30

Incluso a cierta distancia Hadley oyó la algarabía de la cocina de Les Ormes. Al abrir la puerta y comprobar que Jenny, Chase, Bruno y Loretta volvían la cara para mirarla, inmediatamente llegó a la conclusión de que Luca lo había contado. Era evidente por la intensidad de sus miradas, como si estuviesen buscando en ella algo en lo que no habían reparado antes. Le sonrieron, y Hadley se amilanó junto al quicio de la puerta. Dejó la mano en el picaporte, vacilante.

—Aquí está —dijo Jenny—, ¡por fin!

—Pensábamos que habías huido a las montañas para no volver jamás —dijo Loretta.

—¿Has hecho algún propósito? —preguntó Bruno—. Estamos deliberando sobre los nuestros, pero todos son aburridísimos. Apuesto a que los tuyos son mucho más emocionantes.

Chase fue el único que habló sin rodeos.

—No pasa nada —dijo—. Luca acaba de irse. Nos ha dicho que se encontró contigo y nos ha contado con quién estabas. Está cabreado porque no ha podido conseguirte y le molesta que lo haga otro. No te preocupes por eso.

—Ay, Hadley, ¿cómo has podido? ¿Con tu tutor? Estará arrugado como una pasa —comentó Jenny, sacando la lengua al tiempo que simulaba un exagerado escalofrío.

—Yo diría que tiene su punto —señaló Loretta—, si no fuera por Luca. Le gustas mucho, Hadley. Cree que le diste cancha.

—Bueno, feliz Año Nuevo, a todos —dijo Hadley—, es una gozada estar de vuelta. Y ni de lejos le di cancha a Luca. —Se dirigió al fregadero y abrió el grifo. Llenó un vaso de agua y acto seguido lo vació—. Cosa que, por cierto, todos sabéis.

—No sabemos nada —replicó Jenny— porque no nos cuentas nada.

—Pero ¿entiendes ahora por qué no podía hacerlo? —dijo Hadley.

—Si Kristina estuviera aquí, ¿se lo habrías contado?

Hadley la miró fijamente.

—No —respondió—, no, no lo habría hecho. Porque, si Kristina estuviera aquí, seguramente no estaría con Joel.

—Joel… —repitió Jenny—. ¿Así se llama? «Joel». Hasta suena a viejo.

—¿Por qué dices eso, Hadley? —preguntó Bruno.

—No importa —contestó ella.

—Hadley, siempre te muestras muy reservada —intervino Jenny.

—Y tú muy entrometida —apostilló Loretta, y le plantó un beso en la frente a Bruno.

Mientras los demás intercambiaban risitas, Hadley hizo caso omiso y salió al balcón. Se encaramó al muro para sentarse con las piernas colgando, deseando que Lausana se la tragara. Tal vez Joel estuviera en lo cierto: todo sería más sencillo si se quedaran en las montañas. Chase fue tras ella.

—No le des mayor importancia —le dijo—. Es que les encanta chismorrear. No lo hacen con mala intención. ¿Te lo has pasado bien en Navidad?

—Jenny está tan ofendida… —contestó ella—. No entiendo por qué. Y sí, gracias. Me alegré de ir a casa.

—Es que le gusta pensar que está al tanto de lo que se cuece por aquí, eso es todo.

—¿Y tú? ¿A ti te gusta pensar que estás al tanto de lo que se cuece por aquí?

—La mayoría de las cosas me resbalan —afirmó Chase—. Y desde luego, sin ofender, tu vida amorosa. Aunque me alegro por ti, claro.

—Supongo que debo agradecértelo —replicó Hadley.

Jenny dio unos golpes en el cristal.

—Chase —gritó—, hace un frío que pela ahí fuera, entra.

Chase se encogió de hombros con gesto resignado.

—Me reclaman —comentó.

—Sabes que no tienes por qué ir —dijo Hadley—. ¿Y tu Navidad? ¿Qué tal Estados Unidos?

Él se sacó un cigarrillo del bolsillo y le dio vueltas con los dedos.

—Estados Unidos estaba exactamente igual que cuando me marché. Lo mismo me quedo a fumarme esto —añadió.

—¡Chase! —exclamó Jenny desde el otro lado del cristal.

—¿Qué tal se te dio el esquí? Hacía un tiempo estupendo para esquiar, vi los partes.

—Hacía un tiempo precioso.

—Cielo azul y nieve en polvo fresca, como suelen decir. ¿De modo que es esquiador, este ligue tuyo?

—Sí —respondió ella—, y me ha enseñado. Al final no se me daba nada mal.

