Antes de marcharse de la Résidence Le Printemps aquel día, Hugo trató de advertirla.
—Déjale hablar, Hadley —dijo—, puede que estemos equivocados.
Mientras se lo decía le acariciaba los dedos, recorriéndolos desde los nudillos hasta las puntas. Hadley apartó la mano con delicadeza y Hugo asintió con una sonrisa compungida.
—Voy a esperar —contestó ella—. Quiero que me lo diga por iniciativa propia. Creo que lo hará. Sé que lo hará.
—No estés tan segura.
—Nunca te ha caído bien, ¿verdad? Ni siquiera antes de esto.
—No —contestó Hugo—, pero me figuro que a estas alturas sirve de poco consuelo.
Ella echó a andar por el amplio camino de acceso. Al llegar al portón se detuvo y volvió la vista. Hugo la observaba desde la ventana; levantó la mano en señal de despedida. Ella asintió y le correspondió con un fugaz movimiento de la mano.
A la mañana siguiente aguantó estoicamente la clase de Joel. Ocupó un asiento al fondo y lo observó. Aparentemente su actitud era dinámica y vivaracha, pero Hadley se puso a buscar señales de sufrimiento y las encontró: las bolsas oscuras bajo sus ojos, su voz entrecortada, sus dedos al apoyarse en el escritorio con las yemas blanquecinas por la presión… Sin embargo, enseguida provocó que los estudiantes de las primeras filas se revolvieran en los asientos, divertidos. Y la gente seguía anotando los comentarios que hacía y subrayándolos para darles énfasis, remarcándolos con rotuladores rosas y levantando la mano cuando les hacía una pregunta. Al término de la clase, los estudiantes se arremolinaron ansiosos en su escritorio y Hadley se mantuvo apartada. Les oyó bromear sobre su accidente de esquí. Tenía el cardenal de la mejilla amarillento e inflamado y postillas ennegrecidas debajo del ojo, pero a ella ya no le parecía temerario, sino destrozado. Vio que la miraba fugazmente, asomándose entre las fervientes figuras que lo rodeaban, tal y como había hecho durante toda la clase. Hadley mantuvo la mirada sin alterarse. Delante, en su hoja, había dibujado rayas muy marcadas. Se le había partido la punta del lápiz. Se fue antes de que la mesa de Joel se despejara de gente.
A mediodía lo vio de pie junto al mostrador de la cafetería, sirviéndose un espresso de estilo italiano. Estaba totalmente enfrascado en una conversación con Caroline Dubois. A Caroline se le había soltado su consabido moño flojo y le caía un mechón castaño rojizo sobre el hombro. Le hablaba muy de cerca a Joel. Hadley bajó la vista a su plato de frites. Cogió una patata frita, la untó con abundante kétchup y se puso a mordisquearla sin dejar de mirarles.
Esa tarde él la cogió del brazo al cruzarse con ella por el pasillo.
—Hadley, ¿qué vas a hacer esta noche? Tengo ganas de verte.
—No estoy segura —contestó ella.
—Hadley, por favor.
La sujetó del brazo y se limitó a decir que le apetecía volver a verla. No; cuando Hadley rebobinó más tarde, le había dicho que «necesitaba» verla. Y, con todo, le seguía agradando el incontenible deseo que despertaba en él.
Esa noche, llamó al portero automático del apartamento de Joel. No hubo respuesta, de modo que insistió.
—¿Hola, sí?
—Soy yo.
—¿Hadley?
—¿Quién si no?
Le abrió. El portal le pareció más sórdido de lo que recordaba. Había botellas de vino vacías esparcidas por el suelo como bolos de una bolera. Le dio un puntapié a un puñado de periódicos gratuitos y folletos de pizzerías. Empezó a ponerse nerviosa. De pronto le entraron náuseas y se apoyó en el pasamanos mientras subía las escaleras con paso tembloroso.
