La primavera llegó a Lausana de la noche a la mañana, tal y como Hugo Bézier había anunciado. A principios de marzo hizo un tiempo más agradable que de costumbre, muy soleado. En abril, los henchidos brotes rosas y blancos de los árboles se alineaban en las calles y los parques. Los residentes de Les Ormes recibieron de buen grado el cambio de estación. Las puertas de los balcones se abrían de par en par, las mantas se extendían en los tejados planos y se asaban ristras de salchichas a la brasa. Puede que Hemingway hubiese escrito sobre una falsa primavera, pero esta parecía auténtica.
Hugo insistía en conservar sus hábitos de siempre, de modo que Hadley siguió tomando café y coñac con él en el Hôtel Le Nouveau Monde, con la salvedad de que en lugar de eso él bebía agua con una rodaja de limón. Mientras observaba a Hadley tomarse su coñac, una parte de él también disfrutaba. Tal vez le gustase el rubor que le subía a las mejillas o puede que le viniera a la memoria el sabor, esa quemazón dulce en la garganta como un beso olvidado hace tiempo. A veces tomaban té en su inmenso apartamento, situado tres calles a espaldas del hotel, desde cuyo balcón apenas se vislumbraban las banderas ondeantes y la voluptuosa curva del tejado. Les llevaba la bandeja a la terraza una doncella llamada Brigitte, de pelo plateado pillado con un pasador infantil, cuyos movimientos eran tan gráciles como los de una bailarina. Ahora, todas las mañanas antes de desayunar, Hugo daba un tranquilo paseo por los jardines del Musée Olympique. El aire resultaba vigorizante, como era habitual en esa época del año, aunque daba la impresión de que últimamente salía más a menudo. Cada inspiración, le decía a Hadley, era como darle un bocado a las montañas nevadas, como saborear su capa de cristal.
Al final no quiso abusar de la hospitalidad de la Résidence Le Printemps; el tecleo de su máquina de escribir estaba sacando de quicio a los demás huéspedes y sobre todo a los cuidadores de uniforme pistacho. Porque Hugo se estaba convirtiendo de nuevo en Henri. Palabra a palabra, línea a línea, página a página, escribía. Y Hadley leía con más facilidad porque por primera vez en su vida Hugo escribía en inglés en lugar de en francés y, contraviniendo la tradición, estaba resultando ser el idioma del amor. No obstante, le costaba por otros motivos; el principal era el hecho de que conocía a los personajes como la palma de su mano. A la mayoría de ellos. Había uno que no estaba segura de identificar. Tal vez porque aún no había abierto el bloc de Joel. Se lo había dado a Hugo, que lo había leído una, dos, tres veces. Luego se había puesto a escribir. Había empezado a modo de prueba, para comprobar si seguía conservando sus dotes, igual que cuando alguien decide caminar un poco más lejos de lo habitual o subir un tramo de escaleras. Hadley lo pilló escribiendo un día. Lo vio sentado derecho como un palo ante una mesa junto a la ventana, con las manos tecleando a toda velocidad, con sonidos dispares.
—Estás escribiendo…
—¿Te parece bien? —preguntó él. Ella asintió y se repantigó en la silla de enfrente a observarle, con la barbilla apoyada en la palma de la mano. Él llegó al final de la página y se la tendió—. Una tremenda libertad —comentó—. Cambiaría todo, por supuesto, todos los detalles insustanciales. Sin embargo, las cosas importantes… las escribiría tal y como ocurrieron. Si me das permiso.
—«Hadley» —leyó ella despacio. Lo pronunció por primera vez y comprobó que le agradaba el nombre—. «Hadley» —repitió.
—O lo dejo. Conque me lo digas una vez, lo dejaré. Lo único que tengo claro es que me apetece volver a escribir. Tú hiciste que recuperase las ganas de volver a escribir. Desde el principio. Y luego me diste el bloc de tu profesor. No lo escribió para mí, ni para nadie más salvo para ti, y, sin embargo, ma chérie, te niegas a leerlo. Un hombre abre su corazón, su corazón roto y sin voluntad, pero al fin y al cabo su corazón, y tú lo ignoras. Y yo veo el efecto que eso causa en ti, el esfuerzo que te supone, y sé que quiero escribirlo. Quiero escribirlo todo. No sobre el delito, ni el misterio, sino sobre ti, la chica ingenua cuyo único deseo era venir a Lausana para enamorarse.
—¿Para enamorarme? Ay, pero si lo hice, Hugo. ¿No lo ves? En todos los sentidos imaginables.
