vez, considerando terrible que se le privara de su rango y de la preeminencia sobre su familia, y puesto que no podía tampoco eliminar fácilmente al que estaba al frente del imperio, toma otra decisión ante esta situación, tal como yo mismo, que entonces me encontré en medio de los hechos, pude colegir, ya que el suceso pasó inadvertido a mucha gente. Pues, según pienso, quería traspasar el poder del Estado a uno de los sobrinos del emperador, que se llamaba Constantino y tenía la dignidad de Maguistro, para así no ser él en persona el que atacase al emperador, sino dar a aquél los medios para llevar a cabo la conspiración. Pero luego, temeroso de que aquél fuese descubierto, y llegase a ser procesado por usurpación y de que, al encontrarse él mismo perdido, arrastrase con él a la ruina al resto de la familia, intenta evitar anticipadamente este desenlace y, para que el poder pase al joven conforme a lo previsto, se dedica entonces a congraciar al emperador con su familia, convenciéndole de que conceda unas cosas y prometa otras y especialmente de que los libere de las estrecheces que padecen cotidianamente. El emperador al principio accede a sus súplicas y confirma por escrito sus promesas de que tendrán garantizados los medios para vivir en el futuro. Pero como el escrito se redactó con rapidez, Juan pudo insertar en él, sin ser advertido, una cláusula secreta en el sentido de que si alguno de los sobrinos del emperador era capturado por intento de usurpación, no fuera ni castigado ni juzgado, sino que obtuviera de su tío el privilegio de que no se investigara su actuación.

[11] Una vez que hubo redactado esto, esperó el momento propicio, cuando vio que el emperador despachaba ciertos escritos sin prestarles excesiva atención, para entregarle el documento. Él le echó una ojeada rápida por encima y lo certificó de su puño y letra. Juan entonces, como si hubiera conseguido un apoyo decisivo para realizar sus planes, estaba radiante y satisfecho e incluso se disponía ya quizás a actuar. Pero allí dieron justamente comienzo sus desgracias, tal como mostrará a continuación el relato detallado de los hechos, pues antes de que el Orfanotrofo se le adelantase con sus planes, el emperador sospechó lo que iba a ocurrir, bien porque intuyese por sí mismo algunas cosas, bien porque las personas de su entorno le hubiesen hecho saber que en lo que a ellas concernía no estaban ya dispuestas a soportar más la sumisión del emperador a Juan y que para ellas la única disyuntiva posible era, o preservar la dignidad del emperador, o dejarse arrastrar todos por la ruina del Estado.

[12] A partir de aquel momento el emperador no sólo no tributó a Juan los honores que le correspondían, sino que incluso empezó a cuestionar sus actuaciones. Los encuentros entre ellos se producían ahora sólo en contadas ocasiones y, cuando quiera que se reunían, la aversión que se manifestaban resultaba evidente. Cuando en una ocasión se hallaban juntos cenando, Constantino llevó la conversación a una cuestión de gobierno y, después de escuchar las opiniones de ambos, alabó y ensalzó la del emperador por ser la más adecuada y digna del trono, mientras proclamó que la de su hermano era insidiosa y pérfida. Yendo incluso un poco más lejos, Constantino pasó a mayores y recordó su pasada altivez, al tiempo que le censuró por la hipocresía y mala fe que ahora mostraba. Juan, incapaz de soportar tales afrentas, se levantó enseguida de la mesa y se retiró, aunque no a su alojamiento habitual, pues se hizo conducir a un lugar alejado de la ciudad, confiando en qué el emperador necesitaría en adelante sus servicios y le insistiría para que regresase cuanto antes a la corte imperial. En su partida le siguió su guardia personal, pero también le acompañó un buen número de senadores, no porque estuvieran atados a él por vínculos de amistad, sino porque en su mayoría pensaban que Juan volvería a ocupar enseguida su anterior posición y querían asegurarse por anticipado sus favores, considerando que el compartir su marcha mantendría viva la llama de su memoria.

[13] Al soberano no le alegró tanto que aquél dejara sus responsabilidades, cuanto le preocupó y le resultó sospechosa la gran afluencia de gentes de la Ciudad hacia donde estaba Juan, pues temía que intentaran sublevarse contra él de algún modo. Por ello reacciona con más perfidia e insidia aún, escribiéndole una carta en la que le censura por mostrarse tan orgulloso y le llama de nuevo a su lado como si fuera a compartir con él los secretos del Estado. Juan se presenta enseguida, convencido por esta misiva de que el emperador saldría a su encuentro, le saludaría como convenía y le tributaría los honores debidos. Pero Miguel, puesto que era día de carreras, sin esperar a ver a su tío, se marcha temprano sin ni siquiera dejarle un mensaje. Cuando éste se entera de ello, se siente todavía más ultrajado y despreciado y regresa enseguida a su retiro lleno de cólera. Ya no albergaba dudas acerca de lo que pensaba el emperador de él, sino que sus propios actos le habían confirmado su hostilidad. Cualquier vinculo de amistad entre ellos estaba pues roto y cada uno de los dos conspiraba contra el otro. Juan, por su condición de simple ciudadano, maquinaba, en secreto y a sus espaldas, vengarse de él, mientras el emperador, prevaliéndose de su potestad imperial, descarga contra él todo su odio sin tapujo alguno y ordena que se le embarque en una nave y sea conducido ante él para rendir cuentas de su desprecio al emperador y su reluctancia a obedecerle.

