31

No durmió. Se asomó al espejo del baño, y la duda que estaba gestándose en su interior parecía ensombrecerle el rostro. En el reflejo del cristal aparecía pálida, con los ojos tan inexpresivos como botones. Se metió en la ducha y permaneció bajo el chorro del agua hasta que el vapor empañó su exiguo cuarto de baño, y después se perfumó y se pintó los labios rojo escarlata. Se enfundó su fina gabardina, pasó sigilosamente junto a las puertas de sus vecinos, aún dormidos, y se internó en la gélida mañana.

Lausana rebosaba elegancia. Había escarcha en las losas del pavimento y los primeros rayos de sol reflejaban los tonos pastel de los postigos. Los empleados de oficinas, con un aspecto impecable y bufandas de lana liadas al cuello, caminaban con aire resuelto marcando el paso con zapatos de suela de cuero. Hadley se fue colando entre ellos, atajando por bocacalles, hasta que por fin llegó al Hôtel Le Nouveau Monde.

Dentro, la mesa que siempre ocupaba Hugo estaba vacía. Se sentó un poco apartada de ella, con la espalda tiesa como un palo y las manos entrelazadas sobre el mantel. Apareció un camarero de no se sabe dónde e inclinó la cabeza con gesto solícito. Les había atendido la última vez que habían estado allí y ella recordaba su pelo, negro como el regaliz, y su sonrisa ladeada.

Mademoiselle, si busca a monsieur Bézier, no ha venido. Pero la semana pasada telefoneó para dejarle un mensaje.

—Oh —dijo Hadley—. ¿Un mensaje? ¿Qué tipo de mensaje?

—Solo para decir que si venía al café le dijera que se hospeda en la Résidence Le Printemps, en la Rue des Roses.

—¿Para qué querría que supiera eso? —preguntó ella.

—Es una clínica de reposo, mademoiselle.

—¿Está enfermo?

—Monsieur Bézier es un hombre muy reservado. Solo deseaba que le trasladara el mensaje si casualmente venía, y así ha sido. Merci, mademoiselle. ¿Desea que le traiga algo? ¿Un renversé, tal vez?

Hadley vaciló.

—Hummm…, no sé… Mejor no. Mejor…, en fin, solo vine a ver a Hugo. ¿Ha dicho Rue des Roses? ¿Está cerca de aquí?

—A solo tres calles, mademoiselle. Tuerza a la derecha en el Maritime Restaurant y luego la segunda a la izquierda. —Al ponerse de pie Hadley, la silla chirrió en el silencio del comedor—. Mademoiselle, un momento. Debo darle el mensaje. Quería que le dijera que había estado pensando en la historia y que los acontecimientos habían sufrido un giro inesperado.

—¿La historia? ¿Qué historia?

—Según tengo entendido, monsieur Bézier es novelista, mademoiselle.

Hizo una reverencia y se retiró.

«Printemps» significa primavera, y la clínica de reposo de la Rue des Roses rezumaba una frescura acorde con ella. En la entrada había una valla con una exquisita placa de oro engastada en la piedra donde se anunciaba su nombre, y un corto camino de gravilla que conducía a un porche con columnas. Despedía el aire de un discreto hotel de lujo. Bajo cada ventana había primorosos lechos de rosas, en flor aun estando a mediados de invierno.

Hadley vaciló al llegar a la entrada. Se quitó la boina y se atusó el pelo. Una enfermera con uniforme de color pistacho bajó los escalones en dirección a ella; a pesar de sus toscos zapatos, era la personificación de la elegancia. Hadley hizo acopio de todos sus recursos para expresarse en francés.

—¿Monsieur Bézier? —dijo la enfermera, risueña—. Por favor, acompáñeme. Estará encantado de verla, mademoiselle Dunn —añadió.

Hugo estaba sentado en una silla junto a la ventana, envuelto en un batín de cuadros escoceses. Llevaba un pañuelo de seda con un nudo flojo al cuello y el pelo peinado con esmero, pero tenía el semblante ceniciento y una barba de tres días le cubría la mandíbula. Hadley se enterneció. Fue corriendo a su encuentro, y sus pasos rompieron la quietud de la sala.

