Tras la tormenta las montañas hacían lo posible por mostrar un mundo renovado. La nieve estaba surcada de hoyos donde empezaba a derretirse y el sol creaba sombras aserradas en tonos azules bajo los abetos. Las calles nevadas estaban tranquilas, pues era temprano y los telesquíes aún no habían arrancado. De camino al pueblo, Hadley fue dándole vueltas a la cabeza, asombrándose ante la facilidad con la que los acontecimientos la hundían en lo más hondo o la hacían volar. El día anterior estaba lista para el Año Nuevo; tan solo ofrecía buenos augurios.
En la boulangerie, Hadley pidió una baguette y dos cruasanes en inglés, pues se había olvidado del francés más básico. Se metió la bolsa bajo el brazo y se dirigió a la cabaña cabizbaja. Tenía ganas de ver a Joel y escucharle decir cosas intrascendentes, hacer que la besara primero en la mejilla y luego en los labios, y, sin embargo, la atenazaba el desasosiego. A pesar de que un nombre en un papel era algo nimio e insignificante, en cierto modo le parecía algo más. Joel había alisado y guardado el papel con el nombre de Kristina, igual que los amantes guardan baratijas y fotos en sus carteras.
Cuando llegó a la cabaña, Joel estaba de pie en calzoncillos, saludándola con la mano desde la puerta. Tenía una amplia sonrisa dibujada en el rostro y el pelo alborotado de dormir. Era una escena tan sencilla que no tuvo más remedio que sonreír. Él echó a correr descalzo por la nieve y se abalanzó sobre ella para besarla.
—¿Estás loco? ¡Te vas a congelar!
—Te he estado observando mientras subías toda la cuesta de la colina. Parecías tan concentrada… Con un pie delante del otro. Anda, dame la mano. —Dentro de la cabaña le quitó el pan de las manos—. Estoy hambriento —dijo, y acto seguido pellizcó la punta de la baguette y se puso a masticar despreocupadamente. Las líneas de expresión que asomaron a sus ojos le daban un aire picarón—. Y te he echado de menos, claro. Si estás fuera cinco minutos, te echo de menos.
—¿Y cómo vas a arreglártelas cuando volvamos a Lausana? —preguntó ella. Se encaramó en el filo de la mesa y se puso a balancear las piernas. Le daba un aire desenfadado.
—Ni se te ocurra mencionar Lausana —le advirtió él—. Está en otra galaxia.
—Pero a lo mejor hay que planteárselo. La semana que viene vuelvo a tu clase. ¿Me siento al final? ¿Me escondo?
Vio su cartera, sobre la encimera, tan inocua como unas gafas plegadas o una novela en rústica. Intentó apartar la vista.
—¿Qué tal se te da ocultar cosas? —le preguntó él.
Ella lo miró fijamente.
—Bastante bien —contestó ella.
—Pues yo soy pésimo. —La cogió de la barbilla con el índice y el pulgar y le escrutó los ojos—. Tengo las mismas ganas de encubrirlo todo que tú —dijo.
—Pero ¿y si no es cuestión de encubrirlo? ¿Y si Luca lo anuncia a los cuatro vientos? ¿Y si se descubre así?
—Pues lo afrontaremos.
—No te preocupa —dijo ella—, ¿verdad?
—Porque… ¿sabes qué? No se acaba el mundo por el hecho de que un niñato me haya visto besándote. Si la facultad me llama la atención, lo asumiré. Si me despiden…
—No lo harán, ¿verdad? ¿Por una minucia como esa?
—¿Una minucia?
Ella se echó a reír, aliviada.
—Tienes razón, a lo mejor nada de eso tiene importancia. —Decidió no decir nada más.
Salieron de las montañas por la misma carretera por la que habían ido, aunque tenía un aspecto completamente distinto con el sol del invierno en todo su apogeo. Hacía un tiempo impropio del mes de enero y en el capó del coche caían gotas de las ramas de los árboles. Hadley llevaba unas gafas de sol que le ocultaban gran parte de la cara. Se sentía glamurosa y relajada. Se alegraba de no haber sacado el tema de la cartera; no había encontrado argumentos, ni siquiera había sabido cómo abordar el tema. Habían hecho el amor en la cabaña por última vez; él tenía la piel fría de haber estado a la intemperie, pero sus caricias habían sido febriles y llenas de deseo. Luego permanecieron abrazados, y ella prefirió no interrumpir el movimiento sincronizado de la respiración de ambos.
