LIBRO III

[ACERCA DE LA EDAD DEL AUTOR Y DE CÓMO FUE TESTIGO DE LOS HECHOS]

[III.1] Su yerno Romano, que había recibido por familia el nombre de Arguirópulo, se convierte por lo tanto en emperador. Entonces Romano, convencido de que su gobierno inauguraba un nuevo periodo, puesto que la dinastía imperial fundada por Basilio el Macedonio[1] se había extinguido con su suegro Constantino, empezó a pensar en el linaje que le sucedería en el futuro. En realidad, no sólo iba a ver cómo su poder se circunscribía a su propia existencia, sino que, después de haber vivido todavía por breve lapso de tiempo, y aún éste debilitado por la enfermedad, entregó su alma de forma repentina, tal como el relato mostrará claramente cuando llegue el momento. A partir de ahora esta narración histórica será más precisa que la que la ha precedido, ya que el emperador Basilio murió cuando yo era un niño pequeño y Constantino cuando acababa de empezar a cursar mis primeros estudios, de forma que ni estuve nunca en su presencia, ni les escuché hablar, y en cuanto a si los llegué a ver, no sé decirlo, porque debido a mi corta edad no estaba capacitado para retener recuerdos. Sin embargo, en lo que respecta a Romano, he llegado a verlo y en una ocasión incluso le dirigí la palabra. Por ello cuando hablé sobre aquéllos lo hice basándome en otras personas, pero a éste yo mismo lo describiré sin que ninguna otra persona me haya informado.

[ACERCA DEL EMPERADOR, SUS AFICIONES Y SU CULTURA]

[2] Este hombre había sido instruido en las letras griegas e iniciado en la cultura que se vincula con el saber de los latinos[2], era delicado en su expresión, de voz solemne, un héroe por su estatura y con un rostro verdaderamente propio de un soberano. Pero creía saber muchas más cosas de las que realmente conocía y, queriendo modelar su propio imperio a imagen de aquellos antiguos Antoninos, de Marco, reputadísimo filósofo, y de Augusto[3], se fijó estos dos objetivos: el estudio de las letras y la disciplina de las armas. En esta última parte su ignorancia era completa, mientras que su conocimiento de las letras no comprendía sino los aspectos más superficiales, muy lejos de la profundidad requerida. Sin embargo, por creer que sabía y por esforzarse más allá de sus propias capacidades, cometió errores en asuntos de la mayor transcendencia. Hay que reconocer de todas formas que recogió cuantas brasas de sabiduría pudieron haber permanecido ocultas bajo las cenizas y que reclutó a gentes de toda clase y condición, me refiero a filósofos, a rétores y a cuantos se dedican al estudio de las disciplinas del saber, o mejor dicho, creen dedicarse a él.

[3] Aquellos años vieron en efecto crecer a un puñado escaso de intelectuales, que además se detenían en el vestíbulo de las doctrinas aristotélicas y sólo recitaban de memoria los conceptos clave de las platónicas, sin entender nada de sus arcanos ni de todo lo que aquellos hombres estudiaron en el terreno de la dialéctica y la apodíctica. De ahí que, al no ser exacto el criterio aplicado, fueran falsas las conclusiones sacadas sobre ellos. Pues aunque nuestros intelectuales sentaban las premisas de las disquisiciones, la mayor parte de los problemas permanecía sin resolver, ya que se inquiría cómo podría haber a la vez castidad y concepción, virginidad y alumbramiento, y se investigaba sobre cosas sobrenaturales. Y así, se podía ver a la realeza envuelta en un ropaje filosófico, pero todo no era sino máscara y afectación, y no prueba y búsqueda de la verdad.

[4] Pero el emperador dejó de lado estas discusiones por un momento y se volvió de nuevo a los escudos. El debate le llevaba ahora a las grebas y las corazas y la hipótesis examinada era la de ocupar todas las tierras bárbaras, tanto las de Oriente como las de Occidente. Él no pretendía sin embargo hacer la demostración con palabras, sino imponer la fuerza de las armas. Si esta doble inclinación del emperador no hubiera sido veleidad o mera afectación, sino una verdadera comprensión de ambos aspectos, habría resultado muy útil al Estado, pero no hizo otra cosa más que formular propuestas o, más bien, que magnificar la realidad con sus esperanzas para luego echarlo todo a perder de repente, cuando, por así decirlo, llegó el momento de actuar. Pero el relato, debido a mi premura, ha trazado el final de toda la historia de Romano antes siquiera de que hayamos levantado el pórtico de ingreso, por lo que debemos regresar ya a lo que constituyó el origen de su poder.