—Sabía que existía una razón para aguantar —dijo él, cuando ella le cogió de la mano.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella—. ¿Estás bien?

—La Navidad siempre me ha traído sin cuidado, de modo que pensé que este año me la perdería. Sufrí un infarto perfectamente cronometrado el 23 y pasé las fiestas en el hospital, a merced de una banda de enfermeras algo severas. Me he hospedado aquí para pasar unas cortas vacaciones. Es un sitio bastante agradable.

—Oh, Dios mío, ¿un infarto? —exclamó Hadley—. Pero ¿estás bien?

—Como nuevo —respondió él—. ¿Sabes? Siempre me ha gustado esa expresión tuya, tan estoica, en cierto modo. Pero todo eso es muy aburrido, así que cambiemos de tema. ¿Qué me cuentas, Hadley? ¿Estás bien? ¿Has empezado bien el año?

—Estupendamente. Hugo, he ido al Hôtel Le Nouveau Monde y me han dado el mensaje. Pero ¿y si no hubiese ido? No me habría enterado. Deberías haberme enviado una nota a Les Ormes.

—Esa es precisamente la cuestión —dijo él. Llevaba el batín anudado y se enrolló la punta del dedo con el extremo del cinturón. Ese gesto insignificante, en alguien por lo general tan sereno, resultaba inquietante—. Me negaba en redondo a recibir visitas para que me compadecieran —añadió—. Solo deseaba que vinieras si es que tenías intención de verme de todos modos. La última vez que nos encontramos me mostré un poco frío contigo y llevo reprochándomelo desde entonces.

—¿Conque lo dejaste al azar?

—No exactamente al azar —contestó él—. Yo no diría eso.

Hadley vio que la yema del dedo se le había puesto bastante blanca. Él se desanudó el cinturón y lo dejó caer sobre su regazo. Ella apartó la vista.

—Bueno, ¿qué es esto? —le preguntó tras una pausa.

—Es un hotel muy caro para enfermos. Preparan un excelente salmón ahumado para desayunar, del cual me sirven una tirita minúscula, y ni rastro de huevos revueltos; teniendo en cuenta lo que pago por estar aquí, lo considero un verdadero crimen. —Hadley se fijó en las desgastadas zapatillas de Hugo y en el bastón, apoyado en el brazo de su silla. Él advirtió que lo observaba y agitó las manos con viveza, un gesto impropio de él—. No voy vestido como Dios manda —dijo, haciendo un poco de teatro—. De haber sabido que vendrías precisamente ahora, me habría puesto algo totalmente distinto. Menuda pinta debo de tener, semejante carcamal endeble…

—Pero ¿te estás recuperando? ¿Te pondrás bien?

—Sí —respondió Hugo—. No creo que haya recibido tantos mimos en mi vida. Y es que fue un infarto leve, según me dijeron; como ves, he salido bastante indemne. Al menos no hay secuelas obvias para tu mirada joven.

—¿Seguro que no prefieres que me vaya para descansar?

—¡Descansar! —gruñó él—. No he hecho otra cosa que descansar. Los días pasan, ¿sabes?, al ritmo de comidas frugales y poco gratificantes y un sueño intermitente. Algún que otro comentario con otro huésped, o paciente, o cliente, o como quiera que se nos denomine… Casi me estaba convirtiendo en cenizas. Y entonces…

—Y entonces ¿qué?

—Últimamente he estado preocupado, Hadley.

—Lo siento —dijo ella—, ¿es por…? ¿Sufres dolores?

—No me sentía tan preocupado desde hacía muchísimo tiempo —explicó Hugo—. Desde que escribí mi último libro, hace la friolera de diecisiete años. Cuando escribía me pasaba la vida en un estado de agitación permanente, con pensamientos arremolinándoseme en la cabeza. Así es como era. No había caído en la cuenta de lo mucho que lo echaba en falta hasta que volví a sentirlo.

—¿Has retomado la escritura?

—Todavía no.

—Me extrañó tu mensaje: «Los acontecimientos han sufrido un giro inesperado».

—Ah, sí, confiaba en que eso te trajera aquí.

—¿Qué quieres decir? ¿Y qué te preocupa?

