En Nochevieja cenaron en un restaurante tipo chalé en el pueblo, un sitio lleno de rincones oscuros y techos inclinados de madera. Gran parte de la mesa la ocupaba una enorme fondue, y comieron al estilo de los lugareños, sin tocar en ningún momento el tenedor con los labios, untando con habilidad los dados de pan en el queso borboteante. Hadley solo se había planteado una vez, un rato antes, mientras se calzaba las botas ribeteadas de pelo y buscaba los guantes, cómo habría transcurrido la Nochevieja en Lausana. ¿Cómo habría sido? Kristina y ella apretujadas en el cuarto de baño, pugnando por un hueco frente al espejo, perfilándose los labios y ahuecándose el pelo. Tendrían previsto algo espectacular. ¿O, por el contrario, habría engatusado Jacques a su chica para llevársela? Una precipitada despedida con besos en las mejillas y un entusiasta saludo con la mano; Hadley se habría quedado con el anhelo de tener también a alguien. Ahora lo tenía: estaba delante de ella. Le dio un trago al champán y dejó que burbujeara en su lengua.
—Esto es perfecto, Joel —comentó—. Absolutamente perfecto.
—Quedémonos aquí para siempre —propuso él—. Sin volver a Lausana. —Los rasguños y cardenales de su mejilla le daban un aire pícaro. La mueca de su sonrisa era más acusada que nunca. La noche había comenzado con whisky acompañado de hielo alpino. Joel había arrancado unas briznas del tejado del porche. «Fuego y hielo», había dicho, abriendo la mano para mostrarle los relucientes trocitos. Tras su segunda copa, Hadley había desistido de seguirle el ritmo—. ¿Sabes que no estamos tan lejos de los sitios que solían frecuentar los Hemingway? —continuó—. Chamby, Les Avants… Todavía no he estado allí, pero lo haré en primavera. Si se hubieran quedado en la montaña, a lo mejor habrían sido felices para siempre.
—¿En serio crees eso?
—No.
—¿Entonces solo estás siendo romántico?
—Con toda la intención.
—En fin, ojalá pudiésemos quedarnos y ser como ellos, por mucho que nos equivocásemos.
—No sería el caso —dijo él.
Rellenó sendas copas y el champán burbujeó hasta el borde. Se bebió la suya de un trago, con avidez.
—De hecho, no creo que quisiera quedarme —dijo Hadley—, al menos demasiado tiempo. Echaría en falta el bullicio, la gente. Tú podrías vivir aquí, en una diminuta burbuja nevada, y olvidarte del resto del mundo. Tu vida nunca interferiría con la de nadie.
—Precisamente ahí está la gracia —dijo Joel.
La miró, y su mirada denotaba un deseo latente. La vela que había entre los dos parpadeaba y cayó una gota de cera sobre la mesa. Él presionó los bordes y la alisó con las yemas de los dedos.
—¿Qué te gustaría ser, si no fueras profesor? —preguntó ella de repente.
—Menuda pregunta. Sinceramente, no sabría decirte.
—Entonces, ¿disfrutas dando clases?
—Mucho.
—Dándome clases a mí sí, eso seguro.
—Bueno, eres una estudiante con talento.
—¿Y has tenido otras alumnas con talento?
—Hadley…
—Olvídalo, era por simple curiosidad.
—No. A ninguna como tú.
—¿Eso qué quiere decir?
—Esta situación amenaza mi carrera, Hadley. Sería una estupidez por mi parte hacerlo a menudo.
—Pero ¿ha ocurrido antes?
Joel le agarró la mano.
—No, Hadley. No. Solo estoy pasando un año en Lausana, igual que tú. No estoy huyendo de ningún escándalo en Estados Unidos. No he dejado a mi paso una retahíla de corazones rotos, ¿vale?
—Solo estaba metiéndome contigo —dijo Hadley, sonriendo con patente regocijo.
—Pues ya vale, Hadley Dunn. Esto es patrimonio exclusivo tuyo.
—Estoy tan contenta de que hayas venido a Lausana también… No concebiría la alternativa.
—La habrías encontrado.
—No me conformo con cualquiera, que lo sepas. De hecho, soy muy exigente.