Él esbozó una sonrisa.
—Hadley, durante la mayor parte de mi vida he dado una impresión muy creíble de estar vivo. Solo ahora, en la recta final, he descubierto mi propio engaño. Fíjate, jamás tuve a una Kristina. Jamás tuve a un Joel.
—Pero me tienes a mí —afirmó ella.
Él alzó su vaso de agua con limón para brindar. Ella, a su vez, levantó la copa de coñac.
—Todo lo que escriba es para ti, ¿sabes? —dijo él.
—Eso no es cierto. Una simple mirada me basta para saber que no es cierto.
—No —admitió él, dejando el vaso. Deslizó los dedos suavemente sobre las teclas de la máquina de escribir. Los ojos le brillaban como la melaza—. No, supongo que no, no del todo.
No hubo noticias de Joel. No hubo sobres con matasellos de ninguna cárcel suiza. Le visitó en una ocasión, un jueves por la mañana a las once en punto. Fuera, una gran nevada de enero lo cubría todo, dejando un paisaje perfecto, un suave y cegador manto blanco. Dentro, Hadley le sostuvo la mirada y Joel fue el primero en apartarla. Estaba consumido y demacrado y había rechazado su propia fianza. Deseaba asumir todas las consecuencias, y más, le dijo.
—He venido a despedirme.
—¿No te irás de Lausana? —preguntó él—. ¿Por mí?
—No —respondió ella—. No me voy. Todavía no, hasta que no tenga más remedio.
—Pensé que no vendrías. Nunca esperé que lo hicieras.
—He estado a punto de no hacerlo. —Había ensayado lo que deseaba decirle. Había intentado decirlo delante del espejo de su habitación, enfrentada a su imagen pálida y enojada. Cada dos por tres se deshacía en lágrimas, las palabras le fallaban y se le quebraba la voz, su reflejo lloraba a lágrima viva y se empañaba. Al verle de nuevo cara a cara, fue consciente de que sería incapaz y de que no debía recordarlo todo—. Joel, quiero que sepas que durante un tiempo fuiste lo mejor que me había pasado. Y luego lo peor. Supongo que en cierto modo eso lo compensa, aunque me cabe la duda. ¿Hace que desaparezcas? ¿Debería hacerlo?
Su tono fue más suave que en cualquiera de sus ensayos, había perdido la dureza.
—Será como si desapareciera —dijo él—. Me lo merezco.
—No, no lo harás.
—Hadley…
—Tengo que irme ya. Me voy a despedir.
—¿Has leído lo que escribí? ¿Por eso has venido?
—No. Se lo di a Hugo.
—¿A Hugo?
—A él le hace más falta que a mí. Lo leeré algún día, solo cuando me haya endurecido como una piedra, cuando todo esto parezca la historia de otra persona. Entonces lo leeré. —Mientras lo miraba, le vino fugazmente a la cabeza su primera noche en Lausana. Antes de saber quién era, antes de conocer a Kristina. Una voz procedente de la oscuridad, simpática y curiosa, con una risa apenas contenida. «Que te vaya bonito», le había dicho él, y durante todo el camino a casa se le quedó grabada la frase en el pensamiento, como un secreto compartido—. Antes de que fuéramos a Ginebra —añadió, al tiempo que se ponía de pie— me pusiste dos condiciones. Ahora me toca a mí. Quiero que me prometas una cosa. Dos cosas.
—Dime, Hadley. Lo que sea.
—La primera: por favor, no intentes ponerte en contacto conmigo. Jamás.
—He echado todo a perder, Hadley. Jamás esperaría nada de ti, yo…
—Y la segunda —dijo ella, aguantando, aguantando a duras penas mientras se le quebraba la voz—, la segunda es que algún día, cuando sea mayor, cuando haya vivido y amado mucho más y tenga el pelo tan canoso como el de Hugo Bézier, me gustaría volver a saber de ti. Me gustaría tener buenas noticias de Joel Wilson. Me gustaría saber que este no fue el final de tu vida.
Él se puso de pie al otro lado del cristal y por un fugaz instante permanecieron como en un espejo. Él hizo un amago de hablar, pero fue incapaz. Ella salió de la sala con los brazos rígidos a los lados.
Más tarde pensó en él. Cómo no iba a hacerlo, siempre lo haría. Joel tumbado en un catre duro, con la mirada clavada en el techo y las manos entrelazadas sobre el pecho. ¿Era eso justicia? Nada tenía sentido. Pero seguidamente la imagen se desvaneció y en su lugar apareció Kristina. Con su sonrisa felina, y el destello rosáceo de su lengua al reír. Estas imágenes se le arremolinaban en la cabeza, y hasta la última era auténtica.
