El sábado por la tarde Hadley bajó la cuesta caminando hasta la ciudad. Hacía un revitalizador día de octubre: de sol tenue, sin apenas nubes, y un frío de muerte. Iba temblando bajo la gabardina que se había comprado en cuanto le ingresaron el dinero de la beca. De cintura entallada y cuello rígido, le daba el aire europeo que ella deseaba. Excepcionalmente, ese fin de semana Hadley se encontraba sola. Tal y como le había adelantado, Kristina había ido a Ginebra a ver a Jacques. Su historia le había tocado la fibra a Hadley, pues era lo bastante rocambolesca como para ser totalmente cierta. Notaba que, cuando hablaba de Jacques, las motas color avellana de sus ojos se volvían ámbar y sus labios se fruncían como para besar. Hadley jamás había visto a nadie tan perdidamente enamorado. Decidió comprarle unos bombones a Kristina para animarla, para darle a entender que, a pesar de todo, la vida seguía siendo dulce. A fin de cuentas, en realidad no podía aconsejarla, ni compartir con ella historias de desengaños amorosos.
Las calles estaban llenas de gente que aprovechaba el sábado para hacer sus compras y el ambiente rebosaba estilo; todo eran pómulos prominentes, sombreros calados con donaire y pañuelos de seda anudados con gusto. Hasta sus compras parecían elegantes: una tarte aux pommes en una estrecha caja blanca, un par de baguettes puntiagudas asomando de una cesta. También había una gran presencia de perritos falderos tropezando con los tobillos de sus dueños o acurrucados en sus brazos. Hadley caminaba esquivándolos; su rápido paso la condujo prácticamente hasta la orilla del lago.
La Chocolaterie Amandine recordaba a las boticas tradicionales, con cristal sobre el mostrador y estantes de madera atestados de estuches y tarros. El olor del interior no era tan dulce como había imaginado; flotaba denso en el ambiente, el tipo de aroma que te daba la sensación de que debías ver y palpar. Una campanilla había anunciado su entrada, pero la dependienta estaba ocupada con un señor mayor que parecía estar escogiendo los bombones uno a uno, cavilando sobre su gusto y armonía. «Merveilleux!», le oyó exclamar, cuando por fin el último bombón ocupó su hueco en la caja de regalo. En ese momento se volvió, satisfecho, y Hadley le vio la cara. Al reparar en su presencia, la expresión del hombre denotó auténtico placer.
—Hadley —dijo—. Sigues aquí…
—Sí —contestó ella—. Me quedo en Lausana todo el año.
—A lo mejor me lo dijiste cuando hablamos. Me temo que soy olvidadizo.
—Recuerdas mi nombre.
—Claro. Y de hecho no soy tan olvidadizo. A veces me gusta aprovecharme de mi avanzada edad. Le da a uno tremendas libertades.
—Bueno, Hugo Bézier, yo también me acuerdo del tuyo.
—Me siento francamente halagado. Bueno, ¿dónde está hoy la pizpireta de tu amiga?
—Haciendo de pizpireta en Ginebra. —Al decirlo a la ligera, sonó como una traición.
—No me hace mucha gracia Genève. Has hecho bien en quedarte aquí.
—¿Para quién son los bombones? —preguntó ella.
—¿Cómo? Ah, ¿esto? —Miró la caja que tenía en la mano con una expresión algo burlona—. Podrían ser para ti.
—¿Es a eso a lo que te refieres al hablar de tomarte libertades?
—Soy culpable de mis cargos.
—Yo voy a comprarle bombones a Kristina. La susodicha amiga. ¿Qué me recomiendas?
—Elegir bombones es todo un arte.
—Ya veo. Te has tomado tu tiempo. Como un auténtico gran maestro.
La sonrisa de Hugo cobró vida.
—Por favor, toma estos. —Le tendió la caja—. Yo los como muy de vez en cuando. Lo que pasa es que disfruto eligiéndolos.