—Solo es una idea para una historia.

—Pero, Hugo, eso es estupendo, es algo en lo que centrarse. Es genial.

—No, qué va. No tanto. Es una idea cruel. Me siento tremendamente culpable por el mero hecho de imaginarlo. Pero me dije a mí mismo que, si no ponías reparos, si me permitías esta… licencia, a lo mejor le harías un regalo impagable a un anciano.

—No lo entiendo. ¿Qué quieres que haga?

Él le cogió la mano. Esbozó una sonrisa.

—¿No te gustan los finales felices? El amor lo conquista todo. Y deseo que en la vida tengas cuantos más finales felices, mejor. Pero en el relato… Deja que empiece por el principio, Hadley. Llevo demasiado tiempo ajeno a las cosas que importan. La rutina ha definido todos y cada uno de los días de mi existencia, hasta el detalle más intrascendente. Cuando escribía, mis días daban un vuelco y luego volvían a la normalidad, porque, cuando una idea me asaltaba, no me dejaba dormir. O me daba por trabajar de madrugada y pasarme el día entero durmiendo. Las historias me agarraban por el cuello y no conseguía liberarme. Mis días estaban llenos de vida, muerte y sexo. También mis noches. ¿Qué más? Belleza. Maldad. Generosidad. Mezquindad. Vivía cada emoción y escribía todos los personajes posibles, todos mis principios, todos mis finales. Henri Jérôme publicó diez novelas. La gente deseaba leer lo que escribía. Y entonces, de un día para otro, lo dejé. Sin motivos. Sin un golpe psicológico traumático. Sin desengaños amorosos, sin decepciones inconmensurables o cualquiera de los argumentos que la gente trata de esgrimir para encontrar una explicación convincente a las lamentables circunstancias de un escritor que ya no escribe. Simplemente sentí, Hadley, que había dicho todo lo que siempre había querido decir.

—Pero eso es increíble, Hugo, no muchos lo consiguen… —empezó a decir ella, pero él no había acabado y continuó hablando, agitando las manos con ímpetu.

—Y ahora, sin la escritura, ha llegado… la nada. Días vacíos, huecos y expectantes como la página en blanco…, sin palabras: los lleno observando a los demás. Ya no invento vidas; en lugar de eso, me quedo al margen y me limito a observar. Con impotencia, pero con bastante satisfacción, no me malinterpretes. ¿Sabías que vivo a dos minutos escasos del Hôtel Le Nouveau Monde? Tengo un apartamento grande y tenebroso, con una de las mejores vistas al lago de Lausana, y, sin embargo, prefiero tomarme mi café y mi coñac en el hotel. Allí se respira un ambiente de orden, de que cada cosa ocupa su sitio en el mundo. Los días son muy similares entre sí, prácticamente se podría decir que el tiempo se ha detenido. Le he tomado el gusto a eso, a la sensación de que todo ralentiza el ritmo casi hasta detenerse. Y entonces apareciste tú. Ignoraste a aquellos tontos de la barra y preferiste hablar conmigo. Después de aquella noche, por primera vez en, bueno, en muchísimo tiempo, me planteé retomar la escritura. —Él movió la cabeza con un gesto de cierta extrañeza. La tensión de su mandíbula fue lo único que traicionó su profunda emoción—. Tú eres mi historia, Hadley, o, más bien, mi historia es tuya. Todo lo que he estado tramando, todas las cosas que me han hecho perder el sueño, son tuyas. Kristina. Jacques. Tu profesor. Y tú. Sobre todo tú.

Hadley le miró fijamente. No sabía adónde quería ir a parar, pero daba la impresión de que se trataba de algún lugar desconocido. Cruzó las manos sobre el regazo y empezó a arañarse la palma con las uñas, dibujando una línea marcada.

—Cuando escribía —continuó— solía soñar con las tramas. Me acostaba pensando en un problema y en plena madrugada encontraba la solución. Dejaba un cuaderno en la mesilla de noche para apuntarlo en cuanto me despertara. Si lo dejaba para después de tomar café, de desayunar…, se me iba de la cabeza, de modo que en cuanto abría los ojos lo anotaba. Algunas de mis mejores ideas se me ocurrieron mientras dormía.