[14] Mientras Juan navegaba hacia el emperador, éste contemplaba el mar desde lo alto de Palacio. Cuando la nave que llevaba a su tío estaba ya a punto de atracar en el gran puerto, hizo desde arriba una señal a los marineros que la guiaban hacia la rada, tal como había convenido previamente con ellos, para que viraran en redondo mientras por detrás otra trirreme, lista para zarpar, se colocaba al lado de la anterior y conducía a Juan a un lejano exilio. No respetó la anterior deferencia que había tenido hacia aquel que lo había nombrado primero César y luego emperador y ni siquiera supo mostrarse medianamente condescendiente hacia él a la hora de infligirle el castigo. Antes bien, le exilió a un país que sólo parece destinado a los ladrones, aunque con posterioridad, al remitir algo su cólera, decidió aliviar un poco su estado. Juan partió pues, pero no sólo para cumplir esta condena, sino para padecer incontables desgracias, ya que la suerte que el Destino, por usar un eufemismo, le reservó, no se detuvo allí, sino que éste aún le iba a asignar múltiples y constantes padecimientos hasta poner finalmente la mano del verdugo sobre sus ojos y sellar su final de una forma atroz, imprevista y cruel[2].

[15] Cuando hubo desaparecido aquel hombre terrible, que había puesto sobre sus espaldas el peso de la monarquía, el emperador no mostró ya prudencia alguna al gobernar el imperio, sino que enseguida se dispuso a cambiarlo todo para adecuarlo a sus propósitos. A ninguno de los funcionarios dirigía una mirada o un pensamiento cordial, sino que los aterrorizaba a todos con sus palabras y modos tiránicos. Esto era precisamente lo que quería, demostrar que sus súbditos estaban verdaderamente sometidos, quitar a la mayor parte de los funcionarios sus tradicionales privilegios así como reivindicar la libertad para el pueblo, para que le dieran escolta las masas antes que los nobles. Dispuso que su guardia personal se transfiriese a unos jóvenes escitas que había comprado para su servicio hacía mucho tiempo, todos ellos emasculados pero conocedores de las inclinaciones de su señor y siempre dispuestos a servirle en lo que quisiera. Podría confiar en su fidelidad, porque además les había honrado con las más altas dignidades. A unos los tenía para su seguridad personal, a otros los utilizaba para cualquier otro de sus proyectos.

[16] Así conseguía que se llevaran a cabo sus propósitos. Por otra parte se conciliaba las simpatías de los prósperos ciudadanos y de todo el populacho del mercado y de los oficios artesanales, cuyas voluntades se granjeaba con favores a fin de contar con su ayuda para sus planes, en el caso de que fuera preciso. Éstos dependían de él totalmente y daban a conocer sus simpatías mediante públicas muestras de apoyo, no dejando por ejemplo que caminase sobre el suelo desnudo, pues consideraban verdaderamente intolerable que no marchase sobre alfombras en un caballo engalanado con gualdrapas de seda. Alentado por todo ello, el emperador empezó a revelar los oscuros designios de su alma. En efecto, contra la emperatriz, que además, contra toda lógica debida, se había convertido en su madre, sentía un odio violento desde antiguo, ya desde el momento en que obtuvo de ella el poder: sólo porque en alguna ocasión la había llamado «mi señora», habría querido cortarse la lengua con los dientes y escupir luego el órgano amputado.

ACERCA DEL ODIO Y LA ENVIDIA DEL EMPERADOR HACIA LA AUGUSTA

[17] El emperador no podía contener ya su rabia cada vez que en las aclamaciones públicas oía que el nombre de la emperatriz era pronunciado en primer lugar. Por ello empezó a relegarla y rehuirla sin hacerla partícipe de sus decisiones ni darle acceso a los tesoros imperiales, sino tratándola con absoluto desprecio, podría incluso decirse que burlándose de ella. La mantenía custodiada entre muros, como si fuese una prisionera enemiga, encerrada en la más innoble prisión. Se congraciaba con sus criados y registraba cada rincón del gineceo sin prestar atención a nada de lo que había convenido con ella. Pero llegó un momento en el que ni esto le pareció suficiente y sometió a la emperatriz a una última humillación. Decidió entonces expulsarla de Palacio, pero ni siquiera con un piadoso pretexto, sino mediante el más infame y mendaz subterfugio, para poder campar solo por las estancias de Palacio, como una fiera de presa. Así pues, una vez que esta idea se le metió en la cabeza, dejó de interesarse por todas las demás obligaciones de gobierno y no había idea o estratagema que no considerara para llevar a cabo su osado plan.

[18] Al principio compartió sus propósitos con las personas más audaces de entre las que eran de su plena confianza. El siguiente paso que dio, también muy calculado, fue el de sondear, de entre los restantes, a cuantos sabía eran clarividentes en sus juicios y por demás sensatos. Unos le instaban y aconsejaban hacer lo que pensaba, otros le disuadían categóricamente de ello, unos terceros le recomendaban someter el proyecto a un estudio más detallado, y a otros, finalmente, les pareció adecuado someter su propósito a una predicción astronómica para saber si el momento escogido era propicio para su realización y ninguna conjunción astral se oponía a su empresa. Él escuchaba con aire grave a todos ellos sentado en el trono y, aunque no habría vacilado en hacer cualquier cosa que pudiese resultarle útil —pues estaba impaciente por seguir sus planes a toda costa—, al final dejó de lado todos los demás consejos y quiso conocer el futuro por boca de los astrólogos.

[19] Por aquel entonces había un grupo de estudiosos de esta ciencia que no carecían de cierta distinción. Yo tuve trato con estos hombres, que prestaban escasa atención a las posiciones y movimientos de los astros en la bóveda celeste, pues no podían sentar las premisas de su demostración a partir de leyes geométricas, ni eran capaces de hacer pronósticos, sino que simplemente fijaban los puntos cardinales en la Eclíptica y luego, observando el Ascendente y el Descendente del círculo zodiacal y los otros fenómenos que acompañan a éstos —como los planetas dominantes, la situación de los aspectos, los términos y todo lo que en ellos es favorable y desfavorable—, hacían ciertas predicciones a los que les consultaban acerca de lo que les habían preguntado. Y ciertamente algunos acertaron con sus respuestas. Digo esto, porque yo mismo conozco esta ciencia que he practicado desde hace mucho y he ayudado a muchas de estas personas a interpretar los aspectos de los planetas, aunque no creo que los asuntos humanos estén dirigidos por los movimientos de los astros. Pero esta opinión, dado que suscita muchas y encontradas reacciones en los dos sentidos, será mejor dejarla para examen en otra ocasión.