[ACERCA DE LA RELACIÓN DEL EMPERADOR CON ZOE]

[5] A partir del momento en el que se le consideró digno de ceñir la diadema por encima de otros candidatos, él dio crédito a lo que le predecían los adivinos y quiso engañarse pensando que iba a reinar muchos años y dejar tras de sí una dinastía que se sucedería durante muchas generaciones, sin que pareciera siquiera haberse dado cuenta de que la hija de Constantino, con la que él convivía maritalmente desde que había sido proclamado emperador, había superado la edad de concebir, pues había cumplido cincuenta años de edad cuando se celebró su enlace con Romano y su vientre seco era ya incapaz de engendrar descendencia. Pero cualquiera que fuese la decisión que tomase, incluso frente a una imposibilidad física, él permanecía siempre firme en sus convicciones. De ahí que no prestara atención al único requisito previo para concebir y que en cambio no dudara nada en confiarse a los que se jactan de poder tanto dormir como despertar a la naturaleza, por lo que se daba él mismo ungüentos y fricciones que prescribía también a su esposa. Ella por su parte aún hacía más, iniciada como estaba en gran número de prácticas, pues se aplicaba diversos amuletos al cuerpo, se ponía colgantes, se ceñía con fajas y desplegaba en torno a su cuerpo toda clase de supercherías. Pero como el efecto esperado no aparecía de ningún modo, el emperador renunció a todo esto y empezó a prestar menos atención a la emperatriz. A decir verdad, tenía un poco apagado el deseo y su constitución se hallaba quebrantada, pues superaba a la emperatriz por su edad en más de diez años.

[6] A él, que había sido pródigo a la hora de repartir los cargos del poder y que en los gastos de la corte, en sus actos de munificencia y en sus donaciones se mostró más espléndido que la mayoría de los emperadores, rápidamente le abandonó el espíritu que animaba tales larguezas, como si le hubiera sobrevenido un cambio nuevo e imprevisto, y el largo aliento de sus acciones se disipó enseguida, de forma que pareció que no actuaba congruentemente consigo mismo y que no estaba a la altura de las circunstancias, sobre todo porque no abandonó progresivamente esta excelsa práctica, sino que se cayó bruscamente de ella como desde una elevada atalaya. Estas dos cosas irritaban a la emperatriz más que nada: que el emperador no la amase y que ella no pudiese disponer de dinero en abundancia, pues le había cerrado el acceso a los fondos del fisco y sellado los depósitos del tesoro y vivía así con una asignación fija de dinero. Estaba pues furiosa por este asunto con él y con todos los consejeros que él tenía a su servicio. Éstos lo sabían y se guardaban de ella lo más posible, especialmente Pulquería, la hermana del emperador, una mujer de elevadas miras que ayudaba en algunas cosas a su hermano. Pero éste, como si hubiese firmado un contrato por el poder con alguna naturaleza superior y hubiese recibido de aquélla una garantía firme de que su prestigio no padecería merma alguna, vivía despreocupado y ajeno a toda sospecha.

[ACERCA DE LA EXPEDICIÓN MILITAR EN ORIENTE]

[7] Volviendo entonces su atención a las glorias marciales, hacía preparativos para marchar contra los bárbaros tanto de Oriente como de Occidente. Consideraba que, aun cuando hubiera podido combatir fácilmente a los de Occidente, éstos no representaban una empresa de envergadura, pero que, si se dirigía contra los del Sol Oriente, podría salir de allí lleno de honores y gobernar fastuosamente el imperio. Por ello se inventó una excusa sin fundamento para la guerra contra los sarracenos que viven en la Celesiria y que tienen como capital la ciudad que es llamada Alepo en su lengua local[4]. Concentró y organizó un ejército contra ellos, aumentando el número de soldados de sus contingentes, proyectando formar otros, enrolando tropas de mercenarios extranjeros y reclutando abundantes efectivos nuevos, como si fuera a conquistar al bárbaro con su sola presencia. Estaba en efecto convencido de que si aumentaba el número de efectivos del ejército por encima de los establecidos, o mejor dicho, que si multiplicaba las formaciones romanas, nadie sería capaz de resistir su avance al frente de un contingente tan grande de tropas nacionales y aliadas. Pero aunque los que ocupaban los mandos del ejército le disuadían de marchar contra los bárbaros y estaban verdaderamente aterrorizados ante la perspectiva de hacerles frente, él estaba preparándose una suntuosa corona de las que suelen ceñir la cabeza de los que celebran los triunfos.

[8] Cuando creyó que los preparativos para la partida eran ya suficientes, salió de Bizancio y se dirigió a la tierra de los sirios. Cuando llegó a Antioquía, su ingreso en la ciudad estuvo sin duda lleno de brillo y esplendor, como imperial fue el desfile que se mostró por las calles, aunque más parecía una parada teatral que un acto marcial que pudiera realmente llenar de temor el ánimo de los enemigos. Los bárbaros por su parte analizaron con más lógica la situación y antes que nada enviaron embajadores al emperador diciendo que no querían entrar en guerra pues no le habían dado motivo para iniciarla, sino que se habían mantenido fieles a los acuerdos de paz y que no habían transgredido los juramentos acordados ni violado la tregua; pero que con tal amenaza suspendida sobre sus cabezas, si se mostraba inflexible, se aprestarían ahora por vez primera para la guerra y a ella confiarían su destino. Éstos eran pues los términos de la embajada. En cuanto al emperador, como si sus preparativos tuvieran como único objetivo alinear las tropas y disponerlas para la batalla, tender emboscadas y hacer incursiones de saqueo, cavar fosos, desviar el curso de los ríos, tomar fortalezas y en general todo cuanto sabemos por la tradición que hicieron aquellos Trajanos y Adrianos y antes aquellos Augustos Césares, y aún con anterioridad a aquéllos, Alejandro el hijo de Filipo[5], despidió la embajada por ser de paz y se preparó todavía con más celo para la guerra, aunque no seleccionando a los mejores para su propósito, sino confiando en que el gran número de sus tropas bastara para decidir la situación.

