Había anochecido cuando Hadley subió al autobús en dirección a Les Ormes. A su alrededor, las luces de Lausana brillaban y parpadeaban como de costumbre. Los escaparates de los comercios, con un diseño impecable, resplandecían, y los hoteles selectos estaban iluminados como decorados cinematográficos. Hadley cerró los ojos. Se moría de sueño. Vería a Joel por la mañana. Le diría que estaba dispuesta a escucharle y a hacer un esfuerzo por entenderle.
La mole de Les Ormes inspiraba su habitual mal presagio. La luz amarillenta de una farola iluminaba el camino hasta el vestíbulo. En los escalones había un grupo de estudiantes extranjeros fumando; con sus abrigos negros, parecían una bandada de grajos. Charlaban y reían entre cigarro y cigarro. Hadley pasó disimuladamente junto a ellos. Acababa de entrar en el hall cuando apareció Helena y se abalanzó sobre ella para darle la bienvenida. Seguramente la había estado esperando en los sofás de cuero, hojeando los periódicos gratuitos y las revistas con las páginas arrugadas, y tenía las mejillas sonrosadas de la emoción.
—¡Hadley, por fin! Te he estado buscando por todas partes.
—Hels, estoy cansadísima. Estoy que me caigo… —empezó a decir.
—Es que ha venido alguien a verte. Le he visto al llegar de clase; andaba merodeando por el pasillo y la verdad es que tenía una pinta un poco sospechosa. Pero es tan guapo… ¿Quién se iba a atrever a dirigirse a él para preguntarle qué hacía ahí o a quién buscaba? Estaba claro que no era un estudiante. Y luego, desde mi habitación, he oído que tocaban a tu puerta. He asomado la cabeza por si era Jenny, Chase o alguien que hubiera ido a saludarte. Pero era él.
—¿Quién, Helena?
—Tu profesor está aquí.
—¿Qué? ¿Joel? ¿En serio?
—Le he dejado que esperara en mi habitación. Le he enseñado la cocina, pero los otros se habrían ensañado con él. Es muy monosilábico. Se ha limitado a decir que había venido a verte, pero automáticamente he sabido que tenía que ser él. Dios, qué guapo es, Hadley.
Estaba de pie de espaldas a ellas. Miraba abstraído por la ventana, más allá del balcón, hacia las lucecillas de Lausana y la oscura silueta montañosa al fondo. Puede que estuviera ensimismado en su propio mundo, pues no se inmutó al oír el sonido de la puerta. Hadley tuvo ocasión de escrutar su pelo rubio, su gran altura y su abrigo oscuro a la altura de la rodilla. Cerró la puerta tras de sí. No era Joel Wilson.
—Hola —dijo ella.
Milagrosamente, la palabra le salió de un tirón. Él se dio la vuelta. Hizo un amago de sonreír, pero se contuvo. En lugar de eso, asintió con la cabeza, como si la imagen de Hadley confirmara algo crucial; uniendo cabos y resolviendo rompecabezas, diría Hugo. Él le tendió la mano y ella se acercó a estrechársela.
—Eres Hadley —le dijo.
Ella se vio incapaz de soltársela. Era consciente de que sus dedos apretaban con fuerza los de Jacques, que se agarraban a ellos como a un hierro ardiendo. Él abrió los ojos, y los de ella se anegaron de lágrimas.
—Eres real —fue cuanto respondió.
Habían pasado casi seis semanas desde la muerte de Kristina y durante todo ese tiempo Jacques había estado de viaje de negocios en Oriente Medio, hospedado en un rascacielos en el desierto. Su mujer se había dedicado a pasear por los inmaculados jardines y fuentes con chorros plateados mientras él conducía coches con el aire acondicionado al máximo para asistir a reuniones en camisa de manga corta. Había roto definitivamente con Kristina antes de irse; al final había decidido salvar su matrimonio frente a una inestable aventura de verano que se había alargado demasiado hasta el otoño. Se había enamorado de Kristina, complètement, totalement, dijo, con un acento idéntico al que Hadley se había imaginado al pensar en Jacques. Seguramente se habría peinado su pelo rubio esa mañana, solo que ahora lo llevaba despeinado, revuelto por manos atormentadas. Su piel bronceada había adquirido una palidez fantasmal. Se había enterado de la muerte de Kristina por casualidad, le dijo, prácticamente a su llegada a Suiza. Había visto una pequeña reseña en un periódico atrasado, el último que le mandaron a su apartamento de Ginebra después de cancelar la suscripción. Se había derrumbado al conocer la noticia. Porque la amaba y deseaba vivir con ella, antes de tomar la decisión correcta. «¿Es posible —le preguntó— amar a dos personas a la vez?».
