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Sus primeros días en Lausana pasaron en una vorágine de descubrimientos. Los estudiantes de Les Ormes no eran turistas ni lugareños propiamente dichos, de modo que rondaban los alrededores de los lugares de interés y hacían excursiones en coche, buscaban bares en calles secundarias y tomaban menús prix fixe en restaurantes baratos. Estaban libres hasta el comienzo del semestre, por lo que Hadley, Kristina, Bruno, Chase y Jenny pasaban juntos gran parte del tiempo. Sus caminos se habían cruzado, y de alguna manera se habían pegado los unos a los otros. Jenny, Bruno y Chase formaban una estrecha piña, mientras que Hadley y Kristina optaron por mantenerse más al margen.

Hadley siempre había tenido amigas, grupos poco definidos unidos principalmente por las circunstancias; chicas con las que salía en tropel, con las que compartía perfumes y derrochaba risas, pero ninguna como Kristina. Tal vez fuera la combinación de Kristina y Lausana, Lausana y Kristina; en realidad, ambas eran inextricables, pero ciertamente ella irradiaba un aura dorada. Cuando a Kristina se le ocurría una idea, todo su ser parecía resplandecer. Creía en el «Il faut profiter» tanto como Hadley. Si salían a tomar café por la tarde, fácilmente se convertía en cócteles sofisticados y juergas hasta el amanecer. A una película en blanco y negro en el cine independiente, llena de miradas robadas y penetrantes, le sucedía una estridente comedia romántica y carcajadas. Incluso una simple cena en Les Ormes parecía una aventura: se reían tontamente mientras se les saltaban las lágrimas cortando cebolla, compartían una cuchara para probar sus creaciones y tomaban vino barato apoyadas contra la encimera de la cocina. Con todo el tiempo que pasaban juntas, Kristina no volvió a mencionar a Jacques. Por muy abierta que fuera, por mucho que congeniara con Hadley, que le tendiera el tenedor dándole a probar comida de su plato, que abriera la puerta envuelta en una toalla minúscula, daba la impresión de que en este tema en concreto no quería sentirse presionada. De modo que Hadley lo obviaba. A veces, simplemente se sentaban en la barandilla de la habitación de cualquiera de las dos, balanceando las piernas al aire mientras contemplaban la ciudad negra azabache. Kristina se encendía un cigarrillo y lo sujetaba con delicadeza entre el pulgar y el corazón como una atractiva y diestra fumadora.

—¿No te entran ganas de saltar? —le preguntó Hadley una noche.

—La verdad es que me dan un poco de miedo las alturas —contestó Kristina, con cierta timidez, como si estuviese compartiendo un secreto.

—¿En serio? Pues da la impresión de que no te da miedo nada. Kristina, fíjate, todos los edificios iluminados, las luces al borde del lago, las montañas detrás, extendiéndose hasta el infinito… Dan ganas de lanzarse.

—Tú eres la que no parece temer nada.

—¿Yo? Qué va. Todo me da miedo. Me ponía nerviosa la idea de venir aquí.

—¿Por qué?

—Era una especie de riesgo. Por lo general, no soy de las que se arriesgan.

—Estar en Lausana no entraña ningún riesgo, Hadley. No es más que otra ciudad, otro país.

—Para ti resulta fácil, eres… de la jet-set.

—¿De la jet-set? —Soltó una carcajada—. No lo creo. En cualquier caso, las dos estamos aquí, lo cual nos pone en la misma situación. Y vaya si nos lanzamos, todos los días lo hacemos.

—Claro que sí. La ciudad es nuestra. —Hadley movió la mano y su pulsera, una cadena de estrellas de plata, se le soltó de la muñeca. Dejó escapar un grito y Kristina alargó los brazos para agarrarla, pensando que era Hadley la que se estaba cayendo. La pulsera cayó en picado y desapareció entre las copas de los olmos. Se apoyaron la una contra la otra, riendo.

—¡Me encantaba esa pulsera! —gimió Hadley.

—Oh, no, ¿era valiosa?

—Para mí, sí.

—¿Te la regaló un chico?

—No, mi madre.

—Oh, Dios, ¿no sería una reliquia de familia?

—No exactamente. La compró por dos libras, en un mercadillo. No era ninguna reliquia.

—¿Quieres que vayamos a buscarla?

—Nunca la encontraremos. Sería imposible.