—No puedo aceptarlos.
—Por favor. Sería un placer.
—¿Quieres que se los regale a Kristina?
—Son para ti.
—Pero ¿te importaría si se los regalara?
—Puede que sí.
—Nadie me había regalado bombones así. De buenas a primeras, quiero decir. Un desconocido.
—¿De buenas a primeras? ¿Un desconocido? No estoy seguro de que esa descripción me agrade.
—Gracias, Hugo. De verdad.
—C’est un plaisir —contestó él, con una ligera reverencia.
—Está bien —cedió Hadley—. Pero de todas formas tengo que llevarle unos cuantos a Kristina. ¿Me ayudas a escogerlos?
—Con mucho gusto. —Al final se decidieron por pralinés con forma de capullos de rosa. Nueve, colocados en una cajita cuadrada atada con un lazo rojo. Una vez fuera de la tienda, Hugo inclinó la cabeza para besarla tres veces. La mejilla izquierda, la mejilla derecha, la izquierda de nuevo…—. Al estilo suizo —señaló él.
—¿Ahora vas a tomarte tu coñac? —le preguntó ella.
—Efectivamente. —La miró con unos ojos tan oscuros como la melaza. Se quitó el sombrero mientras se volvía—. Te pediría que me acompañaras —dijo—, pero me temo que eso sería tomarme una libertad.
Ella lo observó alejarse despacio en dirección al Hôtel Le Nouveau Monde. Antes de perderle de vista, desató el lazo de la caja que le había regalado y se echó un bombón a la boca. Era curvilíneo como una concha, y se derritió sobre su lengua tan dulcemente como un beso.
Hadley no vio a Kristina hasta esa noche. Oyó el tintineo de las llaves y el chirrido de la puerta justo cuando estaba tumbada en la cama leyendo. Esperó unos minutos y a continuación llamó a su puerta.
—¡Kristina! —gritó.
No hubo respuesta, y volvió a tocar.
Oyó pasos amortiguados e instantes después Kristina abrió la puerta en pijama: gruesos calcetines de lana, leggings y una especie de camiseta larga. Llevaba estampada la figura de Pierrot, el payaso de aspecto lastimero del folclore francés, encaramado a una luna. Las estrellas tachonaban el cielo detrás.
—Hola —dijo Hadley—, ¿vas a acostarte ya?
Kristina se apoyó contra el quicio de la puerta y cerró los ojos durante unos instantes. Tenía los párpados de un rosa oscuro.
—Ginebra —dijo—. Dije que iría y lo hice.
—¿Y?
Kristina negó con la cabeza.
—Lo de siempre.
—¿Qué quieres decir?
—No tengo ningún control sobre mi vida, ¿sabes, Hadley? Las cosas me ocurren porque sí.
—Y Jacques…
—Dice que le encanta lo que tenemos.
—Pero eso es buena señal, ¿no? ¿Más o menos?
—No es lo mismo que quererme, ¿no te parece?
—¿Le has dicho eso?
Ella se rascó el brazo con aire distraído.
—Lo he intentado —respondió—, pero, Hadley, es que me resulta muy difícil resistirme a él, en muchos sentidos. Me refiero a que he pasado todo el día con él y estoy agotada, completamente agotada.
El gesto de Hadley debió de cambiar sutilmente —tal vez abrió más los ojos o las comisuras de sus labios esbozaron una sonrisa—, porque Kristina sacudió las manos y se echó a reír, y de repente ya no parecía en absoluto cansada.
—¡No, no me refería a eso! Aunque sí, claro, a eso también. Pero emocionalmente es tan agotador… Yo llevo toda la carga a mis espaldas. Dice que seguir o no depende de mí.
—Pero eso es bueno, ¿no? Tener el control de tu propio destino.
—¿Acaso lo tengo? El amor no funciona así. En fin, yo quiero que me quieran. ¿No es lo que desea todo el mundo? ¿No es lo que deseas tú?
