LIBRO I

ACERCA DEL ASCENSO DE BASILIO AL PODER

[I.1] Así abandonó esta vida el emperador Juan Tzimisces, que tanto había contribuido a la prosperidad del imperio romano, cuyo poder él incrementó de este modo. Entonces el imperio regresó a sus legítimos depositarios, Basilio y Constantino, los hijos de Romano[2].

[2] Ambos habían dejado ya atrás la pubertad, pero su carácter era distinto, pues mientras que Basilio, que era el de mayor edad, siempre se mostraba vigilante, circunspecto y reflexivo, a ojos de todos era manifiesta la indolencia de Constantino, que tenía una vida de ocio y sólo aspiraba a llevar una existencia regalada. Así pues consideraron que no debían ser emperadores los dos, sino que Basilio, el mayor de ambos, asumiría todo el poder. A su hermano únicamente le dejaría compartir con él el título de emperador. De otro modo, si la administración del imperio no hubiera recaído sobre el primogénito y más experimentado, el timón del imperio no habría podido ser dirigido por sus manos. Uno debería por lo tanto admirar a Constantino, porque, a pesar de que pudo repartirse por igual con su hermano la herencia de su padre, me refiero a la potestad imperial, sin embargo le cedió la mayor parte, y esto cuando él mismo, siendo apenas un adolescente, que es cuando la ambición del poder domina más las voluntades, veía que su hermano todavía no había alcanzado la plena virilidad, sino que era un mozalbete al que, como suele decirse, empezaba a apuntarle el bozo. Así pues, sea merecedor Constantino de este elogio ya desde el comienzo del libro.

[3] Por su parte Basilio, una vez asumida ya la autoridad sobre los romanos, no quiso hacer partícipe a nadie de sus reflexiones, ni tomar a un consejero en cuanto atañía a la administración del Estado. Pero tampoco podía confiar en sus solas fuerzas, pues todavía no tenía experiencia ni en el mando militar ni en el buen gobierno civil. Por ello fijó su atención en el chambelán Basilio. Este hombre había llegado a ser el dignatario más importante de todo el imperio de los romanos, tanto por su vasta inteligencia como por su gran estatura y también su aspecto, digno verdaderamente de alguien que aspira a usurpar el trono. Sin embargo, aunque había nacido del mismo padre que Basilio y Constantino, su madre había sido otra y por ello se le emasculó enseguida a una temprana edad, con el fin de que los derechos al trono no recayeran antes en un bastardo que en los hijos legítimos. Éste se contentaba así con su destino y se sentía ligado al linaje imperial, que era el suyo propio. Más que por nadie mostraba predilección por su sobrino Basilio, al que abrazaba con toda familiaridad, tal como haría un ayo afectuoso que lo hubiera criado[3]. Precisamente por ello Basilio delegó en él las principales cargas del poder y la eficiencia de aquél le sirvió a él mismo de aprendizaje. Si el chambelán era como un atleta o un luchador, el emperador Basilio era un espectador, pero no ya para ponerle la corona de la victoria, sino para entrar en liza él mismo a competir y correr, según las pautas que aquél le marcaba.

Así pues, desde aquel momento todo quedó bajo las órdenes de Basilio: a él miraban los civiles, ante él se inclinaban los militares y él era el primero y también el único que se ocupaba de los ingresos del fisco y del equilibrio de las finanzas. El propio emperador sancionaba con su boca o con su mano todas sus decisiones, bien apoyándolas verbalmente, bien ratificándolas por escrito.

[4] A muchos de nuestros contemporáneos que conocieron en persona al emperador Basilio, éste les parecía rudo y de un carácter cortante, iracundo y obstinado en sus decisiones, morigerado en sus hábitos y ajeno a toda molicie, pero tal como yo he sabido por los escritores que narran la historia de su tiempo, no era desde luego así al principio, sino que después de vivir de manera relajada y entre placeres, cambió y llevó una vida estricta, como si las circunstancias hubieran endurecido su carácter, dado vigor a lo que se había ablandado, tensado cuanto estaba suelto y cambiado por completo su forma de vida. En efecto, al principio no ocultaba a nadie sus francachelas y constantes escarceos amorosos, se preocupaba sólo de los banquetes, repartía su tiempo entre el descanso y el ocio propio de los emperadores y disfrutaba, como es lógico, tanto de su juventud como de su condición de emperador. Pero desde que aquellos hombres, Esclero primero, Focas después de él y luego de nuevo el primero en tercer lugar, así como todos los demás, comenzaron a pretender el trono imperial y se sublevaron contra él por todas partes, entonces él, abandonando su vida de molicie con las velas desplegadas, se entregó a su deber con toda su alma, de forma que, imponiéndose a las personas de su entorno que se habían apropiado de la autoridad imperial, se dispuso a destruir por completo sin mayor dilación todo el linaje de aquellos usurpadores[4].

