LIBRO II

[II.1] Una vez muerto Basilio, su hermano Constantino ascendió a la atalaya del imperio sin que nadie le disputase el poder, puesto que el emperador Basilio, estando a punto de morir, lo habla convocado a Palacio para confiarle el timón del gobierno. Éste, con setenta años de edad, se hace cargo entonces de toda la administración. Como estaba dotado de un carácter débil y su ánimo lo empujaba a disfrutar de todo, después de encontrar lleno de dinero el tesoro imperial, se abandonó a todo tipo de placeres siguiendo sus inclinaciones.

[2] A este hombre los escritos que lo describen lo representan del siguiente modo: de ánimo indolente, no se mostraba excesivamente preocupado por el poder; aunque de constitución fuerte, era débil de espíritu; al hacerse viejo y no poder combatir ya, se exasperaba con cualquier noticia de mal augurio; cuando los pueblos bárbaros que nos rodeaban se alzaban contra nosotros, los contenía con dignidades y presentes, mientras que a los súbditos que se sublevaban les infligía terribles castigos: si sospechaba de alguien que era un rebelde o un sedicioso, lo castigaba antes de comprobarlo, de forma que se ganaba la sumisión de los súbditos no por su benevolencia, sino mediante toda clase de terribles torturas; mudable era su ánimo como el que más; se dejaba vencer por su cólera; siempre estaba dispuesto a dar crédito a cualquier rumor; sobre todo sospechaba de los que aspiraban al imperio y por ello les infligía terribles castigos, pues no los mantenía de momento a raya exiliándolos o recluyéndolos, sino que les vaciaba enseguida los ojos con el hierro.

Repartía este castigo a todos por igual, aunque uno pareciese haber cometido una falta grave y otro una leve, aunque uno hubiese pasado a la acción y el otro sólo hubiese dado pábulo al rumor, pues no se preocupaba de impartir los castigos en conformidad con las faltas, sino de cómo verse libre de sus propias sospechas. Pero además este suplicio le parecía más leve que los demás y, puesto que así dejaba a los castigados sin posibilidad de actuar en el futuro, se servía de él de forma preferente, pues llegó a aplicarlo a todos, desde los más poderosos hasta los más humildes. Extendió el mal incluso a algunos miembros del clero y ni siquiera respetó la dignidad episcopal, pues tan pronto como era preso de la ira, no había medio de que recuperara el juicio y permanecía sordo a todo consejo. Aun siendo tan colérico, no estaba sin embargo desprovisto de un cierto sentido de la compasión, sino que se conmovía ante las desgracias ajenas y las aliviaba con frases piadosas. Además, no era su cólera constante, como la de su hermano Basilio, sino que se echaba atrás enseguida y sentía un tremendo arrepentimiento por lo que había hecho. Así, si alguien apagaba el fuego de su cólera, él renunciaba a aplicar el castigo y daba gracias al que le había detenido, pero si no sucedía nada que se lo impidiese, la cólera le arrastraba a cometer algún mal. No obstante, nada más escuchar una palabra distinta, se afligía, abrazaba compasivo al condenado y sus ojos derramaban lágrimas mientras se disculpaba con palabras compasivas.

[3] La prodigalidad de que supo hacer gala fue mayor que la de todos los demás emperadores, aunque no unía a este don el de la equidad y la justicia, pues mientras abría las puertas de par en par para colmar de beneficios a sus allegados y amasaba oro para ellos como si fuese arena, se mostraba más parco a la hora de mostrar esta virtud suya a los que le eran ajenos. Los que disfrutaban de su confianza eran sobre todo aquellos que tenía a su servicio como asistentes y ayudantes de cámara después de haber ordenado que se les amputaran los órganos genitales en su más tierna infancia. Estos hombres no eran de condición noble ni libre, sino extranjera y bárbara, pero como habían sido educados gracias a Constantino y adaptado sus costumbres a las de él, se les consideró más merecedores de respeto y honores que los demás. Consiguieron además ocultar su baja extracción gracias a su comportamiento, pues eran magnánimos y liberales con el dinero, estaban siempre dispuestos a beneficiar a los demás y daban abundantes muestras de las demás virtudes que les adornaban.