—Entonces, ¿cómo diablos has acabado conmigo?
—Es un misterio, ¿verdad? Supongo que bajé la guardia.
Joel rellenó las copas y se arrellanó en la silla, con el entrecejo fruncido.
—El trimestre pasado no me encontraba en mi salsa en Lausana —dijo.
—Pero yo pensaba que te encantaba. Eso es lo que dijiste en tu primera clase, que todos los grandes de la literatura venían aquí, huyendo de la masificación de París, de la sofocante Riviera; dijiste que paseaban, esquiaban y se hospedaban en hoteles glamurosos. Hiciste que sonara como si estuviésemos siguiendo los pasos de los mejores.
—No sé, a lo mejor son cosas mías, pero aquí me siento observado. No hay imperfecciones.
—Pensaba que California también era así.
Él fue a darle otro trago a su copa, pero estaba vacía. Le dio vueltas en la mano, ausente, con la mirada perdida.
—Sí, pero allí todo es artificial —dijo—, se ve el montaje, se oye la interpretación de un guion. Todo el mundo lo asume y ahí está la gracia. Aquí, es real. Todo es real.
—Hugo Bézier dijo que no todo es tan perfecto. Que, si rascas la superficie, es igual que cualquier otro lugar. Solo que con trajes de mejor corte. Mejores relojes. Vistas más bonitas.
—Bueno, ¿qué es lo que pasa con el tal Hugo Bézier? —preguntó, y la miró, al tiempo que soltaba la copa—. ¿Tengo que retarlo a un duelo o qué?
—Joel, tiene más de setenta años.
—¿Y qué dijiste que era, escritor de novelas policiacas o algo así?
—Escritor de novelas policiacas retirado.
—Esas mentes nunca dejan de maquinar, ¿verdad?
—Oh, yo creo que la suya sí, hace mucho tiempo. Es curioso, ¿sabes?, no consigo averiguar si se preocupa por todo o por nada. Si se siente solo o plenamente feliz.
—¿Importa eso?
—No lo sé. Supongo que no. De todas formas, no es que yo pueda influir en él.
—Te sorprenderías, Hadley, te sorprenderías.
—Le estoy agradecida, de eso sí que soy consciente. Si no hubiera sido por su charla de «aguanta y lucha», seguramente a estas alturas estaría en Inglaterra. No estaría aquí contigo. Figúrate.
Joel se restregó los ojos. Al apartar las manos, tenía las pupilas empañadas.
—Hay que pedir algo más de beber. ¿Cambiamos? ¿Pedimos vino tinto?
—Todavía tengo la copa llena —respondió Hadley.
—Bueno, bébetela y voy pidiendo el vino. —Llamó a un camarero que pasaba e intercambió con él unas rápidas palabras.
—Hablas francés incluso con más soltura cuando estás borracho.
—Esto no ha hecho más que empezar… ¿Sabes? Yo también pensé en marcharme, Hadley.
—¿Cómo? ¿Cuándo? No me lo habías dicho.
—Más o menos cuando empezamos a conocernos mejor.
—¿Y qué te hizo quedarte?
—Un jefe poco exigente y un buen sueldo.
—Oh.
—No. En realidad fuiste tú.
—Lo dices por decir.
—Me daba la sensación de que no encajaba aquí y no acababa de sentirme yo mismo.
—Me figuro que mucha gente se siente igual al estar en otro país.
—Tú no.
—Yo hice una amiga estupenda.
—Sí. Es verdad. Yo tenía ganas de irme a casa, de empezar el año desde cero. Y entonces, inesperadamente, hiciste que me sintiera necesitado. Como si, después de todo, pudiera hacer algo bueno.
—Kristina nos unió, ¿verdad? Me gusta pensar eso. Ella creía que yo era una mojigata, ¿sabes? No me contaba nada de Jacques porque estaba segura de que lo desaprobaría. Pero ¿una aventura con mi tutor? Vaya, le habría encantado.
—Hadley, no estamos aquí únicamente por Kristina —dijo él.