—No me refiero ahora, a oscuras, sino por la mañana.

—Hay demasiada pendiente, prácticamente necesitaríamos crampones y cuerdas. No, la doy por perdida. No pasa nada, Kristina, la doy por perdida.

—Compraremos otra —dijo Kristina—. Era bonita. Me fijé el día que nos conocimos. Llevaba estrellitas de plata, ¿verdad?

—Todas tenían tamaños diferentes, y parecía como imperfecta. Eso es lo que más me gustaba.

—Deberíamos ir a uno de esos ateliers de la catedral. Podrías dibujarla y apuesto a que alguien sería capaz de fabricarla.

—Creo que costaría más de dos libras —dijo Hadley— y, de todas formas, no sería lo mismo. No, se ha perdido. Au revoir, ma petite pulsera.

Tras una última y nostálgica ojeada abajo, Hadley bajó de la barandilla. Le tendió la mano a Kristina para ayudarla a saltar, y esta dio un brinco con la ligereza de una bailarina.

Cuando Hadley llamó a la puerta de Kristina a la mañana siguiente, no estaba allí. Desayunó sola, pues era demasiado temprano para la hora que se levantaban los demás. Ya llevaban más de una semana en Lausana y empezaba a entender sus ritmos; Kristina y ella eran las únicas que preferían levantarse antes de mediodía aun sin tener nada que hacer. Hadley preparó café y se sentó con las piernas cruzadas en la silla a contemplar la luz sobre el agua. Esa mañana tenía un brillo argénteo más acusado que de costumbre y la neblina empañaba las orillas. Estaba hipnotizada y seguía adormilada. No oyó abrirse la puerta y dio un respingo al notar una mano en el hombro.

—Dios, me has asustado. —Hadley se fijó en las recias botas y en la camiseta de deporte de Kristina, en el rubor de sus mejillas y en el tenue brillo de sudor de su frente—. Estás… rara. ¿Ya has salido?

—Al amanecer, prácticamente. He estado escalando. Y trepando. Y resbalándome un poco. Cuando estaba a punto de darme por vencida, ahí estaba, brillando delante de mí.

Hadley se quedó boquiabierta.

—No habrás… —empezó a decir.

Kristina abrió el puño, y ahí estaba: un diminuto racimo de estrellas de plata enredadas.

La víspera del comienzo del semestre, Bruno propuso ir de excursión. Hacía un día seco y despejado y desde los balcones de Les Ormes se divisaba toda la cadena montañosa. Las aguas del lago Lemán invitaban al viaje y la aventura. Bruno era el único que tenía coche y sugirió adentrarse con él en las colinas. Se puso al volante, con Chase de copiloto, y Hadley, Kristina y Jenny se apretujaron en el asiento trasero. Pusieron rumbo a la carretera del lago, cruzaron viñedos y pueblos ribereños. Vieron casas con tejados y gabletes dispuestos caprichosamente que parecían amontonarse, empujándose entre sí más y más cerca del borde del agua. Chase puso un CD de rock duro en el reproductor; Bruno doblaba las curvas a creciente velocidad. Hadley bajó la ventanilla para sentir la ráfaga de aire contra sus mejillas, hasta que Jenny se quejó de que le dolían los oídos y a Kristina se le erizó el vello de los brazos. La subió a regañadientes.

Bruno les condujo a una estación de invierno todavía fuera de temporada, donde pasearon por calles con hojas arrastradas por el viento y pasaron bajo las estructuras robóticas de telesillas fuera de servicio. Se pusieron apresuradamente cazadoras y bufandas, innecesarias en las tierras bajas. No tardaron en dispersarse, atraídos hacia direcciones diferentes. Bruno subió la empinada cuesta hasta un hotel con torrecillas encaramado al borde de las laderas altas. Jenny se dirigió a una tienda de regalos, donde agitó una tras otra todas las bolas de nieve expuestas en filas y compró un osito de peluche vestido de bávaro para regalárselo a una sobrina. Chase se sentó en un banco de la calle principal, bordeada de chalés alpinos, y se puso a dibujar en el cuaderno que llevaba encima; desprendía un inconfundible aire urbano con su parka azul marino. Tapó el dibujo con el brazo al pasar Hadley. Kristina encontró una boutique donde se puso a probarse pieles auténticas y a examinar satisfecha su aspecto en el espejo mientras una dependienta de pelo canoso y espalda encorvada sonreía. Hadley la observó durante un rato y luego también tomó su propio rumbo.

