8

Es precioso, ¿verdad? Si te gustan este tipo de cosas, claro.

Joel estaba asomado a la ventana de su despacho con las manos en los bolsillos. Abarcaba con la vista toda la explanada de césped de la universidad; el lago aparecía a lo lejos como un hilo plateado, las montañas envueltas en neblina. Hadley estaba sentada en un asiento bajo y hundido, observándole.

—¿A quién no le van a gustar? —respondió ella, revolviéndose para encontrar una postura en un asiento que parecía negarse a acatar su voluntad.

Había ido a una tutoría, pero de momento la conversación había tomado otros derroteros y todavía debía centrarse en el tema de su trabajo. No dejaba de consultar el reloj, consciente de los límites de su margen de tiempo, pero Joel parecía ajeno a tal limitación.

—A lo que me refiero es a que resulta fácil sentirse como un extraño aquí —explicó él—. Demasiado pintoresco…, da la sensación de que nada es real.

Ella no consideraba a Joel Wilson como un residente temporal. No lo veías lidiando con planos en esquinas de calles en mitad de una tormenta, ni confundiendo las monedas en el mostrador de una boulangerie. Se lo imaginaba en un apartamento a orillas del lago, con paredes cubiertas de estantes de libros y un disco de jazz sonando en un viejo tocadiscos. De esa clase de lugares donde una mujer solamente podría aspirar a dejar un rastro: una culotte de seda pillada bajo la pata de la cama, un pendiente bajo el espejo del baño… Sin niños, sin perro.

—¿Te imaginas vivir toda la vida en un sitio como este? —preguntó él.

—Perfectamente —contestó ella—. Pensaba que me iba a sentir como una extraña, y no es así.

—¿En serio? ¿No?

—Bueno, ¿tú sí?

—Totalmente. Pero la verdad es que nunca me ha importado.

—Pero ojalá no tuviese que contar los días. Hay una fecha estampada en mi permiso de residencia que dice cuándo tengo que marcharme. ¿En el tuyo también? Lo odio. Cada día me recuerda que solo estoy aquí de paso. Que no durará.

—Quizá sea bueno que nos lo recuerden de vez en cuando. Carpe diem, non?

—Supongo que sí. En fin, es una bonita manera de verlo.

Él se apartó de la ventana y se sentó en su silla enfrente de ella. La mirada de Hadley se posó más allá de él, en un póster que le llamó la atención en la pared. Era del mismo estilo que la postal que había comprado en el pueblo alpino, la clásica imagen plana que proclamaba todos los placeres del tiempo libre, la época dorada de los viajes. Mostraba un mundo superficial y al mismo tiempo con esencia; de colores primarios y sol y la Riviera suiza. Sombrillas a rayas señalando la orilla del lago, montañas azules emergiendo detrás de las copas encrespadas de las palmeras y hoteles divinos e imponentes con torrecillas.

—Me gusta tu póster —comentó.

—Ah, ¿eso? Estaba aquí cuando llegué. Lo pusieron para darme la bienvenida.

—Qué detalle.

—¿A que sí?

—Yo tengo una postal parecida.

—Cómo no —dijo él—, es el mundo perfecto. Suavizado por la distancia, claro; todos sabemos que no existe ningún lugar tan idílico como ese, así que obviamente nuestra admiración es un poco de boquilla.

—La utilizo como marcador de libros. No me hace falta ningún póster, porque me basta con mirar por la ventana; la vista es tan hermosa como la que pudiera pintar un artista de dulces y grandes ojos oscuros.

—¿Conque esas tenemos? —dijo él. Había un atisbo de risa palpable en las arrugas de las comisuras de sus ojos y de su boca. Le daba un aire travieso pero amable—. Ya veo que me vas a dar algún quebradero de cabeza. ¿De modo que eres una de esas románticas?

Ella se echó a reír.

—A mi edad, sería una lástima no serlo.

