El cumpleaños de Hadley era a finales de noviembre y, por primera vez en su vida, al despertarse ese día se encontró en un mundo blanco. Abrió las persianas y contempló los tejados cubiertos de nieve. El cielo presentaba un azul grisáceo y el lago, al fondo, se extendía acerado e imperturbable. Su balcón tenía sus propios ventisqueros y había nieve cuajada en el filo de la ventana. Abrió la puerta y sintió una bofetada de frío.
—Feliz cumpleaños, Hadley —susurró.
Su familia le había enviado una tarjeta, y dentro había una de las mejores obras maestras de Sam. La había vuelto a dibujar junto a un muñeco de nieve, pero esta vez rodeados de flores, con el sol brillando sobre sus cabezas. Los había coloreado sin salirse de los bordes y había escrito su primera frase: «Te deseo feliz cumpleaños, Hadley, muchos besos, Sam. De Sam». Debajo había una nota de sus padres con un billete de cincuenta francos. Habían escrito: «¡Celébralo con tus nuevos amigos suizos!».
Sus «nuevos amigos suizos». Pensó en Jacques y se imaginó a Kristina presentándose con él en su fiesta más tarde. Él de pie, algo incómodo, con el pelo alborotado y una marca de barra de labios a un lado de la mejilla. Jamás ocurriría. Independientemente de lo unidas que estuvieran Kristina y ella, daba la impresión de que Jacques y ella no estaban destinados a conocerse. Esa noche Chase, Jenny, Bruno, Loretta, Kristina y Hadley tenían previsto ir a cenar al casco antiguo, algo novedoso en contraste con las comidas chapuceras que cocinaban en Les Ormes. Hadley se habría contentado con que su cumpleaños hubiese pasado desapercibido, pero Kristina había visto su fecha de nacimiento en el permiso de residencia y no estaba dispuesta a claudicar. Había avisado a los otros y reservado en un restaurante. Sería la primera noche que pasarían juntos desde hacía varias semanas.
Hadley colocó la tarjeta en un lugar de honor sobre su escritorio. No había sentido la más mínima añoranza desde su llegada, pero esa fecha tenía algo que la hacía desear, aunque fuera por un instante, estar en su alegre y ruidosa casa. Su madre estaría cantando a coro con la radio; su padre, fingiendo refunfuñar por alguna tarea doméstica; su hermano, dándole puntapiés a una pelota hinchable por el pasillo, arrugando la alfombrilla. Le resultaba tan fácil adentrarse en ese mundo… En su casa, quien repetía en las comidas era Hadley, quien lloraba viendo películas incluso cuando en teoría no eran tristes era Hadley, quien saltaba los peldaños de la escalera de tres en tres tanto en la subida como, especialmente, en la bajada era Hadley. Resultaba extraño que precisamente las cosas que a veces le fastidiaban del hecho de estar en casa, los arrumacos, la algazara fácil, el aislamiento del mundo exterior y de todo lo que implicaba, se le antojaban, ahora que estaba lejos, las más agradables. Por primera vez desde su llegada a Lausana se sentía inexplicablemente fuera de lugar, como si estuviera en el sitio equivocado. Apartó ese pensamiento de su mente; los cumpleaños siempre la ponían sentimental. Sonó el teléfono y se apresuró a responder.
—¡Feliz cumpleaños, Hadley! —exclamaron tres voces al unísono.
Cerró los ojos y escuchó cantar a su familia. Sonreía, sonreía y sonreía, haciendo un gran esfuerzo por no llorar. Al cabo de diez minutos, animada por la alegre conversación y los sinceros deseos de felicidad, fue a la cocina a preparar café y se acomodó para contemplar el panorama nevado. La perspectiva era distinta a la de su habitación; aquí abarcaba un tramo más amplio del lago y un grupo de recios olmos bajo Les Ormes. La nieve era el regalo de cumpleaños perfecto, se dijo a sí misma, y lo valoraría. Las raras veces que nevaba en su tierra, no duraba demasiado: la nieve enseguida se volvía fangosa y gris. Los camiones municipales pulverizaban arenilla a diestro y siniestro y la gente se tambaleaba dando pasos vacilantes. Ese día se juró a sí misma que bailaría en la calle y que levantaría la cabeza hacia el cielo para que los copos se posasen en sus pestañas.