[20] Así pues, el que era entonces emperador, ocultando la naturaleza de su acción, hace a los astrólogos una consulta poco precisa, pues les plantea sólo esto, si hay algún obstáculo en la posición de los astros que impida a alguien concebir grandes y audaces proyectos. Éstos, después de realizar sus observaciones y hacer un examen minucioso y completo de la situación, como vieron que todo estaba lleno de sangre y desolación, prohibieron al emperador llevar a cabo la empresa, aunque los más capaces de entre ellos aconsejaron posponerla para otra ocasión. El emperador estalló en una amplia carcajada y se burló de su ciencia como si fuera una impostura. «Idos en mala hora», dijo, «pues yo superaré la exactitud de vuestra ciencia con la audacia de mi hazaña».

[21] Acto seguido pone en ejecución su plan y los hechos no tardan en desencadenarse. Tejiendo una red de calumnias contra su madre, que nada había tramado contra él, este hijo miserable condena a la emperatriz como envenenadora. Y sin que ella intuyera nada hasta entonces de aquel osado plan, él, que era un extraño a su familia, la saca de la alcoba que la vio nacer, siendo ella de la más noble cuna y él de la más baja extracción. La confronta entonces con falsos testigos para juzgarla por hechos que ella no conocía, le hace rendir cuentas y la condena como autora de crímenes abominables. La embarca luego sin dilación en una nave y con ella a ciertas personas a las que previamente había confiado sus osados planes contra la emperatriz. La expulsa así de Palacio y la instala en una de las islas que están situadas frente a la Ciudad, la llamada isla del Príncipe[3].

[22] Algunas de las personas que la condujeron allí y con las que yo conversé posteriormente, cuentan que cuando la nave estaba ya zarpando hacia el mar, la emperatriz, volviendo la mirada hacia la corte de los emperadores, entonó un sentido treno encarando el Palacio. Recordó entonces a su padre y a todos sus antepasados, pues el imperio se había transmitido en herencia hasta ella a través de cinco generaciones. Pero cuando recordó a su tío el emperador, me refiero a aquel famoso Basilio, que resplandeció por encima de todos los demás soberanos, prez y gloria del imperio romano, sus ojos de repente se cuajaron de lágrimas y dijo: «Tú, querido tío y emperador, a mí apenas nacida me envolviste en paños regios y me quisiste y honraste más que a mis hermanas, porque mi apariencia era muy similar a la tuya, tal como oí decir con frecuencia a los que te conocieron. Tú me besabas dulcemente cogiéndome en tus brazos y me decías: ‘Cuídate mi pequeña y vive largos años, pues eres el último rescoldo de nuestro linaje y una ofrenda divina para el imperio’. Pero tú que así me criabas y educabas y que me procurabas un glorioso destino en el imperio, has visto frustradas tus esperanzas, pues no sólo yo misma me veo deshonrada, sino que he llevado el deshonor a todo mi linaje, acusada como he sido de crímenes horrendos y expulsada de Palacio, condenada al exilio en no se qué tierra. Temo ahora que me ofrezcan como pasto a las fieras o que me hagan desaparecer entre las olas del mar. Ojalá pudieras asistirme desde lo alto y salvar a tu sobrina gracias a tu poder». Sin embargo, cuando comprendió que la isla marcaba el límite de su relegación, respiró aliviada por un instante al ver disipados sus más funestos presentimientos. Dio entonces gracias a Dios por estar viva y ofreció enseguida sacrificios y oraciones a su Salvador.

[23] Ella no estaba ya pues pensando en conspiraciones de ningún tipo, pues además, relegada en el exilio de la isla junto con una sola criada, no habría podido hacer nada, pero aquel hombre perverso no dejaba de tramar intrigas cada vez mayores contra la emperatriz. Así, después de causarle un sufrimiento tras otro, finalmente envía a los que la tonsurarán, o por decirlo más propiamente, a los que la matarán haciendo de ella una víctima inmolada, no sé si al Señor, pero sí sin duda a la cólera del emperador que lo ordenó. Cuando él llevó a cabo su propósito, la abandonó a su propio destino, como si estuviera acabada, pero quiso luego dramatizar lo ocurrido y ponerlo en escena. Revela por ello ante la asamblea del senado las supuestas intrigas de la emperatriz contra él, cómo sospechaba de ella desde hacía mucho tiempo e incluso que la sorprendió a menudo en flagrante delito, pero que mantuvo en secreto su terrible descubrimiento por respeto hacia ellos. Con palabras vacías e invenciones de este tenor consiguió ganarse la aclamación de los senadores que se pronunciaron a su favor por oportunismo. Luego, después de haberse justificado suficientemente ante ellos, quiso poner también a prueba a las masas populares. Nombró entonces a algunos de ellos representantes para que se hicieran eco de las cosas que él pretendía hacer y así, mientras él mismo proponía parte de ellas, escuchaba el resto de sus labios. Pensando que también éstos estaban favorablemente dispuestos ante sus acciones, dio por finalizada esta reunión con ellos y, como si hubiera realizado una hazaña sobrehumana, respiró aliviado de la enorme tensión sufrida y se entregó a alegres bromas infantiles. Sólo le faltó ponerse a bailar y dar saltos sobre el suelo. Pero no iba a demorarse por mucho tiempo el momento en el que debería rendir cuentas por su tiránica arrogancia, sino que éste llegaría enseguida, casi de improviso.

