3

A pesar de las pocas horas de sueño, Kristina madrugó, tal y como había dicho. Entró con aire desenvuelto en la cocina con el pelo todavía mojado de la ducha, despidiendo una ráfaga de fragancia de coco. Hadley se fijó a la luz del día en su tez bronceada y en la curva de sus caderas bajo la tela vaquera: bien podía haber salido directamente de las páginas de una revista. Prepararon café juntas y untaron mermelada de color rosa en rebanadas de baguette cortadas con esmero. Kristina extendió una servilleta de papel sobre su regazo y se puso a quitar con el dedo cada miga que caía sobre la mesa. Despedía delicadeza y al mismo tiempo osadía.

—Por nuestra primera mañana —dijo Hadley, sosteniendo en alto su café. Kristina se echó a reír y brindó con ella; más que un brindis, parecía un pacto—. Y por todas las venideras —añadió—. ¿Sabes? No puedo creer que los demás estén tirados en la cama en un día como este. —Estaban sentadas una al lado de la otra, con la vista de la ciudad ante sí. Durante la noche había nevado en los picos más altos, y una finísima nube hendía el cielo—. Me muero de ganas de salir ahí fuera. ¿No sientes la llamada?

—A lo mejor tienen resaca.

—Pero se puede tener resaca en cualquier sitio, es una pérdida de tiempo.

—A lo mejor es que saben que van a pasar aquí todo el año. La ciudad se va a quedar donde está, Hadley.

—Quiero aprovechar al máximo cada momento. Nunca volveré a pasar mi primera mañana en Lausana. Nunca.

Kristina se levantó y se dirigió a la ventana. La abrió de par en par, y entró un soplo de aire fresco.

—¿Sabes? En francés hay un dicho —comentó, volviéndose hacia Hadley—, «Il faut profiter». Significa: «Hay que aprovechar al máximo» o «Hay que sacar partido», algo así. Pero es más que eso. Se trata de apreciar realmente las cosas, saborear el momento. Apenas te conozco, Hadley, pero intuyo que vas a profiter todo el tiempo que pases aquí, porque así lo deseas.

La cándida convicción de Kristina resultaba contagiosa.

—Eso me ha encantado —señaló Hadley—. Espero que sea cierto.

—Ya lo creo. Así que ahí tienes: lección número uno de francés. Bueno, ¿nos vamos o qué?

Oui. Vamos a profiter.

Fueron en autobús al Institut Vaudois para matricularse, y lo vieron juntas por primera vez. El campus, construido en la ladera de una colina a las afueras de la ciudad, rebosaba de jardines formales y arquitectura planificada. El lago apenas se distinguía a lo lejos; las montañas, omnipresentes, delimitaban el borde.

—Este sitio es una pasada —exclamó Hadley, extendiendo los brazos para abarcarlo todo. Le contó a Kristina cómo había descubierto el folleto la primavera anterior, mientras la estirada de Carla lo hojeaba. Y cómo la realidad era idéntica; mejor, si cabe—. De hecho, nunca imaginé que llegaría aquí —añadió—. Parece un sueño.

—Entonces, más nos vale asegurarnos de que sea uno bueno —dijo Kristina, enganchándose al brazo de Hadley. Siguieron avanzando por el sendero, Kristina alta y esbelta como un lirio, con la brisa adueñándose de su pelo y arrastrándolo consigo como la cola de una novia. A su lado, Hadley parecía pelona y traviesa.

Sin haber pisado antes el campus, daba la impresión de que Kristina sabía por dónde se movía. Fue comiendo una manzana mientras caminaba y lanzó el corazón entre el follaje de un rododendro con total naturalidad, sin interrumpir su locuaz charla. Estaba estudiando Historia del Arte y ya se sabía los nombres de todos sus profesores. Mencionó su pasión por los románticos, petimetres con blusas de vuelo que pintaban escenas de una belleza incomparable, y hablaba de los artistas como si conociera sus vidas, como si se hubiese tumbado en una cama envuelta en seda y la hubiesen retratado magistralmente y desde cada ángulo. Por un momento, Hadley se imaginó al tutor que la tuviera en su clase. La buscaría con la mirada, anhelaría corregir sus exámenes, prolongaría sus tutorías más que las del resto.