Él había dejado la puerta del apartamento entornada; Hadley empujó. Joel salió de la cocina con un paño en la mano. Le guiñó un ojo, y tenía un aire tan apesadumbrado que a ella se le hizo un nudo de congoja en las entrañas.
—Querías que viniera a verte —dijo ella, en el tono más indiferente que pudo. Joel se pasó el paño a la otra mano y Hadley apoyó su peso en la otra pierna, con un desasosiego sincronizado—. ¿No me das un beso? —le preguntó, fingiendo naturalidad.
Joel lanzó el paño a la encimera, falló y cayó al suelo. Lo ignoró y cogió a Hadley de los hombros. Tiró de ella hacia sí. Pero no era del todo él mismo. Tenía los labios apretados y rígidos. Hadley se apartó, al fracasar en su propia farsa. Por un instante deseó que Hugo Bézier estuviese allí con ella; sería mucho mejor que él le contara la rocambolesca historia. Se sentó en el filo del sofá con el cuerpo tenso. Él se acercó a ella vacilante, dando pasos inseguros.
—Me colgaste la última vez que hablamos —dijo, sin mirarla directamente a los ojos.
—No fue mi intención —repuso ella.
—Te dije que te quería, Hadley.
Entonces la miró a los ojos y ella le sostuvo la mirada. Hadley intentó ver su interior, pero lo único que encontró fue una tenue neblina, retazos azules, pupilas contraídas que no revelaban nada.
—Ya lo sé —dijo ella.
—¿Eso es todo? —preguntó él.
—No sabía qué decir.
—De acuerdo.
—Lo siento.
—Hadley, escucha: soy yo quien debería disculparse. Era demasiado pronto para decirlo. Y demasiado tarde para otras cosas.
—Joel… —empezó a decir ella.
—Te mereces algo mejor —afirmó él. Se puso en cuclillas a su lado y le agarró las manos. Tenía las palmas secas y calientes, y ella se las sujetó con firmeza—. Te lo dije al principio, y siempre lo he tenido claro. Estos últimos días he estado dándole muchas vueltas. Hadley, tengo que acabar con esto.
Fue como un bofetón. Era lo último que esperaba.
—¿Conque me dijiste «te quiero», y ahora qué? ¿Ya no?
—No se trata de eso.
—¿Y qué me dices de este fin de semana? ¿De Locarno? ¿Ya no vamos? ¿De buenas a primeras?
—Ojalá pudiéramos.
—No te creo —dijo Hadley.
—No te culpo —repuso él.
—¿Qué clase de respuesta es esa? —Él se dio la vuelta y se dirigió a la ventana. Justo donde estaba aquella primera mañana que ella se despertó en su casa, cuando lo encontró con aire alicaído mirando absorto a la calle, en lugar de estar tumbado a su lado—. Joel —insistió, haciendo acopio de resolución. Entonces advirtió que a él le temblaban los hombros. En un primer momento pensó que se estaba riendo y por un instante se preguntó si todo sería una broma de mal gusto, una interpretación fuera de lugar, pero entonces oyó un sollozo, un sonido ahogado que parecía emanar de él, dotado de vida propia—. Joel —repitió, con el mismo sollozo amenazando sus propias palabras—. No pasa nada. Lo sé.
Notó que se quedaba helado. Le oyó inspirar. Se acercó a él a paso lento y uniforme, un pie delante del otro. Le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en su espalda. Su temblor la hacía moverse. No tenía previsto actuar de esta manera, pero lo hizo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó él, volviéndose para mirarla—. ¿No será por ese puñetero trozo de papel? —dijo en un hilo de voz ronco.
—Jacques… —dijo ella.
—Kristina… —Al pronunciar su nombre, su expresión ahogó un grito sordo. El silencio se cernía sobre ellos y el nombre de Kristina flotaba en el ambiente. Hadley se aferró a él con fuerza, apretándole los brazos con los dedos—. Hay tantas cosas que necesito decirte… pero tienes que creerme cuando te digo que te quiero.