Durante el camino de regreso le dio la impresión de que Joel hacía lo posible por retrasar la llegada. Paró en un recodo de la carretera para poder ver el curso embravecido de un río en un cauce de nieve grisácea acumulada, con el valle alejándose detrás de ellos. Se detuvo en una ermita al borde de la carretera, una muestra de devoción católica con una cruz ennegrecida de aspecto antiguo. Las carreteras alpinas estaban salpicadas de ermitas como aquella y Joel le dijo que las erigían los lugareños temerosos de Dios al término de los inviernos más inclementes para pedir un rayo de luz.
—Pensaba que no eras creyente —comentó Hadley.
—¿Por qué no? —dijo Joel. Pasó la mano por los nudos de la madera y le dio unas palmaditas—. Has acertado. No lo soy. Pero me alegro de que haya gente que lo sea.
Cuando volvieron al coche le pilló mirando por el espejo retrovisor.
—¿Sabes? Creo que Kristina era creyente —dijo ella.
—¿Qué te ha hecho pensar eso de repente?
—Siempre llevaba una diminuta cruz de oro al cuello. Pensaba que era un adorno, pero igual no.
—Entonces a lo mejor no temía a la muerte.
—No creo que eso implique estar preparado para dejar de vivir —atajó Hadley. Se hundió en el asiento—. No sé…, Jacques estaba casado, ya sabes. No era lo que se dice una santurrona.
—Eso era lo que ella te decía.
—Pero ¿por qué iba a inventárselo? Pues con eso no causaba una buena impresión precisamente.
—Puede que la hiciera parecer interesante.
—Yo no encontraba su situación interesante. Me parecía triste. ¿Sabes? Es curioso que hayas dicho eso de ella. A veces me pregunto si siempre me decía la verdad.
—¿A qué te refieres?
—No lo sé. Es algo a lo que he estado dándole vueltas últimamente. Siempre creía a pies juntillas lo que me contaba, sin cuestionarlo.
—Eso es lo que hacen los amigos, Hadley.
—Puede ser. Sé que ocultaba cosas sobre Jacques. Creo que eso la hacía sentirse culpable, pero cuando intenté recomponer las piezas… Dónde estuvo aquel viernes por la noche, con quién, por qué llegó tarde…, en ningún momento se me ocurrió plantearme que no me hubiese contado toda la verdad. No sé. No sé ni lo que estoy diciendo.
—Con ese tipo de planteamientos te volverás loca de remate.
—Sí, ya. —Hadley volvió la cabeza hacia la ventanilla—. ¿Y tú? ¿Siempre crees lo que te dice todo el mundo?
—Salvo que me den motivos para no hacerlo.
—Ahí está la cosa —dijo Hadley—, ¿no?
El coche siguió zumbando en el silencio de un mundo cubierto por un manto blanco.
Cuando tomaron la autoroute y se unieron a las colas de vehículos que circulaban en dirección a Lausana y Ginebra, el sol se había puesto. La tenue y fresca luminosidad de las montañas parecía estar, tal y como Joel había dicho, en otra galaxia. Hadley sintió una sacudida de desazón en la base del estómago. Ya sentía las miradas inquisitivas de sus amigos de Les Ormes clavadas en ella, y oía el parloteo de Luca con el chisme de la montaña. Y notaba algo más; una sensación más leve, indefinible, aunque no menos perturbadora.
Se concentró en Lausana. Deseaba que la ciudad le inspirase lo mismo que al principio. Por entonces había apreciado todos los detalles, haciendo que la ciudad pareciera realmente suya. Igual que las cosas en las que se puede fijar un enamorado: la medialuna de una uña, un lunar, un pelo solitario en el hombro de un hombre… Pero era incapaz de mantener la concentración. Esto era lo que le venía a la mente: «Kristina Hartmann». Un nombre, dieciséis letras. Su amiga muerta, reducida a una finísima tira de papel. Estirada y guardada a buen recaudo. ¿Sería una de las razones a las que se refería Joel, un motivo suficiente para dudar de la palabra de alguien? Pero ¿dudar de qué? Era algo de lo más inocente y, sin embargo, atenazaba sus pensamientos.