ACERCA DE LA REVUELTA DE ESCLERO

[5] Por este motivo los sobrinos de aquéllos suscitaron contra él guerras enconadas y, antes que nadie, Esclero, un hombre no sólo dotado para tomar decisiones, sino muy capaz de llevarlas a cabo. Esclero había reunido además una inmensa fortuna, suficiente para permitirle usurpar el poder, tenía tras de sí la fuerza de su linaje, había vencido en grandes batallas y contaba con la predisposición de todo el ejército a secundar sus proyectos. Así pues, después de reunir a muchos partidarios de su usurpación, fue el primero que se atrevió a emprender la guerra contra Basilio. Lleno de confianza, como si la victoria estuviese ya decidida, marchó a por el poder conduciendo contra el emperador todas sus fuerzas de caballería e infantería[5]. Al principio los consejeros del emperador perdieron la esperanza de salvarse, pues sabían que todas las fuerzas de infantería habían confluido bajo el mando de Esclero, pero luego, después de reunirse y confrontar sus opiniones acerca de todo lo que estaba sucediendo, creyeron encontrar una salida, tal como sucede en situaciones extremas. Pensaron que un tal Bardas, hombre de familia muy noble y carácter aún más leal, sobrino del emperador Nicéforo, estaba capacitado para combatir al usurpador Esclero, de forma que, después de confiarle el resto de las tropas que habían reunido y nombrarle comandante supremo de todo el ejército, lo despacharon para que hiciera frente a Esclero. [6] Pero puesto que tenían a Bardas no menos miedo que a Esclero por ser de sangre imperial y haberse formado también una alta opinión de sí mismo, suprimen de su atuendo toda condición de civil y cuantas insignias promueven la usurpación y lo inscriben en la clerecía, obligándole luego con solemnes juramentos a no tomar parte nunca en una sedición ni a transgredir lo prometido. Por lo tanto, sólo después de haber tomado estas garantías de él, lo despachan al frente con todas las fuerzas.

[7] Este hombre, según se cuenta, tenía una personalidad muy semejante a la de su tío el emperador, pues permanecía siempre taciturno y vigilante, era capaz de anticipar y comprender cualquier situación y no ignoraba ninguna de las tácticas de guerra, sino que tenía experiencia en todas las técnicas de asedio, en todo tipo de emboscadas y formaciones de combate, e incluso en la lucha cuerpo a cuerpo daba más muestras que aquél de su energía y valor, pues todo el que recibía un golpe suyo perdía al instante la vida, y cuando lanzaba su grito, aunque fuese desde lejos, llenaba de confusión a toda la falange. Así pues, este hombre, después de distribuir las fuerzas bajo su mando y agruparlas en batallones, puso en fuga, no una, sino muchas veces, a la falange enemiga, y ello a pesar de la muchedumbre de los adversarios: la inferioridad en la que se encontraba ante el enemigo se vio compensada por la superioridad y el gran valor que mostraba frente a ellos por su preparación militar y táctica.

[8] Un día, finalmente, los comandantes de los dos ejércitos enemigos cobraron valor y decidieron de común acuerdo enfrentarse en lucha singular. Avanzaron así ambos al encuentro en el campo que había entre los ejércitos, se miraron y enseguida trabaron combate. El usurpador Esclero, sin poder esperar ya más para atacar y transgrediendo de repente las reglas del combate, galopó el primero hasta llegar junto a Focas, al que golpeó directamente en la cabeza, según venía, con toda la energía que cobró su brazo gracias al impulso de la carrera. Éste, al recibir el golpe inesperadamente, perdió por un breve instante el control de las riendas del caballo, pero enseguida recobró el sentido y golpeando al que le había atacado en la misma parte del cuerpo, puso fin a su impulso guerrero y le obligó a batirse en retirada.

[9] Este veredicto de las armas pareció a ambos decisivo, como si tuviera la máxima sanción del Estado. Así, Esclero, que se hallaba en una situación sin salida, porque aunque no podía ya enfrentarse a Focas consideraba humillante pasarse al bando del emperador, toma una decisión que no resulta ser ni las más sensata ni la más segura, pues, dejando atrás las fronteras de los romanos, entra con todas sus tropas en la tierra de los asirios, donde se presentó ante el rey Cosroes. Su presencia suscitó el recelo del rey, que, temeroso del gran número de sus soldados o sospechando quizás un ataque por sorpresa, lo hizo encadenar y lo mantuvo encerrado en una prisión segura[6].

ACERCA DE LA REVUELTA DE BARDAS FOCAS

[10] Por su parte Bardas Focas regresó de nuevo junto al emperador de los romanos, donde se le permitió celebrar una procesión triunfal y fue incluido entre las personas del círculo del emperador. De esta forma concluyó la primera tentativa de usurpación. El emperador Basilio creyó verse libre de problemas, aunque en realidad lo que semejaba ser la resolución del conflicto llegó a convertirse en el principio de muchos males. En efecto, Focas, que había sido al principio objeto de los mayores honores, luego lo fue de otros muy inferiores, por lo que al ver de nuevo cómo se esfumaban las esperanzas que había concebido, convencido como estaba de no haber traicionado la palabra dada —que había mantenido de acuerdo con lo pactado—, prepara contra el emperador Basilio una gravísima y peligrosa insurrección contando con el apoyo de la parte más poderosa del ejército. Una vez que se ha atraído a las principales familias de los que entonces eran los notables del imperio, se pasa al bando enemigo y después de escoger como milicia personal a soldados iberos —hombres estos que llegan a tener diez pies de estatura y son de fiero ceño[7]—, despejando toda duda acerca de sus intenciones, ciñe la diadema imperial y viste como usurpador el ropaje púrpura símbolo del poder[8].

[11] Luego sucede lo siguiente: un pueblo extranjero entró en guerra con los babilonios, junto a los que habían buscado refugio los hombres de Esclero para luego, tal como mostró mi relato, ver frustradas sus esperanzas. Esta terrible guerra resultó una pesada carga y requirió muchos hombres y recursos para hacerle frente[9]. Puesto que los babilonios no podían confiar en su solo ejército, cifran entonces sus esperanzas en los fugitivos y no sólo les quitan enseguida las prisiones, sino que los sacan de la cárcel, les proporcionan armamento pesado y los dirigen contra la falange enemiga. Éstos, como hombres nobles y guerreros que eran, conocedores además de las formaciones militares, se disponen en dos cuerpos de ejército separados y se lanzan luego de repente al galope contra el enemigo entre gritos de guerra. Después de matar a unos allí mismo y poner en fuga a los demás, empujándoles hasta la empalizada los masacran a todos en masa. Pero entonces, cuando levantaban el campo para regresar, como si obedecieran todos al mismo impulso de su alma, fueron ellos mismos los que se dieron a la fuga, pues tenían miedo de que el bárbaro a su vez no los tratase como debía, sino que los encerrase de nuevo entre grilletes. Huían todos juntos lo más rápido que podían y, cuando se habían alejado ya una gran distancia de la tierra de los asirios, el bárbaro descubrió su fuga y ordenó que los persiguieran con las tropas que en aquel momento pudieron movilizarse. Pero cuando cayeron sobre las espaldas de los romanos con una gran muchedumbre de tropas, se dieron cuenta de cuán inferiores eran a éstos en la lucha cuerpo a cuerpo, pues los fugitivos, tirando de repente de sus riendas, se dieron la vuelta y después de luchar en inferioridad numérica contra tropas mucho más nutridas, consiguieron que el número de enemigos que sobrevivió y se dio a la fuga fuera menor que el de sus propias tropas.