—No lo sé —respondió Hadley—. No creo.
—Discutimos la noche que murió porque yo quería poner fin a la relación, porque me marchaba. Estuvimos dándole vueltas y vueltas sin llegar a ninguna parte, y ella no paraba de decir que llegaba tarde a tu cumpleaños, que no tenía tiempo de hablarlo en ese momento, pero tuve que hacerla entender que se había acabado. No quería irme con una mentira; como mínimo, le debía eso. Al final se puso hecha una furia conmigo. Pensé que sería la última vez que la vería en mucho tiempo. Pero no para siempre. —Hadley vio que le brillaba una lágrima en la mejilla y le extrañó que no resbalara. Se acordó de la camiseta de Pierrot que Kristina se ponía para dormir, la estampa de la tristeza. Él se la secó con el dorso de la mano—. Te he localizado a través de la universidad —continuó—. Espero que no te importe. He llevado mi sufrimiento en tanta soledad y con tanto retraso… Solo hace dos días que volví a Suiza y tenía que encontrar a alguien que la conociera. Ella hablaba de ti, Hadley. «Mi encantadora amiga inglesa», solía decir.
—Yo también intenté localizarte —dijo Hadley.
—¿Lo intentaste? —le preguntó Jacques—. Merci. Por hacerlo.
Estaban en la habitación de Helena. En la habitación de Kristina. Jacques se había sentado en el filo de la cama. Helena estaba en el suelo con la espalda apoyada contra la puerta y los brazos alrededor de las rodillas. Hadley había preferido que se quedara al comprobar que no era Joel; la había cogido por la manga y le había dicho: «Quédate, por favor, quédate». Hadley estaba de pie junto a la ventana, mientras detrás de ella transcurría una noche más en Lausana.
—Me atormenta la idea de que muriera apenada —dijo Jacques—. De que al morir le resonaran en los oídos las palabras de nuestra discusión. ¿Estabas con ella? ¿Fue después de la fiesta? ¿Se lo pasó bien? ¿Estuvo risueña? Por favor, dime que sonreía.
Hadley titubeó. Sería tan fácil, y tan considerado, decir una mentira piadosa…
—No llegó a tiempo —respondió—. Yo me disgusté al ver que se retrasaba y nos fuimos a otro bar. Fuiste la última persona que la vio.
—¿La última persona?
—Sí. —Él hundió la cabeza entre las manos. Esa postura le resultaba familiar a Hadley; sabía cómo se sentía—. Nosotras también discutimos —continuó—. Me llamó por teléfono cuando volvía de Ginebra. Fue horrible, le dije que no se molestase en venir. No puedo cambiar eso, Jacques, aunque también sé que no puedo guardar ese recuerdo. Porque hubo muchísimos más. —Él permaneció callado—. Una vez Kristina me dijo algo sobre ti —añadió—. Me encantó. Dijo que eras el hombre más guapo del mundo y que la hacías sentirse como la mujer más guapa del mundo.
—¿Eso dijo? —Levantó la cabeza y parpadeó rápidamente. Una triste sonrisa le surcó el rostro.
Hadley asintió. Algo se revolvió en su pecho, y respiró profundamente.
Lo acompañó a la calle. Estaba oscura y en silencio, y hacía un frío que calaba los huesos.
—Estás tiritando —dijo Jacques—. Será mejor que vuelvas dentro.
—Estoy bien —le aseguró Hadley, al tiempo que le castañeteaban los dientes. Se dirigieron a la parada del autobús agarrados del brazo.
—De hecho, no voy a coger el autobús, voy a ir andando a la estación desde aquí —dijo él—. Hadley, me alegro de haberte conocido. Mucho. De lo contrario, podría haberme engañado a mí mismo con que Kristina nunca existió. Podría haber fingido que nunca nos importamos el uno al otro. Esa es la salida cobarde para evitar el dolor, pero al final siempre te atrapa. —Hadley lo miró fijamente. Se soltó del brazo—. ¿Qué ocurre? —preguntó él.
—No lo sé —contestó ella.
—¿Estás enfadada conmigo, Hadley? ¿Porque de alguna manera no la traté bien? No te culparía si lo estuvieras —afirmó él.