[9] Cuando al dejar la ciudad de Antíoco[6] prosiguió su marcha hacia adelante, una brigada de caballería del ejército bárbaro, toda ella con hombres armados por su propia cuenta, montados a pelo en los caballos y llenos de audacia, se emboscó a ambos lados de las tropas romanas y, mostrándose de improviso a éstas en las alturas, descendió dando terribles alaridos de guerra. La repentina visión asustó a los romanos, que se vieron ensordecidos por el estrépito de los caballos que se abalanzaban en todas las direcciones sobre ellos y llegaron a imaginarse que eran una multitud, porque corrían no en formación, sino desperdigados y en desorden. Con ello amedrentaron de tal manera a las fuerzas romanas, infundieron tal terror a aquel ejército tan grande y lo desmoralizaron tanto, que cada cual se dio a la fuga desde la posición misma en que se hallaba, sin preocuparse de nada más. Todos aquellos que por un casual iban entonces montados a caballo, dieron la vuelta a sus grupas y huyeron al galope lo más rápido que pudieron, mientras que los demás, sin detenerse a montar los caballos, los abandonaron al primero que quisiese hacerse con ellos y cada uno procuró salvarse como pudo, yendo por el camino o campo a través. El espectáculo que se presenció entonces superó cualquier previsión, pues los que habían sometido toda la tierra y se habían hecho imbatibles frente a cualquier contingente bárbaro gracias a unas formaciones militares que estaban perfectamente preparadas para la guerra, ahora no pudieron soportar ni la simple visión del enemigo, sino que, como si las voces de éste les golpearan los oídos como un trueno y quebraran su moral, se dieron a la fuga al igual que si hubiesen padecido una derrota aplastante. Los primeros que sintieron el estrépito fueron los guardias en torno al emperador, que abandonaron a su soberano y se dieron a la fuga sin mirar hacia atrás. Y si no le hubiera montado alguien sobre el caballo y, dándole las riendas, le hubiera ordenado que huyera, poco habría faltado para que él mismo no fuese capturado y cayera así en manos enemigas quien había esperado hacer temblar todo el continente. O mejor dicho, si Dios entonces no hubiese contenido el ataque de los bárbaros y no les hubiese persuadido para que no abusaran de su victoria, nada habría impedido que pereciera entonces todo el ejército romano y a su cabeza el propio emperador.

[10] Así pues, los unos corrían en desorden, mientras los bárbaros eran meros espectadores de su imprevista victoria y permanecían atónitos ante la visión de los romanos dándose la vuelta y huyendo sin ningún motivo. Después de hacer unos pocos prisioneros de guerra, y éstos sólo entre aquellos que sabían que eran de noble extracción, dejaron partir a los demás y se entregaron al saqueo. En primer lugar capturaron el pabellón imperial, cuyo solo valor equivalía sobradamente al de los tesoros de Palacio hoy en día, pues contenía cadenillas, collares, diademas, perlas, gemas de valor incluso mayor y todos los objetos preciosos que quepa imaginarse, cuyo número no podría calcularse fácilmente, así como tampoco medirse la admiración que suscitaba tal cúmulo de belleza, tan grande y refinado era el lujo de los tesoros que estaban depositados en el pabellón del emperador. Así pues, los bárbaros se hicieron primero con estos tesoros y luego reunieron el resto del botín. Después de acarrearlo, regresaron junto a sus compañeros. Mientras los bárbaros actuaban así, el emperador escapó a la emboscada bárbara conducido sin rumbo por el fogoso galope de su caballo. Alcanzó finalmente la cumbre de una colina, en cuya altura pudieron reconocerlo algunos que corrían e incluso le habían sobrepasado en su carrera, pues el color de su calzado delataba su presencia[7]. Consiguió entonces detener junto a él a muchos fugitivos y permanecer allí firme, rodeado por ellos. Luego, cuando se había difundido ya la noticia de su suerte, acudieron otros y finalmente se le mostró el estandarte con el icono de la Madre de Dios, que los emperadores romanos suelen llevar en las guerras como general y guardián de todo el ejército. Sólo éste no había caído en manos bárbaras.