[4] Este emperador, cuando todavía era joven y su hermano Basilio se había hecho dueño absoluto del poder, tomó como mujer a una de las más nobles patricias, llamada Helena, hija de aquel famoso Alipio que por aquel entonces tenía una posición muy destacada. Esta mujer, hermosa de apariencia y noble de espíritu, dio tres hijas al emperador antes de pasar a mejor vida. Así pues, cuando ésta abandonó el mundo después de cumplir el tiempo que le estaba asignado, aquéllas fueron criadas y educadas en Palacio de acuerdo con la dignidad imperial que les correspondía. También el emperador Basilio las quería y les colmaba de muestras de afecto, pero no le dio por pensar nada adecuado respecto a ellas, sino que delegó toda responsabilidad sobre ellas a su hermano, para quien él reservaba el trono.

[5] La mayor de estas hermanas no presentaba muchas semejanzas con su familia. Era equilibrada por su carácter, poseía un espíritu sensible y no destacaba por su belleza, pues cuando todavía era niña se la había echado a perder una enfermedad contagiosa que tuvo. La siguiente hermana, la de en medio, a la que conocí yo mismo cuando ya había envejecido, era por su carácter la más digna del trono. Tenía además un porte espléndido y descollaba por su inteligencia, con la que se ganaba el respeto de todos, pero como sobre ella hablaré con más detalle en la sección que corresponda, omito pues ahora el tratar sobre ella. La siguiente, la tercera, era más alta de estatura, así como concisa y fluida en su expresión, aunque menos hermosa que su hermana[1]. Así pues, el emperador Basilio, su tío, murió sin haber dispuesto para ellas nada de lo que correspondía a su condición imperial. En cuanto a su padre, ni siquiera él, cuando se hizo cargo de la autoridad suprema, tomó una decisión mínimamente razonable respecto a ellas, a no ser con la hermana de en medio, la más digna del trono, y ello en el momento en el que veía próximo el fin de sus días, algo de lo que se hablará más adelante. Pero tanto ésta como la menor de las tres hermanas aceptaban satisfechas la voluntad de su tío y de su padre y no se preocupaban de nada más. En cuanto a la mayor, que se llamaba Eudocia, bien porque se desentendiese de los asuntos de Estado, bien porque tuviese superiores anhelos, pidió a su padre que tuviera a bien consagrarla a Dios. Éste al punto quedó convencido y entregó a la hija de sus entrañas como una primicia y ofrenda al Poderoso. Nunca llegó a revelar cuáles eran sus designios respecto a las demás. Pero no hablemos todavía sobre ello.

[6] Mi relato debe describir la personalidad del emperador sin añadir ni quitar nada a su forma de ser. Desde el momento en que el conjunto de la administración dependió de él, como no era una persona capaz de consumir su tiempo en preocupaciones, delegó las responsabilidades en hombres con una gran formación, mientras él se encargaba de todo lo relacionado con las audiencias a los embajadores o del resto de los pequeños asuntos administrativos. De esta forma, presidiendo solemnemente desde su trono, dejaba que su lengua se expresase mediante pruebas dialécticas y silogismos retóricos que impresionaban profundamente a toda su audiencia. En efecto, aunque no tenía muchos estudios, sino que eran limitados los conocimientos que había adquirido de la cultura griega, pues tan sólo se correspondían con los de un niño, estaba dotado de una destreza y gracia innatas y tenía la fortuna de poseer una lengua delicada y elegante a la hora de hablar, con la que alumbraba brillantemente los pensamientos que engendraba su alma. De hecho, dictaba incluso en persona algunas de las epístolas imperiales, pues hacía de ello cuestión de honor, y no había mano rápida que no se viese superada por la velocidad del dictado, aunque raras veces conoció una generación tantos y tan jóvenes y rápidos secretarios como los que él tuvo la fortuna de poseer, de forma que al verse aturdidos por la rapidez con la que hablaba, notaban con ciertos signos el torrente de conceptos y palabras[2].