—Kristina sabía lo que se hacía contigo.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Nada —contestó ella y, tras una pausa—: Es por… lo que acabas de decir. Fingir que nunca existió. Supongo que estoy confundida.
—¿Confundida conmigo?
—Confundida con otra persona, no contigo.
La miró extrañado.
—No lo entiendo —le dijo. Ahora que estaban en la calle, ahora que se lo habían dicho todo, su actitud era más resuelta—. Lo siento, no tengo más remedio que irme. Ya llevo aquí demasiado tiempo. —La besó en ambas mejillas, tres veces, al estilo suizo—. Yo quería de verdad a Kristina, Hadley —afirmó—. En un momento dado, lo habría dejado todo por ella. Pero después tomé una decisión y tuve que ser consecuente. Eso es todo. Si no hubiera roto la relación, las cosas habrían sido diferentes. Tengo que vivir con esa culpa.
—A lo mejor las cosas habrían seguido igual. No fue culpa tuya, Jacques —le aseguró ella—. No fue culpa de nadie.
Por un instante pareció aliviado, pero acto seguido se le volvió a empañar la expresión.
—Sí que fue culpa mía —dijo.
Ella se quedó en la calle. La última hora le había resultado agotadora. Se apoyó contra el muro y observó a Jacques alejarse a paso rápido, moviendo las piernas como tijeras. Pese a su profundo dolor, era tal y como Kristina se lo había descrito. Todo había vuelto a cambiar en un visto y no visto. Vio cómo se apartaba a un lado para dejar pasar a alguien. Un hombre subía a toda prisa por la colina con paso dispar. Al verle pasar por debajo de una farola, a Hadley se le desbocó el corazón. Era Joel. Iba corriendo, y solo podía correr para acudir a su encuentro. Joel y Jacques se cruzaron a escasos centímetros de distancia; sus respectivos pies pisaron el mismo trozo de acera, sus bocanadas de vaho frío se desvanecieron en el mismo espacio de la noche. Dos personas muy lejanas, al fin y al cabo. Ella se podía haber pegado al muro para confundirse entre las sombras y Joel probablemente habría pasado de largo, pues iba cabizbajo. Sin embargo, se plantó en medio de la acera. Él paró en seco, jadeante.
—¿Hadley? Estás aquí… —dijo.
Alargó el brazo hacia ella, como si fuese producto de su imaginación y pudiera desvanecerse. Ella notó su mano, normalmente tan diestra y cálida, resbaladiza y fría al tacto. Daba la impresión de que venía corriendo desde el centro de la ciudad, con el corazón martilleándole el pecho. Estaba empapado de sudor frío.
—¿Lo habías planeado? —le preguntó Hadley.
—¿Planeado? —dijo él, sin dar crédito—. ¿No lo dirás en serio?
—Ese era Jacques. El hombre con el que acabas de cruzarte. Jacques. Es totalmente real. Tal y como decía Kristina. —Joel se giró en redondo, y su cazadora abierta aleteó por el viento. Se llevó las manos a la cabeza. Jacques estaba prácticamente fuera del alcance de su vista. La luz de las farolas iluminó sus últimos pasos y finalmente desapareció—. Pensé que Kristina me había mentido, que todo el mundo me mentía —continuó—. Tanto buscar a Jacques, y resulta que me ha encontrado él. ¿Cómo sabías que estaba aquí? No me lo explico.
—Hadley, no conozco a ningún Jacques. Nunca lo he conocido.
Se miraron fijamente, y entre ellos se extendieron océanos.
—Pero dijiste que eras tú —repuso ella—. Estaba tan convencida de que eras tú… Tú mismo lo confirmaste. Amabas a Kristina, eras Jacques; llegué a esa conclusión. Hugo llegó a esa conclusión.
—Ni siquiera la conocía, Hadley. No la conocía en absoluto.
—Pero en tu apartamento fuiste consciente de que yo había encajado las piezas. Pero no fue así, ¿verdad? Me equivoqué. Entonces, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué fingiste ser él?
—Yo no fingí ser él, Hadley —replicó Joel.
—Entonces no me lo explico. Si él es Jacques, si tú no eres Jacques…, ¿por qué estabas tan triste? ¿Por qué estás tan triste ahora? Joel, no lo entiendo. —Él tenía los brazos colgando y parecía encogido en la cazadora. Se había quedado consumido—. Por favor, di algo —imploró ella—, por favor, di algo que tenga sentido.
Joel se restregó la cara con ambas manos.
—¿Vamos dentro? —le preguntó—. ¿Podemos hablar en otro sitio?
