Hadley y Kristina habían llegado a Lausana como extrañas en igualdad de condiciones. Por mucho que Kristina hubiese vivido en la Riviera y que hablase francés con ese desparpajo, la ciudad era tan desconocida para ella como para Hadley. Juntas, la hicieron suya. Tomaban renversé, la versión suiza del café con leche, en una cafetería situada en un costado de la Place de la Palud. Paseaban por Ouchy bajo el luminoso sol otoñal, observando cómo los cisnes entrelazaban sus cuellos sobre la superficie. Cuando pasaban por la atractiva fachada del Hôtel Le Nouveau Monde, Hadley a menudo recordaba al anciano que había conocido, Hugo Bézier. Había algo en él que te desarmaba, aunque no sabía descifrarlo con exactitud. Tal vez, al estar rodeada de extranjeros afincados allí definitiva o temporalmente, se tratase de su autenticidad, de su aire lausanés.
A medida que el semestre avanzaba, Hadley se volcó en la lectura. Entretanto, Kristina se empleó a fondo en el estudio; se enfrascaba durante horas en voluminosos libros de arte en la biblioteca, con el pelo ocultándola como una cortina. El Institut Vaudois era un laberinto perfectamente concebido de caminos entrecruzados, plantas a ras de calle y subterráneas y paneles divisorios de cristal, por lo que Hadley a veces veía a Kristina sin que esta fuera consciente. Vislumbraba su cartera cruzada verde manzana o su melena rubia en las escaleras, tres tramos por debajo de ella, o el balanceo de sus caderas pavoneándose en dirección contraria tras una pared de cristal o una puerta giratoria. Kristina siempre daba la impresión de dirigirse a algún sitio con determinación. Era en esos momentos cuando Hadley pensaba en Jacques. Se imaginaba cómo sería mantener una aventura con un hombre casado en momentos robados, retazos de pasión aquí y allá. En esas circunstancias Kristina podía estar viéndolo a diario, y Hadley nunca se daría cuenta.
Con el inicio del semestre cada cual tomó rumbos diferentes. Bruno conoció a una chica española llamada Loretta que vivía dos plantas más abajo en Les Ormes. Hadley a menudo lo veía únicamente a través de la mata de pelo oscuro y crespo de Loretta, cuando él se agachaba para besarle el cuello o mordisquearle la oreja. Hadley acabó asociando a Jenny con su móvil, pues lo mantenía permanentemente pegado a la oreja. A veces escuchaba fragmentos de su conversación al pasar. «¿Y él que le dijo a ella?», y «¿Fue tu madre al final?», y «¿Qué tal Dave?». También advirtió que Chase siempre parecía rondar a Jenny. A veces los veía por ahí juntos: Chase tirando de su bicicleta, Jenny paseando al lado, dejando a su paso una estela de risas. Entretanto seguían tropezándose unos con otros en la cocina: mientras hervían pasta y desmigajaban baguettes, intercambiaban impresiones sobre las incomprensibles clases, errores en francés y nuevos sitios que habían visto o de los que habían oído hablar. Ahora que Bruno tenía a Loretta, no parecía que le apeteciera tanto hacer planes para estrechar lazos. Dejó de proponer excursiones a la montaña; en lugar de eso, mencionó la idea de ir un fin de semana de compras a Milán, pero sin ofrecer las plazas de sobra de su coche. Les dijo que quería comprarle a Loretta el bolso más caro que encontrase, ante lo cual Chase hizo un gesto de fastidio y Jenny ladeó la cabeza con ojos risueños.
—¿Cómo va tu vida amorosa, Hadley? —le preguntó Chase en una ocasión.
—Amo la vida —respondió—, gracias por preguntar.
Y miró fugazmente a Kristina, que siempre parecía estar totalmente ausente en tales momentos, frotando una mancha de esmalte de uñas de la manga de su jersey o rebuscando en su bolso tratando de encontrar un libro. Kristina le hizo un guiño a Hadley con gesto inexpresivo, con su secreto aún a salvo.
Una noche, al cabo de poco más de un mes del inicio del trimestre, Hadley estaba trabajando sentada ante el escritorio de su habitación, como en una burbuja. Había bajado las persianas y encendido la lamparita y estaba encorvada sobre los libros. Tenía que presentar un trabajo la semana siguiente, el primero, para la asignatura de Joel Wilson. Lo había titulado «Fin del amor» y tenía muchas ganas de prepararlo, pero ahora que había llegado el momento se le hacía cuesta arriba. No encontraba las palabras adecuadas. Todo lo que le sonaba bien en la cabeza parecía insustancial al plasmarlo. Dio un respingo al oír llamar a la puerta.