[12] De esta forma creyó Esclero que podría aspirar de nuevo al trono y poner bajo su mando todas las tropas, pues pensaba que Focas se había retirado y que todas las tropas imperiales estaban dispersas[10]. Pero cuando llegó a la frontera de Roma, se enteró de que Focas aspiraba ya al título imperial, y puesto que no podía luchar a la vez contra éste y contra el emperador, aunque faltó por segunda vez a la obediencia debida al emperador, marchó al encuentro de Focas con hábito humilde y reconoció su supremacía conformándose con marchar bajo sus órdenes. A continuación dividieron sus fuerzas en dos contingentes, de forma que su usurpación se convirtió en una amenaza todavía más poderosa. Ellos, confiando en sus tropas y en sus formaciones, descendieron hasta la Propóntide y las plazas costeras de esa área. Después de atrincherarse en zona segura, no les faltaba sino intentar cruzar el mar. [13] Por su parte el emperador Basilio, conocedor ya de la ingratitud de los romanos, reclutó una tropa selecta de bravos guerreros escitas del Tauro, que precisamente se habían presentado ante él no mucho antes, y después de formar junto a ellos otro contingente de extranjeros, los envió contra las falanges del adversario[11]. Cuando éstos se presentaron de repente ante los sublevados, mientras estaban, no ya listos para el combate, sino postrados y ebrios, mataron a no pocos y dispersaron a los supervivientes en todas direcciones[12]. Una violenta sedición estalló entonces entre ellos, incluso contra el propio Focas.

[14] Junto al ejército de los romanos estaba el propio emperador Basilio, al que le empezaba a crecer la barba y que iba adquiriendo experiencia en la guerra. Pero ni siquiera su hermano Constantino estaba ausente de las filas del ejército, sino que ciñendo una coraza y blandiendo una larga pica, también él formaba en la falange.

[15] Las dos formaciones permanecían frente a frente: del lado de la costa, la del emperador; del lado de las tierras altas del interior, la de los usurpadores; y en medio de ambas, un vasto campo de batalla. Focas, que sabía que los dos emperadores formaban en la línea de batalla, no demoró ya más el combate, sino que dejó que aquel día decidiese de forma inapelable el destino de la guerra y se confió a lo que la fortuna le inspirase[13]. No actuaba desde luego conforme a lo que pretendían los adivinos de su entorno, pues aunque éstos le disuadían de combatir de acuerdo con lo que les revelaban las ofrendas sacrificiales, él, oponiéndose a ellos, dio rienda suelta a su caballo. Se dice en verdad que se le aparecieron también a él funestos presagios, pues cuando apenas había empezado a cabalgar en su caballo, éste se resbaló y cayó, y cuando montó en otro, también a éste le ocurrió lo mismo nada más avanzar unos pocos pasos. Mudó entonces el color, el entendimiento se le nubló y el vértigo sacudió su cabeza. Pero como no se arredraba ante nada una vez dispuesto al combate, después de dirigirse al frente de la falange, cuando ya estaba casi al lado de las fuerzas del emperador, reunió en torno suyo una tropa de soldados de infantería —me estoy refiriendo a los más bravos guerreros de entre los iberos, hombres todos ellos a los que apenas les apuntaba la barba y estaban en la flor de su juventud, corpulentos y todos con la misma estatura, como si respondieran a un canon, armados con espadas en sus diestras e incontenibles en su ataque—. A una señal hizo avanzar entonces a los soldados bajo su mando y se precipitó hacia adelante al frente de su falange. Soltando las riendas marchó directo hacia el emperador, profiriendo un grito terrible y teniendo levantada con la mano derecha la empuñadura de su espada, como si con ésta fuera a fulminar en el acto al emperador.

[16] Así pues marchaba Focas, lleno de audacia, contra Basilio. Éste por su parte se había puesto al frente de sus propias fuerzas y permanecía allí con la espada en una mano y en la otra asiendo el icono de la Madre del Verbo, pues consideraba que éste era el más firme baluarte contra el ataque incontenible de Focas, el cual, igual a una nube impulsada por grandes vientos, cruzaba la llanura como una ola embravecida. Los soldados que permanecían en los dos flancos arrojaron sus lanzas contra él e incluso el emperador Constantino se adelantó un poco a la falange blandiendo su larga pica. Pero cuando Focas no se había apartado mucho de sus propias tropas, de repente, resbalándose de la silla, cayó a tierra. Sobre este suceso las versiones que se cuentan son cada una de ellas distinta, pues unos dicen que fue alcanzado por las lanzas arrojadas y que cayó al haber recibido una herida en partes vitales; otro dice que de repente la cabeza se le llenó de sombras a causa de una perturbación y desorden del estómago y que, al perder el conocimiento, cayó del caballo. Y por su parte el emperador Constantino se jactaba de haber eliminado al usurpador. Sin embargo, la versión que más se acepta dice que todo se debió a una conspiración y que un veneno, que tomó mezclado en su bebida, bloqueó de repente su capacidad motora al apoderarse del lugar del encéfalo en el que reside la consciencia, provocando así el vértigo y su caída. La consigna habría sido de Basilio y del copero del usurpador la mano traidora. Yo en cambio considero todo esto incierto y hago a la Madre del Verbo responsable de todo lo que ocurrió.