—No. Aquí —sentenció ella—, háblame aquí.
Él posó sendas manos en sus hombros. Fue un gesto delicado, como si ella, o él, pudieran romperse.
—Hadley —explicó—, cuando viniste a mi apartamento, por la manera en que lo expusiste, estaba convencido de que lo habías entendido. Y fue un gran alivio. Un alivio espantoso, nauseabundo, atroz. —Soltó una repentina risotada, un sonido absolutamente carente de regocijo—. Y después, cuando pensé en ello, maldita sea, era incapaz de dejar de pensar en ello, llegué a la conclusión de que me habías malinterpretado. Que lo que quiera que pensases tenía que ser otra cosa.
Movía los labios con dejadez y su barba de tres días había crecido considerablemente. La buscaba con la mirada; ella lo observaba absorta, tratando de reconocer al Joel que conocía.
—Me estás asustando —dijo Hadley, y dio un paso atrás. Él dejó caer los brazos y le cogió la mano.
—Hadley, me estoy asustando a mí mismo. Llevo dos días sin dormir. Eres la primera y la última persona con la que necesitaba hablar de esto. He sido un cobarde de la peor calaña. De lo más ruin. De modo que todo lo que me suceda me estará bien merecido. Lo asumiré, asumiré cualquier cosa.
—¿De qué estás hablando, Joel? —preguntó Hadley, en un tono inexpresivo impropio de ella. Él no respondió. Se limitó a mirarla como si ya lo supiera—. Dilo —ordenó ella, muy despacio, como si cada palabra fuese un dardo que le cortase la lengua—, porque lo que estoy pensando es absolutamente, completamente imposible. Así que no tienes más remedio que decirlo. O volveré a malinterpretarte. Pensaré que eres alguien que no eres. Otra vez.
—Hadley…
—Dime. La verdad.
—Te quiero.
—Eso no. Ni se te ocurra.
—Hadley, no puedo…
—Una frase sincera. ¿No es eso lo que tu querido Hemingway diría? La frase más sincera que tengas, Joel. Dila.
—Voy a ir a la comisaría.
—¿Por qué?
—Por el accidente.
—¿Por qué?
—Apareció de la nada, Hadley. Como una ventisca, de la nada. De repente se echó a la calzada. El golpe ni siquiera fue fuerte. Yo no iba rápido. Pero se cayó. Y debió de golpearse la cabeza con la acera, porque cuando volví la vista atrás vi que no se movía. Y había sangre en la nieve. Y sé que no lo hice, sé que no lo hice, no le di tan fuerte. Debió de resbalarse en el hielo. Apenas la rocé, estoy seguro. Yo pasé por allí casualmente. En el momento más inoportuno. Fue un destino fatídico. Y, antes de ser consciente de lo que estaba ocurriendo, seguí conduciendo. ¿Por qué? ¿Quieres saber por qué? Ya quisiera yo saberlo. Me he hecho esta pregunta cientos de veces y a la única conclusión a la que he llegado es esta: no quería que mi vida acabara porque la suya lo había hecho. La de esa chica desconocida. La de esa chica que surgió de sopetón de la oscuridad, la de esa chica que resbaló y se cayó. Y sé perfectamente en qué me convierte eso. —Hizo una pausa para recobrar el aliento. Hadley estaba boquiabierta, con las manos apretadas—. Ni siquiera debía estar allí. Fui un tonto al estar allí. ¿Quieres saber por qué estaba allí? Me dijiste que ibas a un restaurante, Le Pin, a un sitio cerca de la estación. Y yo estaba en casa, en mi apartamento, y de repente pensé…: al diablo, al diablo con todo, voy a ir a verla. Voy a ir a felicitar a Hadley Dunn por su cumpleaños, a invitarla a una copa y a ver qué pasa, a ver qué pasa después. Porque me gustabas, Hadley, porque quería arriesgarme, jugármela y ver qué pasaba. De modo que me metí en el coche; hacía muy mal tiempo y la ventisca arreciaba con fuerza. Estaba buscando un hueco para aparcar, y entonces te vi. Estabas con ese chico de la montaña, el italiano, besándole. En la acera, en mis propias narices, delante de todo el mundo, sin apenas recuperar el aliento. Y en ese momento caí en la cuenta de lo iluso que había sido al creer que podía tener una oportunidad. De modo que seguí adelante, di un par de vueltas a la manzana y puede que estuviera enfadado, puede que estuviera distraído, puede que estuviera pensando: «¿Qué tendrá ese chico que ha hecho que se decida por él?», y puede que no estuviera concentrado al pasar por la Rue des Mirages.