—¿Cuál es el mejor libro del mundo para ti, Hadley? —le preguntó, cambiando de tema con desenvoltura.

Se encontraban en un tramo elevado del sendero desde donde se apreciaba una franja más amplia del lago. Parecía liso como un espejo e invitaba a la reflexión. Hadley meditó la respuesta. Durante el verano había leído Adiós a las armas, de Hemingway, para prepararse la asignatura de Literatura Norteamericana en la que quería matricularse. El día que terminó de leerlo en el autobús, se encontraba tan inmersa en la historia que pasó de largo su parada. Fuera había llovido, igual que en el libro, y, al echarse a llorar en las últimas páginas, las lágrimas de sus mejillas resbalaron de la misma manera que las gotas de lluvia por el cristal. Se lo contó a Kristina.

—¡El carroza de Hemingway! ¡Quién lo habría imaginado!

—Y termina aquí en Lausana. Ni siquiera lo sabía cuando empecé a leerlo, no me lo podía creer.

—¿Sí? Qué romántico.

—No es romántico, es muy muy triste —repuso ella, pero Kristina ya estaba en otra cosa. Vieron el café del campus y poco después estaban dentro, sentadas entre mesas desiertas, comiendo cruasanes rellenos de chocolate y brindando por su estatus de estudiantes oficiales con chupitos de café.

—Tenemos que salir de marcha esta noche —propuso Kristina, dejando con contundencia la taza sobre la mesa—. No hay más remedio. Faire la fête, como dicen los francosuizos.

Faire la fête —repitió Hadley—, qué cadencia más bonita. Pero el sitio al que fuimos anoche me pareció horrible, era todo menos suizo.

—Sé adónde podemos ir —afirmó Kristina—. Solo tendremos que encontrar quien nos pague las bebidas.

—¿Caro?

—Pero precioso.

Esa noche, temprano, en la cocina de Les Ormes, deliberaron sobre cómo se desarrollaría la noche. Era la primera vez que los demás veían a Kristina. A Bruno se le pusieron los ojos vidriosos de lujuria; Chase mostró aparentemente el mismo interés o desinterés que al conocer a cualquiera; y Jenny pareció retraerse, como si recelase del atractivo de Kristina. Esta, secundada por Hadley, propuso tomar algo en el Hôtel Le Nouveau Monde, pero Jenny y Bruno votaron de nuevo por Mulligan’s; se empecinaron en sus propuestas como a veces hace la gente en una ciudad desconocida y extranjera, con excesiva familiaridad, disfrutando de la rápida instauración de la rutina. Chase titubeó entre los dos grupos, pero al final Jenny lo agarró del hombro y se lo llevó a su terreno, un gesto que hizo que asomara una sonrisa en la comisura de los labios de Chase. A nadie pareció molestarle la división.

A pesar de que hacía una noche cálida, uno de los últimos días del verano, a lo lejos las montañas se encogían y fruncían como presagio de la tormenta que se avecinaba. El ambiente estaba lleno de mosquitos que anunciaban tormenta. Antes de llegar a la orilla del lago, Hadley y Kristina encontraron un bar en los bajos de la catedral donde las mesas estaban colocadas sobre los escalones y la vista se componía de un tapiz de tejados. Bebieron cócteles en vasos de tubo colmados de cubitos de hielo y lima, y se rieron tontamente por la manera en que el camarero les guiñaba el ojo cada vez que les servía las bebidas.

—No puedo tirarme todo el año así —comentó Hadley—. Acabaré borracha y sin un duro.

—Es la primera noche que paso aquí —dijo Kristina—, y tú la segunda. Estamos celebrándolo. ¿Qué pasa? ¿A qué viene esa sonrisa?

Hadley meneó la cabeza.