[11] Cuando el emperador tuvo esta dulce visión ante sus ojos, recobró enseguida el ánimo, pues era un ferviente devoto de esta imagen más que de ninguna otra. Es difícil describir de qué modo, después de cogerla entre sus brazos, la estrechó en su pecho, cómoda mojó con sus lágrimas, y con qué intimidad se dirigía a ella, recordándole todos los favores que había recibido y las numerosas ocasiones en las que su alianza había socorrido a la nación de los romanos, salvándolos de los incontables peligros que los amenazaban. Todo ello le llenó de ánimo y él, que hasta ese momento era un desertor más, cubría entonces de reproches a los que huían y les gritaba con vigor juvenil. Detuvo así su marcha errática y se hizo reconocer por su voz y apariencia, tras lo cual, habiendo reunido en torno suyo un contingente notable de tropas, puso primero pie a tierra con ellos y se retiró a una tienda que le habían preparado. Allí acampa y después de descansar un poco, tan pronto como amanece convoca a los comandantes y propone deliberar qué es lo que deben hacer. Todos aconsejan regresar a Bizancio y allí reflexionar con calma sobre lo sucedido. Él se suma a su opinión y, decidiendo lo que más le convenía, apresura su vuelta a Constantinopla.

[ACERCA DE LA ADMINISTRACIÓN DEL ESTADO Y EL TEMPLO DE LA VIRGEN ESPECTABLE]

[12] A partir de ese momento, tremendamente arrepentido de cuanto había hecho y amargado por lo que había padecido, cambió por completo y adoptó un comportamiento totalmente insólito. Esperando resarcirse exactamente de todas y cada una de sus pérdidas mediante una minuciosa fiscalidad, se convirtió entonces más en un recaudador que en un emperador, pues revisaba y examinaba, según se dice, hasta los casos anteriores a Euclides[8], exigiendo inmisericordemente a los hijos que rindieran cuentas por sus padres cuando el recuerdo de éstos se había borrado ya, o actuando no como juez entre las dos partes, sino como abogado de una de ellas, y emitiendo sentencias no para beneficiar a otras personas, sino sólo sus propios intereses. Toda la población se dividía en dos grupos: por una parte, la gente de bien, que aspiraba a tener un comportamiento honesto sin participar en los asuntos del Estado y que merecía para el emperador la misma consideración que un piojo; por otra parte, los que estaban siempre dispuestos a cometer abusos y se aprovechaban de las desgracias ajenas, personas cuya innata maldad proporcionaba aún más combustible al incendio iniciado por el emperador. Y así todo estaba lleno de confusión y desorden y, lo que es más grave, a pesar de que la mayoría de los ciudadanos era despojada y privada de todo, las finanzas del emperador no sacaban partido alguno de estas exacciones, ya que estos ríos de dinero eran canalizados hacia otros lugares. El relato mostrará cómo ocurrió esto.

[13] Este emperador se esforzaba en parecer piadoso y verdaderamente mostraba un gran interés por los asuntos divinos, pero la simulación llegaba a prevalecer en él por encima de la verdad y la apariencia se revelaba superior a la esencia. Por ello al principio tuvo un afán excesivo por indagar en las cuestiones divinas, buscando causas y razones que nadie podría hallar mediante el conocimiento científico, a no ser que se volviese hacia la Mente Suprema y de allí obtuviese una revelación directa de estos arcanos. Pero él, que no aplicaba bien la filosofía al examen de las cosas terrenales, ni discutía con filósofos acerca de estos asuntos, a no ser con los que habían usurpado este nombre sin haber pasado del vestíbulo de Aristóteles, pretendía examinar asuntos de gran profundidad y aprehensibles sólo por la Mente, tal como dijo alguno de nuestros sabios.

[14] Ésta fue la primera forma de piedad que concibió. Pero luego, envidioso de aquel gran Salomón por la fundación del tan afamado templo y deseando emular también al emperador Justiniano por la gran basílica que recibió el nombre de la divina e inefable Sabiduría[9], se dispuso a edificar y consagrar un templo a la Madre de Dios que pudiese rivalizar con aquéllos. En esta empresa el emperador cometió numerosos errores y lo que fue en él una intención piadosa se convirtió en origen de malas acciones y causa de muchas injusticias que entonces se produjeron. En efecto, los gastos destinados a ello no hacían sino crecer constantemente y cada día se recogía una contribución más para los trabajos. Quien quería poner límites a esta construcción, pasaba a engrosar las filas de los peores enemigos, mientras que quien concebía proyectos disparatados y estructuras complejas, enseguida pasaba a ser considerado entre los amigos más íntimos. Debido a ello no quedó monte que no fuese excavado y las técnicas mineras se valoraron incluso más que la propia filosofía; de las piedras, unas eran cortadas en bloques, otras pulidas en losas, otras talladas para relieves, y los artesanos que las trabajaban eran equiparados a los de la época de Fidias, Polignoto y Zeuxis[10]. Nunca se consideraba que todo lo que se había hecho era suficiente para el nuevo edificio y así todo el tesoro imperial se vació para esta obra y en ella acabó desembocando todo un flujo de oro. Cuando se habían agotado ya todas las fuentes, aún no se había terminado de construir la iglesia, ya que tan pronto una estructura se superponía a otra, como una y otra eran echadas abajo, de forma que el mismo trabajo fue destruido muchas veces para que de nuevo se erigiera una estructura, que o bien superaba en un poco la altura anterior, o bien resultaba más compleja y rebuscada. Del mismo modo que los ríos que dan al mar ven cómo la mayor parte de su caudal se desvía hacia canales en las tierras altas antes de su desembocadura, así la mayor parte del dinero que se recolectó para esta obra fue gastado antes de tiempo y se perdió [11].