[ACERCA DE LA REBELIÓN DEL PUEBLO DE CONSTANTINOPLA CONTRA EL EMPERADOR]

[24] Las palabras se revelan insuficientes para narrar los sucesos que tuvieron lugar a continuación, del mismo modo que la inteligencia no es capaz de abarcar los criterios que guiaron entonces a la Providencia. Digo esto juzgando las capacidades de los demás a partir de las mías propias, pues ni un poeta cuya alma estuviera inspirada por el soplo divino o cuya lengua misma fuese guiada por la Divinidad, ni tampoco un orador dotado por la naturaleza de un fecundísimo ingenio y una fluida elocuencia y que adornase sus cualidades innatas con las técnicas de su arte, ni siquiera un filósofo que tuviera exacto conocimiento de los criterios de la Providencia o que hubiera comprendido gracias a su sobresaliente inteligencia alguno de los sucesos que nos transcienden, ninguno de ellos habría podido describir adecuadamente lo que entonces sucedió, aunque el primero dramatizara el relato y distorsionase la realidad con sus coloridas imágenes, o el segundo utilizase palabras ampulosas engarzadas en rítmicos periodos para dar igualada réplica a tan descomunal suceso, o él tercero, descartando toda espontaneidad en lo ocurrido, lo explicase recurriendo a diversas causas racionales, bajo cuyo efecto se celebró, ante los ojos de todo el pueblo, aquel hecho extraordinario que propiamente habría que calificar de misterio. Por ello, yo habría guardado silencio acerca de aquella extraordinaria revolución que conmocionó al imperio, si no hubiera sabido que con ello quitaba la voz al acontecimiento más crucial de mi cronografía. Por este motivo me he atrevido a cruzar tan inmenso océano sobre un frágil esquife: voy pues a relatar, en la medida de mis capacidades, cuantos cambios introdujo oportunamente la Divina Justicia en el orden del Estado después del exilio de la emperatriz.

[25] El emperador vivía por el momento rodeado de lujos, con sus ambiciones cumplidas, pero por toda la Ciudad, como si se hubiera disuelto la armonía que le era innata, empezaron a congregarse grupos de personas, y me refiero a personas de todos los orígenes, clases y edades, que alborotaban y promovían disturbios[4]. No había nadie entre todos ellos que al principio no murmurase a media voz y no albergase en el fondo de su corazón una terrible indignación por lo sucedido y que luego no diese rienda suelta a su lengua y hablase con libertad, pues como la noticia acerca del cambio de fortuna de la emperatriz estaba extendida por todas partes, el duelo por ella era bien visible por la Ciudad entera. Como sucede en los grandes cataclismos, todos los ánimos estaban atribulados y nadie sabía cómo infundirse fuerzas, pues si por una parte recordaban los males ya pasados, por otra aún esperaban otros nuevos, de forma que todas las gentes eran presa de un terrible abatimiento y una congoja inconsolable. Así, cuando llegó el segundo día, nadie pudo poner freno a su lengua, no ya entre los funcionarios y ministros del altar, sino entre todos los que eran parientes y las personas del entorno del emperador. Los artesanos de los gremios estaban dispuestos a afrontar los mayores riesgos e incluso todos aquellos extranjeros a los que los emperadores suelen mantener como tropas auxiliares, me refiero a los escitas del Tauro e incluso a otros, no podían contener por más tiempo su cólera. Todos querían sacrificar su vida por la emperatriz.

[26] El populacho de las calles estaba ya fuera de control y excitado con la idea de nombrar un nuevo usurpador contra el que había usurpado el poder. Y en cuanto a las mujeres ¿cómo podría describir yo su comportamiento a quien no lo vio? Con mis propios ojos presencié cómo muchas, a las que nadie hasta entonces había visto fuera del gineceo, se precipitaban a la calle dando gritos, golpeándose el pecho y profiriendo terribles lamentos por la desgracia de la emperatriz, mientras las restantes marchaban arrebatadas como ménades, formando contra el criminal un escuadrón de mujeres nada insignificante que gritaba: «¿Dónde está la única mujer que es noble de corazón y hermosa de apariencia? ¿Dónde está la única de entre todas que es libre, la soberana de todo su linaje, la heredera legal del imperio, aquella cuyo padre fue tan emperador como el que le engendró a él y el padre de éste? ¿Cómo pudo atreverse un villano a hacer nada contra una mujer de noble cuna? ¿Cómo llegó a concebir contra ella proyectos tan monstruosos como nunca nadie pudo pensar?». Mientras decían esto, marchaban a la carrera como si fueran a quemar el Palacio. Y como no había nada que se lo impidiera, puesto que todos se habían sublevado ya contra el usurpador, al principio desfilaron separadas, como un batallón dispuesto al combate, pero luego cerraron filas con toda la falange de los ciudadanos que avanzaba contra él.

[27] Todos ellos se habían armado. Uno abrazaba un hacha, otro blandía en su brazo una pesada espada de hierro, otro manejaba un arco, otro una lanza, pero la mayoría de aquella muchedumbre corría en desorden, provista de gruesas piedras que sostenían contra el pecho o agarraban con las dos manos. Yo en aquel momento estaba ante la entrada de Palacio. Desde hacía tiempo trabajaba para el emperador como secretario y recientemente se me había introducido en los servicios de entrada. Me encontraba por lo tanto en el pórtico exterior dictando algunos documentos de carácter muy reservado, cuando de repente llegó hasta nosotros un estruendo como de caballos al galope, cuyo eco llenó de confusión a muchos de los que estábamos allí. Luego llegó alguien para anunciar que todo el pueblo se había puesto en marcha contra el emperador y que, como si obedecieran a una consigna, se habían concentrado todos con el mismo propósito. A la mayoría de los presentes aquel suceso les pareció una revuelta sin sentido, pero yo, comprendiendo por cuanto antes había visto y oído, que el rescoldo había hecho prender el fuego de un incendio y que serían precisos ríos enteros, verdaderos torrentes de agua, para apagarlo, monté enseguida sobre un caballo y me dirigí al centro de la Ciudad. Allí vi entonces con mis propios ojos cosas sobre las que incluso ahora me asaltan dudas al recordarlas.