Ella escuchaba sin dar crédito, con los pies anclados al suelo, congelada. Cuando él alargó la mano hacia ella, se echó hacia atrás.
—¿Fuiste tú?
—Fui yo.
—Imposible. No puede ser.
—Hadley…
—¿La atropellaste y te diste a la fuga? ¿Tú?
—Hadley, estaba asustado. No sabía qué hacer. Me había tomado dos copas de vino, ni una más, pero podría haber dado otra impresión. Podrían haber pensado que tenía algo que ver en el asunto y no era así. De repente aceleré en lugar de detenerme.
—¿Y te has perdonado a ti mismo? —inquirió ella, con un creciente tono de incredulidad.
—Ni pensarlo.
—Pero has seguido viviendo con ello —insistió ella—, lo has hecho, no digas que no.
—Más o menos, Hadley.
—¿Esperas que me lo crea?
—Si no hubieras acudido a mí aquel día, habría ido a la policía. Tienes que creerme.
—Estás mintiendo. Todo es una mentira. Tú eres una mentira.
—El remordimiento me estaba volviendo loco y lo mezclaba con todo lo demás, con dolor del pasado, con errores del pasado, con Winston y esa camioneta de mala muerte… Y entonces apareciste en mi puerta y cambiaste todo. Casi todo. Hadley, te entregaste a mí. Me confiaste plenamente toda tu desesperación, tus necesidades y tus anhelos. Y de repente pensé que podía ayudar a alguien. ¿Qué bien habría hecho entregándome entonces? ¿De qué habría servido? Podía serte de ayuda. Podía consolarte. Podía reparar un daño. Hacerte feliz me pareció lo mejor que podía hacer. Traté por todos los medios de ser la persona que te hiciera feliz. Por lo visto tampoco acerté en eso.
Ella dio un paso hacia él y le dio un empujón en el pecho. Forcejearon durante unos instantes. Sus pies vacilaron, la cuesta era empinada, él dio un traspié y cayó de espaldas sobre la acera. Cayó pesadamente y se quedó en el suelo mientras ella le gritaba.
—¿Estás tratando de justificarte a mi costa? ¿A costa de mis necesidades? ¡Lo último que necesitaba era esto!
—Hadley…
—¡No! Kristina era… tan vital. Y ella… se enamoró cuando no debía, y todo lo que me contó sobre Jacques era cierto, a pesar de que empecé a tener mis dudas, a pesar de que empecé a cuestionar todas sus palabras. Y ahora no está, Joel. No está. Vinieron sus padres. Condujeron por esta misma calle. Estuvieron llorando en Les Ormes. Su madre me dio un beso en la mejilla y tenía los labios helados. Y no se me ocurrió qué decirle. No se me ocurrió nada que pudiera cambiar en algo la situación. Y todo fue por tu culpa… por culpa tuya, solo tuya.
Se le cortó la respiración y se puso a sollozar entrecortadamente.
Normalmente la gente no vociferaba en las calles de Lausana. No se peleaba ni montaba escenas en las aceras. Se respiraba respetabilidad, al menos aparentemente. Un coche de policía que iba patrullando las tranquilas calles entre semana, mientras los civilizados suizos estaban arropados en la cama, bajaba en dirección a ellos. No hubo rápidos cambios de luces, ruido de sirenas ni derrapes de neumáticos. No había habido ninguna atemorizada llamada telefónica ni avisos entrecortados por la emisora. Fue sencillamente una de esas casualidades de la vida, igual que cuando Joel se metió por la Rue des Mirages en plena tormenta de nieve, con el cristal del coche empañado y los limpiaparabrisas encendidos. Igual que al volver la cabeza hacia un bar, cuando vio a una chica que sabía que no podría olvidar. Fue cuestión de segundos. El coche patrulla aminoró la marcha y a los agentes les debió de parecer la viva imagen del conflicto; del tipo de escenas colgadas en las galerías del casco antiguo de Lausana, un óleo ejecutado magistralmente con espléndidas pinceladas: el hombre caído en la calle, a simple vista como si algo tirara de él desde el infierno, la chica tratando de mantenerse apartada de él, con las manos levantadas al cielo…
Hadley fue la primera en ver el coche. Le dio la espalda a Joel y por un segundo se quedó prácticamente inmóvil. A continuación se plantó en medio de la calzada con la mano en alto. Dio uno, dos, tres pasos hacia el coche. Era una noche tranquila y no había tráfico. Esperó mientras el coche avanzaba hacia ella. Se armó de valor, encogió los dedos dentro de los zapatos, se irguió y mantuvo la mirada fija. No hubo grandes aspavientos, frenazos ni chirridos de ruedas. En lugar de eso, la policía suiza se detuvo a un lado con parsimonia y Hadley se quedó en medio de la carretera. Los agentes salieron del coche. Joel se puso de pie con dificultad.
