En aquellos primeros días y semanas, las noches a menudo se alargaban hasta bien entrada la madrugada. Kristina y Hadley llegaban a la residencia al amanecer, teñido de rosa pálido, a veces acompañadas por el resto de rezagados: un Chase que divagaba, una Jenny de mejillas demacradas, un Bruno radiante. Después de una de aquellas noches, Kristina y Hadley iban arrastrándose cuesta arriba hacia Les Ormes y se respiraba serenidad en la quietud de la ciudad. El clamor y los sofocantes achuchones del club que habían dejado atrás eran como un sueño confuso. Mientras caminaban, iban aspirando el aire de la mañana con una sincronización perfecta, y les entró una risa contagiosa.
—Esto es genial, ¿a que sí? —comentó Kristina—. Te juro que en Lausana no tengo resacas. El aire es tan…, ¿cómo se dice? Revitalizador.
—La gente tenía por costumbre hacer eso, ¿verdad? Ir a un sitio a «tomar el aire». Eso me gusta. Es tan civilizado…
—A lo mejor es lo que estamos haciendo aquí —dijo Kristina—. Tomar el aire. Recuperarnos. Reponernos en la Riviera suiza. —Hizo una pausa—. Escondernos —añadió.
Hadley recordó cómo habían bailado entre las fuentes de Ouchy la noche anterior, con los vaqueros empapados pegados al cuerpo. Cómo dos chicos se habían cruzado con ellas en la biblioteca esa mañana y las habían saludado, diciéndoles: «Eh, chicas de la fuente».
—No creo que nadie pueda acusarnos de estar escondiéndonos —dijo Hadley, riéndose por lo bajini. Llamó la atención de Kristina—. Ni mucho menos.
—A lo mejor ese es el problema, entonces.
—¿Jacques? —inquirió ella, y fue la primera vez que lo volvía a mencionar.
Kristina soltó un pequeño bufido de exasperación y se recogió el pelo en una coleta. Se lo enrolló con los dedos y lo sujetó con un pasador.
—Sí. No. No sé —respondió.
—¿Se supone que tengo que adivinarlo? Vale. Es el novio que te has dejado en Copenhague. El amor de tu infancia. Solo que ahora que estás aquí, y él no, no lo tienes tan claro. Puede que como Jenny.
—No tiene nada que ver con lo de Jenny. Y no quiero que lo adivines.
—Entonces cuéntamelo.
—No puedo.
—Pero ¿por qué no? Somos amigas, ¿o no?
—¿Amigas? —Kristina le agarró las manos y se las apretó—. Claro que sí, Hadley.
—Pues entonces no lo entiendo.
—¿No hay que guardarse ciertas cosas para uno mismo?
—¿Es que es un secreto?
—No es un secreto. Solo es personal.
—Vale —dijo Hadley—. Es que, cuando me dijiste que era una larga historia, me dio la sensación de que a lo mejor te apetecía hablar de ello.
—La verdad es que no —repuso Kristina—. Pero, si lo hiciera, serías la primera…
—Bueno —atajó Hadley—, no tienes que darme explicaciones.
—¡De verdad que sí! Hadley, te lo prometo. Serías la primera a quien se lo contaría. Eres mi mejor amiga.
Hadley sintió una oleada de placer. Kristina lo había soltado a la ligera, lo cual, sin embargo, no le restaba un ápice de veracidad.
—Bueno, tú también eres mi mejor amiga —dijo ella a su vez.
Kristina se inclinó y le dio un beso en la mejilla. El aliento le olía al licor de manzana dulce que el camarero les había servido para que se fueran con buen sabor de boca. Tenía los labios fríos como el hielo.
El Institut Vaudois era una constante, el punto al que todos regresaban por ocupados que tuvieran los días y las noches. Una tarde coincidieron al término de sus clases y Hadley sugirió volver a pie atravesando la ciudad. Tardarían una hora y media, quizá más, pero hacía un día fresco y agradable. Solo la curvatura de las hojas de los árboles y la pátina amarillo canario con la que se impregnaban las suelas de sus zapatos delataban la estación en la que se encontraban. Caminaron por las afueras de Lausana, cruzando calles por las que nunca habían pasado. Acompasaron el paso al de una lenta anciana y su perrito faldero; Hadley se agachó para acariciarle las orejas al caniche mientras Kristina le daba cháchara a la señora en un francés fluido. Al separarse sus caminos, se desearon recíprocamente «bonne journée» y se alejaron.
—Tu francés es buenísimo. ¿Jacques es…?
—Es suizo —atajó Kristina.
Hadley parpadeó.
—¿Suizo? —dijo con prudencia, en voz baja, como si Kristina fuese a echar a correr si le daba un énfasis excesivo.
—¿Te he contado que he pasado el mes en la Riviera? ¿Cerca de Saint-Tropez?
—Sí.
—Allí es donde lo conocí.
—Vaya, qué romántico.
—No tanto. Creo que desaprobarías toda la historia.
—¿Cómo iba a desaprobarla?
Kristina titubeó, y sus labios se movieron como si tuviesen muchas cosas que contar pero optaran por una sola.