Compró una postal con los bordes curvados, una copia de una fotografía vintage. Aparecía una mujer de aire deportivo, apoyada en sus esquís. Llevaba un jersey y una bufanda roja liada al cuello con gracia. Tenía el rostro de cara al sol y detrás de ella se desplegaba un cielo azul infinito. Hadley escribió la postal en una mesa de una confitería, mientras una tartaleta de espinacas languidecía a su lado y en el chocolate caliente se formaba una escurridiza capa de nata. «Sin nieve, da la sensación de que estamos donde no deberíamos estar —escribió—. Da la sensación de que es un privilegio y una intrusión». No sabía quién sería el destinatario; sus padres, desde luego que no. Compró otra postal al salir en la que aparecía una marmota, una criatura de montaña mezcla de ardilla y conejillo de Indias, con los incisivos aserrados y una sonrisa bobalicona. Decidió que esa sería para ellos; a su hermano Sam le encantaría. Se la imaginó apoyada en el tablero de la mesa en casa, al lado de la que les había enviado del lago Lemán. «Nuestra hija está pasando el año en el extranjero», dirían a sus invitados, con una punzada de orgullo y un leve resquicio de tristeza. Sam se pondría de puntillas para hacerle muecas a la marmota.

Un privilegio y una intrusión. Hadley le dio vueltas a las palabras que le habían venido a la cabeza. Se preguntó si la estación de invierno le haría justicia a semejantes palabras, con sus hoteles con los postigos echados y restaurantes cerrados a cal y canto, suspendida en esa tierra de nadie del otoño. ¿Y si fuera así todo el año? Le gustaba la sensación de haber elegido estar en un sitio en lugar de haber sucedido a la inversa, pero Lausana todavía se le hacía un tanto extraña. Se sentía como un niño al colarse por la verja de un jardín secreto; la hierba que pisaba era mullida, oía el canto de los pájaros, pero no podía evitar mirar atrás con la sospecha de ser descubierta en cualquier momento como una intrusa en el paraíso. Aparentemente, Kristina no tenía tales reparos. Se movía airosa de acá para allá con una feliz sensación de pertenencia. Le había contado a Hadley que había pasado el verano en la Riviera francesa, a un corto trayecto en tren de Lausana; trenes franceses que salían en los periódicos, que se bamboleaban velozmente por los raíles, con el ruido de descorches de botellas de champán en el vagón restaurante. Puede que para Kristina Lausana no fuera más que otro lugar bonito en una vida de por sí rodeada de belleza, entre casas danesas pintadas y terrazas sombreadas de palmeras en Saint-Tropez. A Hadley le gustaba pensar que, independientemente de lo que le deparara ese año, Lausana siempre le pertenecería. Siempre podría hablar de «su año en Suiza», lo cual la haría sentirse diferente. ¿Adquiriría su piel un bronceado dorado? ¿Adoptaría la actitud despreocupada propia de una persona culta? Una francófila avezada con un montón de anécdotas de viajes y, gracias a Kristina y a su promesa, con los andares de un esquiador. ¿O sería la misma de siempre, solo que con nuevos recuerdos? ¿Con un mundo totalmente privado que podría sacar y agitar a su antojo como una bola de nieve? Habría algo distinto. Por lo pronto, de eso estaba convencida.

Más tarde, se reunieron en una posada de la periferia a beber cerveza rubia en vasos de tubo. El interior era oscuro y olía a madera añeja; de las paredes colgaban cabezas de venado. El encargado hablaba un dialecto cadencioso del alemán de Suiza y llevaba un sombrero de fieltro calado sobre los ojos. Se acomodaron en torno a una mesa junto a la ventana y Hadley no podía apartar la vista de ella. La panorámica abarcaba el valle desde lo alto: la neblina flotaba sobre las copas de los árboles de hoja perenne y se atisbaba el torrente de un río.

—¿Alguien más se siente como si no debiera estar aquí? —preguntó, dirigiendo la vista al resto—. Es como si estuviéramos saltándonos las clases.

—El semestre no empieza hasta mañana, Hadley —puntualizó Kristina.

—Ya lo sé, me refiero a estar aquí, tan lejos de todo. Es como otro mundo. No solo este lugar, sino Suiza. Al simple hecho de que estemos aquí.