[15] A pesar de esta supuesta piedad en cuestiones divinas, el emperador desveló su perverso proceder desde el mismo altar, pues se sirvió para construir el templo de ingresos que tenían otro destino. Pues es sin duda bueno el amar la belleza externa de la casa del Señor, según dice el salmista, el lugar en el que acampa su Gloria[12], y también lo es el preferir ser humillado en ella antes que recibir honores en otros sitios. Sin duda, digo, esto es bueno, pues ¿quién de entre los que están llenos de celo por el Señor e inflamados por su fuego podría decir lo contrario? Pero ello siempre y cuando no haya nada que pervierta este piadoso propósito, no se cometan al mismo tiempo injusticias sin cuento, no se confundan los intereses comunes y no se desmembre el cuerpo del Estado. Pues Aquel que rechazó la ofrenda de la prostituta y aborreció la oblación del impío como si fuera un perro[13] de ningún modo podría aceptar edificios suntuosos y ricamente decorados cuando por su culpa sobrevinieron tantos males. Los muros de perfecta verticalidad, las columnatas en derredor, el suave oscilar de los cortinajes, las magníficas ofrendas y todos los demás lujos, ¿en qué podrían contribuir al divino propósito de la piedad? ¿No bastaría para ello una inteligencia capaz de comprehender la esencia divina, un alma teñida con la púrpura intelectiva, un sentido del equilibrio a la hora de actuar, una opinión discreta, o mejor dicho, una actitud libre de toda afectación, virtudes todas gracias a las cuales se construye en nuestro interior como otro templo grato al Señor que en él se siente acogido?

Aunque aquél sabía filosofar en los debates académicos con silogismos encadenados y de una sola premisa, era incapaz de mostrar con obras sus capacidades filosóficas. Si se admite en cambio que, aunque sean lícitos ciertos excesos en lo que se refiere al fasto exterior, es preciso ocuparse también de la gestión del Palacio, adornar la acrópolis, restaurar los edificios arruinados, llenar las arcas del imperio y asignar estos fondos al ejército, él por el contrario se despreocupaba de todas estas cosas y echaba a perder todo lo demás para que la belleza de su templo resaltase por encima de los demás. En fin, si es que de verdad hace falta decirlo: esta obra le tenía como enloquecido y no dejaba una y otra vez de querer verla, escudriñando hasta su último rincón. Por ello levantó en torno suyo edificios al modo de una corte imperial, erigiendo una sala del trono, adornándola de cetros y colgando tapices de púrpura. Allí permanecía la mayor parte del año, orgulloso y radiante de satisfacción por la belleza de los edificios construidos. Al querer honrar a la Madre de Dios con un nombre más hermoso que el de otras iglesias, no se dio cuenta de que le dio una denominación demasiado humana, aunque con el nombre de «Espectable» quería indicar en realidad que se la podía distinguir entre todas las iglesias [14].

[16] A todas estas obras se añadieron posteriormente unas dependencias anexas y el templo se convirtió en morada de monjes, lo que fue a su vez el origen de otros abusos que superaron con mucho los precedentes. El emperador no había sacado tanto provecho a sus conocimientos de aritmética o geometría como para poder restar dimensiones o cantidades al igual que los geómetras reducen a formas básicas la complejidad de la naturaleza, sino que del mismo modo que quiso que la construcción no tuviese límites en cuanto a sus dimensiones, tampoco limitó el número de monjes. A partir de ahí es fácil realizar inferencias, pues si a las grandes dimensiones de la iglesia le correspondía un gran número de monjes, al gran número, tasas generalizadas para sustentarlos. Se exploraba pues otro continente y se sondeaba el mar más allá de las columnas de Hércules para que aquél aportara al refectorio frutos en su sazón, y éste peces gigantes del tamaño de ballenas. Y puesto que creía que Anaxágoras mentía cuando definió los mundos como infinitos[15], delimitó un territorio nuevo que comprendía la mayor parte del continente y lo consagró al templo. De esta forma, ampliando unas dimensiones con otras y añadiendo unas cantidades sobre otras, superó los primeros excesos con los posteriores y no puso a todo esto ningún límite o medida. No habría dejado nunca de sumar gasto tras gasto, ni ambición tras ambición, si no hubiera puesto término a sus proyectos la propia medida de su vida.

[17] Corre la historia de que su vida se interrumpió por cierta causa que quiero exponer y de la que avanzaré algo ahora. Este emperador era incapaz de adaptarse, además de a otras cosas, a la vida en común con una mujer, pues ya quisiese practicar la continencia desde el principio, ya se entregase a otros amores, tal como decían los más, el caso es que mostraba un total desprecio por la emperatriz Zoe, rechazaba todo contacto carnal con ella e incluso rehuía totalmente su compañía. Por su parte el odio de ella se veía alimentado, además de por el hecho de que el linaje imperial se viera hasta tal punto despreciado en su persona, sobre todo por el deseo carnal que sentía, que si no le venía dado por la edad, tal vez sí por la vida muelle de la corte.