—Pero ¿no te parece que en cierto modo es así? —Llegó el vino y Joel sirvió sendas copas. El vino se derramó por los pies de las copas, manchando el mantel de color claro—. Mira, en parte quería encontrar a Jacques…
—Hadley…
—No, escucha. No voy a regodearme con ello, no. De hecho, es romántico. Quería decirle una única cosa.
—¿Qué?
—Una cosa que me dijo Kristina una vez. Cuando hablaba de Jacques se callaba muchas cosas, pero en una ocasión me dijo algo que me encantó.
—Venga, Hadley, ¿qué te dijo?
—Que cuando lo conoció le pareció el hombre más guapo del mundo.
—¿Eso dijo?
—Y que él, a su vez, la hacía sentirse la mujer más guapa. Es que me parece lo más romántico que he oído en mi vida. —Joel le cogió la mano. Se puso a darle vueltas al anillo que Hadley llevaba en el dedo como siempre hacía, vueltas y vueltas—. ¿No te parece precioso? ¿Una frase increíble? Quería que Jacques lo supiera. Quería que se aferrase a eso. Creo que la gente debería saber ese tipo de cosas.
—Eres una romántica, ¿a que sí, Hadley? Siempre supe que lo eras. Me gusta eso de ti, es una bonita forma de ser.
—No sé lo que soy. Una rajada, tal vez. Dejé de buscarle. Dejé de incordiar a la policía. Hugo no me lo reprochó, aunque sé que lo pensaba. Pero, claro, a él también se le agotaron las ideas.
—Diste un paso. Empezaste algo nuevo. ¿No es mejor eso?
Mientras hablaba, Hadley se fijó en que, a la luz de las velas, le brillaban los ojos. De repente le entraron ganas de estar en la cabaña. No deseaba nada más para Año Nuevo, ni a nadie más. ¿Era eso un paso adelante? Tal vez sí, tal vez no, pero de lo que no cabía duda era de que deseaba que la cuenta atrás fueran susurros ardientes, a puerta cerrada, con sus cuerpos moviéndose al unísono; solo eso.
En ese momento llegó el camarero con chupitos de eau-de-vie almibarada.
—Bonne année! —exclamó, al tiempo que los dejaba sobre la mesa.
Joel miró la hora en su reloj y sostuvo en alto la muñeca en dirección a ella. Había pasado la medianoche y se la habían perdido.
—Hadley, es Año Nuevo.
—Nos hemos perdido la cuenta atrás. ¿Trae mala suerte que nos la hayamos perdido?
Él le cogió la mano.
—Vámonos de aquí —ordenó.
Salieron precipitadamente a la cruda noche alpina. Joel caminaba con paso tambaleante. Había apurado lo que quedaba de la botella de vino y el de Hadley; se lo había bebido de un trago después de celebrarlo con los chupitos de licor. Ella se burló de él y se agarró a su brazo. A su alrededor, la gente caminaba a trompicones por la nieve, gritando y llamándose a voces. En el valle se lanzaron fuegos artificiales. Hadley notó que alguien le tiraba del brazo y se dio la vuelta, risueña, lista para exclamar: «Bonne année», feliz Año Nuevo, a cualquier desconocido. Sin embargo, su expresión cambió automáticamente al ver una cara conocida. Durante unos instantes hizo un gran esfuerzo por ubicarle: pelo oscuro rizado, labios carnosos… Se quedó en blanco. A continuación, encajó las piezas. Se soltó del brazo de Joel.
—Luca, ¿qué estás haciendo aquí?
—Lo mismo que tú —contestó él, y miró a Joel—. O quizá no exactamente.
—Loretta dijo que tenías una casa en los Alpes italianos…
—Mis padres tienen una casa en los Alpes italianos. Estoy aquí con unos amigos. Tú también, por lo que parece. —Hadley miró a Joel con el rabillo del ojo. Empezó a inventarse una respuesta improvisada. «Oh, nosotros también nos acabamos de encontrar», pero Luca la atajó—. Te he visto en el restaurante. Mis amigos y yo fuimos a tomar algo. Estábamos allí a medianoche.
—No te he visto.