—Adelante —gritó.
—Eh —dijo Kristina. Pareció colarse en la habitación de Hadley, pues abrió la puerta lo justo para entrar. Llevaba un camisón rosa y el pelo recogido en la coronilla. Se sentó en el borde de la cama con las manos entrecruzadas sobre el regazo—. ¿Te apetece salir? Podríamos volver al Hôtel Le Nouveau Monde. A tomar algo en plan tranquilo.
—No puedo —repuso Hadley—. Me encantaría, pero tengo que hacer este trabajo.
—Últimamente siempre estás trabajando.
—Tú también. ¿O… no?
—Casi siempre. —Kristina se puso de pie y se acercó al armario. La puerta estaba abierta y sacó un vestido verde esmeralda, minúsculo, que Hadley había encontrado en el cesto de gangas de una tienda vintage—. ¿Puedo probármelo?
—Adelante —contestó Hadley—. Pero a lo mejor a alguien se le salen los ojos fuera de las órbitas al verte con él puesto.
Kristina se quitó el camisón rosa, que cayó al suelo como un ovillo. Debajo llevaba un conjunto de lencería. De encaje rojo. Su espalda era de una suavidad perfecta y sus piernas, interminables. Hadley reanudó su trabajo.
—Pero si no me baja de las tetas —oyó decir a Kristina con una risa tonta, desesperada. Hadley volvió la vista y comprobó que lo tenía atascado en la cabeza, mientras sus brazos manoteaban en el aire. Se levantó para ayudarla. Tiró hacia arriba del vestido con cuidado al tiempo que oyó rasgarse la tela. Se habían soltado las puntadas de la costura—. Oh, Dios, lo siento muchísimo —exclamó Kristina.
Hadley lo volvió a colgar en la percha.
—No te preocupes, ya lo coseré.
—No debería haber entrado de sopetón aquí, y para colmo te estoy destrozando la ropa.
—En serio, no pasa nada. Es viejísimo, y tarde o temprano tenía que echarse a perder.
—Siempre eres un encanto conmigo, Hadley.
Kristina se dejó caer en la cama. Recogió el camisón del suelo y, en lugar de ponérselo, lo dejó hecho un ovillo sobre su regazo. Hadley se fijó en que el encaje del sujetador estaba tejido con cientos de diminutas puntadas de corazones. A duras penas recogía sus voluptuosos pechos.
—¿Estás bien? —preguntó Hadley.
Kristina levantó la vista hacia ella; tenía el borde de los ojos enrojecido, y la tez, normalmente radiante, llena de manchas.
—Quiero hacer las cosas como es debido —respondió ella—, pero me resulta sumamente difícil.
—Kristina, ¿de qué estás hablando?
—De Jacques. Dios, no sé lo que estoy haciendo. Por primera vez, no sé lo que estoy haciendo.
Hadley echó un vistazo a su trabajo. Había llegado el momento de interrumpirlo.
—¿Preparo té? —dijo.
Kristina negó con la cabeza.
—No quiero ser «la otra» de nadie. Debería acabar con esto y punto. Asumir el dolor y seguir adelante. Pero soy incapaz. Soy incapaz de hacerlo.
—¿Qué esperas? ¿Que la deje?
—Jamás la dejará. No del todo. No definitivamente. En el fondo, todavía la quiere, Hadley. —Se estremeció, y se rodeó la cintura con el camisón.
—¿Por qué no te lo pones? —le preguntó Hadley.
Kristina se frotó los brazos y a continuación se lo metió por los hombros despacio.
—En este momento no puedo pensar con claridad.
Hadley abrió el cajón de su escritorio y sacó una barrita de chocolate suizo. Le quitó el papel de aluminio, lo partió en cuatro onzas cuadradas, y le ofreció. Kristina cogió una, al tiempo que se le empañaban los ojos.
—Es una relación que arrastro desde mi verano en la Riviera. Eso sí te lo he contado, ¿verdad? En realidad, ha sido una terrible casualidad. Yo no sabía que coincidiríamos aquí.
—¿En Lausana?