—¿Por qué querías venir aquí? ¿A Lausana? —le preguntó. Y ella sabía que le respondería con sinceridad.

—No lo sé —contestó. No había pretendido contestar como una boba y, a juzgar por cómo la miraba, notó que él tampoco lo había entendido así—. Porque alguien pensó que no sería capaz. A lo mejor algo tuvo que ver en eso. Y seguramente tenía razón, porque, Dios, nunca se me había pasado por la cabeza hacer algo así.

—Es una buena razón. Pero dudo que sea la única.

—¿Por?

—Querías cambiar de aires —contestó él—. Te gustaba la vida que llevabas pero no podías evitar preguntarte si había algo más ahí fuera.

—¿Cómo lo sabes? O sea, ¿por qué dices eso?

—¿Hay algo más? ¿Ahí fuera?

—Igual sí —respondió Hadley, reprimiendo una sonrisa.

La miró fijamente, y sus ojos eran como dos canicas azules, con las pupilas tan penetrantes como las de un gato. Ella parpadeó.

—No te gustaba tu escuela universitaria allí en Inglaterra, ¿verdad? Perdón, tu universidad.

—Oh, sí —respondió ella—. Me gustaba bastante.

—Pero pensabas que sería el comienzo del resto de tu vida, y no lo fue.

—¿Les haces esto a todos los estudiantes, esta prueba psicológica? Y, por cierto, ¿no deberíamos estar hablando de mi trabajo?

—No. Y sí.

Hadley fue la primera en apartar la vista.

—Vale. Tienes razón. No cumplió mis expectativas. Me quedé en casa, ¿sabes? Fui a la universidad local. Pensé que sería diferente, pero no lo fue.

—Y, sin embargo, eso te trajo aquí.

—Me trajo aquí.

—Ahora siento una terrible carga de responsabilidad —dijo Joel.

—Lo estás haciendo bien, de momento —señaló ella—. Quiero decir que me encanta tu asignatura. Es lo único en lo que puedo pensar. Solo quiero leer a Hemingway.

—Es un mal contagioso.

—No esperaba venir a Suiza y enamorarme de un americano. —Él levantó una ceja—. Escritor —añadió ella rápidamente—. Un escritor americano.

Después él le preparó un café. Se lo ofreció en una taza marrón desportillada y ella la envolvió con las manos, con una repentina timidez, y acercó el borde a los labios. Él empezó a examinar las primeras páginas del trabajo.

—«El fin del amor en las novelas de Ernest Hemingway» —leyó en voz alta—. Se podrían escribir diez trabajos sobre este tema. Pero hay que asegurarse de hablar también de los comienzos. Los comienzos siempre fueron magníficos.

La tutoría se prolongó, pues se alargó el doble del tiempo previsto, y ella se marchó sabiendo a ciencia cierta lo que quería escribir. Había un chico suizo de pelo oscuro liso y gafas sin montura sentado en la silla de plástico a la salida del despacho de Joel. Era el siguiente en la cola, y, al salir Hadley, él alzó la vista con gesto expectante y el entrecejo levemente fruncido de irritación.

—Lo siento —dijo ella sonriendo—, dice que pases directamente.

Le sostuvo la puerta mientras entraba sin mediar palabra, con la cartera a rebosar de libros. Oyó a Joel decir: «Marcus, siéntate», en un tono que no denotaba especial entusiasmo, sino más bien una decepción apenas perceptible. «No tenemos mucho tiempo —le oyó añadir—, así que vamos al grano».