—Estabas ocupada —señaló él—. Con el profesor Wilson. —Luca se dirigió a él—. En tu clase hay una amiga mía o, mejor dicho, otra amiga, porque Hadley y yo también somos bastante amigos. No para de hablar de ti. Piensa que eres el mejor. Evidentemente, no es la única.
—Sí, ¿y tú quién eres? —inquirió Joel.
—Luca, escucha —terció Hadley—, sé que esto no da buena impresión, pero… —Él se dio la vuelta para marcharse, al tiempo que movía la mano con gesto desdeñoso—. Luca, espera.
—¿Hadley? ¿Te está molestando? —preguntó Joel atropelladamente.
—Feliz Año Nuevo —dijo Luca, por encima del hombro— a los dos. Ah, no os metáis en líos —añadió, asintiendo en dirección a Joel—. No vaya a ser que os estropeen vuestras bonitas caras.
Hadley lo observó alejarse alegremente entre la multitud. Volvió la vista hacia Joel. Él se había llevado una mano a la cara y se estaba tocando la herida como si hubiera olvidado que la tenía.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella. Él se encogió de hombros, con una tranquilidad pasmosa—. Joel, ¿y ahora qué?
—Me estoy despejando —dijo—. Es lo único que te puedo decir.
—Oh, Dios, ¿qué vamos a hacer?
—¿Un antiguo pretendiente? Caminaba como un hombre herido.
—¿Eso es lo único que vas a decir? —inquirió Hadley—. En fin, no. La verdad es que no. Yo… le besé. La noche que murió Kristina. Antes de enterarnos.
—¿Conque estabas con él aquella noche?
—Era mi cumpleaños. Es amigo de una amiga de Les Ormes. No fue una buena idea.
—Solo fue un beso, Hadley —dijo él—. ¿Qué es un beso? Nada.
—Luca dijo que siempre es el principio de algo, y en aquel momento deseaba creerle.
—¿Porque te gustaba?
—No. Fue justo después de Ginebra. Después de besarnos en el coche. Ese es el porqué.
Joel bajó la vista, y dio un puntapié en la nieve.
—Y ahora nos ha visto —dijo—. Pero ese niñato no hará nada. No tiene carácter.
—Eso no lo sabes —replicó Hadley—. ¿Por qué…? Un momento, ¿estás celoso?
—Me importaría un carajo si besaras a la mitad de Lausana —espetó Joel.
—Estás celoso —afirmó Hadley, y a continuación—: Me gusta.
A medida que caminaban con la nieve crujiendo bajo sus pies, el clamor de la estación de esquí se fue apagando y la luz de la luna guio sus pasos hasta la cabaña. Las laderas estaban desiertas; los trabajadores del turno nocturno, con las descomunales máquinas que empujaban y alisaban la nieve de las laderas para el día siguiente, debían de haber acabado la tarea temprano. Era hermoso y al mismo tiempo sobrecogedor. En el suelo había hielo y cúmulos de nieve; ellos iban resbalando de un lado a otro. Hadley lo condujo a la cabaña.
—Lo que creo que deberíamos hacer —sugirió Joel— es largarnos de aquí ahora mismo. Pensaba que en las montañas estaríamos lo bastante lejos, pero me equivoqué. Lo que necesitamos, Hadley, es una isla, algún lugar exótico. ¿Qué te parece?
Arrastraba un poco las palabras, pero a ella le gustaba la sensación de su aliento caliente sobre la mejilla y el contacto de su peso contra ella. Presentía que si daba un paso atrás él perdería el equilibrio y se caería.
—Me parece estupendo —respondió ella—, perfecto.
—Tú y yo y ni un alma a la redonda.
—Suena de maravilla.
—Haría calor, claro, así que no necesitaríamos ropa. Estaríamos sin ropa, totalmente en cueros.
—Por supuesto que sí.
—Cocos. Ron, ron a granel. Monos en los árboles. Nos dejaríamos el pelo largo.
—¿No te gusta mi corte?
—¿Qué? Me encanta. Cómo no va a gustarme… Pero yo me lo dejaré largo. O a lo mejor solo una barba de esas espesas, igualita que la de Hemingway. ¿Me besarías entonces, con una barba como esa?
—En nuestra isla, haría cualquier cosa.