—No sé, me siento un poco ida. Me siento feliz, eso es todo. Me siento muy muy feliz.

—Bien. Así me gusta —afirmó Kristina—, sentirse feliz es bueno. —Le brillaban los ojos y tenía en los labios una risa dulzona por las copas—. Venga, pongámonos en marcha hacia el lago. El Hôtel Le Nouveau Monde nos espera. —Lo pronunció con un exuberante acento francés y Hadley repitió sus palabras, como hechizada.

Cruzaron volando la calle ante una salva de pitidos, esquivando de milagro un deportivo descapotable con tecno francés a todo volumen. Cuando por fin llegaron al lago el sol se estaba poniendo, dejando un resplandor rosáceo y argénteo y el agua moteada como el dorso de una trucha. Se detuvieron un momento a contemplarlo.

—Dios, qué bonito —exclamó Hadley.

—No —repuso Kristina, tirándole del brazo—, eso sí que es bonito.

El Hôtel Le Nouveau Monde, de un blanco de tarta nupcial, estaba engalanado con balcones de hierro forjado y rematado con toldos mandarina. Sobre la cubierta destacaba el nombre en letras de más de un metro de altura, como los clásicos rótulos de neón de los tejados parisinos; un toque teatral en una fachada por lo demás discreta. Hadley no pudo por menos que imaginarse qué clase de gente se hospedaría en semejante lugar: estrellas de cine, amantes frívolos, damas quisquillosas entradas en años, dilapidando la herencia de sus hijos. El edificio tenía un aspecto tan sobrio, tan sólido…, cuando de hecho debería vibrar con la energía de todas las vidas interesantes que albergaba en su interior; las banderas deberían estar ondeando en sus mástiles; los postigos, batiendo.

—No hay nada mejor en el mundo que un buen hotel —comentó Kristina en tono soñador.

—No recuerdo haber estado en ninguno —señaló Hadley.

—Bueno, eso va a cambiar.

—Pero es tan imponente… No podemos entrar por las buenas, ¿no?

—Claro que sí. Siempre hay un bar.

—Pero mira cómo voy —dijo Hadley. Llevaba uno de sus hallazgos en una tienda benéfica, un minúsculo vestido mañanero de color azul aciano con un enorme cárdigan de hombre que casi le rozaba los muslos y unas gastadas zapatillas de lona blancas—. No me van a dejar entrar así ni de broma.

—Por supuesto que sí —le aseguró Kristina—. Lo único que tenemos que hacer es sonreír. Y aparentar desenvoltura.

—Bueno, lo primero es fácil —dijo Hadley.

La clientela del Hôtel Le Nouveau Monde desprendía ese aire de seguridad que Hadley se figuraba que iba irremediablemente acompañado de una gran fortuna, esa convicción permanente de que el mundo y todo lo que abarcaba te pertenecía. Hadley y Kristina se detuvieron unos instantes al entrar en el bar del vestíbulo y echaron un vistazo. Había una mujer con un vestido de noche negro azabache y el porte frío de un gato egipcio, sentada sola junto al piano de cola mecánico. Una pareja haciéndose arrumacos en un sofá; el cálido reflejo de una lámpara realzaba con armonía los tonos rojizos y dorados de su pelo. Kristina cogió a Hadley de la mano y la condujo a la siguiente sala, donde estaba tocando un grupo de jazz en tono bajo pero contundente. Los enormes espejos con marcos dorados hacían que la sala pareciera interminable. Un grupo de hombres cuya mezcla de colonias flotaba como una nube ocupaba los taburetes de la barra. El movimiento de los puños dejaba a la vista las abultadas esferas de sus relojes caros, y al cruzar las piernas asomaban las puntas de sus zapatos de suela de cuero. Hadley advirtió que los hombres se volvieron para mirar a Kristina con manifiesta admiración.

—No estoy segura de si este sitio es de mi estilo —empezó a decir en un hilo de voz, pero Kristina ya iba en dirección a la barra, donde enseguida la abordaron los moscones.