Hugo se recostó en la silla y una cuidadora con el mismo uniforme color pistacho les llevó una jarra de agua fría y una tetera con té de jazmín. Sirvió todo con una precisión minuciosa y Hugo esperó hasta que dejara la última taza y colocara la tetera en su posición exacta. Hadley no apartaba la vista de él.

—Continúa —dijo ella.

Hugo se tanteó el bolsillo de su batín y sacó un cuaderno. Era negro, del grosor de una Biblia de hotel, y estaba doblado por una esquina. Lo sujetó con ambas manos.

—Ni que decir tiene que muchos de los sueños son disparatados. Divagaciones delirantes. Y bien sabe Dios que últimamente he tomado fármacos asombrosos, pero… —Se revolvió en el asiento y le dio sin querer con el pie al bastón, que cayó al suelo haciendo ruido. Ninguno de los dos lo recogió. Abrió el cuaderno y, al doblar la cubierta, se resquebrajó el lomo—. Así que debes perdonarme —continuó—, no pienses que soy… vengativo. Sé que antes me tenías, y con bastante razón, por un viejo celoso y tonto. Pero, Hadley: se me ha ocurrido una idea magnífica para una historia…, tan magnífica que, de hecho, me temo que no se trate en absoluto de ficción. Abrigo el temor, irracional y sin embargo, fehaciente, de que se ajusta bastante a la realidad.

Le tendió el cuaderno. Ella lo cerró de golpe; el sonido reverberó en la sala.

—No sé si quiero leerlo —le dijo—, después de todos estos comentarios. Me estás asustando, Hugo.

—No te estoy asustando.

—No me has contado prácticamente nada de tu vida y de buenas a primeras lo sueltas todo, de sopetón. Me conmueve, sí, pero…

—Léelo y punto, Hadley. Por favor.

Ella bajó la vista al cuaderno. Lo abrió y lo hojeó. Cada página estaba llena de palabras garabateadas, de marcas veteadas de tinta de pluma, de anotaciones y tachaduras.

—Tienes una letra prácticamente ilegible —señaló ella— y, de todas formas, está en francés. —Hizo un amago de devolvérselo, pero se detuvo. Había dos nombres que reconocía—. ¿Qué es esto?

Hugo se inclinó hacia delante y le dio unos golpecitos con el dedo a la página.

—Dice: «Joel est Jacques».

—Lo he leído, pero ¿qué significa? —preguntó Hadley en tono gélido y cortante.

—Joel es Jacques —respondió él.

—Por el amor de Dios, Hugo, no se me da tan mal el francés.

—¿Y bien? ¿No vas a decir nada?

—¿Qué quieres que te diga? Es una fantasía. Tú mismo lo has dicho.

—He dicho que empezó siendo una fantasía. Sin embargo, ahora se ha convertido en una realidad. Creo que es la verdad. Y a juzgar por tu expresión, Hadley, tal vez coincidas conmigo.

Hadley le tiró el cuaderno con brusquedad; le cayó en el regazo y él lo rodeó con los dedos con ademán protector.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué estás tan seguro? ¿Cómo te atreves a afirmar algo así y quedarte tan pancho? —Hugo la observaba, bastante inmóvil, mientras le bombardeaba con preguntas—. O sea, es un disparate, Hugo. Es una locura. Ni siquiera conoces a «mi profesor», como siempre te empeñas en llamarle con ese tono tan despectivo. Ni siquiera tienes idea de cómo es. No tienes ni la más remota idea.

—No lo conozco, ciertamente.

—Y tampoco conociste a Kristina. ¿Conque ella también era una embustera? ¿Todo lo que me contó era pura invención? Es una idea absurda.

—Estás en tu derecho de enfadarte, Hadley.

—No estoy enfadada. Semejante estupidez no es digna de enfado.

—Estás en tu derecho de disgustarte.

—No lo estoy. No estoy disgustada.

—Hadley, por favor, ten presente esto: por nada del mundo se me ocurriría hacerte daño.

Ella abrió la boca para responderle con acritud, pero se le entrecortó la voz.

—Eso ya lo sé —dijo en voz baja.