[17] Así pues, cae aquel que hasta entonces no había sido herido ni capturado, un triste espectáculo digno de ser llorado. Tan pronto como las falanges de ambos bandos lo vieron, los rebeldes se dispersaron enseguida, rompiendo su formación cerrada y dándose la vuelta para emprender todos abiertamente la fuga; pero los que estaban en torno al emperador, precipitándose enseguida sobre el usurpador caído, después de dispersar a los iberos, lo despedazaron a base de golpes de espada y, después de cercenarle la cabeza, se la entregaron a Basilio.

[18] A partir de ese momento, el emperador se transforma en una persona completamente diferente. La alegría que mostró por lo sucedido no fue mayor que la preocupación que tuvo por la gravedad de la situación. Así pues, se le veía siempre desconfiar de todos, con el ceño fruncido, con la mente siempre al acecho, colérico e iracundo con los que se equivocaban.

ACERCA DE LA DESTITUCIÓN Y EXILIO DEL CHAMBELÁN BASILIO[14]

[19] El emperador ya no estaba dispuesto a ceder nada de la administración del Estado al chambelán Basilio, sino que se sentía agraviado por él, le mostraba de múltiples maneras su hostilidad, lo evitaba en definitiva, de forma que ni su parentesco, ni el hecho de que aquél hubiese hecho y padecido muchas cosas por él, ni el prestigio de su alta dignidad, ni ninguna otra consideración, consiguieron que el emperador adoptase una postura conciliadora hacia él, sino que al contrario consideraba algo intolerable el que, siendo él emperador y habiendo alcanzado la edad madura, se considerase que debía secundarle en los asuntos del Estado, como si fuera cualquier persona y no hubiese accedido al rango de emperador, sino que sirviese como ministro a otro y fuese secundaria la autoridad que había recibido. Como en un mar agitado, bullían en tropel sus pensamientos sobre esta cuestión y muchas fueron las mudanzas y vueltas que dio su ánimo, pero, una vez tomada la decisión, destituyó de repente al chambelán al frente de la administración. Lo hizo además sin preocuparse de tener ninguna delicadeza con él por su destitución, sino de un modo rudo que nadie habría podido sospechar, pues lo envió al exilio embarcándolo en una nave.

[20] La destitución no supuso por ello para Basilio el fin de sus males, sino su principio y presupuesto, pues el emperador enseguida volvió sus pensamientos al comienzo mismo de su reinado, al momento a partir del cual el chambelán se había hecho cargo de la administración, y suspendió las decisiones previsoras que desde entonces había tomado aquél. Aunque no consideró adecuado derogar todo aquello que beneficiaba al Estado y a él mismo, en cambio intentó anular todo el cúmulo de prebendas y dignidades de las que tuvo noticia, afirmando que de aquello sí había sabido, pero que de éstas no estaba informado. Maquinó pues todo cuanto estuvo en su mano para perjudicar al chambelán y causar su desgracia. Por ejemplo, el magnífico monasterio que aquél había construido poniéndolo bajo la advocación de su homónimo el Gran Basilio, un monasterio que había sido equipado con magnificencia y con gran dispendio de mano de obra, que unía la variedad al gusto y que debido a generosas donaciones había recibido todo lo que le bastaba para mantenerse por sí solo: quería echarlo abajo desde los cimientos. Pero como tenía ciertos reparos ante una acción tan vergonzante, quitaba un día algo de un lado, otro echaba abajo otra cosa, luego eran los muebles y las piedras engastadas, de forma que con cada cosa procedía de la misma manera. No cejó hasta que convirtió el monasterio, si se puede hacer bromas con esto, en un Pensadero, porque los que estaban en él no dejaban de pensar en cómo procurarse lo que necesitaban.

[21] De esta forma, el chambelán, alcanzado cada día, por así decirlo, por tales flechas, quedó completamente abatido y no sabía de qué modo podía curar sus sufrimientos, pues no había nada en el mundo que le pudiera consolar. Aquel hombre, situado en la cúspide del poder, desde el momento en que se produjo su imprevista caída sintió que se le nublaba la mente y perdió el control de sí mismo, de forma que con los miembros paralizados y convertido en un cadáver viviente, al poco también se le quebró el alma y su vida se convirtió verdaderamente en un monumento, en una memorable lección de historia, es más, en un ejemplo del cambiante y confuso sino de las cosas mortales. Así pues, éste abandonó el mundo después de devanar el hilo de la vida que le había sido asignado.

[22] El emperador Basilio por su parte, dándose cuenta de la complejidad del imperio y de que no era asunto ni cómodo ni fácil el administrar un poder de tal envergadura, renunció a toda lisonja e incluso despreció el ornato corporal, pues ni adornaba su cuello con collares, ni con tiaras su cabeza, y ni siquiera se le veía resplandecer con clámides purpuradas. Se despojó de los anillos superfluos e incluso quitó los tintes de color de sus vestidos. Siempre permanecía meditabundo pensando en cómo podría hacer encajar las estructuras del poder bajo el control armónico del emperador. No sólo trataba con altanería a los demás, sino incluso a su hermano, al que había concedido una reducida escolta, como si le causase envidia todo ceremonial más solemne y brillante que el suyo. Como él mismo se había impuesto primero restricciones, por así decirlo, y había renunciado al ceremonial ampuloso, le resultó fácil someter a su hermano dándole un poder que iba decreciendo poco a poco. Dejando pues a éste que disfrutara del solaz del campo, de los deleites de los baños y de las cacerías, las únicas cosas en las que pensaba, él mismo se ocupó de las desgracias que afligían nuestras fronteras decidiendo limpiarlas de los bárbaros circundantes, que rodeaban los confines de nuestro imperio por Oriente y por Occidente.