A los dos días de la tutoría, Hadley volvió a ver a Joel Wilson en la librería inglesa de la Place de la Riponne. Para ella la tienda había sido un descubrimiento reciente. No poseía un especial ambiente romántico ni suelos de madera que crujían al pisar ni pilas altísimas de libros antiguos, pero desprendía un je ne sais quoi, un no sé qué que la impulsaba a entrar. Tal vez fueran las extensas colecciones de Hemingway y Fitzgerald; toda la pared del fondo albergaba estante tras estante de literatura norteamericana, y Hadley siempre se entretenía un rato en esa sección. Pasaba los dedos por los lomos con ternura, como si con un mero roce pudiera desvelar los secretos que escondían en su interior. Sostenía en las manos un ejemplar de París era una fiesta cuando él entró. Hadley tenía previsto verse con Kristina allí, pero había llegado pronto y, al sonar la campanilla de la puerta, levantó la vista y sonrió. Joel Wilson hizo su entrada y le devolvió la sonrisa. El viento le había echado el pelo sobre la cara, y se lo retiró hacia los lados.

—Vaya, eso sí que es una sonrisa de bienvenida —dijo él.

—Oh, hola —contestó ella—. La verdad es que pensaba que era otra persona. He quedado aquí con mi amiga.

—Ah, de modo que eso explica esa mirada expectante. Deberías tener más cuidado con los sitios donde practicas eso. Me has cortado la respiración, Hadley Dunn. ¿Qué es eso que tienes ahí?

Hadley le enseñó la portada de París era una fiesta.

—No me digas que no lo has leído.

—Por supuesto que sí —contestó ella rápidamente, sin explicar que lo había leído ese verano y que hasta entonces ignoraba que se pudiera sentir tan identificada con el libro. Se acordaba del preciso instante en que había leído la línea donde Hemingway decía que antes hubiera querido verse muerto que haberse enamorado de otra. Se había quedado boquiabierta y había sentido un pellizco en el pecho. El mero hecho de que, en opinión generalizada, la frase fuera desatinada, no significaba que no fuera sincera. Ante Joel Wilson, lo único que se le ocurrió decir fue—: Se lo voy a comprar a mi amiga.

—¿Sí? —Al sonreír, ella se fijó en las arrugas de sus ojos. Se acentuaban cuando reía.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, sonriendo a su vez.

—Oh, nada. Es que tenía por costumbre regalar este libro a cada chica con la que salía. Si le gustaba, era señal de que íbamos por buen camino. Si no, bueno, fin de la partida. Era una especie de prueba juvenil, pero los resultados eran bastante infalibles.

Hadley le dio la vuelta al libro.

—¿De modo que no querías estar con nadie que no fuera exactamente como tú? —le preguntó.

—Tenía dieciocho años y las tonterías propias de la edad.

Ella se imaginó a un joven Joel Wilson de tez tersa, de constitución más menuda, quizá, pero con la misma intensidad en la mirada, el mismo azul titilante. Y la misma sonrisa reposada. Ese Joel seguía allí mismo.

—Bueno —dijo ella—. Yo tengo diecinueve y se lo voy a regalar a alguien porque me gusta. Y si no le gusta, pues tampoco pasa nada.

—Es una novela de amor, supongo que lo sabrás. Un ejercicio poético de imaginación.

—Creía que era una especie de autobiografía.

—Un bonito relato de uno mismo, eso seguro. O no tan bonito, si es que consigues captar su lado oscuro.

—Me encantan todos esos tiempos muertos en los cafés. Su manera de describir las montañas. Y Shakespeare and Company, que suena demasiado perfecto para ser real.

—Bueno, probablemente todo fuera verídico. Y ahora mismo podríamos coger un tren para ir a Shakespeare and Company.

—¿Todavía existe?

—Ya lo creo. ¿Qué más te gusta?

—La manera en que escribe sobre el hecho de escribir. Sobre lo que te quita y lo que te aporta.

—¿Qué me dices de la manera en que escribe sobre el amor?

—No lo sé —contestó Hadley—. Eso es más complicado. ¿Lo vamos a tocar en el programa de la asignatura?

—¿El qué? ¿París era una fiesta o el amor?

—En tu opinión, lo uno va ligado a lo otro.

Él se rio.

Touché —dijo—. Por cierto, me ha gustado tu trabajo, Hadley.