—Hadley, ¿qué quieres tomar? —le preguntó Kristina volviendo la cabeza, al tiempo que le plantaban una copa de Martini en la mano y uno de ellos le ponía una sombrilla para cóctel en el pelo. Hadley la vio echar la cabeza hacia atrás y reír. Sonrió y, al darse la vuelta, se cruzó la mirada con un anciano que estaba sentado solo en una mesa del rincón. Mantuvo la sonrisa en los labios y él la correspondió con otra.

—Hasta hace más o menos una hora se comportaban como los típicos hombres suizos —dijo él—. Resulta bastante sorprendente presenciar de primera mano semejante transformación. Tu amiga ha sido la primera en sucumbir a su experimentado y algo insolente encanto. Me pregunto si serás la segunda.

Hablaba en tono bajo y sonoro, en un inglés impecable con acento francés, y con excesiva parsimonia, como si dispusiese de todo el tiempo del mundo.

Hadley negó con la cabeza.

—No son mi tipo —dijo, sin dejar de sonreír.

—Pues menos mal —señaló él—. Me temo que serán bastante menos divertidos cuando vuelvan a sus salas de juntas por la mañana. Su jovialidad es tan duradera como los cubitos de sus copas.

Su tez bronceada empalidecía en los pómulos, tenía los ojos marrones y redondos como castañas, y el pelo plateado peinado con esmero; el efecto era de lo más exquisito.

—¿Cuánto tiempo lleva mirando? —le preguntó Hadley.

El anciano sonrió de oreja a oreja como si se tratase de una observación aguda.

—Toda mi vida, dirían algunos. Toda mi vida. —Tenía la actitud de un voyerista, pues, a pesar de que parecía encontrarse totalmente a sus anchas en el bar del hotel, despedía un aire algo distante. Sus ojos brillaban con un regocijo casi imperceptible, un gesto que Hadley reconoció automáticamente—. ¿Me permites que te invite a tomar algo?

—Oh, no gracias —respondió Hadley—, se lo agradezco.

—Toma —insistió él, y le ofreció su copa—. Huele. Y no me digas que no te tienta.

Hadley cogió la copa. Inclinó la cabeza para olerla.

—Huele fuerte —dijo—. ¿Qué es?

—Uno de los mejores coñacs que he probado en mi vida. Y, si me conocieras lo más mínimo, comprenderías que es una afirmación de peso.

—La verdad es que no suelo beber coñac.

—Yo diría que eres demasiado joven para beber cualquier cosa. ¿A qué edad empezáis a beber las chicas ahora? Estoy desentrenado.

—Bueno —contestó Hadley—, solo hablo por mí, claro…

Mais oui…

—Tengo diecinueve.

—Por supuesto. Una edad perfecta. —Hadley volvió la vista buscando a Kristina y la vio en medio de los hombres de la barra. Parecía una extraña flor descubierta por botánicos en el desierto. Se arremolinaban en torno a ella casi sin dar crédito a su hallazgo—. Anda —dijo el anciano—. Únete a ellos.

—La verdad es que no me apetece —repuso Hadley.

—Me cuesta creerlo.

—De todas formas, no están interesados en mí.

—Eso también me cuesta creerlo. ¿Cómo te llamas?

—Hadley.

—Hadley, soy Hugo Bézier. Encantado. Como decimos en francés: «Enchanté». Mucho más romántico que «Me alegro de conocerte», ¿no crees? —Hadley le tendió la mano y él se la estrechó, al tiempo que reprimía una sonrisa—. En Suiza la costumbre es darse tres besos —añadió.

—¿Cómo? ¿Incluso tratándose de desconocidos?

—Yo diría que especialmente tratándose de desconocidos.

Parecía un auténtico lausannois, el primer suizo con el que había entablado conversación, a excepción de las cortesías de rigor. Se preguntaba si se alojaría en el hotel como esos distinguidos huéspedes de edad avanzada que aparecían en los libros, los que vivían sus últimos días rodeados de opulencia, que usaban zapatillas de terciopelo para cenar y que se sabían los nombres de todos los camareros. Estaba a punto de responder cuando Kristina le tiró del brazo.