—Hadley, está casado. Y por eso no puedo hablar de ello. Porque no está bien. Nada de esto está bien.
Hadley miró fijamente a su amiga. Quería preguntarle: «¿Por qué él? ¿Por qué un hombre casado?», pero a Kristina se le empalidecieron tanto las mejillas y de pronto su mirada se volvió tan distante que Hadley supo a lo que se refería al decir que no quería hablar de ello. Se agarró del brazo de Kristina y siguieron caminando. Poco después, el zumbido de las inmediaciones de la ciudad, el traqueteo de las ruedas de las bicicletas, los silbidos de los autobuses y el taconeo de los pasos llenaron los silencios.
A las tres semanas de empezar el trimestre el Departamento de Inglés del Institut Vaudois ofreció la copa de bienvenida prometida para estudiantes y profesores. Se organizó en un hotel de la ribera del lago, un lugar cuya fachada prometía cierto prestigio y romanticismo, pero cuyo interior resultaba apagado y solemne. El pequeño bar del hotel se había alquilado para la ocasión; entre las sillas de mimbre y las mesas de cristal esmerilado se apiñaron unas cuarenta personas. Un camarero de cara afilada se afanaba en atender la grandilocuente sucesión de comandas por parte de Joel, mientras Caroline, con una elegancia algo displicente, revoloteaba de un estudiante a otro, intercambiando una palabra por aquí, un saludo por allá, sin entretenerse demasiado tiempo. Joel, por el contrario, enseguida se vio acorralado por una panda de grupies: chicos malos a quienes les gustaba su estilo y chicas con voluminosos flequillos y jerséis de cuello alto, con las correas de sus bolsos en bandolera cruzadas por el pecho. La tenue música ambiental del bar se fue ahogando por la intensidad de voces que opinaban sobre cualquier cosa, desde los mejores sitios donde podían estar tomando una copa hasta los méritos de Byron o Shelley. La barra estaba cada vez más pegajosa por las bebidas derramadas. Joel se quitó la chaqueta y la lanzó a una silla; Hadley reparó en las manchas oscuras bajo las sisas de su camiseta gris y le llamó la atención el tono azul de su cinturón de piel. Una chica con pendientes de plumas hablaba con él al tiempo que gesticulaba con las manos y se ensortijaba mechones de pelo con las yemas de los dedos.
Hadley se encontró atrapada en una perorata sobre Shakespeare con un chico cuya barbilla estaba sombreada por una barba incipiente. Se encontraba demasiado cerca de ella y se empeñaba en darle golpecitos con el dedo en el brazo cada vez que hacía una observación. Antes había hablado con una chica de Basilea que se le había presentado, llamada Irene. Parecía agradable y sencilla y tenía los ojos de un marrón cálido. Decía que quería irse a estudiar a Inglaterra al año siguiente, y cuando hablaba en inglés lo hacía a la perfección, con un ligero acento estadounidense. Hadley intentó ver la universidad que había dejado atrás con los ojos de un extranjero. Visualizó los grandes bloques de alojamiento para estudiantes, separados por anodinas lomas e hileras de árboles larguiruchos; los kilómetros y kilómetros de verjas desconchadas donde se anclaban bicicletas tiradas las unas contra las otras; los carteles de anuncios de fiestas en discotecas y campañas de recaudación de fondos ondeando al viento; y recordó la vez en que vio a un aturdido novato con unos escuetos calzoncillos, esposado por sus nuevos amigos y, a juzgar por su aletargamiento, con síntomas de haber pasado la noche bebiendo. ¿Qué más? Visualizó la cafetería de la biblioteca con sus pastosos dulces de Eccles y teteras de metal ardiendo, y el casco histórico, con antiguos edificios aledaños a una calle principal de los años sesenta, situado a poca distancia en autobús del campus de hormigón. El pub al que iba todo el mundo, supuestamente de los más antiguos de Inglaterra, donde el pastel de carne se servía al ritmo del runrún acelerado de máquinas tragaperras, y que también fue el escenario de una de las peores citas de su vida.
—No te gusta nada Inglaterra, ¿verdad? —le preguntó la chica a Hadley, con una mueca de risa.
—No, no es eso —empezó a decir Hadley.
—No pasa nada —interrumpió ella—, no es necesario que respondas. Sé lo que pasa cuando hablamos de nuestra tierra. Yo te podría hablar de los estudiantes pijos de Lausana. De las camarillas cerradas. De los profesores extranjeros que solo vienen aquí a pasarlo bien, no a trabajar. De las aulas atestadas de montones de estudiantes. De los exámenes que duran ocho horas, diseñados más para torturar que para evaluar. De los drogadictos que se sientan a diario en los escalones de la iglesia de Bel Air, mientras todo el mundo hace la vista gorda. De la manera en que cualquiera que no sea suizo no termina de encajar, ya me entiendes, no es precisamente un ciudadano de primera categoría. Pero, Hadley…, has dicho que te llamas Hadley, ¿no?, sé que tú no verás estas cosas. Sé que ese no es el lugar que quieres.
—¿En serio crees eso? —preguntó Hadley.