ACERCA DE LA PRESENTACIÓN DE MIGUEL ANTE EL EMPERADOR POR PARTE DE SU HERMANO

[18] Este ha sido el proemio de mi discurso, cuyo argumento se desarrolla ahora tal como sigue. Atendían a este emperador, desde antes de que subiera al poder, diversas personas, entre las que había un eunuco de condición humilde y baja extracción, pero con una inteligencia extraordinariamente despierta[16]. El emperador Basilio confiaba plenamente en sus servicios y compartía con él sus secretos, de forma que aunque no lo ascendió a cargos eminentes, lo trataba con total familiaridad. Pero este hombre tenía un hermano, que aunque era todavía un adolescente antes de que Romano subiera al poder, después de su ascenso se dejó crecer ya la barba y alcanzó la edad madura. Aunque todo su cuerpo guardaba unas hermosas proporciones, era la belleza de su rostro la que rayaba la perfección, pues tenía una fragancia especial, una mirada brillante y unas mejillas de un bermejo intenso. Su hermano lo condujo a presencia del emperador, que presidía sentado junto a la emperatriz, para que lo conociese, pues ésa había sido su voluntad. Cuando los dos hermanos entraron en la estancia, mientras que el emperador, nada más verlo y hacerle unas pocas preguntas, ordenó que se le acompañara fuera y que permaneciera en adelante en el interior de la corte imperial, la emperatriz, como si los ojos se le encendieran de una llama que era tan intensa como la belleza que aquél irradiaba, sintió enseguida que en ella prendió un amor que concibió al modo de una mística unión. Pero este suceso pasó inadvertido a la mayoría por el momento.

[ACERCA DE LOS AMORES DE ZOE Y EL CÉSAR MIGUEL]

[19] Como ella era incapaz de gobernar su deseo o de analizarlo racionalmente, después de haber evitado en muchas ocasiones al eunuco, empezó a tratarlo entonces con frecuencia. Así, después de empezar a hablar sobre otro punto, hacía finalmente recaer la conversación sobre el hermano como si se tratase de una espontánea digresión en su discurso, y le instaba a que hiciera que aquél cogiera confianza y la frecuentara siempre que quisiera. El hermano, sin sospechar por el momento nada oculto en todo aquello, consideró estas indicaciones como muestra de su benevolencia y así, tal como se le había ordenado, se presentaba ante ella, amedrentado y con ánimo sumiso. Entonces el pudor iluminaba aún más su rostro, que se mostraba como bañado en púrpura, con un color vivo y resplandeciente. Ella, por su parte, le animaba a perder todo miedo, le sonreía con ternura y distendía el arco de sus cejas, como queriendo revelarle su amor mediante signos y espolear su audacia. Y dado que las oportunidades que dio a su amado para que exteriorizara su amor eran tan claras, él mismo se dispuso a corresponder a su amor. Al principio procedió de forma algo tímida, pero posteriormente la abordaba de manera desvergonzada, tal como suelen actuar los amantes, pues la abrazaba de repente y la besaba, acariciándole el cuello y la mano, ya que su hermano le había instruido en esas técnicas. Ella entonces se entregaba a él todavía más y quería emular la pasión de sus besos. Pero mientras que ella estaba verdaderamente enamorada, él no sentía ninguna atracción especial por una mujer tan ajada, sino que sólo pensaba en el esplendor del imperio y por él era capaz de atreverse a hacer cualquier cosa y soportarlo todo. Al principio las gentes de Palacio sólo tenían sospechas y no pasaban de las conjeturas, pero posteriormente, cuando el amor de ambos alcanzó su paroxismo y se mostró sin tapujos, todos supieron lo que ocurría y no hubo nadie que no se enterase, pues sus primeros besos habían desembocado ya en unión carnal y muchos les habían sorprendido mientras dormían en el mismo lecho. Éste entonces se sentía avergonzado, enrojecía y se atemorizaba pensando en las consecuencias de aquel acto, pero ella no se echaba atrás, sino que estrechándole le besaba a la vista de todos y se jactaba de poder disfrutar a menudo de los servicios del joven.

[20] Que lo engalanase como si fuese un ídolo, lo cubriese de oro y le hiciese lucir anillos y tejidos dorados no lo considero en absoluto extraordinario, pues ¿qué no daría a su amado una emperatriz enamorada? A veces incluso, sin que lo advirtiera la corte, lo hacía sentar en su lugar sobre el trono imperial y le ponía el cetro en sus manos. En una ocasión, considerando que se merecía la diadema, se la ciñó y entonces, echándose en sus brazos, lo llamaba ídolo mío, alegría de mis ojos, flor de belleza y refrigerio de mi alma. Esta escena se repitió muchas veces, de forma que no pasó desapercibida a uno de los que acechaban todos los movimientos de la corte. Era éste un eunuco al que se le había confiado un puesto de la máxima responsabilidad en la corte del emperador. Se trataba de una persona muy respetada tanto por su porte como por su rango y que había pasado al servicio de la emperatriz desde el de su padre. A esta persona, al ver aquel nuevo espectáculo, poco le faltó para exhalar el último suspiro, hasta tal punto le conmocionó la escena. La emperatriz lo hizo volver en sí, pues se había desvanecido y lo calmó, ya que estaba muy alterado, ordenándole que se pusiera a disposición del joven, el cual, si ya era ahora emperador, en el futuro lo sería de forma aún más evidente.