Un inglés llamado Paul Draper, que también daba clases de Literatura Canadiense ese mismo semestre, se hizo cargo de la asignatura de Joel en el Institut Vaudois. Llevaba una barba puntiaguda como la de un comerciante medieval y baqueteados zapatos de cuero calado. Le costaba pronunciar las erres y hablaba rápido, pisando una palabra con otra. Llegados a un punto, los estudiantes que tomaban apuntes dejaron de seguirle el ritmo. Salían del aula hablando de café y cigarrillos o de los planes de la noche, no de lo que habían aprendido, como solían hacer antes. No de lo que Hemingway quería transmitir al decir que el mundo te destrozaba, pero que a veces resurgías con más fuerza. Paul Draper no les estimulaba a pensar en eso.
En cuanto a Jacques, Hadley no volvió a tener noticias suyas. Había sido una visita fugaz, un fantasma con zapatos abrillantados, un urbanita ginebrino con un matrimonio maltrecho y un duelo secreto. Todo lo que Kristina le había contado de él era cierto. Y también lo que no le había contado. A veces pensaba en los padres de Kristina, al noreste de Lausana, en la lejana Copenhague. Hadley tenía ganas de mandarles una postal, pero no se le ocurría qué decirles. Tal vez que los días eran más cálidos, que por fin parecía que estaban dejando atrás el invierno. Pero seguramente no era así. Para ellos, no. Entonces un día Hadley recibió un paquete con un matasellos danés. La escueta nota que había dentro decía: «Era para ti, lo encontramos entre sus cosas». Había un libro, escrito en francés, titulado L’Adieu aux armes. En la portadilla había una tarjeta sin sobre. «Feliz cumpleaños, querida Hadley —había escrito Kristina, con letra descuidada, como si hubiese trazado esas líneas en el tren de Ginebra a Lausana—. Siento haber sido un tostón. Procuraré enmendarme. Dijiste que este era tu libro favorito, pero apuesto a que no lo has leído en francés. Aquí tienes, por todo lo genial que lo vamos a pasar esta noche y por toda nuestra estancia aquí. Besos».
Hadley volvió a mirar la portada del libro con los ojos empañados. Aparecían un hombre y una mujer abrazados, y en su postura había algo indescriptiblemente triste; parecía una despedida.
Chase y Jenny, Bruno y Loretta, a veces también con Luca, continuaron los avatares de su año en Lausana. Helena, la chica ya no tan recién llegada, se granjeó fácilmente una gran pandilla de amigos. Entabló amistades en sus clases de francés y en el albergue donde los sábados servía comidas calientes a los sin techo, donde en una ocasión le dio una serenata un viejo empleado de los ferrocarriles entonando una canción de amor francesa con una guitarra de tres cuerdas. Mientras Helena aplaudía entre risas, llamó la atención de una mujer con trenzas greñudas que sonrió, puso los ojos en blanco y acto seguido salió tranquilamente a fumarse un cigarrillo. El buen humor de Helena demostró ser contagioso, dondequiera que estuviera, con quienquiera que estuviera, que a menudo era, aunque no siempre, Hadley.
Hadley había plantado un jardincito en la pendiente que se extendía bajo Les Ormes y, con la llegada de la primavera, floreció. Margaritas con pétalos desplegados al sol y macetas con palmeras, vistosas hortensias y elegantes lirios. Se había puesto manos a la obra sola, de rodillas en la hierba húmeda, cavando la tierra con poca maña con una paleta que aún llevaba la etiqueta con el precio. Luca estaba haraganeando en el balcón de Loretta y la vio. Gritó para ofrecerse a ayudar y, pese a las reticencias de Hadley, fue a echarle una mano. Al final todo el mundo se unió: Jenny y Chase, Bruno y Loretta, Helena, otros estudiantes que pasaban por allí, a quienes no conocían —aunque no por mucho tiempo—, todos acudieron a preparar la tierra, a desbrozar zonas de ortigas, a acarrear cacerolas de agua desde las cocinas. Hadley no puso ninguna placa ni se organizó ninguna ceremonia oficial para darle nombre, pero todo el mundo daba por hecho que el jardín era para Kristina. Se reservó lo mejor para el final: una hilera de estilizados girasoles que se inclinaban para contemplar la ciudad. Hadley se quedó de pie detrás de uno, consciente de que para el verano la superaría en altura. Se sacudió las manos en los vaqueros. Chase le pasó un botellín de cerveza.