—Y que lo digas —convino Jenny—. Estamos a kilómetros de cualquier sitio. Como si Dave no existiera. Lo odio.

—¿Lo odias? —Hadley se quedó boquiabierta.

—No me refiero a que odie esto. Es el mero hecho de estar aquí. Él está en Inglaterra, y yo aquí; no tiene sentido.

Chase se encogió de hombros.

—Siempre puedes dejar tu plaza vacante. O romper con tu novio. Esa, claro, es la segunda opción.

—No estoy diciendo que… —empezó a objetar Jenny.

—Me da la impresión de que aquí el problema es el amor —atajó Bruno, alzando su vaso—. Así que ¡un brindis por no estar enamorado! ¡Un brindis por la libertad! —Sostuvo el vaso en alto, pero los demás se hicieron los remolones—. ¿Chase? ¡Venga!

—Salud —dijo Chase, haciendo tintinear su copa—. Por los nuevos comienzos.

Jenny le sonrió y bebió de un trago su cerveza. Hadley dirigió una fugaz mirada a Kristina, que estaba toqueteándose las uñas y no parecía estar escuchando.

De camino al coche, Kristina cogió a Hadley del codo.

—¿A qué crees que se refería Bruno al decir que el problema es el amor?

—Me da la impresión de que lo decía por decir —respondió Hadley—. Lo que pasa es que Jenny echa de menos a su novio, eso es todo. O a lo mejor no, y ahí radica parte del problema.

Iban juntas abriéndose paso entre la hojarasca, a la zaga del resto del grupo. El aire había cambiado de rumbo y ahora hacía fresco.

—Pero tienen razón —repuso Kristina—. Es una trampa. Una trampa y al mismo tiempo una liberación.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Hadley y, tras una pausa—: ¿Es por Jacques? —Kristina aceleró el paso y alcanzó al resto. Hadley se quedó con la duda.

En cuanto comenzó el semestre, los horarios de Hadley y Kristina les hicieron tomar diferentes rumbos en el campus. Kristina se vio absorbida por otras pandillas de estudiantes, alumnos típicos de Historia del Arte, con chaquetas de terciopelo, gafas de media luna y pelo alborotado a conciencia. Hadley pasaba el tiempo entre la Facultad de Filología Francesa, donde los alumnos de intercambio daban clases de gramática y realizaban someras incursiones en la literatura de ficción gala, y el Departamento de Inglés. En el Institut Vaudois, si elegías estudiar Literatura Inglesa, todas las clases y los trabajos de curso eran en inglés, de ahí que entre los docentes, además de unos cuantos suizos, hubiera varios profesores del Reino Unido y Estados Unidos. En su primer día, Hadley vio en los pasillos del Departamento de Inglés un tablón de anuncios con un cartel donde se decía que los profesores Caroline Dubois y Joel Wilson organizarían un cóctel de bienvenida para estudiantes y docentes poco antes de principios del trimestre. Según sus horarios, su primera clase de Literatura Norteamericana era ese viernes, y la impartía el profesor Wilson. Hadley decidió esperar a ver qué tal era la clase antes de comprometerse a ir a tomar algo; se imaginaba a todo el mundo de pie en actitud fría y formal, masticando cacahuetes con aire solemne y sujetando en la mano un vino en vaso de plástico.

Deambuló por el pasillo y vio otro tablón de anuncios con una serie de fotografías de todos los miembros del personal docente. Hadley se detuvo y trató de localizar a los profesores Dubois y Wilson. Primero encontró a Caroline Dubois. Llevaba el pelo caoba recogido pulcramente en un moño tirante y una blusa de color melocotón con el brillo de la seda. «Caroline Dubois. Especialidad: Romanticismo», decía debajo. Su expresión era demasiado adusta; carecía de la suavidad de los románticos, pensó Hadley. Siempre provocaba desilusiones el hecho de que el aspecto de las personas no encajara con sus intereses. Hadley siguió mirando la serie de fotografías y le sorprendió dar con una cara conocida. Incluso sin la luz de la farola ni el inesperado sonido ronco de su voz, reconoció al americano de su primera noche en Lausana. Recordó la columna de humo de su cigarrillo y los pálidos océanos de sus ojos. Joel Wilson. «Especialidad: Hemingway y la Generación Perdida», decía. Hadley echó un fugaz vistazo a izquierda y derecha del pasillo, con la absurda sensación de haber topado con algo ilícito. Aliviada de encontrarse a solas, se acercó a examinar la foto.