—No, no, en Lausana no. Él está en Ginebra.
—Cuéntamelo desde el principio —le pidió Hadley.
—¿Qué exactamente? ¿Quieres que te lo cuente todo?
De modo que, por fin, escuchó la historia de cómo se habían conocido Jacques y Kristina y, una vez más, pensó que Kristina pertenecía a otro mundo. A pesar de lo angustiada que estaba, Kristina escogía cuidadosamente las palabras, adornándolas con florituras y ademanes. Hadley la escuchaba con una media sonrisa en los labios.
Kristina contó que había estado trabajando de au pair para una adinerada familia danesa que veraneaba en Saint-Tropez. Tenía a su cargo a tres niños pequeños, rubios, de buenos modales y cortes de pelo a tazón. Mientras la madre montaba caballos palomino de crin blanca en un club de campo en las colinas y el padre caminaba de un lado a otro del despacho en la parte trasera de la casa hablando en tono de complicidad con colegas que no tenían que pasar de mala gana el verano en el sur, Kristina jugaba con los niños en el largo jardín en pendiente de la villa. O, mejor dicho, los niños jugaban y Kristina les echaba un ojo por debajo del ala de su sombrero mientras remoloneaba en su tumbona. La villa estaba en la ladera de una colina donde se apiñaban viviendas de estilo similar, todas con suaves arcos esculpidos, columnatas envueltas en buganvillas y piscinas rodeadas de palmeras. La villa contigua la había alquilado una pareja que, en opinión de Kristina, estaba pasando los últimos días de su matrimonio. Mientras Kristina hojeaba revistas y se pintaba las uñas de los pies en tonos llamativos, les oía discutir a voz en grito. Y una vez, mientras los niños perseguían un frisbee que había salido despedido en el aire, escuchó el ruido de algo haciéndose añicos, como un jarrón estampado contra una pared o un cristal golpeado por un puño. Kristina observó con los ojos entornados. Vio a Jacques, pues era Jacques, correr hacia el césped como un hombre huyendo de una casa en llamas. Lo vio volverse y quedarse parado apretándose fuertemente la cabeza con las manos, como si todo lo que tenía ante sí estuviera reduciéndose a cenizas. Entonces él la pilló mirando y, en lugar de titubear bajo su mirada fija e impasible, inexplicablemente su rostro adoptó una leve expresión de alivio. Eso pasó justo a principios de verano. La mujer se marchó, dejando al hombre, a Jacques, solo. Se besaron por primera vez entre las palmeras achaparradas con forma de piña que separaban sendos jardines, al cabo de poco más de una semana.
A medida que pasaba el tiempo, Kristina fue escabulléndose de los niños para pasar momentos robados con él. Se escapaba a hurtadillas a la casa de al lado, lo llamaba desde el amplio y tenebroso vestíbulo, y esperaba a que asomara la cabeza por la escalera de caracol desde la tercera planta. Prácticamente enseguida se hicieron amantes inseparables; él le prodigaba ramilletes de flores exóticas, y ella le pintaba las costillas con crema solar. Hacia finales del verano formaban una pareja como cualquiera de las que paseaban por el paseo marítimo del puerto al atardecer o de las que se hacían confidencias cenando a la luz de las velas en lo alto del casco antiguo.
—Un romance en la Riviera —dijo Hadley, y Kristina se rio de mala gana, enseñando su dentadura de un blanco luminoso.
—Y en eso tenía que haberse quedado —comentó ella—. Probablemente. Dios, no lo sé. ¿Sabes? Siempre ha estado casado, incluso cuando decía que no quería estarlo. Incluso cuando decía que su mujer tampoco. Incluso cuando le vi quitarse la alianza y lanzarla al fondo del mar.
—¿Lo hizo por ti?
—Estaba borracho y fanfarroneando. Seguramente fue a buscarla al día siguiente. En fin, el caso es que ahora ha vuelto a Ginebra y ella también. Dice que están separados, que viven en barrios opuestos de la ciudad, pero eso es lo de menos. Mientras la siga queriendo.
—¿Tú le quieres, Kristina?
—¿Que si le quiero? Como si pudiera saber algo así… —dijo con una risa estridente—. Oh, Hadley, tenía tantas ganas de caerte bien. De que no pensaras que soy un caso perdido. Y fíjate lo que he hecho.
Hadley se acercó a sentarse a su lado. Le pasó el brazo por los hombros.