—Seríamos náufragos… curtidos, borrachos y felices.
Hadley se echó a reír, y las montañas le devolvieron el eco de su risa. Se agarraron el uno al otro para mantener el equilibrio. Se sujetaron el uno al otro.
El día de Año Nuevo trajo una tormenta de nieve imprevista. Al despertarse se asomaron al mundo exterior y no vieron nada salvo blancura: neblina y copos de nieve.
—¿Nos quedamos aquí hoy? —preguntó Joel—. Estoy un poco agarrotado. Creía que había salido airoso de la caída, pero supongo que no.
Ella le miró. Tenía el borde de los párpados enrojecido y apenas quedaba rastro de su bronceado dorado.
—¿No será porque tienes resaca? —dijo ella.
Él sonrió, y se le arrugaron las comisuras de los labios y de los ojos.
—Supongo que tú estarás estupendamente, ¿no? —dijo él.
—No, yo también me siento fatal.
Desaparecieron bajo las mantas y pasaron así casi todo el día dormitando felizmente. Él la despertó una vez, y ella dos a él; sus cuerpos fueron adoptando los movimientos que habían hecho antes. Ella gritó su nombre y él, a su vez, pronunció el suyo en un hilo de voz, contra su clavícula, y en su nuca. El día transcurrió, y únicamente se vieron el uno al otro.
A primera hora de la noche, mientras Joel dormía, Hadley se dio un baño. Encendió solo una vela, y una brisa imperceptible hizo parpadear la llama. «¿De modo que así se siente uno al comenzar un año nuevo?», dijo en voz alta, con una sonrisa en los labios. Permaneció prácticamente inmóvil en la oscuridad del agua. Notaba el agotamiento de su cuerpo, su dispersión, y, sin embargo, lo sentía más entero. Pensó en qué medida valoraba antes un mínimo roce de Joel: un breve toque con el dedo sobre su brazo, un ligero apretón en el hombro… Cada contacto, por tenue o fugaz que fuera, había sido como una promesa, o quizá no tanto: como el murmullo de un propósito. Luego se le irritó la barbilla, la única huella de su beso en el coche, y recordó lo mucho que la alegró tener esa marca física, y que cuando desapareció sintió como una pérdida. Ahora, Joel la conocía por dentro y por fuera; había palpado hasta el último resquicio de su cuerpo, y ella lo deseaba más que nunca. Sonrió de nuevo y dio rienda suelta a su mente.
Muy a su pesar, le vino a la cabeza Luca y la víspera, y gruñó por la intrusión. Habían decidido con toda la intención que el día transcurriera de puertas adentro, metidos en la cama, sin alusión alguna a la noche anterior. ¿Qué pensaría Luca si les viera ahora? ¿Y Caroline Dubois? ¿O incluso Hugo? Sintió el peso de sus miradas de reproche, cerró los ojos y se sumergió en el agua, ignorando a todo el mundo. A la única persona que deseaba contarle lo de Joel era a Kristina. Se imaginó de nuevo con ella en Les Ormes, encaramadas al muro del balcón, con las piernas colgando, contándose sus respectivas historias de amor en la Riviera; las de Hadley, de palmas cubiertas de escarcha, barcos amarrados en aguas heladas y montañas observando en silencio. Le contaría el momento en que Joel había deletreado su nombre en voz alta mientras la besaba desde las yemas de los dedos hasta la parte interior del codo. Le hablaría de las arrugas de su sonrisa y de cómo a veces, al mirarle, le entraban ganas de llorar largo y tendido. ¿Sería eso la verdadera felicidad, esa insoportable certeza de que nada duraba para siempre y que te rompía el corazón? Se figuraba que Kristina le respondería que ella sentía lo mismo con Jacques. Oyó su voz y su risa cantarina, insoportable y maravillosamente cercana. Hadley se acercó a la vela, la apagó de un soplo y se sumió en la oscuridad.
Hadley pasó mala noche y se despertó con desazón. Había estado soñando, pero en cuanto abrió los ojos tan solo sintió un vago malestar. Se rebulló en su lado de la cama y alargó la mano buscando a Joel. Estaba tumbado dándole la espalda y se acercó a él. Lo rodeó con los brazos y apoyó la mejilla contra su espalda. Se puso a escuchar su respiración, esperando que fuera superficial y uniforme como la de alguien dormido, pero respiraba entrecortadamente.