Pensó en Hugo por primera vez después de varios días. Tenía claro lo que le diría y se imaginaba su expresión al escucharla: la mirada ensombrecida, luego iluminada, con una inclinación de cabeza apenas perceptible. Si no planteamos las preguntas, nunca conoceremos las respuestas. ¿Le había dicho esto en alguna ocasión? Tal vez se lo atribuía a él por el simple hecho de que parecía una frase propia de Hugo, y de la Hadley del año anterior, la que se pateó la ciudad con una fotografía doblada en la mano. Miró fugazmente a Joel mientras conducía. Llevaba las manos apoyadas perezosamente en la parte inferior del volante. Él volvió la vista hacia ella y sonrió.
—¿En qué piensas? —le preguntó.
—En la vuelta a Lausana, nada más. En cómo va a ser este año.
—No pareces muy entusiasmada.
—Oh, sí. Pero no estoy segura de querer que acabe esta parte.
—En eso estamos de acuerdo.
—Es que me gusta que me lleves por ahí en el coche.
—Bueno, pues seguimos conduciendo y ya está. Hasta Francia; la recorremos a lo largo y ancho y acabamos en la Riviera, en busca de sol.
—¿La Riviera?
—Exacto. La France. Allí estarías como pez en el agua, Hadley, con tus preciosas piernas, tu corte de chico y tu dulcísima sonrisa. Yo también me sentiría como pez en el agua rodeándote con el brazo.
—No sabía que habías estado en la Riviera.
—Soy especialista en Literatura Norteamericana, Hadley. Fitzgerald prácticamente inventó ese sitio. Hemingway escribió El jardín del Edén…
—¿El Edén?
—Me figuro que es una especie de paraíso, una versión algo distorsionada.
Hadley no supo de dónde salieron sus siguientes palabras. Cuando pensó en ello más tarde, suponía que habían estado acalladas todo el día, brillando en el horizonte, tangibles y al mismo tiempo escurridizas como un espejismo.
—Joel —dijo—, sé que esto te va a sonar raro. Cuando busqué el dinero para el desayuno en tu mono de esquí, como me dijiste que hiciera, no lo encontré, así que lo cogí de tu cartera.
—Muy bien, cariño, no tiene nada de raro.
—Encontré una cosa. Eso es lo raro. Bueno, un poco raro.
—¿Sí? ¿Y qué era?
—El trozo de papel de la puerta de Kristina.
—¿De la puerta de Kristina?
—Ya sabes, de Les Ormes. Dijiste que era morboso dejar allí su nombre y lo quitaste. Ibas a tirarlo.
Él no pestañeó.
—Vale, claro.
—Pues lo he encontrado en tu cartera. No lo tiraste.
—Ya. ¿Y?
—Estaba estirado y metido ahí como si fuera, qué sé yo, como si alguien guardara un billete de ferry o una fotografía. Como un recuerdo.
—¿Un billete de ferry? Hadley, ¿a qué viene esto?
—No sé, es que me ha parecido extraño que lo guardases. Te empeñaste tanto en quitarlo de allí… Dijiste que no querías que volviera a estar triste nunca más.
—Y no quiero que estés triste nunca más.
—Y dijiste que no debía estar recordando a Kristina cada dos por tres. Así que lo quitaste.
—Efectivamente.
—Entonces, ¿por qué lo guardas?
—En fin, Hadley, no sé. Es que hasta ahora no había encontrado el momento de tirarlo.
—Pero ¿cómo es que lo llevabas en el bolsillo y ahora en la cartera? Eso es un acto consciente. Debes de haberlo sacado y pensado: «Vale, voy a conservarlo».
—¿«Vale, voy a conservarlo»? Hadley, ¿te has vuelto completamente loca?
—Sí, creo que sí. Lo siento. Olvídalo.
—Hadley, ¿qué demonios…?
—En un momento de locura pensé… No sé. ¿Por qué ibas a guardarlo? Eso es todo.
—Eso es un disparate.
—Pero…
—Lo guardé para ti, que lo sepas. Me pareció una estupidez empecinarme en quitarlo de allí. Punto. ¿Vale?
—Vale.