Ella se quedó mirándolo, con los ojos empañados de lágrimas. Estaba despeinado y el pelo le caía sobre los ojos. Era un hombre roto por el dolor. ¿Cómo iba a quedarle amor para ella, con todo eso? En ese preciso instante fue consciente de que hasta entonces no lo había creído realmente, no del todo, no a pies juntillas. Sin embargo, ahora se cernían sobre ellos todas y cada una de las mentiras que le había dicho.
—No sé quién eres —dijo ella—, ¿o sí?
—Hadley, ni yo mismo me conozco.
—No debería haber venido, tengo que irme.
—Hadley, necesito explicarte…
—No creo que puedas.
—Deja que te explique…
—Te has burlado de mí. Puede que tuvieras tus razones y puede que no fuera tu intención, pero lo has hecho. Así que de momento no quiero explicaciones. No quiero que digas nada. Más adelante, pero ahora no. Ahora no.
Salió del apartamento, al tiempo que se ponía el abrigo y trataba de abrochárselo a duras penas. En cuanto cerró la puerta, bajó las escaleras de caracol como una exhalación. Al llegar abajo oyó algo y se detuvo a aguzar el oído. Podía haber sido el susurro del viento fuera del edificio, el silbido de un coche al pasar, tal vez incluso el gruñido de un perro atado a la correa de un anciano. Podía haber sido alguna o cualquiera de estas cosas, o quizá el llanto de Joel Wilson.
Pasaron dos días y no se puso en contacto con ella. Hadley se saltó las clases, evitó Les Ormes y se mantuvo alejada de la Résidence Le Printemps. Vagó por la ciudad. Recorrió la Rue des Mirages de punta a punta, buscando algo y nada. Al final, las montañas la condujeron hacia la orilla del lago. Ese día los Alpes, imponentes, presentaban un gris parduzco con nubes densas arremolinadas en las estribaciones. Era un paisaje que le proporcionaba arraigo y perspectiva; lo observó ensimismada, dejándose llevar. A pocas calles de allí, Hugo estaría sentado en batín con sus huesudos tobillos asomando por las perneras del pantalón del pijama. Sabía que, cuando se despertara cada mañana, se preguntaría si ella volvería. ¿Seguiría tomando notas en su cuaderno? «Quería escribir mi propia historia». Eso era lo que le diría al verle.
De repente fue consciente de que lo que realmente necesitaba era escuchar las voces de sus padres. Sacó el teléfono y marcó el número.
—¿Mamá? —dijo, entrecerrando la mano contra la boca para protegerse del viento, cada vez más fuerte.
—Hadley, oh, Hadley…, qué sorpresa más grande.
Ella cerró los ojos.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Oh, lo de costumbre —contestó su madre—. Sam está en casa de un amigo; tu padre acaba de llegar de trabajar. ¿Dónde estás? Hay ruido.
—Estoy en el lago —respondió Hadley—. Es el viento.
—¿No me estarás llamando desde el móvil? Te costará un dineral.
—Es que tenía ganas de hablar contigo.
—Bueno, me alegro. Cariño, no hemos tenido noticias tuyas desde tu excursión de esquí, ¿fue todo como esperabas?
Ella se pasó el teléfono a la otra mano y se calentó los dedos, helados, con el aliento.
—Nunca había estado en un lugar tan bonito —dijo.
—¿Y conseguiste hacerlo? ¿Conseguiste esquiar?
—Sí —respondió Hadley. Le vino a la memoria cuando perdió el control y Joel la cogió, rodeándola por la cintura, mientras sus esquís resbalaban entre los suyos. Se desplomaron en la nieve, sin parar de reír, y ella tiró de él para colocarlo encima de ella. Su piel sabía a crema solar y tenía los labios cortados por el gélido frío. Después lo recordó esquiando entre las rocas; la velocidad de vértigo, el temerario salto, sin aparente preocupación por salir ileso o no. Ahora cobraba sentido la ausencia de toda sensación salvo la que existía en aquel momento. El abandono absoluto—. Cuéntame cosas —le pidió, haciendo un esfuerzo por mantener la voz uniforme—. ¿Qué tal papá? —preguntó—. ¿Está bien?