[28] Era como si toda aquella masa humana hubiera sido poseída por un espíritu superior, pues resultaba evidente que su estado de ánimo no era el de antes, sino que ahora sus carreras eran más frenéticas, sus brazos se habían vuelto vigorosos, sus miradas brillaban arrebatadas y llenas de fuego y los músculos de su cuerpo se habían fortalecido. Nadie se atrevía a hacerles recobrar la sensatez o a apartarlos de sus propósitos, nadie había tampoco que pudiera aconsejarles nada.

[29] Lo primero que decidieron fue marchar contra la familia del usurpador y derribar sus nobles y suntuosas mansiones. Se entregaron pues a esta tarea y tan pronto como se precipitaron sobre ellas, todas se vinieron abajo desmoronándose. De aquellas construcciones, unas partes resultaron cubiertas y otras salieron a la luz, pues cubiertos quedaron los tejados que caían a tierra y a la luz se mostraron los cimientos que emergían desde la tierra como si ésta quisiera liberarse de su carga y arrojar fuera las piedras que los sustentaban. Y quienes derribaron la mayor parte no fueron manos de hombres jóvenes o adolescentes, sino niños, infantes de todas las edades y ambos sexos: todas las edificaciones cedían enseguida ante sus primeros embates. El causante de la destrucción acarreaba luego indefectiblemente lo que quedaba roto o derruido y lo exponía en el ágora sin regatear para obtener mejor precio.

[30] Esto era lo que ocurría en la Ciudad, cuyo aspecto habitual se vio así súbitamente alterado. Mientras tanto, el emperador permanecía en Palacio, sin que al principio le turbase nada de lo que sucedía, pretendiendo poner fin a la declaración de guerra de los ciudadanos sin derramamiento de sangre. Pero cuando la insurrección se hizo evidente, el pueblo se agrupó en batallones y estas formaciones alcanzaron unas dimensiones notables, entonces, presa del pánico, se quedó conmocionado. Como si estuviera asediado, no sabía cómo actuar, pues si por una parte tenía miedo de hacer una salida, no menos recelaba a quedarse sitiado. No contaba con fuerzas de apoyo en Palacio, ni le era posible hacerlas llegar hasta él, mientras que de las tropas extranjeras hospedadas en la corte, unos permanecían indecisos sobre la decisión que tomarían y eran algo reticentes a obedecer sus órdenes, y los demás se habían opuesto abiertamente a él, de forma que hicieron defección y se unieron a la multitud.

[31] Cuando el emperador se hallaba presa de la más absoluta confusión, el Nobilísimo acudió junto a él para ayudarle. Sucedió que se encontraba fuera de Palacio en el momento en el que se enteró del peligro y que al principio, temiendo lo que podría suceder, permaneció en su casa sin salir, muy asustado por la muchedumbre que se agolpaba ante sus puertas, pensando que moriría en el acto en cuanto abandonara la casa. Pero luego, después de armar a toda su servidumbre y ponerse él mismo la coraza, abriendo de repente la puerta, lograron salir todos sin ser advertidos y marcharon por la Ciudad tan rápidos como el fuego, empuñando puñales en sus manos para deshacerse enseguida de cuantos les salieran al paso. Recorrieron así a la carrera las calles y, una vez llegados a Palacio, golpearon las puertas y entraron para ayudar al emperador en peligro. Éste los recibió con alegría y poco faltó para que besara al tío que había elegido morir junto a él. Deciden entonces hacer regresar de inmediato a la emperatriz de su destierro, pues éste era la causa del estallido de descontento popular y de los enfrentamientos que se habían producido. Así mismo, ante la situación de emergencia, alinean a las tropas de Palacio, arqueros y artilleros, frente a los contingentes que irrumpían contra ellos sin temer nada. Los defensores, al amparo de los muros, dispararon sus hondas y arcos desde lo alto y mataron a no pocos asaltantes, rompiendo sus cerradas falanges. Pero éstos, comprendiendo el peligro, se dieron entonces de nuevo ánimo entre ellos y se agruparon en formación aún más compacta.

[32] Entre tanto, la emperatriz fue conducida a la corte imperial, no tanto contenta por lo que el Poderoso había decidido a su respecto, cuanto temerosa de que la perversidad del emperador le destinase a sufrir una suerte aún más cruel. De ahí que no se aprovechase de las circunstancias, ni reprochase su desgracia al usurpador, y que ni siquiera abandonase su hábito de penitencia, sino que compartiese con él su dolor y vertiese lágrimas por él. Lo adecuado entonces habría sido que ella cambiara su hábito y se cubriese con los vestidos de púrpura, pero el emperador le exigió en cambio garantías de que, una vez calmadas las procelosas aguas, no alteraría los hábitos de vida a los que entonces se atenía y se conformaría con lo que sobre ella se decidiese. Ella entonces lo promete todo y concluyen una alianza de emergencia. La conducen así a lo alto del Gran Teatro[5], para mostrarla al pueblo insurrecto. Ellos creían que la cólera que animaba a las masas cesaría cuando les fuera devuelta su Señora. Sin embargo, mientras unos decían no conocer a la que se les mostraba, cuantos efectivamente la reconocieron se enfurecieron todavía más contra el usurpador por su conducta, pensando que ni en aquellas difíciles circunstancias dejaba de comportarse con rudeza y perfidia.

[33] En consecuencia prendió todavía más la mecha de la guerra iniciada contra él. Temiendo entonces que el emperador, una vez reunido con la emperatriz, los dispersase y que entonces la mayoría, dando crédito a las palabras de aquélla, acabase por ceder, los sublevados adoptaron una decisión alternativa que bastó por sí sola para frustrar las tiránicas maquinaciones del emperador.