Los padres de Hadley y su hermanito Sam también tuvieron su propia iniciativa. Fueron a visitarla una semana con la primavera suiza en todo su esplendor, las flores de la orilla del lago con brotes rosas y los barcos de vapor pasando cada hora rumbo a Montreux. Comieron cruasanes con mantequilla y tomaron café, contemplaron la ciudad desde lo alto de la catedral y compraron una porción de queso en el mercado de la plaza. Cogieron un autobús hasta el Institut Vaudois, donde Hadley les enseñó las vistas desde la biblioteca, la franja dorada del lago y el cielo surcado de montañas. Su madre le dijo: «No me explico cómo te concentras en tus estudios». Caminando por el campus se cruzaron con Caroline Dubois, intercambiaron un «bonjour» y una sonrisa, y su padre comentó: «Son tipos encantadores, los profesores de aquí. Nada más lejos de lo que imaginaba». Y Hadley contuvo la respiración. Pensó en Joel Wilson, girándose sobre sus talones delante de la clase, derrochando pasión, y en cómo ella había sentido, por primera vez, como si le hubiesen rebanado la parte superior de la cabeza y se hubiera disuelto con estrellas diminutas burbujeando en el éter. Ella le había dado mucho, pero a su vez él le había dado eso. Esa sensación de no pertenecer a ningún punto del planeta, donde había miedos y ventiscas y noches oscuras y consecuencias y odio y vergüenza y fingir que las cosas iban bien cuando no era cierto, ni por asomo.
Hugo continuó escribiendo a lo largo de toda la primavera con el visto bueno de Hadley. Ella veía que esto le estimulaba, de modo que la historia cambió de manos. Se convirtió en la de Hugo, no en la suya, para que hiciera lo que se le antojase con ella: dejarla metida en un cajón para siempre o sacarla a la luz. Cuando la leyó, prácticamente le dio la impresión de que eran vivencias de otra persona. Todo lo importante estaba allí, aunque plasmado de otra manera, pintado con una paleta distinta. A excepción de lo escrito en el bloc de Joel; Hugo se había negado a cambiar una sola palabra. Así, las palabras de Joel se convirtieron en la omisión más notable. Hadley solo le permitió extraer una frase, y fue porque se trataba de una cita de Hemingway, aunque hiciese referencia a París: «Lausana no se acaba nunca». Joel lo había citado en su primera clase, apropiándose de las palabras de su ídolo, dirigiéndose a su clase de estudiantes novatos. Con todo, qué profética había sido la frase. En el bloc Joel había escrito que sus días estaban marcados para siempre, que su alma tenía una mancha que no podría quitar por mucho que frotara. Que no habría mañana en la que al despertar pensase en otra cosa más que en lo que había hecho y en lo que había dejado de hacer. Nunca podría marcharse de Lausana, escribió; su único deseo era que Hadley pudiera hacerlo y que olvidara todo lo ocurrido. «Excepto tal vez una cosa. Algo verdadero». Y cuando por fin Hadley reunió el valor para leer las palabras de Joel supo que tenía razón, aunque nunca se lo diría. De entre todas las cosas tristes, el amor en pasado seguramente era una de ellas.
Joel también tenía razón en otra cosa.
Una mañana de mayo Hadley se despertó temprano y lo primero que le sorprendió fue, pura y llanamente, la cualidad de la luz. Era esa particular luminosidad a la que tanto se había acostumbrado a lo largo de los meses de invierno. Se dirigió a la ventana y abrió las persianas. Fuera, ese día de primavera estaba en pleno albor, de un azul lleno de vida, con el sol en todo su esplendor, y, sin embargo, toda Lausana estaba espolvoreada de nieve. Hacia media mañana se habría derretido; seguramente era la última nevada del invierno, pues ya empezaba a oír el incesante goteo de los tejados. Abrió la puerta del balcón de par en par y se quedó de pie contemplando la ciudad. Pronto estaría inmersa en ella, dejando huellas blancas a su paso. Hadley apartó la vista y fue en busca de café y tostadas. Dejó las puertas y las ventanas abiertas; la luz entraba a raudales y las sombras comenzaron a difuminarse en las paredes.
Entretanto, en un hotel junto a la orilla, un hombre por quien no pasaban los años estaba sentado escribiendo. Sus dedos bailaban sobre las teclas de su máquina de escribir, y los hilos de su corazón tiraban en todas las direcciones que había olvidado y en otras que le resultaban totalmente desconocidas.