A diferencia de Caroline Dubois, el aspecto de Joel Wilson encajaba perfectamente con su perfil. La camiseta blanca marcaba claramente su constitución musculosa, y sobre la frente le caía un mechón de pelo oscuro. Su expresión retaba a la cámara. Puede que a simple vista no resultase guapo —no para miradas superficiales—, pero desprendía solidez, una especie de fuerza que hacía que esa reproducción plana suya, ese retrato en dos dimensiones, resultase difícil de resistir. Se preguntó si en clase la reconocería del mismo modo que ella lo había reconocido a él. Aquella primera noche seguramente él se figuró que era una estudiante recién llegada porque resultaba obvio, ¿no?: su pandilla improvisada de amigos, su mirada errante, la conciencia de su propia identidad que parecía emanar por todos los poros de su piel…, el ansia de vivencias típica del novato. Y, sin embargo, hubo cercanía entre ellos, sin líneas de autoridad que marcaran los límites de su conversación. En la calle se habían comportado como iguales, a la misma altura, y durante todo ese tiempo la identidad de Wilson había permanecido en el misterio.

Hadley no tuvo que esperar demasiado, pues la primera clase de Joel Wilson era ese viernes por la mañana. A lo largo de la noche se había trocado el rumbo de las estaciones; hacía un día más propio del invierno venidero que de los últimos días del verano, aunque el sol continuaba iluminando el ambiente y el cielo lucía un azul recién pintado. Kristina se había marchado temprano a clase y por lo visto los otros se habían quedado en la cama, de modo que Hadley se fue sola al campus.

El autobús la condujo por magníficas calles residenciales. Vislumbró fugazmente el interior de las ventanas y se entretuvo imaginando a la gente que vivía en esos bloques señoriales. Visualizó sus elegantes pies pisando los suelos de parqué, abriendo con sus manos de par en par las ventanas para recibir el día. Habría ancianas con perritos falderos cuyas manos crujirían por el peso de sus alhajas y jóvenes conmovedores de gran talento, con vidas plenas a falta del amor de una chica inglesa. Su imaginación siempre divagaba en este punto. Hadley no sabía lo que quería, solo lo que no quería. Se acabaron los estudiantes inmaduros, con sus concursos de ingesta de alcohol y sábanas sucias, sus manchas de desodorante y apuntes ilegibles. Se acabaron los desengaños servidos en una taza desportillada a la mañana siguiente y las despedidas con sabor a pasta de dientes y cerveza trasnochada. Se puso a darle vueltas al comentario que había hecho Kristina de Jacques. No parecía ni por asomo una relación de pareja a distancia; no había interminables llamadas de teléfono lacrimógenas ni montones de cartas con labios estampados en su habitación. Tampoco es que a Kristina le pasara desapercibido el aire de frescura de los chicos suizos. A veces Hadley se planteaba sacar el tema, pronunciando su nombre en voz alta: Jacques. Seguramente no sería nada del otro mundo, sino una mera conversación entre dos amigas en busca de argumentos para decir «Lo sé» y «Yo también», estrechando cada vez más los lazos entre sus vidas. Pero con relación a este tema en particular, Kristina seguía mostrándose hermética.

—Si hablas de ello, lo pierdes —les dijo Joel Wilson—. Hemingway opinaba eso, y yo coincido con él. —Era la primera clase de Literatura Norteamericana de Hadley y se había sentado más o menos en el centro, al lado de un chico de aspecto huraño con una ostensible pila de libros—. Supongo que, dicho esto, esta asignatura se convierte en la más breve de esta universidad —añadió—, y facilita muchísimo mi trabajo.

Hadley se rio y se le cayó el bolígrafo sobre la hoja. El chico que había a su lado la miró fijamente y arrugó el entrecejo con gesto burlón. Joel Wilson dirigió la vista hacia Hadley y ella le sonrió. Él asintió, breve pero perceptiblemente, como se suele hacer cuando te recuerdas a ti mismo algo que ya sabías.