ACERCA DE LA SEGUNDA REBELIÓN DE ESCLERO DESPUÉS DE QUE FUESE MUERTO FOCAS

[23] Pero iba a ser más tarde cuando realizaría estos proyectos, pues por el momento Esclero lo apartó de su campaña contra los bárbaros y lo mantuvo ocupado en una contra él. En efecto, una vez que fue muerto Focas, la parte del ejército que estaba bajo sus órdenes incluso antes de que se coaligara con Esclero, se disgregó y rompió completamente la formación al perder todas las esperanzas depositadas en él, pero Esclero y todos los que se exiliaron y regresaron con él, recomponiendo por sí mismos la formación, se encontraron con que formaban un cuerpo separado de ejército con contingentes equivalentes a los de Focas, y así se convirtieron para el emperador Basilio en una nueva amenaza.

[24] En efecto, a Esclero, aunque parecía inferior a Focas en fuerzas y poder, sin embargo se le reconocía una mayor capacidad y versatilidad en táctica y mando estratégico. Por ello, después del doloroso parto de esta segunda rebelión contra el emperador, creyó adecuado no marchar al encuentro de aquél para trabar un combate a cuerpo, sino reforzar su ejército y aumentarlo con nuevos reclutamientos, de forma que al emperador le parecía por ello cada vez más poderoso. No dirigía sin embargo todavía su campaña contra el emperador, sino que retenía cuantas naves resultaban adecuadas para los convoyes e incluso bloqueaba el libre acceso a los caminos, consiguiendo así que su ejército acumulase abundantes provisiones de todo lo que era llevado a la capital por estas vías e impidiendo además, gracias a una estrecha vigilancia, que se ejecutara cualquier orden enviada desde la capital hacia allí, bien a través de las postas públicas o por algún otro conducto marítimo.

[25] Así pues, la usurpación, que había comenzado en verano, no se había extinguido en el otoño, y tampoco el ciclo de un año bastó para circunscribir la conspiración, sino que este mal fue tormenta de muchos años, pues entre los soldados, una vez que se pusieron a las órdenes de Esclero y engrosaron las filas de sus falanges, no hubo ya división de opiniones y ninguno de ellos desertó encubiertamente al bando del emperador, tal era la lealtad inquebrantable con la que los había unido Esclero, el cual se los atrajo con sus muestras de afecto, los ganó con sus favores y concertó sus voluntades dándoles de comer de su propia mesa, compartiendo con ellos su copa, llamando a cada uno de ellos por su nombre y captándolos con sus halagadoras palabras.

[26] El emperador recurría pues a todo tipo de planes y medidas contra él, pero él los desbarataba fácilmente, pues como hábil general oponía sus acciones y estrategias a los propósitos y proyectos de aquél. Cuando Basilio vio que éste escapaba a todas sus presas, envió entonces una embajada para convencerlo de que firmase la paz y suspendiese todas las acciones a cambio de concederle el puesto de más poder detrás del suyo. Esclero al principio no acogió muy favorablemente esta propuesta, pero luego, después de darle muchas vueltas en su interior, al comparar el presente con el pasado e imaginarse luego cuál iba a ser el futuro, viéndose ya a sí mismo abatido por las fatigas de la vejez, se deja convencer por los embajadores y, reuniendo a todo el ejército para hacerle partícipe de la recepción de la embajada, firma la paz con Basilio en estos términos: que dejará de ceñir la corona en su cabeza y abandonará el color que simboliza el poder, que su posición será la inmediatamente posterior a él, que los comandantes y todos los demás que tuvieron parte en su usurpación mantendrán el mismo cargo y disfrutarán siempre de las mismas dignidades con las que él les honró y no se les confiscarán las propiedades que tenían y que recibieron de él, ni se les privará de todos los demás bienes que les pudieran haber tocado en suerte[15].

[27] Cuando los dos convinieron estas condiciones, el emperador salió de la Ciudad[16] hacia una de sus propiedades más fastuosas para recibir allí a su rival y cerrar la tregua. Así pues, mientras Basilio estaba sentado dentro de la tienda imperial, los guardias escoltaron a Esclero desde la distancia en la que estaba para conducirlo sin dilación a presencia del emperador. Esclero, aunque ya entrado en años, era un hombre corpulento e iba a pie, no a caballo, custodiado por éstos, que le cogían de ambos brazos. El emperador, al verlo a lo lejos, pronunció estas palabras, hoy populares y de todos conocidas, ante los que estaban de pie a su lado: «He aquí al que yo temía, que ahora se aproxima a mí como suplicante llevado de la mano». Por su parte, Esclero se había quitado todos los demás símbolos del poder, pero, ya fuese a propósito o por descuido, no se había descalzado los zapatos de púrpura y se acercaba al emperador como si se hubiera reservado una parte de su ilegítimo poder. Basilio, al verlo también de lejos, mostró su desagrado cerrando los ojos, pues no quería ver a éste de otra forma hasta que toda su indumentaria fuese la de un simple particular. Allí pues, casi ante la tienda del emperador, Esclero se desató incluso los zapatos rojos y de esta forma penetró en el pabellón.