—¿Sí?

—Está muy bien.

—Gracias —contestó ella, y añadió—: Me ayudó mucho comentarlo contigo. Después disfruté haciéndolo.

—Se nota. Ahora que lo he leído entero, la única pega es el título, «El fin del amor». Esperaba algo más acorde y sombrío, aunque en realidad no era ese el planteamiento de tu trabajo.

—No quería hacerlo con ese tipo de planteamiento.

—Por lo visto, encuentras esperanza en los lugares más insospechados. Eso me gusta —señaló él—, que no decaiga.

En ese momento el dueño de la tienda le tocó el hombro a Joel, y Hadley siguió curioseando. Se sentía radiante, por dentro y por fuera. Volvió la cabeza para echar un vistazo y observó a Joel charlando con desparpajo en francés. Reparó en que, cuando se expresaba en ese idioma, hacía un mohín, sus labios parecían más suaves y pronunciados. De repente le dio la risa y se fue rápidamente hacia otra parte de la tienda.

—Eh, ¿qué pasa? ¿Es que no te gusta mi francés? —exclamó él para llamar su atención. La única imagen que Hadley tenía en mente era la manera en la que fruncía los labios, cómo ladeaba la cabeza con un nuevo repertorio de gestos. Fingió hojear un libro al tiempo que le daba un ataque de risa incontenible—. ¿Conque te parezco ridículo? —le preguntó. Le habló cerca del oído y ella se dio la vuelta despacio, mientras recobraba la compostura. Vio que llevaba en las manos dos bolsas cargadas de libros que seguramente había encargado. Hadley le clavó la mirada e inexplicablemente le entraron ganas de reír otra vez.

—Perdona —se disculpó—, no es por ti, son cosas mías. Debe de ser la altitud. Me tiene alteradísima.

—Mujeres —dijo él, al tiempo que sacudía la cabeza, con las arrugas de la cara acentuadas por la risa—. Nunca las entenderé.

Lo observó alejarse y se quedó pensando en la manera en que había dicho «mujeres» y no «chicas». Advirtió cómo la miraba el dueño de la tienda; sonrió y se dio la vuelta. Se sentía un poco embriagada. Cuando la campanilla de la puerta sonó de nuevo, casi pensó que se trataba otra vez de Joel, pero era Kristina.

—Ah, ya estás aquí —dijo Kristina—. Pensaba que había llegado pronto.

—Sí, es que yo he llegado muy pronto.

—¿Qué pasa? Tienes una sonrisa de oreja a oreja.

—Oh, es que estoy contenta. He encontrado lo que buscaba. Quería regalarte esto. —Hadley le tendió el ejemplar de París era una fiesta.

Kristina se sonrojó. Apartó la mirada.

—Ay, Hadley, ya lo tengo.

—¿Lo tienes? ¿No me dijiste que no habías leído nada de Hemingway?

—Bueno, no… —explicó Kristina, cambiando los pies de postura—, hasta ese momento no, pero como siempre estás dale que te pego con él pensé que ya era hora de hacerlo.

Hadley pensó en Joel Wilson y en su prueba para las chicas de «érase-una-vez». Le encantaba saber eso de él. La gente rara vez confiaba los pequeños secretos de su vida.

—Bueno, ¿te gustó? —le preguntó.

—La verdad es que todavía no lo he empezado —respondió Kristina—. Me pongo a leer las primeras líneas y siempre hay algo que me distrae. Es que no consigo entrar en materia.

Hadley reprimió una sonrisa. Se imaginó a Joel diciendo: «Suspendida», e incluso anotando algo en un bloc, una cruz al lado de un nombre.

—No a todo el mundo le gusta Hemingway —dijo, cogiendo a Kristina del brazo—. Me alegro de haberte consultado antes de comprarlo. Venga, salgamos de aquí. Mejor te invito a un vin chaud.