[34] Pero para que mi relato proceda con orden, quiero que mi narración retroceda ahora un poco en el tiempo. Debo recordar sucesos anteriores y enlazar con ellos mi narración. Tal como dije más arriba, Constantino no había tenido una sola hija, sino tres. De ellas, la mayor había muerto y la más joven había vivido junto a su hermana la emperatriz durante no mucho tiempo, compartiendo la dignidad imperial sólo hasta cierto punto, pues no era objeto de aclamaciones junto a ella, sino que se le tributaban honores diferentes y participaba en los fastos de la corte por detrás de su hermana. Pero puesto que ni el parentesco ni el hecho de haber nacido del mismo seno bastaban para conjurar la envidia, la emperatriz sintió envidia incluso de la inferior posición de Teodora —pues éste era el nombre de la hermana—, de forma que, tan pronto como algunos calumniadores abrieron la boca contra ella, convenció al emperador para alejar a Teodora de Palacio, tonsurarla y convertir una de las más nobles residencias imperiales en su dignísima prisión. Pronto se llevó esto a efecto y los celos que separaron a las hermanas mantuvieron a una en una elevada posición y a la otra en una inferior, aunque también muy respetable.

[35] Se contentó entonces Teodora con esta decisión y no se soliviantó ni por su cambio de hábito ni por ser apartada de la presencia de su hermana. Por su parte, el soberano no la excluyó por completo de los honores que antes le tributaba, sino que incluso la hizo partícipe de algunos privilegios imperiales. Cuando éste murió y Miguel se hizo con el cetro, después de atender por poco tiempo a la emperatriz, tal como expuso nuestro relato, se olvidó de ella y menospreció por completo a su hermana. Pero cuando también éste partió de esta vida después de cumplir el tiempo que le estaba destinado, y el sobrino asumió el poder, éste no supo entonces ni quién era Teodora, ni si era vástago del tronco imperial, ni, en lo que a él se refería, si había nacido alguna vez o su tiempo había pasado ya. Estando ella en esta situación, o mejor dicho, comportándose los emperadores así con ella, nada hizo para oponerse a sus decisiones, y no tanto porque se viera forzada como por su propia voluntad. Sirva pues esto como preámbulo a la narración de los sucesos.

ACERCA DEL APOYO DEL PUEBLO A LA AUGUSTA TEODORA

[36] Así pues, el pueblo, tal como dije, una vez rebelado contra el usurpador, temía que los acontecimientos se resolviesen de manera distinta a la prevista, que por lo tanto el usurpador se impusiese por la fuerza y no hubiese habido al final más que simples disturbios. Entonces, como no eran capaces de hacerse con la primera emperatriz, ya que el usurpador la había puesto previamente bajo su control y la guardaba como una nave en puerto, se volvieron hacia su hermana por ser la segunda por su sangre imperial. Así, no de forma tumultuosa y en desorden, sino nombrando como general que guiase sus formaciones a uno de los servidores del padre de ella —una persona que no era griega por su origen, pero sí de la más noble alcurnia por su carácter, con estatura de héroe y acreedora de respeto gracias a una prosperidad que le venía de antaño[6]—, marcharon hacia Teodora con todas las falanges y tan noble comandante a su frente.

[37] Ésta, sobrecogida por tan inesperado suceso, permaneció inflexible ante las primeras presiones y, refugiándose en el presbiterio, permaneció sorda a todas las invocaciones que se le hicieron. Pero el ejército de ciudadanos, desesperando de poder convencerla, utilizó la fuerza contra ella. Algunos, desenvainando sus puñales, se precipitan al interior como para matarla y luego, en un golpe de audacia, consiguen apartarla del presbiterio y conducirla al exterior. Allí la cubren con un suntuoso vestido, la montan sobre un caballo y la conducen, rodeándola en círculo, al gran templo de la Sabiduría de Dios. No sólo la facción popular, sino también toda la nobleza, reconocieron entonces a Teodora. Todos, despreciando absolutamente al usurpador, proclamaron emperatriz a Teodora en medio de aclamaciones.

ACERCA DE LA FUGA DEL EMPERADOR Y DE SU TÍO Y DE CÓMO FUERON CEGADOS

[38] Cuando el usurpador se enteró de esto, temió que cayeran de repente sobre él y lo matasen quizás en el propio Palacio, por lo que se embarcó en una de las naves imperiales llevando consigo a su tío y atracó en el sagrado monasterio de Estudio[7], donde se cambió de hábito y asumió como fugitivo el hábito de suplicante. Cuando este hecho se divulgó en la Ciudad, todas las almas, que hasta ese momento vivían atemorizadas y sobrecogidas, se sintieron de inmediato aliviadas. Unos presentaban ofrendas a Dios, otros aclamaban a la emperatriz y, mientras tanto, el populacho y las gentes del mercado formaron coros y compusieron canciones sobre lo sucedido con versos improvisados. Sin embargo la mayor parte de ellos corrieron juntos a buscar al usurpador en una carrera desenfrenada, dispuestos a hacerlo pedazos, a masacrarlo.

[39] Mientras éstos actuaban así, los que apoyaban a la emperatriz Teodora despacharon un cuerpo de guardia hacia el usurpador. A su frente iba uno de los más nobles comandantes, al que yo seguía de cerca, pues era su amigo y se me había encargado que le aconsejara y le ayudara a llevar a cabo sus propósitos. Cuando llegamos ante las puertas del templo, vimos otro contingente que se había presentado allí por propia iniciativa, una falange popular que se había colocado en círculo en torno al sagrado edificio y estaba dispuesta poco menos que a derruirlo. Por ello no nos resultó precisamente fácil ingresar en el templo, y además con nosotros se precipitó en el interior una muchedumbre ingente que daba voces contra el impío y profería contra él toda serie de injurias.