[28] El emperador se incorporó tan pronto como lo vio. Ambos se besaron y comenzaron a hablar entre ellos, uno justificando su usurpación y exponiendo las razones por las que había concebido y llevado a cabo su sublevación; el otro aceptando la justificación con ánimo ecuánime y atribuyendo lo acaecido a una perversa conjunción del destino. En el momento de compartir la copa, el emperador aplicó sus propios labios a la copa destinada a Esclero y bebió de ella moderadamente, devolviéndosela de nuevo a éste para así disipar toda sospecha y mostrar el carácter sagrado de la tregua. A continuación le interrogó sobre asuntos de Estado por su condición de hombre de mando y también sobre cómo podría conservar el poder libre de sediciones. Él entonces no aconsejó como un general, sino que expresó su opinión valiéndose de la astucia: debía suprimir los cargos con excesivo poder y no dejar que ninguno de los generales se hiciese demasiado rico, sino arruinarlos con cargas injustas para que se ocupasen de sus propias haciendas; no debía llevar esposa alguna a Palacio, ni dejar que nadie se le acercase, ni que muchos estuvieran al tanto de las decisiones que él concibiese en su interior.

[29] Con estas palabras concluyó su entrevista. Esclero se retiró a las tierras que se le habían asignado y no vivió sino un poco más antes de abandonar esta vida[17]. Pero el emperador Basilio en todas sus posteriores acciones se mostró muy desconfiado de sus súbditos. No ya con favores, sino con miedo, llevó de forma verdaderamente firme las riendas del poder. Conforme se cargaba de años y adquiría experiencia en todos los asuntos, se desprendía en cierto modo de las personas más sabias. Él tomaba pues las decisiones en persona, él mismo formaba a las tropas; y en cuanto a la sociedad civil, la gobernaba no de acuerdo con las leyes escritas, sino con las normas no escritas que dictaba su espíritu sagaz. De ahí que no prestara atención a los eruditos, sino que despreciara completamente esta categoría, es decir, la de los eruditos. De ahí también que me cause sorpresa el que, a pesar de que el emperador tenía en tan poco aprecio el estudio de las letras, en aquellos tiempos surgiera una no pequeña cosecha de filósofos y rétores. A la contradicción y sorpresa que me provoca este hecho encuentro una única explicación, la más exacta y, por así decirlo, la verídica: que los hombres de entonces no se ocupasen de las letras con ningún otro fin en concreto, sino que las estudiasen por su valor intrínseco. La mayoría no se acerca así a la cultura, sino que convierten el propio enriquecimiento en su motivación principal para dedicarse a las letras; es más, precisamente por ello estudian lo relativo a las letras, y si su objetivo no se cumple enseguida, las abandonan en sus principios. Pero dejemos en paz estas consideraciones y que vuelva nuestra narración a centrarse de nuevo en el emperador.

[ACERCA DEL CARÁCTER DEL EMPERADOR]

[30] Así pues, el emperador, después de eliminar la amenaza bárbara[18] y de subyugar por completo, por así decirlo, a sus súbditos, consideró que no debía seguir con la misma política que antes. Después de acabar con los más destacados linajes y equipararlos al resto de la población[19], se encontró con que podía llevar las riendas del poder a su pleno antojo, de forma que formó en torno suyo como una verdadera camarilla de personas que ni brillaban por su ingenio, ni destacaban por su linaje, ni tenían una educación muy esmerada, y les confió a todos la correspondencia oficial, compartiendo constantemente con ellos los secretos de Estado. Puesto que entonces no eran muy complejas las respuestas que cursaban los emperadores ante los memoriales y peticiones, sino simples y sencillas —pues se oponían por completo a lo que fuera escribir o hablar de forma elegante y elaborada—, componía él mismo las palabras que se le venían a la boca y las dictaba a sus secretarios, de forma que sus discursos nada tenían de vehemencia ni de elaboración.

[31] Después de liberar al imperio de las manos de un destino arrogante y envidioso, el emperador no sólo se allanó el camino del poder, sino que cerró las esclusas por las que salía el dinero recibido y, bien cortando el gasto, bien acumulando ingresos de fuera, multiplicó los recursos del imperio en una gran cantidad de talentos, pues hizo que en el tesoro de la corona se depositara una suma de hasta doscientos mil. En cuanto a los demás beneficios, ¿quién podría tener la capacidad de reducirlos a palabras? En efecto, cuanto tuvieron árabes e iberos, todos los tesoros de los celtas, cuanto encerraba la tierra de los escitas y, por decirlo en pocas palabras, la riqueza de las naciones bárbaras que nos circundaban, todo esto lo reunió en un mismo sitio y lo depositó en las cámaras del fisco imperial. Pero además, después de ejecutar a los que se habían sublevado contra él, transfirió y atesoró allí el dinero de sus fortunas; y puesto que la capacidad de las salas acondicionadas para ello resultó ser insuficiente, excavó laberintos subterráneos al modo de las galerías funerarias de los egipcios y en ellos atesoró no poco de lo que había acumulado. No sacó partido a nada. Al contrario, la mayor parte de las piedras preciosas, tanto las de un blanco intenso que llamamos perlas, como las que brillan con diversos colores, no se engastaron en diademas o collares, sino que quedaron allí depositadas en algún lugar bajo tierra. Cuando se mostraba en público o daba audiencia a los funcionarios, vestía un traje de púrpura, pero no de la que refulge de forma enojosa, sino la de color más oscuro, que quedaba resaltada por el efecto de las perlas. Después de pasar en campaña la mayor parte de su reinado y poner freno a las incursiones de los bárbaros vigilando nuestras fronteras, no sólo no gastó nada de lo depositado, sino que multiplicó las reservas.