Poco más de una semana después se encontró a Joel Wilson en la piscina municipal cubierta. Hadley le había tomado el gusto a nadar por las noches, y le agradaba el ambiente de la piscina. La gente charlaba en las zonas poco profundas y pasaba el rato junto al borde en parejas y pequeños grupos; era el lugar de encuentro en aguas cubiertas de Lausana. Kristina la acompañaba a menudo, pero a veces cambiaba de opinión y prefería ir a ver a Jacques. Al salir de su habitación esa noche, Hadley se encontró con ella.

—Creía que estabas en Ginebra —exclamó Hadley.

—Sí, pero he vuelto temprano. —Hadley permaneció expectante, pero Kristina dio unas palmaditas para quitarle importancia—. Hace siglos que no nado —añadió—. Me vendría bien para despejarme. No te importa esperarme, ¿verdad?

Hadley se encaramó a uno de los asientos del pasillo. Pasaron cinco minutos, luego diez. Salió fuera y se apoyó contra la barandilla. Abajo, la ciudad brillaba. Se anticipó a la sensación de salir de la piscina al aire de la noche, con el pelo húmedo sobre la nuca y una bofetada de frío sobre las mejillas. Nadar en invierno era algo que nunca hacía en Inglaterra.

Hadley se dio la vuelta al oír acercarse a Kristina. Se había puesto una camiseta de deporte y llevaba el pelo lacio y brillante recogido en una coleta alta. Su impecable mochila le daba un aire optimista.

—Lo siento, lo siento —se disculpó—. Ya estoy aquí.

A Hadley le daba la impresión de que había estado bastante perdida los últimos días. Se lo dijo, y Kristina suspiró con gesto dramático.

—Oh, Hadley, te entiendo perfectamente. Es que en este momento siento que tiran de mí en todas las direcciones posibles.

Hadley reprimió una sonrisa.

—Pero da la impresión de que curiosamente eso te gusta, ¿o no?

—¿Es eso lo que piensas?

—No lo sé. Quizá. En parte.

—Hadley, no soy ninguna reina del drama.

—Bueno…

—¿O sí? ¿Soy una reina del drama? Oh, Dios, sería terrible que lo fuera. Odio a ese tipo de gente. Hadley, por favor, dime que no lo soy.

Le agarró la mano y se la apretó con fuerza, estrujándole hasta el último dedo. Hadley se echó a reír y apartó la mano.

—No en el mal sentido —contestó ella.

—¿Estás harta de oír hablar de Jacques?

—La verdad es que ya no hablas tanto de él, últimamente pasáis mucho tiempo juntos.

—¿Sí?

—Me da la sensación de que desde que me hablaste de él por primera vez lo ves más de lo habitual.

—Ah, pero ahí te equivocas. Te da esa sensación porque ahora sabes adónde voy, esa es la diferencia. Antes pensabas que era muy estudiosa, que me escapaba a la biblioteca en busca de alguno de esos libros raros de historia del arte…

—Supongo que simplemente te echo un poco de menos, eso es todo.

—Oh, Hadley, pero si no me he ido a ningún sitio. Estoy aquí. —Vaciló—. De hecho, no es cierto. Me he ido a un sitio. Estoy en un agujero negro muy grande. Pero justo al fondo hay una luz. Y, mientras exista esa luz, no quiero escapar.

—No entiendo nada de lo que dices —dijo Hadley.

Kristina soltó una carcajada histérica.

—Dios, ¿y crees que yo sí?

Siguieron caminando la una junto a la otra, en silencio. Hacía tanto frío que a Hadley se le entumecieron los labios. Bajo sus pies, la acera brillaba con la escarcha nocturna.

—¿Qué edad tiene Jacques? —preguntó de improviso.

—Es mayor que nosotras.

—¿Y qué sensación se tiene?

—Es como… Ninguna. Ni siquiera es determinante.

Hadley asintió.