Los cuatro se quedaron en la cuesta de Les Ormes mirándose los unos a los otros. Por un segundo ella alimentó la retorcida fantasía de que, después de todo, podían continuar fingiendo, decirles a los oficiales que no había interferido en su camino adrede, que se trataba de una confusión. Y se irían a Locarno tal y como Joel había sugerido, verían el lago azul italiano y compartirían sus respectivos cucuruchos de helado, posarían para fotos, sus risas darían paso a los besos. Pero Joel sostenía las muñecas en alto, vueltas hacia arriba, como en un guion de película. Se dirigió a los oficiales en francés, y ella entendió las palabras «accidente», «chica» y «muerta». La calle estaba oscura, pero distinguía su cara con tanta nitidez como si estuviera iluminada por el flash de una cámara. Joel tenía los ojos de un negro azulado. Su boca era un hueco deforme. Aún tenía la mejilla magullada, y se le había abierto uno de los cortes. El pelo le caía hacia delante pegado a la frente. Jamás lo había visto en un estado tan deplorable. Salvo, quizá, aquel día en su despacho, cuando fue a darle la noticia de Kristina, cuando le pidió ayuda. Hadley se acercó a él y le cogió de las manos. Le rodeó las muñecas con los dedos, y se las apretó con todas sus fuerzas.
—Ha llegado la hora —fue lo único que dijo él.
Instintivamente, ella intentó besarle. Se echó hacia delante, buscando sus labios, pero él apartó la cabeza. Hadley sintió el roce de su barba, el lóbulo de su oreja, la zona tibia y salada de su nuca. Entonces notó una mano en el hombro que no era de Joel. No podía ser, porque el roce no le transmitió nada. Se dejó llevar, confundida, fría.
—También tendremos que hablar con usted, mademoiselle, solo unas preguntas rutinarias —le dijo uno de los agentes, cuya voz parecía proceder de muy lejos. Hadley se limitó a asentir con la cabeza. Confirmó su nombre y su dirección. Dijo de un tirón los dígitos de su número de teléfono, se aturulló y los repitió—. Si le parece, mañana —añadió el agente, y Hadley lo miró extrañada, como si estuviera hablando en un idioma incomprensible, pues la idea del mañana era demasiado abstracta, le resultaba inconcebible.
Al subir al coche con la banda azul, Joel se metió la mano en el bolsillo. Sacó un bloc manoseado.
—Por favor, cógelo, Hadley —dijo—. Todo es cierto.
—No lo quiero —espetó ella. Y a continuación le preguntó—: ¿Qué es?
—La primera vez que te vi escribí sobre ello. La segunda vez que te vi escribí sobre ello. Y la tercera. Seguí escribiendo. De ti y nada más que de ti. Quiero que sepas lo que vi en ti desde el principio. Lo que seguí viendo en ti, incluso después de lo ocurrido. —Se le trabó la lengua y se recompuso—. He seguido escribiendo sobre ti. Quiero que seas consciente de que para mí existías antes y de que jamás dejarás de existir.
—No puedo leerlo —replicó ella.
—Hadley, me consta que todo esto está muy mal, pero cada vez que me mirabas pensaba que veías mi interior. Sin que ninguno dijera nada; era como una absolución.
—¿En serio pensabas eso?
—Al principio. No al final. —La miró y a ella le dio la impresión de que era una mirada de despedida, como si estuviese tratando de recordarla antes de perderla de vista—. Si buscas una frase totalmente verdadera —añadió—, la encontrarás ahí.
Ella sujetó lánguidamente el bloc por la cubierta, encuadernada con gusanillo dentado. Fue apretándolo gradualmente. Para cuando el coche se alejó y el cristal trasero tan solo reflejaba la noche, lo tenía empuñado como si jamás fuese a soltarlo. Así es como la encontró Helena: de pie en la acera, aferrada a las palabras de Joel, contemplando ensimismada la ciudad, que parecía, a todas luces, impasible.