—Joel —susurró—, ¿estás despierto? —Le besó el omóplato, hinchado y magullado—. He tenido un mal sueño —le dijo en voz baja, con los labios pegados a su piel, pero él no se movió.
Ralentizó su respiración para acompasarla a la suya, pero no surtió efecto. Se encontraba demasiado agitada. Se arrebujó de nuevo en su lado de la cama y se sintió en tierra extraña.
Finalmente amaneció, y el sol bajo del invierno dividió la habitación en dos. Resultaba agradable después de la tormenta de nieve del día anterior. Entrecerró los ojos y se masajeó las sienes. Joel se movió y gruñó cuando le volvió a besar el hombro.
—Buenos días —le susurró de nuevo—, voy a por el desayuno. ¿Cruasán? —Él murmuró en señal de asentimiento—. Me apetece dar un paseo —dijo—. Se me cae la casa encima. Literalmente. Vuelvo enseguida.
A mediodía estarían de vuelta en Lausana y se rompería el hechizo de su escapada de invierno. Puede que Luca hubiese empezado a airearlo. Se habría enterado Loretta, luego Bruno y poco después Chase y Jenny. ¿Y si la cosa no quedaba ahí? Podías guardar un secreto en Les Ormes, aunque no tardaría en circular por el Departamento de Inglés, las aulas, la sala de profesores y todo el campus. Nunca había sido de esas que provocaban habladurías.
Hadley miró en el monedero y comprobó que solo tenía unas cuantas monedas. Volvió al dormitorio, se agachó junto a Joel y le susurró con dulzura:
—Joel, ¿tienes dinero en efectivo? No tengo bastante para el desayuno. —Él se dio la vuelta—. ¿Joel? —insistió, en el tono más bajo que pudo.
—En mi mono de esquí… —gruñó él—, debe de haber unos veinte pavos.
—Gracias. Sigue durmiendo.
Encontró el mono de esquí tirado en el suelo hecho un ovillo. Rebuscó en los bolsillos y solo encontró calderilla. Volvió a entrar en el dormitorio de puntillas, pero Joel se había vuelto a dormir y roncaba ligeramente. Entonces vio sus vaqueros enganchados en una silla y la cartera asomando de un bolsillo. Echó un vistazo a su silueta dormida y, convencida de que no le importaría, cogió la cartera. Acarició con los dedos el cuero marrón envejecido. Le encantaban todas sus cosas, por insignificantes que fueran: un calcetín de rayas tirado por la habitación, un bolígrafo con la punta mordisqueada como el de un niño…
El interior de la cartera era austero y cuidado, sin toda esa morralla de recibos arrugados y billetes de autobús usados. Sacó un billete de veinte francos y acto seguido vaciló. Tuvo la repentina corazonada de que allí encontraría una foto suya, tal vez una Polaroid tomada sin ser consciente de ello, con la mirada baja en plan coqueto, o una foto tamaño carné de un fotomatón, los dos apretujados con las caras pegadas antes del disparo. Lo de menos era que nunca hubiesen posado así o que no recordara haber visto en ninguna ocasión a Joel con una cámara en la mano; contra toda lógica, se lo imaginó.
Hurgó hasta el fondo, pero solo encontró lo esencial: notas dobladas, un puñado de tarjetas y el carné de conducir. Y entonces lo vio. Oculto en el fondo, un trocito de papel alargado. «Kristina Hartmann», con letra mecanografiada negra. Las arrugas de cuando él lo había hecho un ovillo antes de guardárselo en el bolsillo se habían suavizado, pero no por casualidad, sino más bien por el hecho de haberlas alisado a conciencia con el pulgar. Se suponía que lo había tirado para que ella no recordara cosas tristes, según le había dicho, y, sin embargo, lo conservaba. No es que se le hubiera olvidado y lo llevara arrugado en el bolsillo con la calderilla; lo había guardado aposta en la cartera. Lo había estirado. Lo conservaba.