—Eso ya lo sé —dijo, en un tono más nostálgico de lo que pretendía—, es la persona adecuada y punto. No importa la edad que tenga, ¿verdad?

Kristina la miró con indulgencia.

—Hadley, mira, en mi clase de Historia del Arte hay un tío muy guapo que se llama Max. A lo mejor te gusta.

—No tienes que hacer de celestina, Kristina.

—No, pero ¿no te gustaría que hubiera alguien? —Hadley metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de su abrigo. Se estremeció—. ¿O acaso hay alguien ya? ¿Alguien de quien no me hayas hablado?

—No —respondió Hadley—, ni mucho menos.

—Te has puesto colorada —señaló Kristina.

—No me he puesto colorada, es que tengo las mejillas congeladas. Tú también las tienes así.

Kristina negó con la cabeza.

—Sea quien sea, tienes que atacar. No hagas demasiadas preguntas, lánzate sin más. Ya sé que me quejo de mi historia con Jacques, pero cuando estoy con él, si dejo de pensar en todo lo demás, me hace muy feliz, Hadley.

—Ojos que no ven… —dijo Hadley.

Kristina soltó una ruidosa carcajada.

—Has dado en el clavo. ¿Cómo es el dicho? ¿Agárrate fuerte y disfruta? A veces no hay nada malo en eso, ¿sabes?

La piscina estaba tan concurrida como de costumbre. Se oía el ruido del chapoteo del agua, de la gente llamándose entre sí, y un murmullo indefinible invadía el ambiente. Hadley se puso las gafas de natación y un gorro que le ocultaba el pelo, y se sintió aniñada con el bikini negro. Se sumergió con cuidado en el agua y empezó a hacer sus largos a crol, ligera como una anguila. Kristina tardó un buen rato en salir de los vestuarios; al hacerlo, deslumbró con un bañador fucsia, y a su lado Hadley parecía ir en uniforme de educación física. Kristina se detuvo junto a la parte más honda, inspeccionó el espacio, ejecutó un salto perfecto y emergió a la superficie casi en el punto medio de la piscina. Hadley se quedó boquiabierta y advirtió que al socorrista con camiseta de cuello abierto le había ocurrido lo mismo.

No vio acercarse a Joel. Ella estaba haciendo tiempo en la parte menos profunda, recobrando el aliento, cuando notó que le tocaban el hombro. Se dio la vuelta, pensando que era Kristina.

—Otra vez tú —dijo él.

Joel ofrecía un aspecto diferente en el agua. Tenía el pelo negro como el betún y lustroso por el agua, y la piel de un moreno intenso. Pudo apreciar una cicatriz fina como una esquirla en el hombro derecho.

—Hola —dijo ella.

Se encontraban tan cerca el uno del otro que ella agradecía no estar de pie sobre las resbaladizas losas de la piscina, con su desnudez prácticamente al descubierto. Se cruzó de brazos.

—¿Conque eres nadadora? —preguntó él.

—Qué va. Más bien «chapoteadora».

—No, te he visto hacer un par de largos: eres nadadora.

—Pero no consigo respirar bien —repuso Hadley. Exhaló lentamente—. ¿Ves? Me falta el aliento. —Era consciente de que su pecho subía y bajaba mientras hablaba.

—De modo que aquí es donde los jóvenes alegres pasan el rato, ¿no? En la piscina municipal, el lugar de encuentro predilecto de los literatos de Lausana.

—¿Te incluyes en el lote?

—De la gente joven y más bien joven, al menos. Y mi bañador es alegre.

—Es por el hedor de la piscina y las tiritas que flotan… La verdad es que venimos por el ambiente.

Él se echó a reír, y se frotó el mentón otra vez, como rascándose una inexistente barba.

—En primavera nadaremos en el lago —dijo él—, mucho más bonito que esto, dónde va a parar.

—No puede haber un lugar más bonito que ese —comentó ella—, rodeado de montañas, a cielo abierto… Sin nada que te moleste.