—Qué guay. Eh, por cierto, hay una chica nueva —dijo él—. En la habitación de Kristina. Me he dado cuenta al pasar. Han puesto su nombre en la puerta.

—¿Hay un nombre nuevo en la puerta?

—Helena Freemantle. Estuvo hace un rato en la cocina, cuando estaba aquí Luca. No se iba a quedar vacante para siempre, Hadley. ¿Estás bien?

—Claro que sí —le aseguró. Se arrancó el filo de una uña e hizo un esfuerzo por no mirar a los ojos a Chase. «Helena Freemantle». Una nueva serie de letras, un nuevo trozo de papel metido cuidadosamente en el espacio que ocupaba el anterior.

Para huir de la cocina puso la excusa de que tenía que terminar un trabajo. Una vez en su habitación, Hadley suspiró aliviada, pero instantes después llamaron a la puerta.

—Ay, ¿y ahora qué? —gruñó en voz alta, involuntariamente. Cuando abrió la puerta, su cara mostraba ya una expresión de arrepentimiento.

—Perdona que te interrumpa, solo quería venir a saludarte. —Helena era tan alta como un mástil y llevaba el pelo, rojo fuego, recogido en una gruesa trenza. Tenía la cara salpicada de pecas; no alguna que otra diseminada como Kristina, sino tantas que causaba perplejidad. Era de risa fácil y tenía los dientes enormes y perfectos—. Soy tu nueva vecina. Helena Freemantle. O simplemente Hels, muchos me llaman Hels.

—Hola, Helena. Lo siento, no sabía que eras tú quien había tocado a la puerta. Es que estoy procurando pasar desapercibida, eso es todo.

—¿Quieres una taza de té? Tengo tetera en mi habitación. Así me ahorro tener que ir a la cocina cada dos por tres.

—Muy inteligente.

—No es que sea una huraña, pero, ya sabes, a veces lo único que te apetece es tomar tranquilamente una taza de té sin tener que involucrarte en todo. Estaba abajo cuando ese tío, Luca, ha venido a revolucionarlos a todos.

—La verdad es que prefiero no hablar de eso.

—No han sido crueles. Simplemente estaban sorprendidos. Se mostraban entrometidos. Excitados. Lo que sea. Bueno, no es que Luca estuviera lo que se dice excitado, pero ya me entiendes.

—No pasa nada —dijo ella—. Y, ¿sabes?, estaba a punto de terminar un trabajo, así que la verdad es que no tengo tiempo de tomar té. Pero…

—Eras amiga de ella, ¿no? ¿De la pobre chica que ocupaba mi habitación?

—Sí.

—Siento no ser ella.

—No es culpa tuya —dijo Hadley, y no pudo evitar corresponderle con una sonrisa—. Pero gracias de todos modos.

—Anda, una taza… —insistió Helena—. Por favor. Sinceramente, estaba sentada en la cocina escuchándoles hablar sin parar de ti y pensé en mi fuero interno: «Seguramente será muchísimo más interesante que vosotros».

—No —repuso Hadley—, qué va. El simple hecho de haberme acostado con mi profesor no me hace más interesante.

—Venga, Hadley, vamos a tomarnos un té juntas. Yo no conozco a ese profesor. Todavía no conozco a nadie aquí. Soy territorio seguro. Soy… suiza.

Hadley se echó a reír y claudicó; sonó el clic de la puerta al cerrar y siguió a Helena hasta su habitación. En el interior, nada le hizo recordar que en algún momento había sido de Kristina. Helena parloteaba con desenvoltura y Hadley se sentó a escucharla. Era del norte de Inglaterra, de una pequeña localidad próxima a la frontera escocesa. Había sufrido mononucleosis infecciosa y se había perdido el principio del curso. Le había preocupado la posibilidad de no poder acudir en absoluto, por lo que verse al fin en Lausana era para ella como un regalo de los dioses. Mientras Helena ponía la tetera a hervir, a Hadley le sorprendió comprobar que deseaba contarle lo de Joel, no el momento en que la besó por primera vez ni cómo la había internado en el mundo blanco de las montañas, sino lo del trozo de papel de la puerta; el hecho de que antes de «Helena Freemantle» había estado «Kristina Hartmann», y que él conservara el papel con su nombre. Pero era demasiado pronto para eso. Ese tipo de confidencias, si es que lo eran, no se podían ventilar a la ligera.