—¡Feliz cumpleaños! —Kristina entró con aire resuelto en la cocina y dejó una bolsa de papel encima de la mesa. Dentro había dos cruasanes de almendra con crujientes láminas de hojaldre, el capricho favorito de Hadley en la boulangerie—. Son para ti. Felicidades, mi niña. —Kristina la besó en ambas mejillas.
—Acabo de hacer café. ¿Quieres?
—Hadley, he de irme volando. Tengo tutoría a primera hora.
—¿Una tutoría?
—Sí. Ah, estás pensando en Jacques… Ahora cada vez que digo que voy a algún sitio crees que en realidad voy a ver a Jacques.
—Bueno, ¿no es así?
—No, hoy no. —Lo dijo en tono irascible. Le quitó la punta a un cruasán y se puso a mordisquearla—. De hecho, voy a comprarte un regalo. Eso es lo que voy a hacer.
—Pero si ya lo has hecho… —Hadley sostuvo en alto la bolsa de papel—. No necesito nada más.
—No digas tonterías.
—Lo digo en serio. Oye, ¿y si nos saltamos las clases hoy y nos vamos por ahí, a ver la ciudad con nieve? Podríamos ir otra vez al Hôtel Le Nouveau Monde. O alquilar una barca de pedales… ¿Nos dejarán en invierno? Imagínate la vista desde el agua.
—Hadley, no puedo. De todas formas, es viernes.
—¿Y?
—Tienes clase de Literatura Norteamericana.
—Por una vez me la puedo saltar.
—Sé que crees que no me doy cuenta, pero sí que me doy, ¿sabes?
—¿Darte cuenta de qué?
—Los viernes siempre te arreglas más.
Hadley repasó su aspecto. La noche anterior se había pintado las uñas de rojo cereza. Llevaba puesto su vestido de invierno favorito, uno de lana a cuadros que le estilizaba los muslos y la hacía parecer más alta.
—Es mi cumpleaños —alegó—. ¿Qué tiene de malo ir guapa?
—Vale, claro, tienes razón. —Kristina se inclinó para darle otro beso, y su pelo en movimiento le rozó a Hadley en la mejilla—. Todos los viernes es tu cumpleaños.
Kristina salió como una exhalación de la cocina, con un precipitado «Nos vemos esta noche». Hadley se sacudió una miga del cruasán de sus medias negras. Se sirvió otro café mientras se preguntaba si era evidente para todos o solo para alguien que la conocía tan bien como Kristina.
De camino a la parada de autobús, exhalando bocanadas de aire blancas, la nieve crujía bajo sus pies. El sol emitía tímidos destellos sobre la acera y pensó que ojalá llevara encima la cámara. Era de esos días que uno quiere capturar, que uno necesita volver a ver para tener plena constancia de que existieron.
En la clase de Joel Wilson esa mañana se respiraba cierto apremio. Hacía ruiditos secos con el bolígrafo entre los dedos con aire distraído y su habitual locuacidad se interrumpía con un sinfín de «vales» y otras coletillas. Daba la sensación de que habría preferido estar en otro sitio. En el trayecto de ida en autobús, Hadley había oído comentar que las estaciones de esquí iban a abrir pronto. Se puso a divagar y vio esas pronunciadas laderas brillantes como el cristal, esquiadores agazapados marcando nuevas trayectorias y después la algarabía de un bar de montaña. Se imaginaba a Joel allí. Se lo imaginaba esquiando con valor y cierta temeridad, terminando el día con las mejillas encendidas y el pelo pegado a la nuca. Confiaba en que Kristina hubiera dicho en serio que le enseñaría ese invierno.
A pesar de haber dado la clase a la carrera, Joel se entretuvo cuando tocó a su fin. Se puso a toquetear unos papeles de su maletín y fingió estar buscando un párrafo de un libro. Alzó la vista cuando Hadley pasó delante de él.
—Eh, Hadley, ¿qué te parece toda esta nieve?
—Me encanta. He oído que si sigue nevando a este ritmo abrirán pronto las estaciones de esquí.
—¿Ah, sí? No me digas. Entonces supongo que en la próxima clase habrá menos concurrencia.
Era la primera broma que gastaba desde hacía una hora, lo cual a ella le entusiasmó.
—No creo que los suizos sean un pueblo que quebrante normas. ¿Recuerdas lo de la lavadora?
—Sí, claro, pero ¿crees que aquí nadie se salta las clases?
—Dímelo tú —dijo ella sonriendo.