—Me encanta Lausana —afirmó la chica—, es una mera observación. Un punto de vista distinto.
—Un poco crudo.
La chica se encogió de hombros.
—Solo estoy haciendo de abogado del diablo. No puedo impedir que pienses que algo es perfecto.
—Es que no es así.
—Aunque sí que te voy a decir quién es perfecto. Estamos en la misma clase, ¿verdad? ¿En Literatura Norteamericana?
—Todavía no me he decidido por ninguna —contestó Hadley para cortar la conversación.
—Ah, claro—dijo ella, dibujando una sonrisa entre burlona y desdeñosa.
En ese momento las interrumpió el fan de Shakespeare y la chica de Basilea se alejó. Hadley fue a buscarla más tarde y la vio reír con un grupo, hablando alemán de Suiza a una velocidad pasmosa, sujetando su copa de pie fino entre sus estilizados dedos. Hadley se tomó otra copa de vino mientras la observaba y se la imaginaba en el bar de la asociación de estudiantes en Inglaterra. ¿Disfrutaría almorzando a base de patatas asadas con atún y café aguado? ¿Con noches de pintas baratas y botellas de neón? ¿Se uniría a círculos cerrados? Los estudiantes del club de teatro sacudiéndose el pelo y riendo a carcajadas; las descaradas jugadoras de hockey, de piernas robustas; los chicos de ciencias, con camisetas holgadas y rostros con sarpullidos de acné… ¿Elogiaría el encanto de todo y, a su vez, la acogerían por su singularidad? La idea de que Hadley pudiera encontrar respuestas a estas preguntas, pues al año siguiente, al término de su estancia en Lausana, también estaría allí, supuso un ligero empujón para actuar. Cuando la fiesta tocaba a su fin y el camarero se disponía a echar los postigos, fue en busca de Joel Wilson.
—¿Te parece una ingenuidad creer en lo positivo de un lugar? —le preguntó Hadley, arrastrando un poco las palabras.
—¿Lo positivo de un lugar? —repitió él—. Es una pregunta interesante, Hadley. —Tenía la voz ronca de tanto hablar y en los ojos el brillo transitorio del whisky con soda—. ¿Llevas aquí toda la noche? —le preguntó.
—Sí.
—Perdona, no te había visto.
A ella le dio la impresión de que mentía. La había visto igual que ella a él, pero se lo calló.
—Has estado rodeado todo el rato —dijo, en su lugar.
—Me has pillado justo cuando estaba a punto de marcharme.
—¿Te vas temprano de tu propia fiesta?
—No es mi fiesta —contestó él—. Es vuestra fiesta. Es para que los estudiantes os vayáis conociendo. Y me da que ya no es tan temprano.
—Ah, vale —dijo Hadley—. Será mejor que acabemos la charla. Estamos transgrediendo todas las normas.
—Pero todavía no he contestado a tu pregunta.
—Entonces, ¿qué opinas?
—Hadley —respondió, dándole un toque en el brazo, a la altura del codo—, me atrevería a afirmar que el secreto de la vida es precisamente ignorar lo que opinen los demás.
En lugar de irritarse como le había ocurrido cuando el chico de antes la había tocado, fue consciente del gesto, y supo que más tarde querría recordarlo.
—No estoy segura de si era esa mi pregunta —repuso ella. Él se echó a reír, y ella se fijó en la minúscula cicatriz que tenía sobre el labio, que le fruncía ligeramente la piel—. ¿Recuerdas cuando me abordaste en la calle, antes de empezar el trimestre? —preguntó de sopetón.
—¿Mmm…? —Se acercó más a ella para escucharla entre el bullicio.
—Era mi primera noche aquí. Iba de vuelta a la residencia sola. Dijiste que eso te preocupaba.
—Me extraña que yo actuara así.
—Eras tú. Tu voz me sorprendió, se me quedó grabada.
—¿Qué te sorprendió? ¿El mero hecho de escucharla o el acento americano?
—No sé. Era mi primera noche, así que supongo que todo me resultaba sorprendente. Todo era nuevo, emocionante.
—¿Emocionante?
—Más tarde llegué a la conclusión de que seguramente eras de la universidad.
—¿Pensaste en ello más tarde?
—Un tutor, sin duda alguna. Tenías toda la pinta.
—Apostaría a que no es eso lo que pensaste.
—Bueno, no tienes aspecto de banquero.
—Me lo tomaré como un cumplido. —A Hadley le dio la impresión de que iba a añadir algo más y que de repente cambió de opinión. Echó un vistazo a su reloj—. Por desgracia, tengo que irme ya —dijo—. Siento que no hayamos tenido más tiempo.
—No pasa nada.
—¿Nos vemos en clase?
—Por supuesto —respondió Hadley.
En cuanto se fue, se acabó la fiesta. Hadley cogió el autobús a Les Ormes bajo la primera tromba de un chaparrón nocturno. La lluvia estriaba la ventanilla y le vino a la cabeza la tenue presión de los dedos de Joel sobre su brazo. Fue un gesto insignificante y, sin embargo, se aferró a él sin saber exactamente por qué.