—Ah —dijo Helena, dando un respingo—, ahora que me acuerdo, he encontrado una cosa que a lo mejor quieres. Estaba debajo de la cama; le habrá pasado inadvertido a las limpiadoras. Me quité de un puntapié la zapatilla y, mientras la buscaba a tientas, encontré esto. Toma. —Le tendió a Hadley un libro. Era París era una fiesta, de Hemingway. Los filos estaban impregnados de polvo, pero por lo demás se veía nuevo y reluciente, con el lomo intacto—. Me han dicho que estás estudiando Literatura Norteamericana. Mientras comentaban lo de tu…, perdona, mientras chismorreaban sobre tu profesor. En fin, es probable que ya lo hayas leído. Pero pensé, ya me entiendes, que siendo de Kristina a lo mejor lo querías.

Hadley limpió el polvo de la tapa con la yema del dedo. Era el libro que Kristina no quiso que le regalara porque ya lo tenía; a Hadley le había encantado el hecho de que quisiera entender la razón de que le gustara tanto Hemingway. También era el libro que Joel Wilson le había quitado de las manos en la librería inglesa sonriéndole con gesto triste mientras le decía: «Tenía por costumbre regalar este libro a cada chica con la que salía»; también le había encantado eso de él, la idea del joven Joel que deseaba estar con una chica que compartiese sus mismos gustos.

—Lo he hojeado por encima y he visto un marcador de libros chulo —dijo Helena. Hadley sacó la tarjeta. No había nada escrito. Miró al dorso y vio una escena que reconoció: altas cumbres, sombrillas de hilo, un lago de aguas cristalinas, todo pintado en tonos mates y colores vivos. Era igual que la imagen que decoraba la pared del despacho de Joel, un regalo de bienvenida de parte del departamento, según le dijo en su momento. La Riviera suiza, inmaculada y hermosa, el sueño de los viajeros de época—. Sé que estas imágenes están bastante manidas —continuó—, había montones en el aeropuerto. Pero ¿a que es preciosa? Y pensar que vivimos aquí, en este mundo tan perfecto… Ay, lo siento, qué poco tacto. Sé que no es perfecto, en realidad no. Pero da esa impresión, ¿a que sí? Por lo menos a los extraños como yo.

Hadley alzó la vista para mirarla. Mantuvo la voz tan uniforme como pudo.

—¿Puedo quedármelo? —preguntó.

—Por supuesto que sí, pensé que lo querrías. Fue una suerte que se les pasara a las limpiadoras. Seguro que, de haberlo encontrado, lo habrían tirado.

Hadley introdujo la tarjeta entre las páginas del libro. Lo cerró de golpe.

—Gracias, Helena. Muchas gracias.

Después se fue a su habitación, tras rechazar una segunda taza de té con una galleta de mantequilla. Se dijo a sí misma que estaba estupendamente, nada pálida, sin ningún problema.

Hadley se preparó para irse a la cama con movimientos mecánicos: cepillado de dientes de atrás adelante, pasada de peine por el pelo… Sonó el teléfono y lo observó con gesto vacilante antes de responder.

—Hadley, lo siento. —Era la voz de Joel.

—¿El qué? —preguntó ella, con prudencia.

—En el coche. Estuve dale que te pego. Sin poder dejarlo.

—No te preocupes por eso —dijo ella.

—Escucha, te propongo un plan para el fin de semana. ¿Has estado alguna vez en Locarno? Por lo que tengo entendido es…

—Joel, espera. ¿A qué te referías en la montaña cuando dijiste que temías hacerme daño?

—¿Eso dije?

—Sí, no te hagas el tonto. —Hadley escuchaba una música de fondo, un tenue ruido sordo de jazz—. ¿Y bien?

—Temía que pensaras que soy perfecto, cuando no es así.

—Nadie es perfecto —dijo Hadley—, y no soy tan estúpida como para creer eso.

—No es estúpido, es maravilloso —replicó él—. Hadley…

—¿Sí? —Silencio—. ¿Sí? —insistió ella.

—Quiero que sepas que te quiero.

Fue una extraña manera de decirlo por primera vez. Le salió más bien como una ocurrencia o una afirmación; como un recordatorio de todos los «te quiero» pronunciados anteriormente, cuando de hecho no habían existido. Ni retozando juntos, ni besándose, ni susurrando con el calor de sus alientos. Tampoco bajando a toda velocidad pendientes resbaladizas, ni caminando en las noches alpinas eternamente blancas, ni desplomados en camas hundidas. En cualquier caso, no hasta ese momento. Ella se llevó la mano a la boca. Cerró los ojos.

—¿Hadley? ¿Sigues ahí?

—Pensaba que sabría qué decir —contestó—, pero me equivoqué.