—Mis alumnos no se saltan mis clases —afirmó él—, eso es innegable. ¿Y a qué crees que se debe?
—Sus corazones no podrían soportar la separación —dijo Hadley, con aparente desenfado. La miró con expresión perpleja, y ella abrió la boca para hacer una puntualización, para recordarle que solo estaba citándole, utilizando las primeras palabras con las que se había dirigido a ellos al principio del semestre—. En tu primera clase… —empezó a explicar.
—De modo que, después de todo, alguien me escuchaba. Qué alivio.
Se sonrieron mutuamente; Hadley aliviada por la coartada, y Joel con un atisbo de socarronería que a ella no le desagradó, que le agradó, de hecho, cuando pensó en ello más tarde. Hadley dijo algo como que llegaba tarde a su siguiente clase y él se dirigió a la puerta con ella. Tras despedirse en el pasillo, cada uno se fue por su camino.
A la hora del almuerzo se encontró con él por casualidad. Ella estaba en la cafetería escudriñando el expositor de bocadillos cuando sintió que le tocaban el hombro.
—Por lo visto te tengo que desear feliz cumpleaños —dijo él.
Ella sonrió.
—¿Cómo te has enterado?
—Los archivos de alumnos. Que sepas que tenemos una carpeta para todos y cada uno de vosotros. Faltas del pasado, primeras mascotas, todo lo habido y por haber. Veo que vas a comer sola, ¿y eso?
—¿Por qué has mirado mi carpeta?
—Es la mejor forma de aprenderme vuestros nombres.
—Pero si ya sabes mi nombre.
—Y de comprobar vuestros expedientes académicos. Hay algunas lagunas de conocimiento entre los estudiantes y me gusta saber las asignaturas que ha cursado cada uno. La tuya era una de tantas, Hadley, y casualmente me fijé en tu fecha de nacimiento. Bueno, ¿y el almuerzo? ¿Sola? Insisto, ¿y eso? —Antes de darle tiempo a responder, añadió—: ¿Te acompaño? —Y sin mediar palabra puso la baguette de Hadley en su propia bandeja y cogió otra para él—. Me hacen el veinte por ciento de descuento —explicó, al tiempo que le enseñaba su tarjeta de docente como una insignia del FBI—. Ve a buscar mesa.
Al sentarse, Hadley echó un vistazo a su alrededor. Había visto alguna que otra vez a estudiantes con sus profesores tomando café, hojeando trabajos en un rincón, y, cualquiera que no conociera a Joel, habría pensado que era un estudiante más. Su postura, con una pierna apoyada sobre la otra y los dobladillos de los vaqueros desflecados, le daba un aire juvenil. Llevaba puesta una camiseta parecida a la de la fotografía del departamento. Blanca, y algo tirante en la parte de la barriga.
—Cuéntame, ¿qué planes tienes luego? —preguntó él.
—Solo una cena. En el sitio ese, Le Pin.
—Me han hablado bien de él. Muy formalito.
—Empezaremos así, por lo pronto. Supongo que luego iremos a otro sitio y a partir de ahí la cosa irá degenerando. —Pensó en Kristina, y en ojos que no ven. Añadió—: Podrías venir a tomar una copa. Si no tienes nada mejor que hacer.
—No puedo, lo siento.
—Claro —se apresuró a decir Hadley—. Cómo te va a apetecer salir por ahí con estudiantes…
—De hecho es muy tentador, pero ya tengo planes. Si no, me habría plantado allí de cabeza. —Tal vez notara que ella se sentía avergonzada, pues cambió de tema hábilmente—. Bueno, todo esto que me contabas de la nieve… ¿Es que esquías?
—La verdad es que no, nunca he ido a esquiar. Pero me gustaría muchísimo. Mi amiga Kristina me va a enseñar.
Y siguió hablando. Le habló del bungaló en el que se había criado, donde aún vivía con sus padres y su hermano, cuando todos sus amigos se habían independizado; de las llanuras de los alrededores; de la ausencia de paisaje que pudiera calificarse como tal. Le comentó las ganas que tenía de subir a las cumbres, más alto de lo que probablemente nadie necesitara subir, simplemente para ver cómo era el mundo desde allí arriba.
—Y bajar esquiando —dijo él.
—Procurando no romperme todos los huesos en el camino.
—Se te daría bien —afirmó él—. Se nota que te gusta la velocidad.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Y el peligro.
—Hasta cierto punto.