[32] Realizaba las campañas contra los bárbaros no como suelen hacer la mayor parte de los emperadores, es decir, saliendo ya entrada la primavera y regresando al final del verano, sino que para él el momento del regreso sólo venía determinado por el cumplimiento del objetivo que se había marcado al partir. Tenía una gran capacidad para resistir el frío más agudo y el más extremo calor y si padecía sed no se apresuraba enseguida a beber, sino que permanecía firme y duro como el diamante ante cualquier necesidad física. En las guerras sabía aprovechar favorablemente su exacto conocimiento del funcionamiento de los ejércitos, no digo ya del grueso de la formación, ni de la estructura de las compañías, ni de las situaciones en las que conviene formar o disolver a las tropas, sino incluso de todo lo que atañe al comandante en jefe, al subcomandante y al mando subalterno. Por ello no delegaba en cualquier persona la posición que correspondía a éstos, sino que, puesto que conocía las capacidades y la preparación profesional de todos ellos, los preparaba y empleaba en aquello a lo que cada cual se adaptaba mejor, bien por su carácter, bien por su formación.

[33] Sabía, bien por haberlo leído en los libros, bien incluso porque su inteligencia innata le permitía sacar sus propias conclusiones de lo que le ocurría, cuáles son las formaciones que resultan de utilidad a las compañías. Pero aunque ordenaba formar en falange a la hora de combatir y disponía así la formación, no era su propósito entablar un combate frontal, pues temía que sus tropas se diesen de repente a la fuga. Por ello solía por lo general mantener inmóviles las compañías y recurría a tácticas de diversión y disparos a distancia que encargaba a las tropas ligeras. Pero una vez que se disponía a la batalla, agrupaba las filas en formación cerrada y creaba como una muralla con sus tropas a la vez que coordinaba los movimientos del ejército con los de los escuadrones de caballería, a éstos con las compañías de infantería ligera y a éstas con sus correspondientes unidades de hoplitas, no permitiendo que nadie avanzara o rompiera la formación sin que mediara necesidad alguna. Si, por el contrario, alguno de los soldados más fornidos o audaces se abría paso a la fuerza, se alejaba de la falange al galope, trababa combate con los enemigos y los ponía en fuga, no obtenía ni coronas ni recompensa alguna una vez reintegrado en las filas, sino que Basilio lo apartaba enseguida del ejército y lo castigaba, pues consideraba que había transgredido las ordenanzas. Pensaba, en efecto, que el no romper la formación inclinaba siempre la balanza del lado de la victoria y consideraba que sólo por esto las falanges de los romanos serían invencibles. Cuando los soldados se exasperaban por su minuciosa preparación de la batalla y se insolentaban abiertamente contra él, el emperador encajaba tranquilamente las ofensas que le hacían y sonriendo les respondía con rostro sereno con estas razonables palabras: «De otro modo nunca acabaríamos con las guerras».

[34] Acompasaba su propio carácter a las circunstancias, mostrando una u otra faceta según se estuviese en tiempo de guerra o hubiese estado de paz; o mejor dicho, si es que debe decirse la verdad, se mostraba más astuto en la guerra, mientras que en la paz imponía más su autoridad imperial. Cuando alguien transgredía las leyes en tiempo de guerra, reservaba la llama de su cólera como si la ocultase entre las cenizas de su propia alma, pero luego las avivaba cuando regresaba a Palacio y revelaba sus intenciones. Entonces aplicaba duras represalias a los culpables. Demostró en muchas circunstancias la firmeza de sus opiniones, aunque en ocasiones también supo cambiar. Así, aunque vigilaba a muchas personas por errores apenas incipientes, a muchas más les perdonaba delitos consumados, bien cediendo a la compasión, bien movido por otros vínculos que tuviera con ellos. Pese a que tardaba en tomar decisiones, no quería luego nunca mudar de parecer, de forma que ni cambiaba de actitud con aquellos a los que había mostrado su predisposición —a menos que sobreviniera una grave contingencia—, ni remitía fácilmente su ira hacia aquellos contra los que estallaba, sino que una vez que optaba por un criterio, éste se convertía en decreto divino e inmutable para siempre.

ACERCA DEL ASPECTO FÍSICO DEL EMPERADOR

[35] Éste era pues su carácter, mientras que su aspecto acusaba la nobleza de su naturaleza. Tenía unos fulgentes ojos garzos; sus cejas no eran bajas y sombrías ni estaban trazadas en línea recta como entre las mujeres, sino que se arqueaban en lo alto, revelando su arrogante personalidad; sus luceros no estaban hundidos con aire insidioso y fiero, ni eran frívolamente saltones, sino que irradiaban un brillo varonil; todo su rostro estaba como torneado desde un centro hasta formar un círculo perfecto y encajaba entre los hombros mediante un cuello robusto y esbelto; el pecho no era protuberante como si estuviera dislocado, ni hundido como el de un asténico, sino que guardaba proporción entre estos extremos; y los demás miembros también estaban en consonancia con esto.

[36] Si bien en estatura era inferior a la media, su figura guardaba las proporciones debidas con cada uno de los miembros y no estaba cargado de espaldas. Si alguien se lo encontraba desmontado, quizás podía considerarlo semejante a otras personas, pero cuando cabalgaba su aspecto era en todo punto incomparable, pues estaba esculpido sobre su silla como los modelos de las estatuas que los escultores expertos modelaron en esta posición. Cuando daba rienda al caballo y lo lanzaba al galope, permanecía siempre erguido y sin inclinarse, tanto si era llevado pendiente abajo como cuesta arriba. Luego, reteniendo al caballo y tirando de sus bridas, conseguía saltar por lo alto como si tuviese alas, conservando la misma postura tanto al elevarse como al tomar tierra. Cuando envejeció se le quedó rala la barba debajo del mentón, pero como los pelos que le nacían en las mejillas eran espesos y crecían abundantemente en torno a la cara, la rodeaban por ambos lados formando así un círculo perfecto, pareciendo que la barba le crecía por todas partes. Él acostumbraba en muchas ocasiones a enroscarla entre sus dedos, sobre todo cuando estaba inflamado por la ira, y también cuando daba audiencias o se quedaba absorto en sus reflexiones adoptaba esta postura. Hacía esto con frecuencia, o ponía las manos sobre sus caderas con los dos brazos en jarras. No hablaba con fluidez, ni modelaba sus discursos, ni desarrollaba los periodos, sino que se expresaba entrecortadamente y con frecuentes pausas, más como un campesino que como un ciudadano libre. Tenía además una risa estentórea que sacudía todo su cuerpo.