—Nos vamos a nadar —exclamó con entusiasmo—. ¡Y tú te vienes con nosotros!

—¿A nadar? ¿A nadar adónde?

—¡Al lago! Ha sido idea de Philippe. Hadley, está como una cabra. Te va a encantar.

—¿Sí? —dijo Hadley, poniendo en duda ambas afirmaciones—. Pero si acabamos de llegar… Estaba a punto de tomar una copa.

Se volvió hacia Hugo, pero él ya se estaba levantando. Se puso el sombrero de fieltro y se echó por los hombros un abrigo de lana color camel.

—Es hora de mi sueño reparador —dijo.

—¿Cómo? ¿Se acabó el coñac? —inquirió Hadley.

Él cogió su copa, de la que quedaba medio centímetro. Se la ofreció.

—Coraje vikingo —le dijo—. ¿No es eso lo que decís los ingleses? A estas horas de la noche el agua está un poco fría, si no recuerdo mal.

Hadley apuró la bebida, que le produjo una agradable quemazón en la garganta. Hugo Bézier se alejó antes de que le pudiera dar las gracias, o las buenas noches, o cualquier otra cosa.

No se bañaron. Fue una de esas ideas disparatadas, producto de una bravuconada, que quedó en agua de borrajas cuando llegó la hora de la verdad. Al llegar a la orilla el cielo se había desgajado y caían enormes gotas de lluvia. Los tres hombres hicieron grandes aspavientos para buscar refugio y propusieron seguir de copas en otro bar, pero la noche había perdido su chispa. Hadley dijo que le apetecía irse a casa, Kristina coincidió con ella y los otros se marcharon enfurruñados a su hotel. Hadley y Kristina se fueron paseando bajo la lluvia, con las piernas desnudas brillándoles y el pelo cayéndoles en zarcillos.

—Da la sensación de que todavía es verano —comentó Hadley—. Hasta la lluvia es cálida.

—Ya verás cuando llegue la nieve —dijo Kristina—. Disfruta mientras dure. Aunque el invierno va a ser increíble. Te enseñaré a esquiar.

—¿En serio? ¿Lo harías?

—Claro que sí —contestó, encogiéndose de hombros—, es fácil, y te encantará. Oye, ¿quién era ese anciano? No será tu tipo, ¿verdad?

—¿Qué? ¡No!

—Un viejo ricachón con una jovencita…

—Era interesante. Me ha caído bien.

—Solo que viejísimo. —Se resguardaron bajo una parada de autobús y se escurrieron el pelo. Hadley se estremeció y Kristina la rodeó con el brazo—. No debería haber hablado con esos tíos —dijo, con un ligero hipo provocado por el alcohol—. A Jacques le sentaría fatal.

—¿Quién es Jacques? —preguntó Hadley.

En ese momento llegó el autobús, salpicando sobre los charcos y silbando al frenar. Subieron, consiguieron sentarse tambaleándose al tiempo que volvía a arrancar rápidamente, y por poco atropella al caniche de una señora con cara de pocos amigos.

—¿Solo son las doce? —dijo Kristina—. Parece mucho más tarde.

—¿Jacques es tu novio?

—Oh, Jacques, Jacques… No sé cómo empezar, Hadley. Es una historia demasiado larga para una noche tan agradable como esta. —Apoyó la cabeza contra el hombro de Hadley, dejando caer los hilos de oro de su pelo sobre el cárdigan empapado de su amiga, y cerró los ojos. Instantes después volvió a abrirlos—. ¿Y qué me cuentas de tu vida amorosa? ¿Es terriblemente complicada?

—En realidad no tengo —respondió Hadley.

—¿Cómo que no? Con lo guapa que eres…

—No lo creo.

—Bueno, tienes suerte.

Dicho esto, cerró los ojos de nuevo y se sumió en un dulce sueño.