—Entonces tienes que escucharme, Hadley. Estoy convencido de que, si haces memoria, si intentas hacerte los mismos planteamientos que yo, llegarás a mis mismas conclusiones. Habrá motivos, dos o tres cosas que no acaben de encajar. Cosas que en su momento no parecían tan extrañas, porque siempre hay excusas, siempre hay explicaciones. Pero ahora, en vista de esto, hoy, plantéatelo, Hadley. Plantéatelo y dime si no existe una posibilidad.

Ella había sentido el día anterior una sensación leve, sorda y persistente que por la noche fue creciendo paulatinamente hasta invadirla el desasosiego. Ahora, al calarle las palabras de Hugo, la embargó del todo. En ese momento llegó a la conclusión de que la certidumbre no era algo mental; por el contrario, era una sensación física, un nudo que estrangulaba, un golpe de plano.

—¿Una posibilidad? —preguntó—. No, no creo que exista ninguna posibilidad.

—Hadley…

Ella respiraba con dificultad; su pecho se agitaba rápidamente. En cuanto fue consciente de ello, le resultó imposible ralentizar el ritmo, pues le faltaba la respiración. Cerró los ojos para concentrarse. Notó la mano de Hugo sujetándole con firmeza el brazo. Le resbalaron lágrimas de las pestañas.

—Ella me hostigó con eso en una ocasión —le dijo, con un nudo en la garganta.

—¿Quién?

—Kristina. Me hostigó con Joel. Me dijo que se había dado cuenta de que siempre me arreglaba cuando tenía clase de Literatura Norteamericana. Me había puesto un vestido y me había pintado las uñas. Era mi cumpleaños. Le dije que solo era por mi cumpleaños.

—Ah.

—Tenía ganas de presentárselo porque sabía que harían buenas migas, pero por otro lado deseaba tenerlo para mí sola. Fíjate, pensaba que, si Joel la veía, si llegaba a conocerla aunque fuese superficialmente, él no…

—¿Hadley?

Estaba hablando con la taza pegada a la boca, pronunciando en voz baja palabras amortiguadas que a Hugo le costaba entender. Se acercó más a ella sin apartar la vista de su cara.

—Era mi tutor. Pero en realidad nunca lo vi con esos ojos porque lo conocí antes de que empezara el trimestre, y no se me pasó por la cabeza relacionarlo con el instituto. Simplemente, pensé que era uno más, como yo; otra persona sola en Lausana, emocionado de estar aquí, familiarizándose con la ciudad.

—Un encuentro casual —puntualizó Hugo— de dos desconocidos.

Hadley se quedó mirándole y él la miró fijamente, con una sincronización perfecta. Por fin estaban a la misma altura.

—Joel… —dijo Hadley—, Jacques…

Mon Dieu.

La sala se desvaneció alrededor de Hadley. Desaparecieron los torpes celadores y el vago olor a desinfectante caro y las teteras de porcelana servidas en los momentos más inoportunos. Todo desapareció, salvo Hugo y los retazos de su historia.

Fuera, más allá de las hileras de árboles con copas de pompones, el sol se estaba poniendo sobre el agua con un fulgor iridiscente. Hadley se hundió en el asiento, con la postura de un inválido, de espaldas a la ventana. Hugo la observaba fijamente con las mejillas arreboladas. Ella le había contado lo de la insignificante tira de papel con el nombre de Kristina Hartmann y lo patética que se había sentido al pedirle explicaciones a Joel en el coche con voz crispada y temblorosa. «Se lo metió en el bolsillo y dijo que iba a tirarlo para evitar que me pusiera triste cada vez que lo viera, pero se lo guardó. Se lo guardó en la cartera, Hugo, y lo encontré, y no sabía si significaba algo o no». Le habló del polvoriento ejemplar de París era una fiesta que Helena había encontrado debajo de la cama de Kristina. «Joel se lo regaló, ¿a que sí? Porque me dijo que tenía por costumbre hacer eso, regalar ese libro a todas las chicas con las que salía como una especie de prueba, para ver si les gustaba. Me hizo gracia cuando me lo contó porque a mí me encantaba ese libro. Y cuando Kristina me dijo que se lo había comprado, la creí». Hugo asentía mientras escuchaba, con los ojos muy abiertos, pues en su cuaderno no había anotado ideas tan rebuscadas.