—Oh, muy bien, ya lo conoces —contestó su madre—. Toma, te lo paso, se pondrá muy contento de oírte.
Hadley volvió a cerrar los ojos mientras le pasaba el teléfono.
—El gato quiere salir fuera —oyó que decía su padre.
—Olvídate del gato —dijo su madre.
—¡Hadley! Te buscamos en el Ski Sunday, pero no te vimos.
—Hola —dijo con voz débil. Lo único que pudo pronunciar fue una palabra. Se mordió el labio con la esperanza de que él se pusiera a hablar sin parar. Que le diera un informe pormenorizado de la última travesura de Sam, quizá, o de las apuestas que había ganado en las carreras de caballos.
—Tú pásalo bien, Hadley, pero no olvides los estudios. Oye, ¿qué es todo eso de un chico americano?
Oyó una regañina amortiguada al fondo. Se imaginó a su padre moviendo de un lado a otro los pies como un viejo y lento boxeador mientras su madre forcejeaba con él para recuperar el auricular con una risita alegre.
—No le hagas caso a tu padre, Hadley. Pásatelo en grande —dijo—. No desperdicies ni un minuto.
Fue consciente de que tenía que colgar. Se recompuso para despedirse con cierta euforia que augurara cosas que hacer, lugares a los que ir y felicidad, felicidad por encima de todo, pero al final se quedó en un susurro. Sus padres pronunciaron su despedida a coro. En su pugna por desearle lo mejor se les había pasado por alto que se encontraba lejos, y precisamente así es como tenía que ser. Se los imaginó retomando lo que tuvieran entre manos previamente, pero con una nueva actitud, una sensación de dicha.
Hadley sujetó el teléfono en la mano y le dio vueltas y vueltas. Joel era la única persona que le había dado un vuelco a su mundo, en el buen sentido, y ahora en el peor sentido imaginable. No obstante, las buenas intenciones seguían ahí. Todavía contaban. ¿Acaso no era elección suya decidir hasta qué punto importaba que le hubiera mentido?
Pensó en lo que sabía y en lo que se figuraba. Joel había tomado el sol en la Riviera, ahora estaba convencida de ello; las líneas de expresión de sus ojos eran de entrecerrarlos al pasar junto a espigadas palmeras y el destello del agua. Él no era un exmarido, sino un profesor recién llegado a tierras extranjeras, un romántico tras los pasos de sus héroes literarios. Tal vez lo primero que a él le llamó la atención fue el pelo de Kristina, la manera en la que cada hilo atraía la luz del sol. Lausana habría sido un tema de conversación en el transcurso de una cena junto al puerto, la certidumbre de que, milagrosamente, sus destinos estaban unidos. Joel se habría repantigado en la silla con las manos entrelazadas detrás de la cabeza; menudo lío, una aventura con una estudiante en ciernes…, pero gozaría de su piel melosa y sus labios con sabor a bálsamo y no podía terminar ahí. Habrían decidido lo de «Jacques» en su última noche en el sur, una idea que Kristina habría sugerido entre risas. Tal vez se imaginara a Joel con camisa y corbata en el aula, dibujando con tiza corazones de Cupido en la pizarra, pensando que más tarde ella le agarraría las manos y se las apretaría contra todas las partes que él no podía tocar de día. Jacques. Urdiría una trama para los demás estudiantes, «un matrimonio haciendo aguas —diría—, una relación con altibajos». Quizá no había contado con la chica inglesa de la que se hizo tan amiga, la que la observaba embelesada siempre que pronunciaba la palabra «amor».