[21] Lo que ya no constituía un secreto para nadie, no llegaba sin embargo a conocimiento del emperador, tan espesa era la niebla que velaba su vista. Y cuando posteriormente la impresión del resplandor deslumbró sus pupilas y la bronca sacudida del trueno atronó sus oídos, a pesar de que había visto con sus propios ojos algunas cosas y otras las había oído, quiso entonces entornar los ojos y taponarse los oídos. Es más, incluso muchas veces cuando estaba en su dormitorio con la emperatriz, que se envolvía con un vestido de púrpura antes de acostarse en el lecho, hacía llamar sólo a éste y le ordenaba que le masajease y friccionase los pies, pues lo tenía por un ayudante de cámara, y de esta forma, con objeto de que hiciese su trabajo, le confiaba también expresamente a su propia mujer. Cuando su hermana Pulqueria y algunos de los cubicularios le revelaron la conjura que se gestaba para asesinarlo, le abrieron los ojos y le instaron a que se pusiese en guardia, él, que podría fácilmente haber hecho desaparecer al amante oculto y poner fin a toda aquella trama alegando un pretexto cualquiera para llevar a cabo sus propósitos, no sólo no hizo esto, ni puso en marcha ningún plan para hacer frente al problema, sino que convocó un día al joven para interrogarle, no sé si como amante o como amado, sobre su supuesto amor. Y puesto que aquél fingió no saber nada, el emperador le exigió entonces como garantía de lo que decía que jurase por las sagradas reliquias. Una vez que él prestó todos los juramentos exigidos, el emperador consideró meras calumnias las acusaciones de los demás y sólo a él le hizo caso, considerándolo un fidelísimo servidor.

[22] Pero otra circunstancia se unía a ésta para mantener al emperador lejos de toda sospecha contra el joven. Éste estaba en efecto afectado por una terrible enfermedad desde su adolescencia. El mal, que le sobrevenía cíclicamente, sin ningún síntoma premonitorio, le alteraba por completo las funciones cerebrales y así, de repente, le empezaban las convulsiones, los ojos le giraban sobre sus órbitas y caía fulminado en tierra, donde se golpeaba la cabeza contra el suelo y padecía espasmos durante mucho tiempo. Luego volvía a la consciencia y poco a poco recuperaba su mirada habitual. El emperador, al ver al joven dominado por esta enfermedad, sentía lástima por su padecimiento y del mismo modo que desconocía sus amores y encantos, tenía por auténtica su locura. Pero a la mayoría esta enfermedad les parecía fingida y un velo que ocultaba la conspiración. No obstante, esta sospecha sólo habría podido ser cierta si no hubiera padecido estas mismas alteraciones una vez convertido en emperador. Aunque de ello deberá tratarse más adelante en el libro que versa sobre él, hay que decir que su mal favoreció sus propósitos y la enfermedad, que no era fingida, sirvió de velo a su intriga.

[23] No era por lo tanto una empresa difícil convencer al emperador de que los dos amantes no se amaban, pues tan fácilmente él mismo se había persuadido de ello. Según me contó alguien que por aquel entonces frecuentaba la corte imperial —un hombre que estaba al tanto de toda la aventura amorosa de la emperatriz y que me proporcionó la materia de esta historia—, el emperador por una parte quería como convencerse de que la emperatriz no tenía una relación amorosa con Miguel, pero por otra parte sabía que era una mujer enamoradiza y de ardientes pasiones y por ello, para que no llevase una vida de promiscuidad entregada a muchos amantes, no mostró excesivo disgusto por el trato que tenía su mujer con uno solo, sino que simuló no enterarse, para que así la pasión de la emperatriz se viera satisfecha. No obstante, se me contó de hecho una versión diferente. El emperador aceptaba sin problemas la idea, por no decir la percepción, de esta relación amorosa, pero no así su hermana Pulquería y cuantos entonces compartían con ella sus secretos, que estaban furiosos por esta situación. En consecuencia, empezó un combate contra los amantes, pero aunque esta falange contaba con apoyos muy significados, la victoria prevista se quedó en simple hipótesis, pues la hermana murió poco tiempo después y, de entre las personas de su círculo, uno no tardó en padecer idéntico destino, otro fue expulsado de Palacio por voluntad del emperador, y de los demás, unos aceptaron lo que sucedía y otros se pusieron la mordaza en la boca, de forma que aquel amor no se consumió entre sombras, sino que había recibido como una sanción legal.