Wilson había llegado tarde a su propia clase, se había zafado de la chaqueta según entraba por la puerta y había lanzado su destrozado maletín al atril, pero había fallado por poco. Se había metido las manos en los bolsillos de los vaqueros y les había sonreído a todos, mientras el contenido del maletín yacía esparcido por el suelo. «El país de los relojes de cuco y pulsera, y aun así llego tarde —les había dicho—. ¿Qué le vamos a hacer?». No tenía nada que ver con ninguno de los maestros que Hadley había tenido en el colegio ni con los profesores de su primer año de universidad. En este sentido acertó desde el primer momento.

—¿Por dónde empezamos? —les preguntó, haciendo una pausa como si realmente pidiera sugerencias—. Tengo una idea. Empecemos con el tipo de atracción que solamente puede acabar en sufrimiento. ¿Qué os parece? Un romance cuya consumación está abocada al fracaso. —Recorría con la vista la sala mientras hablaba, y Hadley se revolvió en el asiento—. ¿Pensáis que sois capaces de afrontar eso? ¿Pueden vuestros corazones soportar la separación? Vale. Entonces, hablemos de Fiesta.

De pie delante de la clase, daba la impresión de que Joel Wilson guardaba un secreto y de que, si escuchabas con la suficiente atención, te lo revelaría. Utilizaba diapositivas y las iba pasando rápidamente y a un ritmo entrecortado. Algunas mostraban párrafos mecanografiados ampliados y borrosos en los márgenes. Otras eran fotografías: el rojo deslumbrante del capote de un torero, el moño bajo de la cabeza de una mujer, la gallardía de un joven, el propio Hemingway, el empuje de su torso, los ojos como balas. Joel —como les pidió que le llamaran— era rápido de movimientos, se giraba en redondo cada vez que quería hacer una observación y casi parecía danzar por la sala. Pero, cuando se quedaba quieto, daba la impresión de que el mundo dejaba de girar, y todos lo observaban atentamente. Hadley escribía a un ritmo frenético, sin bajar la vista sobre la hoja durante mucho tiempo. Más tarde intentaría descifrar los apuntes y le resultaría imposible. Lo volvería a escribir de memoria, escuchando mentalmente el rasgueo de la voz de Joel. Especialmente, la parte donde hablaba de ella.

—Tengo aquí una lista de alumnos —dijo él—. Hadley Dunn, de pie. —Hadley notó que le ardían las mejillas. Al levantarse, el bolígrafo se cayó al suelo. No recordaba que se hubiesen presentado en la calle—. ¿Tú eres Hadley? —preguntó—. Debí imaginarlo. Supongo que habrás oído hablar de tu tocaya, ¿no?

Había sido idea de su madre, pero no movida por pasiones literarias, como Joel Wilson suponía. Hadley era el nombre de la cantante de un grupo que estaba tocando en un pub la noche que su madre conoció a su padre. Esta otra Hadley, una chica que iba descalza con el pelo hasta la cintura, había subido al escenario, con el micrófono chirriando, y había cantado sobre el amor y el desamor con una voz que embelesaba y sobrecogía en igual medida. Por lo visto, después de la canción James Dunn hizo su declaración de amor a primera vista, susurrándole al oído a la madre de Hadley mientras hacía cola para pedir en la barra. La chica guardó la guitarra en su funda y se internó en la noche, dejando polvo de estrellas a su paso, mientras el futuro matrimonio Dunn se entregaba al beso más dulce de su vida. Hadley era hija, si no de amantes de la literatura, cuando menos de románticos.

—Sí —respondió ella—. Soy yo.

—Pues encantado de tenerte en mi clase.

Su mirada la desarmó. Joel dio unas palmadas para dar por terminada la clase y les recordó con desenfado la inminente fiesta de bienvenida. A Hadley le agradó el hecho de que no hubiese explicado sus motivos para señalarla en particular: que Hadley era el nombre de la primera mujer de Hemingway. Era como si diera por hecho que todos lo sabían. Y en caso contrario tampoco importaba, porque puede que efectivamente perdieras las cosas si hablabas de ellas. Mientras salía de la sala, Hadley notó que era objeto de miradas por parte de algunos compañeros. Se puso a toquetearse el pañuelo y fingió despreocupación. No se atrevía a volver la vista para comprobar si él también la observaba, pero algo le dijo que probablemente así fuera. Igual que aquella noche, cuando se quedó sonriendo en la calle a oscuras, encendiéndose un cigarrillo antes de darse la vuelta. Ahora ella se alejaba como se alejó entonces, pero con un brío en el paso que solo resultaba obvio para quienes sabían observar.