Ella se reclinó en el asiento y le dio un mordisco a la baguette. Se puso a masticar despacio y él se quedó callado. Hadley llegó a la conclusión de que había hablado demasiado. Su madre y su padre, Sam, el trayecto diario en autobús a la universidad… Era absurdo que a él le interesara todo eso.
—Yo me crié en California —dijo él, de repente. Le echó un terrón de azúcar al café, lo removió y dio unos golpecitos con la cucharilla contra la taza; una, dos, tres veces—. En cuanto tuvimos edad suficiente, mi hermano pequeño y yo tomamos por costumbre subir a las montañas en una camioneta destartalada; yo al volante, él toqueteando la radio en busca de cualquier cosa estridente y con guitarras. Pasábamos el día en las laderas con esquís de chatarrerías, arreglando el mundo. Llegábamos a casa machacados, con todo tipo de esguinces, tirones y torceduras, con los músculos implorando misericordia, cegados por la nieve porque nunca disponíamos del equipo adecuado y el sol brillaba con tanta intensidad que nos provocaba unos dolores de cabeza insoportables, pero… éramos felices. Muy muy felices.
—¿Cómo se llama tu hermano? —preguntó ella, reacia a que terminara el relato.
—Winston. Suena como un nombre de gato, ¿verdad? Aunque él no tuvo siete vidas.
Ella buscó algo apropiado que decir, pero solo se le ocurrió:
—¿Cómo?
—Murió. Un accidente. Resulta que mi camioneta no era precisamente segura.
Ella se miró las manos, y de repente sus uñas rojas le parecieron chabacanas. Se las apretó.
—Lo siento. No puedo ni imaginar lo que debe de ser eso.
—¿Nunca has perdido a nadie?
—No.
—¿Cómo? ¿Ni siquiera a algún abuelo?
—No.
—Tienes suerte. —Al mirarla, a ella le dio la sensación de que su propia ingenuidad se traslucía ligeramente, como si él fuese capaz de traspasarla con la mirada. Hadley no había experimentado la pérdida y, en ese momento, irracionalmente, deseó lo contrario. Sentir cualquier cosa, un dolor encallecido en el alma, una pena lejana pero indescriptible, solo para poder contárselo y demostrarle que lo comprendía—. No sé por qué me ha dado por hablarte de Winston —dijo él, y a ella la alivió que su tono fuera pensativo en lugar de desdeñoso—. Normalmente no lo hago. Me lo guardo para mí. ¿Ves esto? —Señaló la minúscula cicatriz que tenía en el borde del labio—. El mismo accidente. La tengo desde los diecisiete años y no ha desaparecido. Lo prefiero así. —Hadley lo miró a los ojos e hizo lo posible por no apartar la mirada—. Vaya, qué conversación de cumpleaños más ideal —comentó él—. Una cita perfecta. —Ella se rio con naturalidad, pero le llamó la atención la frase; la recordaría más tarde, la rebobinaría. Él cambió de tema—. ¿Cuántos cumples, veintiuno? ¿Veintidós?
—Veinte.
—Veinte. —Él meneó la cabeza—. Apenas lo recuerdo.
—¿Tanto tiempo hace?
—Estaba bastante borracho, creo. Y, de todos modos, de eso hace mucho tiempo. Ha llovido mucho desde entonces. A decir verdad, eres una mitad mía, Hadley Dunn.
—¿Cuarenta?
—Por ahí. —Se oyeron unas risotadas y volvieron la vista. Un grupo de estudiantes estaba haciendo payasadas en el otro extremo de la cafetería. Una estaba agachada, desternillándose de la risa, mientras su amigo le daba manotazos en la espalda como si estuviera asfixiándose. Hadley vio a Kristina al lado del grupo, hablando con un chico alto pelirrojo. Apartó rápidamente la vista para que no la viera—. Lo siento, Hadley —añadió él—. Tengo que irme. Los viernes tenemos reunión en el departamento; te puedes figurar lo que se alargan. Felicidades, ¿eh? Y gracias por la compañía.
A Hadley le pareció una despedida precipitada; Joel se dejó la mitad de la baguette en la bandeja. Hadley se tomó el resto del café despacio. Eres una mitad mía. Podría haberlo dicho de muchas otras maneras, pero eligió esa. Se aferró a eso, a esa frase en concreto, acariciando cada palabra como una piedra preciosa de un collar. Cuando volvió a levantar la vista Kristina también se había marchado.