Hadley se apretó los ojos con las manos. En voz baja, con los guantes puestos, con el agua como único testigo, empezó a hablar:
—Ya ves, Kristina, al final he llegado a esta conclusión —dijo—, con un poco de ayuda. Podrías habérmelo dicho, ¿sabes? ¿O entonces no habría tenido gracia? Porque disfrutabas chinchándome con mi profesor de Literatura Norteamericana, ¿verdad? ¿Tan malo habría sido decirme la verdad sin rodeos? Que sepas que podías haber confiado en mí. No creo que Joel haya tenido intención de burlarse de mí adrede, pero ¿y tú? Tú no eras perfecta, nadie lo es, pero ni por un momento pensé que caerías tan bajo.
El viento le secó las lágrimas de los ojos. A través de los fornidos castaños entrevió la silueta del Hôtel Le Nouveau Monde. Caminó en su dirección.
—¿Y ahora qué? —continuó sin aliento—. Te has ido. Lo odio, lo odio cada día, pero es lo que hay. Y nosotros, Joel y yo, Jacques y yo, él y yo, seguimos aquí. Kristina, ¿y si lo que hay entre nosotros es real? A pesar de las mentiras, a pesar de todo lo que ocurrió antes… ¿Y si es auténtico? Hugo opina que está muy mal, pero tú ¿qué piensas?
A veces Ouchy se encontraba a rebosar de gente, pero ese día estaba tranquilo. Fue abriéndose paso entre hojas heladas mientras la gravilla crujía bajo sus pies. Había sentido el calor de las manos de Joel al envolverle las suyas y la presión de su cuerpo en la cabaña de la montaña. La verdad irrefutable que encierra un beso. Estas cosas surgieron de buenas a primeras, y sabía que le pertenecían. Fue serpenteando entre los castaños mientras pensaba en el vacío que habría sentido Joel en su profundo dolor, y en que, por mucho que ella hubiera estado presente, él lo había sobrellevado en la más absoluta soledad. Si al menos hubiese estado al corriente, si le hubiera confesado la verdad, qué distintas habrían sido las cosas… O, quién sabe, tal vez todo habría sido igual.
Caminando empezó a entrar en calor. Él la había arropado cuando más lo necesitaba. Eso era innegable. La había besado y abrazado. De eso no cabía duda. La había distraído de los recuerdos tristes y se la había llevado a los Alpes blancos y le había demostrado su amor. De eso no cabía duda. Cualquier artimaña siempre había ido acompañada de palabras de consuelo y esperanza; la esperanza de que algún día las cosas mejorarían. De eso tampoco cabía duda.
Se detuvo al llegar al hotel. Una tregua momentánea del viento había dejado las banderas inertes. El portero estaba de pie balanceando los pies y asintió con la cabeza. A lo mejor la reconoció, aunque lo más probable es que fuera un mero gesto de cortesía. Pasó por delante de él con la mente puesta en Joel. Siempre le había tenido por una persona vital, dotado de una energía fuera de lo común. Y también estaba convencida de que tenía una parte inaccesible: mientras estaban tumbados el uno junto al otro en la oscuridad, al observarle a hurtadillas, el modo en el que ponía la música a todo volumen en el coche y agarraba con fuerza el volante como si fuera a arrancarlo del salpicadero… Puede que, en resumidas cuentas, hubieran sido advertencias. Él le había dicho mirándola a los ojos que se mantuviera alejada de él, que huyese mientras estaba a tiempo. «Búscate un chico suizo con buenos zapatos y modales», ¿no era eso lo que le había dicho? Y, a pesar de ello, ella se había enamorado.
Jacques. Esbozó una sonrisa casi imperceptible. Siempre había pensado que Jacques y ella compartían una afinidad: el vínculo de su cariño por Kristina, que estaban unidos en su respectivo dolor. Había sido Kristina, su amiga del alma, quien los había unido. Entonces decidió, en aquel preciso instante y lugar, que no sería Kristina quien los separase. Jacques no existía. Solo existía Joel.