—De caso perdido, nada. Al menos tu vida tiene algo de drama. Hace que sea interesante, ¿o no?
Ella esbozó una sonrisa.
—Bueno, aburrida no es. Desde luego.
—Entonces, ¿vas a Ginebra a verlo? ¿Por eso no te has dejado ver mucho últimamente?
—O quedamos a medio camino. Hay ciudades bonitas a orillas del lago. Castillos antiguos, cosas por el estilo. Paseamos por ahí y luego discutimos a voces. Siempre por el mismo tema. Yo le digo que no quiero verle a menos que rompa definitivamente con su mujer y él es demasiado sincero, Hadley, tan sincero que duele. Hace daño.
Hadley era incapaz de imaginarse a un hombre suizo gritando. Para ella eran la personificación de la serenidad, el estilo y la elegancia. Jacques.
—No será tan sincero —puntualizó Hadley— cuando está contigo. —Kristina se quedó mirándola, confundida. Al parpadear, las lágrimas resbalaron de sus pestañas—. ¿Ha venido aquí alguna vez? —le preguntó, cambiando rápidamente de táctica.
—¿A Les Ormes? No, cómo iba a venir… Rompería todo el encanto. Al parecer tiene la impresión de que soy bastante sofisticada.
—Me gustaría conocerle —dijo Hadley.
—Hadley, no lo aprobarías —replicó ella—. Sé que no lo harías aposta, pero no lo aprobarías. Eres demasiado buena.
—¿Sí? —dijo Hadley—. No lo hago a propósito.
—Por favor, cambiemos de tema. Le he dado mil vueltas. ¿Qué estás escribiendo? Mejor dicho, ¿qué es lo que no te estoy dejando escribir?
—Un trabajo. Para la clase de Literatura Norteamericana. Es sobre Hemingway.
—Tu favorito.
—¿Cómo lo sabes?
—Adiós a las armas. Me lo dijiste.
—Ah, vale. Mi escritor favorito. Sí, sin duda.
—¿Cómo es tu tutor?
Hadley vaciló.
—Un poco creído —respondió.
No mencionó que siempre era la primera en la que Joel Wilson posaba la mirada al gastar una broma en clase. Ni la manera en la que en una ocasión le volvió a rozar el codo mientras charlaban después de clase, tal y como había hecho en la fiesta junto al lago. Ni cómo en otra ocasión se cruzó con él en un pasillo abarrotado y él hizo como si lanzara una gorra imaginaria en dirección suya y ella fingió cogerla como un beso lanzado al aire, sin reparar en su error hasta haber dado tres, cuatro, cinco pasos en la dirección contraria. La manera en la que se puso roja como un tomate, y la esperanza, el anhelo desesperado de que él pensara que se había limitado a saludarle con la mano. Un saludo algo extraño y entusiasta, pero solo eso, nada más. Se calló estas cosas porque, comparadas con el idilio real de Kristina, le parecían insignificantes. Hadley cogió el bolígrafo y se puso a mordisquear la punta. Kristina se agachó y le dio un beso presionando ligeramente los labios contra su mejilla.
—Gracias por escucharme, Hadley. Y siento no haberte contado todo esto antes. Supongo que no me enorgullezco, eso es todo. —Añadió en tono quejumbroso—: Ay, ¿por qué no puedo tener una relación normal?
—Podrías dejarle, ¿sabes? No lo necesitas. Él no te merece, así no.
—Es que lo necesito. Y él a mí. —Se miró las manos—. Hadley, te he mentido. Le quiero. Le quiero muchísimo. —Hadley cogió la mano de su amiga y se la apretó—. A lo mejor lo veo mañana —continuó—, a lo mejor le digo lo que realmente siento. Y si él no siente lo mismo, si no es libre para sentir lo mismo…
—¿Qué harás?
—Terminaré con esto.
A continuación se marchó; cerró la puerta suavemente y volvió a su habitación. Hadley escuchó la puerta de Kristina al cerrarse desde el otro lado de la pared y luego un crujido de la cama. Se sentó un momento, bajo el halo de la lamparita, a escuchar. Pero no hubo más ruidos procedentes de la habitación contigua. Ningún timbre de teléfono, ni secretos a media voz. Releyó las palabras que había escrito antes de que Kristina fuera a verla. Eran insulsas y vacías. Las tachó a conciencia con rayajos negros.