—Vaya —dijo Joel—, he captado la indirecta.

Se dio la vuelta para marcharse, pero Hadley le agarró del brazo. Durante un fugaz instante sus dedos rozaron su sólido hombro.

—No —dijo ella, al tiempo que se reía, turbada por ese repentino contacto—, no quería decir eso. Es solo que me encanta el hecho de que estemos aquí todos juntos, con todo este ruido, y, sin embargo, cada cual esté totalmente aislado y en su propio mundo.

Apartó la vista y se fijó en Kristina, al otro lado de la piscina. Se preparaba para zambullirse otra vez. Estaba quieta, ajena a las miradas; arqueó el cuerpo con gracia y se sumergió en el agua sin apenas salpicar.

—¿Es que has venido sola? —preguntó él.

—Qué va, mi amiga está por ahí —respondió Hadley, señalando con la mano.

—¿Otra británica?

—Danesa.

—¿Has hecho muchos amigos suizos ya?

—Ojalá, pero la verdad es que no, todavía no. ¿Y tú?

—Por lo visto el personal del instituto es muy reservado. Aunque Caroline Dubois organizó una cena la otra noche.

—¿Y qué tal? —preguntó Hadley.

—Muy chic. —Hadley asintió, preguntándose si habría ido alguien más o si la elegante blusa y la sonrisa de hielo habrían sido en exclusiva para Joel—. Pero te voy a decir una cosa —continuó él—. Teniendo en cuenta que su marido es amante del vino, casi ni lo catamos.

Hadley sintió un tremendo y desproporcionado alivio.

—¿Fue muy formal? —le preguntó, con una amplia sonrisa.

Très formal. Me preocupa tener que corresponderles. En mi apartamento hay poco más que una caja de vino y ambiente de comida a domicilio.

—No creo que en mi habitación quepa siquiera una caja de vino.

—¿Pequeña?

—Pero con las proporciones perfectas.

—¿Quieres que te diga otra cosa de mi apartamento? No puedo poner la lavadora a partir de las diez de la noche.

—De todas formas, ¿no tienes nada mejor que hacer a esas horas?

—Esa no es la cuestión, Hadley. La libertad empieza por poder lavar los calcetines cuando uno quiera. ¿Es que los suizos no lo saben?

—¿Hablas en serio? Entonces será mejor que te pongas en marcha. Vas a perder tu oportunidad.

—No, es viernes por la noche. Ahora mismo me voy derechito al primer bar que encuentre. Para animarme con mi amigo Jim Beam, a lo mejor.

Hadley volvió a reírse, y la risa le salió como una bocanada. Apoyó el peso de su cuerpo sobre el otro pie bajo el agua.

—Yo acabo de llegar —dijo—, solo he hecho diez largos.

—Entonces tienes que hacer más. Au revoir, Hadley.

—¿Qué bar? —preguntó ella, sin poder reprimirse.

—¿Qué bar? Mulligan’s no, desde luego.

Se lo habría tomado como un desplante de no haber sido por la manera en que la había mirado instantes antes de darse la vuelta para irse. No había sido una mirada ávida, pero sí un reconocimiento, no obstante, de su existencia. De un simple vistazo había escrutado su cuerpo mojado, sus pálidos hombros y su estrecha cintura bajo el agua. Después, en lugar de dar unos cuantos pasos hasta la escalerilla, apoyó las manos contra las losas y saltó con un diestro movimiento fuera de la piscina. Hadley lo observó dirigirse a los vestuarios, con el agua resbalando por su espalda desnuda. Vio que patinaba en una losa al rodear la silla del socorrista y por un momento pensó que se caería, pero él mantuvo el equilibrio y siguió caminando. Fue un simpático contratiempo en una salida, por lo demás, airosa. Ella sonrió y se sumergió bajo el agua. Se sentía totalmente ingrávida y como si no tuviera la más mínima necesidad de respirar.