ACERCA DE LA ENFERMEDAD DEL EMPERADOR

[24] ¿Qué sucede luego? También el emperador es presa entonces de una enfermedad extraña e intratable, pues todo su cuerpo de repente se habla corrompido y ulcerado. A partir de ese momento no probaba ya los alimentos con apetito y el sueño le abandonaba enseguida sin posarse apenas en el borde de sus párpados. A pesar de que antes no se le conocía un carácter difícil, ahora se junta en su persona todo a la vez: la aspereza en el trato, un comportamiento desabrido, ataques de cólera, ira o simple tendencia a gritar. Así pues, él, que era una persona accesible desde su más temprana edad, se hizo entonces intratable a la vez que inaccesible. Le abandonó la risa, así como el encanto de su personalidad y la dulzura de trato. Ya no depositaba absolutamente en nadie su confianza, ni él mismo parecía inspirarla a los demás, sino que del mismo modo que las sospechas de él recaían sobre éstos, las de éstos recaían sobre él y ambos vivían en mutuo recelo. Su falta de generosidad se vio entonces incrementada, pues sus distribuciones de dinero eran verdaderamente mezquinas, se irritaba ante cualquier súplica y toda petición de clemencia sólo conseguía enfurecerlo. Pero a pesar del lamentable estado de su salud, no abandonó nunca los usos de la corte, ni despreció las procesiones imperiales, sino que tomaba parte en aquellos rutilantes espectáculos con trajes recamados en oro y vestía todas las demás galas. Después de hacer recaer esta carga sobre su cuerpo enfermo, regresaba a Palacio con dificultad y su estado se agravaba aún más.

[25] Yo, que todavía no había cumplido los dieciséis años, le vi muchas veces en este estado durante las procesiones. Apenas se diferenciaba de un cadáver, pues todo su rostro estaba hinchado y su color no era mejor que el de un muerto de tres días dispuesto para la sepultura. Su respiración se aceleraba, se detenía después de avanzar apenas unos pasos. Se le había caído la mayor parte del pelo de la cabeza, como al cuerpo de un muerto, y sólo tenía en tornp a la frente algunos pocos pelos, cortos y en desorden, agitados, según creo, por su fatigosa respiración. Mientras para los demás estaba ya desahuciado, él no había perdido del todo la esperanza, sino que se sometía a prácticas médicas, como prometiéndose encontrar en ellas su curación.

ACERCA DE LA MUERTE DEL EMPERADOR

[26] Si aquella pareja de enamorados o sus cómplices cometieron o no algún acto inicuo contra el emperador, yo al menos no podría decirlo, pues no me gusta levantar acusaciones a la ligera por hechos de los que yo no tengo todavía hoy completa certeza. Pero entre otras personas está comúnmente extendida la opinión de que aquellos que primero habían hechizado al emperador con sus drogas, posteriormente mezclaron eléboro entre ellas. No obstante, mis dudas no son ahora sobre este aspecto, sino sobre si aquéllos fueron los responsables de su muerte. Así estaban las cosas cuando el emperador llevaba a cabo los preparativos de la Resurrección, que a todos nosotros nos está destinada, al tiempo que se disponía a salir al día siguiente en la gran procesión pública. Así pues, el día antes sale para bañarse en los Baños que están en torno al Palacio. No lo llevaban de la mano todavía, ni su aspecto mostraba la inminencia de la muerte, pues subió muy dignamente para ungirse, lavarse y quitarse las impurezas de la piel. Entra pues en el Baño y después de dejarse lavar la cabeza, le irrigan el cuerpo. Puesto que respiraba bien, se sumerge él solo en la piscina, que era más profunda en el centro. Al principio flotaba placenteramente en la superficie y nadaba con ligereza, respirando con placidez y refrescándose. Luego algunos de sus ayudantes entraron en el agua para sostenerlo y hacerle descansar. Esto es al menos lo que pareció. Pero no puedo decir con certeza si después de entrar cometieron algún acto criminal contra el emperador. Pues aquellos que relacionan con éste los otros hechos anteriores, dicen que cuando el emperador metió su cabeza bajo el agua, tal como acostumbraba a hacer, aquéllos, cogiéndole firmemente por el cuello, lo mantuvieron bajo el agua durante mucho tiempo. Luego lo dejaron y salieron. El aire que había en su interior hizo subir su cuerpo casi exánime a la superficie de las aguas, como si fuera un corcho que flotase sin rumbo. Cuando, al recuperar brevemente el aliento, comprendió la situación critica en la que se hallaba, extendió la mano para que alguien lo cogiese y lo sacase. Uno al menos se compadeció de él ante su situación y tendiéndole las manos, lo agarró por los brazos y lo izó. Transportándolo entonces como mejor pudo, lo dejó en el lecho en muy mal estado. Se produjo entonces un enorme griterío ante esta noticia y acudieron otros, incluso la emperatriz, en persona y sin escolta, como transida de dolor. Pero nada más verlo, se fue de nuevo, convencida por lo que había visto de lo inevitable de su muerte. Él por su parte emitía gemidos roncos y profundos y miraba a todos los lados, y puesto que era incapaz de hablar, indicaba con gestos y movimientos de cabeza lo que quería expresar. Pero como ya no le entendía nadie, cerró los ojos y volvió a jadear cada vez más intensamente. Luego vomitó de repente, echando por la boca una sustancia espesa y de aspecto negruzco. Después de esto siguieron dos o tres estertores más y abandonó esta vida[17].