—Jamás me ha dado motivos para desconfiar de él, Hugo —dijo—. Fue ayer cuando empecé a sentir que algo no iba bien, sin saber por qué. Jamás pensé que fuera esto. Jamás.

—¿No? Hadley, intenta hacer memoria. ¿Le hablaste de Kristina o ya la conocía?

—Yo le hablé de ella. Fui en busca de él. Necesitaba su ayuda.

—¿Y cuál fue su reacción?

—Se quedó… mudo de asombro. Como cualquiera. No, espera…, un detalle: estaba agobiado. Antes de que yo entrara en el despacho estaba agobiado. Dijo que era por un plazo de entrega. Estaba que se subía por las paredes. ¿Crees que ya estaba fingiendo? ¿Sería de pena? No puede ser, Hugo, porque se mostró muy generoso. Dejó sus circunstancias totalmente al margen. Me escuchó y fue generoso desde el primer instante. Y me brindó su apoyo. Todo su apoyo. Era la única persona con quien quería hablar de Kristina, porque él lo entendía. Oh, Dios…

—Lo entendía —repitió Hugo.

—Lo entendía mejor que nadie. —La última luz del atardecer se desvaneció en la sala. Hadley se puso de pie y se acercó a la ventana. En el lago, en dirección a Ginebra, quedaba un tenue reflejo naranja tostado que de repente desapareció, en un abrir y cerrar de ojos, cuando el cielo se cubrió de nubes que presagiaban nieve. Todo se desdibujó y ella se frotó las mejillas con fuerza. Se volvió hacia Hugo—. Lo tenía delante de mis narices y ni siquiera fui capaz de verlo. No me explico cómo has llegado a esta conclusión, Hugo.

Él dijo que había movido las piezas del rompecabezas, de un lado a otro, hasta formar algo que tenía cierto sentido. «Solo una idea para una historia —le dijo—, en un principio» y, a medida que hablaba, Hadley seguía dándole vueltas a la cabeza, hilando detalles deprimentes. Todo encajaba espantosamente. Kristina urdió la historia del matrimonio roto, una tapadera para el puesto real de Joel en el instituto, el idilio ilícito con un tutor que ahora la conocía a fondo. Jacques. Un nombre francés idílico, una mentira piadosa. Puede que de hecho se hubiesen conocido en la Riviera; Joel tenía un bronceado intenso y uniforme y en clase ponía diapositivas de paseos marítimos flanqueados de palmeras y personajes de sociedad en traje de baño, mientras hablaba de los Fitzgerald, de los Hemingway y de los veranos que cambiaban la vida con la familiaridad de un aficionado. No obstante, habría sido demasiada casualidad que lo destinaran a Lausana. Kristina seguramente cambió todos los detalles: su identidad, su aspecto y su domicilio, para envolverlo en el mayor secreto. Igual que Hadley al irse a esquiar con sus amigos suizos. E igual que la versión del americano que le dio a su madre, un compañero de clase. Una retahíla de mentirijillas piadosas. Pero ¿que Joel ocultara su verdadera identidad? Eso no tenía nada que ver con una mentirijilla piadosa. Una imagen empezó a perfilarse. La imagen de la pareja perfecta que habrían hecho: Kristina con su larga melena rubia, unas piernas de vértigo y los ojos como platos, y Joel rodeándola con el brazo con aire despreocupado, tirando de ella para besarla. Tendrían la misma altura, sus labios encajarían de maravilla. «El hombre más guapo del mundo; la mujer más guapa del mundo». A Hadley le vino a la memoria la mirada afligida de Joel cuando le contó lo que Kristina había dicho de su amante. Ella lo había interpretado como un gesto compasivo.

—Hugo, es que no fue una mentira esporádica —explicó Hadley—, sino una sarta de mentiras. Recorrimos Ginebra de cabo a rabo buscando a alguien que ni siquiera existe. ¿Cómo pudo urdir una mentira tras otra?