—Yo quería animarte —contestó Hadley—. Te he comprado esto.
Le tendió la caja de bombones. Kristina sonrió con tristeza, y movió la cabeza.
—Oh, Hadley, eres un primor. Pero no puedo aceptarlos. No me los merezco. Siempre supe en lo que me estaba metiendo. Todo es culpa mía. ¿Sabes una cosa? Esto nunca se lo diré a él, pero a ti te lo digo: la primera vez que vi a Jacques, me pareció el hombre más guapo del mundo. —Hizo una pausa—. Y él, a su vez, me hizo sentir como la mujer más guapa.
—¿Y por qué no se lo dices?
—No lo sé. Porque soy así. Dudo que alguna vez diga lo que realmente siento. La mitad del tiempo no digo más que sandeces.
—Eso no es cierto. Kristina, por favor, acepta los bombones, los he elegido especialmente para ti.
—Eres un cielo, pero quédatelos —dijo Kristina, dejando salir las palabras con un gran bostezo—. El marrón es mío, ¿o no? Tendré que apañármelas para resolverlo. Oye, necesito dormir, estoy muerta. Nos vemos mañana, ¿vale? ¿Te viene bien a mediodía?
Hadley volvió a su habitación y se desplomó en la cama. Le quitó el lazo a la caja y el pequeño adhesivo circular que lo sellaba. Cogió un bombón y lo sostuvo entre el pulgar y el índice. Tenía forma de rosa, con oscuros pétalos brillantes. Kristina parecía moverse en un mundo ligeramente distinto al resto de ellos: una escapada romántica de una ciudad extranjera a otra, para afrontar la verdad de una aventura ilícita. Ese tipo de cosas no ocurrían en el mundo de Hadley. En cuanto a la opinión que la propia Kristina tenía de sí misma, al hecho de si sus palabras eran verdades como puños o una sarta de mentiras piadosas, Hadley no le dio demasiadas vueltas. Volvió a envolver los bombones y los dejó con cuidado sobre el escritorio para dárselos otro día.
Kristina y Jacques continuaron viéndose, y Hadley observaba cómo transcurría su relación manteniéndose al margen. A veces, Kristina tenía las mejillas irritadas de llorar. En otras ocasiones, daba la impresión de que estaba enfadada. Su expresión adquiría un gesto adusto, con la mandíbula apretada. «¿Sabes lo que me ha dicho? Que cree que se está enamorando de mí. ¿Qué diablos significa eso? O lo estás o no lo estás. Pero esta es mi opinión, así que, por mucho que me empeñe, no puedo cambiar lo que siente, porque es imposible cambiar las ideas de alguien, ¿entiendes?». Y Hadley no entendía, no del todo. Una vez Kristina le echó la culpa a Lausana. Dijo que no tenía ni idea de que Jacques estaría justo al borde del lago, en Ginebra; sus destinos estaban entrelazados, sus respectivas suertes corrían demasiado cerca. «A lo mejor debería irme y punto —dijo Kristina—. Puedo mudarme a París o Lyon, o volver a Copenhague, me da exactamente igual. A cualquier sitio menos aquí». Pero Hadley la veía volver después de pasar unos días en Montreux, con los ojos brillando con el azul del mar y en las manos un puñado de bolsas con nombres de boutiques de firmas. Hablaba de cenas en pueblos de viñedos donde bebían champán en copas de cristal y luego de paseos en coche a la desbandada por carreteras estrechas llenas de curvas. Y un día llevaba un colgante nuevo, una piedra de azabache sujeta a una cadena de oro. Se sentó en la cocina de Les Ormes, dándole vueltas sin ser consciente de ello, llevándose a los labios las frías aristas de la piedra.
—Odiaría que te marcharas —dijo Hadley, observándola.
—Eres la única razón por la que me quedaría —afirmó Kristina con gesto serio, y a Hadley le constaba que decía la verdad. A Kristina la retenía en Lausana un finísimo hilo.