[40] Hasta entonces ni siquiera yo acudía allí dispuesto a ser indulgente, pues no había permanecido insensible a la suerte de la emperatriz, sino que también a mí me animaba a ir contra él un pequeño sentimiento de ira. Pero cuando llegué ante el sagrado altar, donde resultó que se encontraba el emperador, y vi a ambos fugitivos, al soberano asido a la misma sagrada mesa del Verbo y al Nobilísimo de pie en la parte derecha, ambos mudados de hábito y también de ánimo y completamente cubiertos de oprobio, entonces mi ánimo no albergó la más mínima huella de ira, sino que, como si me hubiera alcanzado un rayo, me quedé petrificado y boquiabierto: aquel inesperado suceso también a mí me había demudado. Acto seguido conseguí sobreponerme y maldije la existencia humana, porque a lo largo de ella llegaban a ser habituales hechos tan imprevisibles y extraordinarios como aquéllos. Luego brotó incontenible de mis ojos un torrente de lágrimas que parecía manar como de una fuente interior y la emoción que me dominaba acabó al final por estallar en gemidos.

[41] El populacho que había irrumpido en el interior rodeaba por todas partes a aquellos dos hombres. Eran como fieras dispuestas a devorarlos. Mientras tanto, yo permanecía de pie junto a la cancela, a la derecha del altar, entregado a mis lamentos. Cuando ambos vieron la turbación que me dominaba, y que no les era del todo hostil, sino que mostraba una actitud comprensiva, acudieron entonces los dos hacia mí. Yo me recobré entonces un poco y al principio reprendí delicadamente al Nobilísimo, entre otras cosas porque había decidido unirse al emperador para causar daño a la emperatriz. Luego pregunté a la persona que había sido dueña del poder qué daño le había hecho su madre y señora para que él maquinase contra ella una acción tan trágica y dolorosa. Ambos me respondieron. El Nobilísimo dijo que ni había participado en los proyectos de su sobrino contra la emperatriz, ni le había incitado a ellos. Dijo: «Si hubiera querido detenerlo, sólo habría cosechado desgracias, pues a éste», y se volvía hacia él, «no se le podía impedir nada de lo que quería una vez que se empeñaba en algo. Pues si hubiera podido poner freno a sus ímpetus, no estaría ahora mutilado todo mi linaje ni habría padecido hierro y fuego».

[42] Para explicar qué es esto que decía, quiero interrumpir aquí por un momento el relato. Cuando el emperador expulsó al Orfanotrofo y se convirtió en soporte y columna de toda su familia, se apresuró a socavar los cimientos de toda ella. Entonces todos sus parientes, que en su mayor parte habían alcanzado el vigor de su edad, hombres verdaderamente barbados, convertidos en padres de familia a los que se les habían confiado cargos eminentes en la administración, vieron cómo él les amputaba los órganos genitales y les dejaba en vida medio muertos, pues el emperador no se atrevía a matarlos directamente y decidió suprimirlos mediante una mutilación que pareciese más compasiva[81].

[43] Así pues, el Nobilísimo me replicó con tales palabras. El usurpador en cambio, sacudiendo ligeramente la cabeza, dijo con fatiga, mientras las lágrimas le apuntaban en los ojos: «Dios no es injusto actuando de este modo. La Justicia exige que yo pague por lo sucedido». Tras hablar así, de nuevo se agarró a la divina mesa. A continuación consideró que él debía proceder al cambio de hábito según lo establecido, y así los dos cumplieron el místico rito del cambio de hábito. Permanecían sin embargo ambos sobrecogidos, asustados y temiendo la irrupción del pueblo. Yo creía que los tumultos no irían más allá de ese punto y me admiraba ante el escenario de los hechos, impresionado por la evolución de los actores del drama. Pero esto no era sino un breve preámbulo para una tragedia aún más terrible. De ello haré ahora un relato pormenorizado.

[44] Cuando se estaba poniendo ya el día, se presentó de repente un oficial de los que acababan de obtener el mando diciendo que Teodora le había ordenado que trasladase a los fugitivos a otro lugar. Le seguía una muchedumbre de ciudadanos y soldados. Se aproximó al altar en el que aquéllos estaban refugiados y con voz resuelta les instó a que salieran de allí. Ellos, como veían que la multitud empezaba a hablar de verdugos y se daban cuenta de que el comandante parecía seguir el rumbo de las circunstancias y que además su actitud se hacía cada vez más insolente, se negaron a salir y se asieron con aún más fuerza a las columnas que sostenían la sagrada mesa. El enviado, entonces, deponiendo su tono insolente, empezó a hablarles con más amabilidad y juró por lo sagrado, haciendo valer todo tipo de razones, que no padecerían ningún mal y que él no se comportaría con ellos con más severidad de la requerida. Pero ellos, que ya estaban aterrorizados y que sospechaban que les pudiera ocurrir cualquier desgracia a la vista de las circunstancias, se quedaron paralizados, prefiriendo ser inmolados en el presbiterio antes que confiar en obtener clemencia de ninguna clase una vez se encontraran en el exterior.

[45] Entonces aquél, desesperando de poder convencerlos con palabras, pasó a usar la violencia. A una orden suya la multitud les puso las manos encima y allí dio comienzo la iniquidad, pues fueron como fieras quienes les expulsaron de sagrado mientras ellos, profiriendo toda clase de lamentos, miraban hacia los miembros de la sagrada congregación rogándoles que no frustraran sus esperanzas y no dejaran que se expulsase inmisericordemente de allí a personas que habían buscado en Dios su refugio. Ciertamente, la mayoría de los monjes sentía vergüenza ante el sufrimiento de los refugiados, pero no se atrevieron a enfrentarse frontalmente al curso de los acontecimientos, sino que llegaron a un acuerdo con la muchedumbre y luego, confiando en los juramentos del comandante, establecieron una especie de pacto con él: que le entregarían a los refugiados, aunque ellos les acompañarían para, por decirlo así, cuidar de ellos una vez expulsados. Sin embargo nada había ya que pudiera ser de ayuda a éstos, tan adversas les eran las circunstancias y tan enconados estaban los ánimos contra ellos.