—Quizá pensaba que no tenía más remedio —respondió Hugo—. Considéralo desde su punto de vista, por un momento, si es que puedes soportarlo. Si la chica a la que supuestamente no debía amar, una estudiante, una relación ilícita, había muerto, no le quedaba más remedio que llorar su pérdida en privado. Y entonces te presentas en su puerta. ¿Qué iba a hacer? No podía exteriorizar su dolor.

—¿Le estás defendiendo?

—Ni mucho menos.

—Me enamoré de él, Hugo.

—Sí, me lo dijiste, ma chérie.

—¿Cómo? ¿Y no me creíste?

—Te sentías tremendamente triste y él logró animarte. Yo mismo fui testigo de ello. Y tú, sin ser consciente, tal vez hiciste lo mismo por él. Me pregunto si es lo mismo que la unión de dos personas en circunstancias normales. Probablemente no.

—Nada es normal, ¿no te parece? No para las personas involucradas.

—Tú y yo nos conocimos en un bar. ¿A que suena fantástico? Podía imaginarme que tenía cuarenta años menos.

—¿Y fue normal?

—Fue lo más extraordinario que me ha ocurrido en muchísimo tiempo. —Hadley dejó caer la cabeza entre las manos. Notó la mano de Hugo sobre el hombro, un roce casi imperceptible—. Es comprensible que, durante el tiempo que pasasteis juntos y con el consuelo que os dabais mutuamente, volcara en ti el afecto que sentía por Kristina.

—No quiero reemplazar a nadie —dijo Hadley—, y menos así.

—Pero nadie es una hoja en blanco.

—Yo sí. —Hugo se reclinó en la silla y miró con aire absorto la hierba que se extendía hasta el lago. Al hacer un sumo esfuerzo por encontrar algo que decir, le tembló la cara—. Yo no iba buscando nada, Hugo. Me bastaba con estar aquí, en este lugar tan bonito. Y de pronto todo se fue al traste y él estuvo ahí.

—No fue el único.

—No —coincidió ella—, pero era el único que realmente importaba.

—Nunca te mereció, Hadley.

—Me dijo que me quería —repuso ella en voz baja.

—¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Y? —replicó él.

—Yo no le correspondí.

Hugo dio un suspiro. Un largo y lento suspiro. Sus mejillas volvieron a perder el rubor.

—De todas formas lo sabría, ¿no? —dijo—. Siempre se sabe.

—¿De veras? No estoy segura. No estoy segura de nada. La chica de tu historia, ¿a qué se dedica?

—No he llegado a ese punto.

—Pero ¿qué hará? ¿Y él? ¿Qué me dices de él?

Hugo se metió el cuaderno en el bolsillo del batín y apretó las manos sobre su regazo.

—Lo siento —dijo—. Ya no veo el resto de la historia. Se acabó.

Hadley lo miró fijamente con una creciente frustración. De repente le entraron ganas de zarandear a Hugo, de cogerlo de los brazos y sacudirlo hasta que le dijese otra cosa. Se mordió el labio y miró a otro lado.

—Esta historia, este hecho… no te vino a la cabeza en sueños, ¿verdad? Lo sospechabas desde hace tiempo. Mucho tiempo. Ahora caigo, con tus menciones a los fantasmas y seudónimos… Lanzabas indirectas, aunque muy sutilmente. Deberías haberlo dicho sin rodeos. ¿De qué tenías miedo, Hugo? ¿De que me negara a escucharte? ¿De que me asustara?

—No era más que una idea. Una estúpida fantasía. Exacerbada por mi recelo y mis prejuicios ante sus intenciones. Te habrías echado a reír, Hadley. O te habrías puesto hecha una furia.

—Sí, es probable.

—Y te habría hecho muchísimo daño —apostilló él.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella—. ¿Ahora quién soy?

—Puede que alguien que sabe la verdad.

Su voz era tan suave como los copos de nieve que habían empezado a caer al otro lado de la ventana. Ambos volvieron la cabeza para mirar.

—Jacques es Joel, y Joel es Jacques… —dijo Hadley, en un hilo de voz apenas audible.

Observó cómo cada copo de nieve caía en una delicada espiral, derritiéndose al rozar el suelo.