[37] Parece que este emperador llegó a vivir mucho más que todos los demás soberanos, pues desde que nació hasta que cumplió veinte años gobernó juntamente con su padre, con Nicéforo Focas y, después de él, con Juan Tzimisces, siempre bajo la autoridad de éstos, mientras que luego asumió él solo el poder supremo durante cincuenta y dos años. Así pues, cuando llevaba en el imperio setenta y dos años, pasó a mejor vida[20]

APÉNDICE[21]

CARTA DEL EMPERADOR [BASILIO] A FOCAS

[1] Al escribirle, el emperador menciona en primer lugar su duro destierro, el gran tiempo que Focas transcurrió en él, su soledad, lejos de los suyos, su extrema indigencia, su mugrienta túnica y los jirones de su manto. Luego le hizo ver que su regreso se había producido por orden suya, cómo le había recibido en Palacio con los mayores honores, los favores, por así decirlo, propios de un sátrapa que le había dispensado, y la hospitalidad por encima de cualquier expectativa de la que fue objeto, así como de qué modo no dudó en concederle todos los mayores honores que existían en el Estado romano, ensalzándolo desde el principio con cargos y mandos militares, situándolo por encima de todos los demás y dotándole de un patrimonio abundante para que estuviese en clara consonancia con su alta posición.

«¿Pues quién», decía, «ha obtenido de mí un rango más alto que el tuyo? ¿Qué otra persona ha sido juzgada Amiga del emperador, sus Ojos y sus Oídos? ¿Quién si no tú me podía persuadir de todo, si así lo quería? ¿Con quién compartía yo los asuntos más graves? Pues en efecto incluso las cosas que ocultaba a mi hermano y a mi madre, a ti sólo te las revelaba. ¿Quién era ahora el que cesaba o nombraba a los más altos cargos, cargos por los que tú ganaste tanta fama y tu linaje tanto poder? Y callo cuanto hice por ti a favor de tu padre, tu hermano y tus demás parientes, y a cuantos por satisfacerte encumbré desde una humilde condición privada hasta las más excelsas dignidades, y a cuantas personas, que procedían de familias sin recursos, llegaron a poseer una fortuna considerable desempeñando cargos militares y civiles sin que les diéramos nunca la espalda, y ello a pesar de que cometieron injusticias, no sólo de forma oculta, sino abiertamente —pues aunque yo conocía la mayor parte de los hechos, los callaba y todo lo toleraba por devoción a ti—. Esperaba en efecto que tú llegases a ser el único consuelo en mis desgracias si Dios daba la vuelta a los acontecimientos. Por ese motivo te había elegido y escogido como mi colaborador, haciéndote dueño incontestable de mi casa, creyendo que contigo poseía al único de entre todos los hombres que iba a ser mi aliado y a compartir mis secretos, y esperando que gracias a tu ayuda conseguiría aplacar los desórdenes que entre tanto se habían producido. Y sin embargo, ¡qué propósitos más vanos!, ¡qué esperanzas más infundadas! Carbón es el tesoro que ahora desentierro gracias a tan descomunal ingratitud. Pues no son vanas las esperanzas sólo porque yo las haya perdido por múltiples causas, sino porque nos aplicamos nosotros mismos el hediondo altramuz[22], convencidos de que íbamos a apagar el fuego con aceite».

[2] «De forma que lo que se me cuenta, si responde a la verdad, me trae desgracia en vez de consuelo y te convierte, a ojos de todos, no en un aliado, sino en un enemigo, no en un colaborador, sino en un destructor. Pues dicen que tú te has levantado en armas para vengarte, tal como si te hubiera yo infligido las más graves injusticias y humillaciones, y que luchas con todas tus fuerzas para expulsarme de la sublime morada imperial, reivindicándola para ti y apropiándotela. Pero no, Maguistro, que esto nunca llegue a pasar por tu cabeza. Que perezcan los fabricantes de historias, los creadores de embustes, los malvados que siembran la cizaña y fabulan monstruos inexistentes movidos sólo por la envidia. A sus absurdos y prodigiosos relatos es preciso no prestarles atención, porque su objeto, según creo, es sobre todo romper el concierto que nos unía y subvertir sin razón la armonía de nuestras voluntades. Pero también», añadió a su vez el emperador, «para que el enemigo no se regocije al vernos y tú no llegues ni a poder acordarte de una acción que es tan odiosa a Dios y supera todo concepto de maldad. No quieras mostrarte tan ingrato y desagradecido, ya que nada puedes censurar a los beneficios que recibiste, y no aceptes convertirte en motivo de los relatos más execrables y en un pernicioso ejemplo para todo el mundo».

[3] Además le recordaba cómo había puesto a Dios por testigo de sus actos con los solemnes juramentos prestados y le enseñaba cómo, del mismo modo que la eficaz Providencia de Dios recorre cada día el mundo, también ésta, con su ojo insomne, supervisa los asuntos de aquí abajo y siempre determina lo que se debe retribuir a los hombres por sus vidas. Las acciones de cada cual son compensadas por ella y los que se desvían del recto camino son atrapados por su red. Ella sirve también de contrapeso a los acontecimientos producidos por el azar. «Si te asusta el juicio de Dios y esperas que Dios venga a examinar tus actos, debes precaverte y asegurar tus acciones. Que la prudencia guíe tu empeño y la sensatez tu aproximación a los hechos. Que el pronunciamiento racional preceda al militar, pues cualquier empresa perjudica ante todo al que toma un mal aviso».