[46] En efecto, los partidarios de Teodora, conscientes de la envidia que le tenía su hermana Zoe y de que ésta antes habría preferido ver sobre el trono imperial a un mozo de cuadras que compartir el poder con su hermana, pensaron que era probable que Zoe la arrinconase y de nuevo promoviese a Miguel al trono. Acuerdan todos de forma unánime quitar de en medio al fugitivo. Pero como decretar la muerte de Miguel no satisfizo mucho a los más indulgentes, preparan y conciertan entonces otro plan para privarles de toda luz de la esperanza. Envían así con la mayor premura a unos hombres audaces y resueltos con la orden de que cuando viesen a éstos fuera del sagrado recinto les sacasen los ojos con el hierro.

[47] El emperador y el Nobilísimo, que ya habían salido del templo, fueron recibidos por un cortejo infamante, pues la multitud se burlaba de ellos, como era lógico esperar en aquellas circunstancias, y, o bien se reía bulliciosa en torno suyo, o bien, cuando les incitaba la ira, les empujaba para conducirlos por el medio de la Ciudad. Cuando todavía no habían recorrido mucho camino, se encontraron con aquellos a los que se les había ordenado quitarles la vista. Hicieron entonces público el decreto y mientras unos se preparaban para ejecutarlo y afilaban ya el hierro, a ellos dos, cuando el mal llegó a sus oídos y vieron que no tenían ninguna esperanza de huir —pues mientras unos aclamaban la decisión, los otros no se oponían a lo decretado—, se les ahogó enseguida la voz en sus gargantas y poco les habría faltado para caerse allí muertos de no ser por un miembro del senado que, situándose a su lado, les consoló en su desgracia e hizo que poco a poco recobraran el ánimo ya desfallecido.

[48] El emperador, abatido por las circunstancias y las desgracias sufridas, dio muestras de la misma disposición de ánimo durante todo el tiempo que duró aquella tortura, pues unas veces profería sonoros gemidos, otras sollozaba con voz entrecortada, suplicaba ayuda a los espíritus puros que se le acercaban, invocaba a Dios, tendía sus manos suplicantes al cielo, al templo, a cualquier persona… El tío por su parte se comportó al principio de forma idéntica, pero cuando perdió luego toda esperanza de salvarse, dado que tenía un carácter más orgulloso y sólido, capaz de navegar contra la corriente de la vida, se dio fuerzas en su interior y, como si se armara contra el asalto de la desgracia, hizo frente con nobleza a sus padecimientos. Cuando vio que los verdugos estaban ya listos para realizar su trabajo, fue el primero en someterse al suplicio, avanzando dócilmente hacia las manos criminales. Pero puesto que aquella falange de ciudadanos no había dejado ningún espacio libre, ya que cada uno de los que allí había acudido quería ponerse delante para contemplar cómo se los castigaba, el Nobilísimo, sin mostrar ningún temor, volvió los ojos para buscar a la persona que había recibido la orden de poner en escena aquella tragedia y le dijo: «Tú, haz retroceder esta falange de mi lado, para que yo pueda mostrarte con qué nobleza soporto mi desgracia».

[49] Y cuando el verdugo se disponía a amarrarlo para que no se moviese mientras se le cegaba, dijo: «Tú, procede, pero si ves que no estoy quieto, entonces fíjame también con clavos». Una vez dicho esto, se tumbó boca arriba en el suelo, sin que cambiase nada el color de su piel, dijese una palabra o profiriese un solo gemido. Se creería incluso que no estaba vivo ya. Mientras a él se le sacaban así, el uno tras el otro, los dos ojos, el emperador estaba representándose ya su propia desgracia a partir de los padecimientos del otro y veía realizado en él el sufrimiento de aquél. Batía así las manos, o mejor, se golpeaba con ellas el rostro y plañía de un modo angustioso.

[50] Uno pues se levantó del suelo con las cuencas de los ojos vacías y, apoyándose ya en una de sus personas de más confianza, hablaba con coraje ante los que se le aproximaban y decía que no le importaba incluso el tener que morir. Había conseguido sobreponerse a las circunstancias. Al emperador en cambio, cuando el sayón lo vio presa del temor y deshecho en súplicas, lo amarró más estrechamente aún y lo mantuvo inmóvil a la fuerza para que no se agitase mientras era castigado. Y cuando también a éste se le vaciaron los ojos, entonces desapareció aquella insolencia incontenible de las masas que habían dirigido su furia contra ellos. Los dejaron entonces en paz allí y de nuevo se precipitaron hacia donde estaba Teodora. De las dos emperatrices, una estaba en la corte imperial y la otra en el gran recinto de la divina Sabiduría[9].

[51] Los miembros del Senado no sabían qué partido tomar. A la que estaba en Palacio la honraban por haber nacido antes y a la que estaba en el templo porque gracias a ella se había acabado la tiranía y ellos no habían visto frustradas sus esperanzas de salvarse. El poder había quedado en disputa entre ambas. Sin embargo, la hermana mayor en edad resuelve el dilema que los atenazaba y decide entonces acoger por vez primera entre sus brazos a su otra hermana y estrecharla afectuosa. Divide así la herencia del imperio entre ella y su hermana. Una vez que llega con ésta a un acuerdo respecto al poder, la hace venir a Palacio en medio de una espléndida procesión y la asocia al poder. Así actuó Zoe. Teodora por su parte no abandona por ello del todo la deferencia que debe hacia su hermana ni la priva de la preeminencia en el rango, sino que le cede las insignias de su augusta condición para de esta forma compartir el imperio con su hermana y estar al mismo tiempo sometida a ella.