[7] Era de una gran estatura, pues alcanzaba hasta los nueve pies, pero aún más vigorosa era su constitución física. Tenía un estómago resistente al que la naturaleza había capacitado para asimilar bien los alimentos. Se había hecho un experto a la hora de aderezar las comidas, de combinar olores y colores en los platos y de hacer apetitosa cualquier vianda. Era pues esclavo de su vientre y de los placeres del amor. Por todo ello le sobrevino un mal en las articulaciones que le dejó sobre todo muy afectados los dos pies, hasta el punto de impedirle caminar. Por ello nadie lo vio nunca atreverse a usar los pies para moverse desde que accedió al poder imperial: era llevado a caballo sentado firmemente sobre la silla.

[8] Los espectáculos y las carreras de caballos lo volvían loco, más que ninguna otra cosa, de forma que se tomaba un gran interés por ellos, cambiando tiros y arreos, preocupado sólo por la línea de salida. Se ocupó también de nuevo por la lucha gimnástica, abandonada desde hacía mucho tiempo, y la reintrodujo como espectáculo, pero no para contemplarla como emperador, sino para tomar parte en ella frente a sus rivales, aunque no quería vencer a sus adversarios por ser él el emperador, sino que lucharan denodadamente para que su victoria sobre ellos fuese más nítida. Le gustaba charlar y discutir, así como adoptar las costumbres de los ciudadanos. Pero si estaba dominado por los espectáculos, no menos lo estaba por las cacerías, en las que se sobreponía a la canícula, vencía al frío y resistía a la sed. Estaba especialmente bien entrenado para luchar con las fieras, pues había aprendido a usar el arco, a lanzar la jabalina, a blandir con destreza la espada y a acertar en el blanco con sus flechas.

[9] Su desinterés por los asuntos de Estado era tan grande como su afición por los dados y los tableros[3]. Así pues, tan dominado estaba por este juego y tanto lo hacía enloquecer, que si estaba ocupado con él hasta desatendía a los embajadores que le esperaban a pie y dejaba de lado cuestiones de la mayor gravedad. Enlazaba de esta forma días y noches, y a pesar de su gran voracidad, prescindía por completo de todo alimento cuando quería jugar a los dados. La muerte lo sorprendió así cuando se estaba jugando el poder a los dados: la vejez había provocado la inevitable consunción de su organismo y él, cuando se dio cuenta de que iba a morir, ya fuese convencido por algunos de sus consejeros, ya porque se diese cuenta por sí mismo de lo que era preciso hacer, realizó averiguaciones acerca de quién podría sucederle en el poder, con el fin de darle como esposa a la segunda de sus hijas. Pero puesto que nunca antes de aquel momento había prestado atención con detenimiento a ninguno de los senadores, le resultó entonces difícil basar su elección en algún criterio.

[10] Había por aquel entonces un hombre que ocupaba la presidencia del senado y había sido ascendido a la dignidad de prefecto, una magistratura esta propia de un emperador, salvo por carecer de la púrpura[4], pero se había casado con una mujer cuando aún era niño y por eso no parecía muy adecuado para ocupar el poder, pues si en lo que se refería a su linaje este hombre resultaba ser más adecuado que los demás, el tener mujer lo hacía susceptible de críticas[5] y constituía para muchos un serio impedimento para una alianza con la familia del emperador. Así estaban las cosas en lo que respecta a este hombre. Pero el emperador Constantino, puesto que el tiempo no le permitía deliberar más y la proximidad de la muerte le impedía analizar más detalladamente el asunto, descartando a todos los demás por no ser dignos de una alianza con el emperador, se inclinó por este hombre hacia el que le impulsaban sus cálculos con todas las velas desplegadas.

Sabiendo que la mujer se oponía a sus planes, simula entonces una cólera profunda e implacable contra su marido y envía a unos emisarios para que inflijan a aquél un terrible castigo y a ella la aparten de la vida secular. Ella, al desconocer sus ocultos designios y no sospechar que la ira era una máscara, cede enseguida ante sus pretensiones, se deja cortar el pelo, asume un hábito negro y es conducida a un monasterio. Mientras tanto Romano, pues así se llamaba el hombre, es llevado a Palacio para convertirse en yerno del emperador. A su vez la más bella de las hijas de Constantino, tan pronto como es mostrada a Romano, queda unida a él formando una pareja imperial. Y en cuanto al padre, sobreviviendo apenas lo suficiente para tener noticia del enlace, pasa enseguida a mejor vida después de dejar el poder a su yerno Romano [6].