Hadley intentaba no sentir celos del tiempo que Kristina pasaba fuera. Tal vez no le habría importado tanto si Jacques no fuera en parte fruto de su imaginación; para ella, era la idea abstracta de una persona, no del todo real, pues Kristina solamente lo mencionaba de pasada, envuelto en el misterio. Cuando Hadley se encontraba a solas —lo cual parecía suceder cada vez más a menudo—, le venía a la cabeza Joel Wilson. El producto de su propia imaginación. E igual que Kristina hacía con Jacques, se lo guardaba para sí misma. Tampoco es que supiera qué contarle a Kristina, pero de alguna manera Joel le estaba resultando importante. Sabía que a Kristina le gustarían sus clases. El dramatismo que entrañaban y del que los hacía partícipes. La importancia y la frivolidad, cuando hablaba de la pesadumbre de las penas del pasado y seguidamente de la peligrosa atracción de una copa de ajenjo verde hierba. Habría sido divertido ir a clase juntas, comentar todo después, entre cigarrillos y martinis, mientras el día tocaba a su fin. Pero sus estudios las hacían tomar rumbos diferentes y en cierto modo Hadley lo agradecía. Por mucho que disfrutara compartiendo, reconocía el valor de un secreto.
Hadley dejó que la asignatura de Literatura Norteamericana le diera forma a las primeras semanas y color a sus días. Leía todo lo que Joel recomendaba, seducida por su relato de la Generación Perdida, por las historias del desenfreno y los excesos de la posguerra: hombres deshechos y mujeres frágiles, días endulzados con escarceos amorosos y bazofia en el fondo de una copa de licor que nunca se vaciaba. Leía sobre cafés con ventanas empañadas y rincones cargados de humo y sobre los escritores que escribían allí, arrellanados a la vista de todos, buscando llamar la atención y haciendo alarde de sus cuadernos. Leía sobre excursiones a las carreras de caballos salvajes de cuellos tensos y crines al viento y sobre las optimistas y temerarias apuestas de los hombres. Leía sobre ciudades enteras presas del frenesí, sobre toreros de caderas estrechas que se movían pavoneándose al mismísimo borde de la muerte, sobre los sentimientos de asombro que provocaban en todos aquellos que podían soportar verlo. Leía sobre besos fugaces y achuchones desesperados, señoras y amos de nada, mujeres que hacían derretirse a un hombre con solo mirarle, hombres que llevaban a una mujer a la locura con solo apartarse de ella. Leía sobre el comportamiento indeseable de extranjeros afincados en otro país, gente suspendida en el tiempo sacando el mejor provecho de un lugar y dándole lo peor de sí mismos. Leía sobre París y Antibes, a un paseo en tren de Lausana; le resultaba fácil imaginarse acomodada en un vagón avanzando a toda máquina por la orilla del lago, atravesando las montañas y luego las llanuras e impregnándose del ambiente rojizo y esmeralda de un otoño francés. Nunca había estado en París, y mucho menos en el sur de Francia, pero ¿qué más daba? Lausana era como una mezcla de ambos, con sus bulevares de lujo y edificios esmerilados, exóticos racimos de palmeras y retazos de agua plateada. Hadley pensaba en aquellas últimas páginas de Adiós a las armas empapadas por la lluvia, en los torrentes de pesar, y se preguntaba por qué no se ambientarían más historias en el fulgor de Lausana.
En clase, cuando Joel trataba las grandes tradiciones literarias de los expatriados, se imaginaba con Kristina caminando con paso airoso por la ciudad; sibaritas en el más amplio sentido de la palabra. A veces sustituía la imagen de Kristina por la de Joel. Veía su brazo rodeándola por los hombros, con una intrépida sonrisa en los labios. Se imaginaba compartiendo mutuamente los secretos de Lausana y dejaba volar y volar su imaginación hasta que, llegada a un punto, se le agotaba.