—Hadley, no pensaba que fueras así… Que registraras mis cosas, que hicieras conjeturas…
—No estoy haciendo conjeturas, en serio. Lo siento. Soy una idiota. ¿Podemos rebobinar?
—¿Hasta dónde? ¿Cuánto tiempo llevas comiéndote la cabeza con este tipo de historias? ¿Hasta dónde tenemos que rebobinar? ¿Horas? ¿Días?
—Minutos, solo minutos. Horas, como mucho.
—Voy a ir sobre seguro. Voy a retroceder hasta el mismísimo principio.
—Joel, en serio, solo ha sido hoy. Cuando vi el papel al coger el dinero. Es que me quedé… desconcertada.
—Vamos a comenzar de nuevo —dijo él, rotundo.
—¿En qué punto? —preguntó ella.
—¿Te acuerdas de mi primera clase? ¿Cuando pedí que se pusiera de pie Hadley Dunn, y lo hiciste? Muerta de vergüenza, aunque en cierto modo contenta.
—Sí. O sea, no. Vale.
—Pues bien, volvamos ahí. —Estaba serio. Ahora sujetaba el volante con firmeza.
—¿De modo que todo lo que ha pasado entre nosotros… como si no hubiera pasado?
—Sí.
—¿Ni siquiera nos hemos besado todavía?
—No.
—Entonces, ¿qué? ¿Literalmente empezamos todo desde el principio?
—Justo desde el principio. —Ella se hundió en el asiento y apoyó la cabeza contra el hombro de Joel—. Eso es un poco descarado —señaló él—, teniendo en cuenta que acabamos de conocernos.
Permanecieron así el resto del trayecto hasta Lausana.
Pese a lo que Joel había dicho, el poso amargo de su discusión empañó la despedida. Se cernía sobre ellos, haciendo mella en su ánimo. Detuvo el coche para dejar a Hadley a los pies de la empinada cuesta que subía a Les Ormes. Tras el crepúsculo, en la ciudad se dejaba sentir el frío de nuevo; todo eran vetas de nieve y aceras refulgentes.
—¿Cómo, me vas a hacer subir andando? —preguntó ella.
—No puedo arriesgarme a aparcar fuera. Todo el mundo está volviendo de las vacaciones, no merece la pena. A menos que tu amigo Luca haya corrido la voz, en cuyo caso, en fin…, supongo que da igual.
—¿Y por qué no suponemos lo último? Al menos así conseguiré que me dejes en la puerta.
—Es más seguro así.
—Perfecto. Más seguro. Lo que tú digas. Muy bien, cogeré el autobús. —Joel había aparcado en la escasa zona de aparcamiento de un pequeño hotel. Daba la impresión de que estaba cerrado a cal y canto, y la pizarra con las especialidades del restaurante estaba limpia—. Pensaba que a lo mejor me traías aquí —continuó ella, en un tono más suave— a pasar la última noche antes de la cruda realidad.
—Demasiado tarde, Hadley —dijo él—. Me temo que hemos vuelto a la cruda realidad. —Su tono era taciturno, se había apagado la chispa de antes. Se inclinó para besarla. Una única vez. Con elegancia.
—Entonces…, ¿ahora qué? —preguntó ella, con la cabeza ladeada, observándole.
—Nos veremos pronto. En clase, supongo.
—¿Antes no?
—Tengo que ponerme al día con un montón de trabajo atrasado. Corregir exámenes. Para ser justos, debo decir que por estar contigo he aparcado cosas…
—Pero… me refiero a que… nada ha cambiado, ¿verdad? Aún seguimos…
—¿Aún qué, Hadley?
—Lo que sea que tuviéramos antes.
—¿Antes de qué?
—No sé. Mira, me lo he pasado fenomenal. En serio.
—Yo también.
—Nadie había hecho algo así por mí nunca, Joel. Ha sido mágico. Gracias. Muchas gracias.
—De nada —dijo él. Se puso a tamborilear con los dedos en el volante—. Igualmente. Ha sido un… magnífico Año Nuevo, Hadley. Mejor de lo que había imaginado. —Tenía la voz tensa, y al final se le quebró.
Ella se acercó para darle un beso como es debido y él la complació. Lo justo.
Al alejarse el coche, ella se quedó con la sensación de haberle ofrecido algo que él no había aceptado de buen grado.