27

Al despertarse Hadley notó el contacto de su cuerpo en todos los puntos del suyo: el hueso de su tobillo, la curva de su espalda, la nariz pegada al lóbulo de su oreja… La noche anterior no consiguieron llegar a la cama; se quedaron dormidos abrazados en el sofá, con las mantas hasta la cintura. A pesar del calor de Joel, tenía frío; hacía tiempo que el fuego de la chimenea se había convertido en cenizas. Se zafó de él con cuidado, apretando los labios para no hacer ruido. Encontró el suéter de Joel en el suelo, se lo puso y fue descalza a la cocina, donde encontró café y leche fresca. Puso un cazo a calentar y se dirigió a la ventana para descorrer la cortina. Fuera había un mundo completamente blanco y el sol ya asomaba en el cielo celeste. Las copas de los árboles estaban cubiertas de tenues nubecillas. Era el panorama más inmenso que había contemplado en su vida: laderas alpinas, campos de nieve ondulados, picos de un blanco grisáceo y mantos de bosque.

Notó sus manos en los hombros y se dio la vuelta. Joel tenía el pelo de punta y le habló con voz amodorrada.

—Al despertarte esta mañana y ver que estabas aquí, ¿qué has pensado? —le preguntó.

—¿Qué quieres saber? —contestó ella, risueña—. Sí, te agradezco que me hayas rescatado. No, no me arrepiento ni por un segundo. Y sí, me harías un gran favor si luego me hicieras el trabajo de Literatura Norteamericana, pues he estado un poco distraída en las vacaciones. No he dejado de pensar en un hombre, ¿sabes?

Él agachó la cabeza y soltó una estentórea risotada.

—No, me refiero —explicó, apretándole los hombros— a si ha sido como te prometí. ¿Al abrir los ojos has pensado en otra cosa? ¿En lo que te dije, aquella vez en mi despacho?

—Ah, eso.

Hadley volvió la cabeza hacia la ventana. Fuera, el sol creaba reflejos azulados sobre la nieve. Los pinos, con un manto de nieve, se arracimaban en cúmulos susurrantes. Vio un carámbano colgando del techo, con su afilada punta traslúcida. Todo tenía un matiz irreal. Desde donde estaba sentada, si no apartaba la vista de la ventana no existía ninguna referencia que los ubicara en el mundo que conocían. Se volvió hacia Joel.

—Me refería —explicó él— a si has pensado en Kristina.

—Sé a lo que te referías —musitó ella.

—¿Y?

—Y… sé que me sentiré mejor. Ya me siento muchísimo mejor, Joel. Lo que pasa es que todavía… no del todo. Pero no te preocupes. Por nada.

Él alargó el brazo y le cogió la mano. Hadley llevaba un anillo, una diminuta estrella engarzada en un aro de plata. Él lo sujetó entre los dedos y lo hizo girar ligeramente.

—¿Me avisarás? —le preguntó—. ¿El día que te despiertes y pienses en otra cosa? En tostadas, en café… En esas cosas necesarias e insignificantes de las que te hablé. ¿Prometes que me avisarás cuando eso ocurra?

Ella cerró la mano en torno a la suya y asintió.

Joel la llevó a las laderas; a Hadley le apretaban las botas de alquiler, y al principio sus pantorrillas protestaron mientras avanzaba tambaleándose. Se sorprendió al comprobar que esquiar se le daba mejor de lo que pensaba. Le gustaba el hecho de que el menor movimiento, como doblar la rodilla o desplazar el peso del cuerpo, pudiera alterar su curso, aumentar su velocidad o pulir un giro. Joel la observaba apoyado en sus bastones de esquí, con el pelo echado hacia atrás por la brisa. Con el traje de esquí parecía sacado de una postal, moreno y enérgico.

—Te comenté que Kristina iba a enseñarme a esquiar —dijo ella, al parar para recuperar el aliento al final de una pista—. Apuesto a que se le daba fenomenal.

—Recuerdo que me lo dijiste.

—Me refiero a esquiar, seguro que se le daba fenomenal. Aunque puede que hubiese sido una maestra pésima. No me la imagino haciendo tiempo de pie, esperándome como tú. Le habrían dado ganas de seguir esquiando. De hacer cabriolas, seguramente. Era más atrevida que yo.

—Tú eres bastante atrevida —afirmó él.

—No sé hasta qué punto.

—Estás aquí conmigo, ¿no?

Ella hizo amago de acercarse a él, perdió el control de los esquís y resbaló. Acabó tirada en la nieve, muerta de risa, con los esquís cruzados. A él se le contagió la risa y alargó la mano para ayudarla. Las montañas devolvieron el eco de sus carcajadas, una y otra vez.

Ya en pie, con los esquís en posición, Hadley lo retó con una sonrisa.

—A ver si me pillas —exclamó.

Salió lanzada, con las rodillas dobladas, y no tardó en ganar velocidad. Se le saltaban las lágrimas por el viento mientras sonreía de oreja a oreja. Oía el silbido de los esquís de Joel tras de sí, aunque en ningún momento la adelantó. Los esquís oscilaron, perdió el control de los bastones y soltó un grito, pero mantuvo el equilibrio y continuó avanzando, con la montaña cada vez más cerca. Abajo, él fingió que había perdido.

—No hace falta que disimules —exclamó ella exultante, con las mejillas enrojecidas—. Me da exactamente igual. Ha sido increíble. Sentía que volaba.

—Has dado en el clavo —dijo Joel—, ya no me necesitas. Eres una experta.

Hadley se quitó los esquís y sacudió la nieve.

—¿Subimos otra vez? —le preguntó.

Arrebujados en el telesilla, a medida que ascendían balanceándose sobre las laderas de la montaña, Hadley se puso las gafas de esquí en la cabeza.

—Joel, nunca habría venido aquí sin ti.

—Lo habrías hecho antes o después.

—No —repuso ella—, ha sido gracias a ti. Todo esto ha sido gracias a ti.

Esos días en los Alpes fueron de una belleza natural tan asombrosa que Hadley sabía que quedarían grabados en su memoria, momentos que ya empezaba a añorar antes de que acabaran del todo: el viso empolvado de la luz del atardecer, el matiz rosáceo de la nieve de regreso a la cabaña… Los larguiruchos árboles de hoja caduca de las laderas más bajas, impostores en los bosques de hoja perenne, y cómo en las frías mañanas cada minúsculo brote tenía una pátina de hielo, como dedos apuntando. Y sabía que recordaría el sabor del agua del grifo de la cabaña, tan fría y cortante como los diamantes. Bebía grandes tragos a mitad de la noche, mientras a su lado a Joel le vencía el sueño, con la silueta inerte de su cuerpo agotado bajo las sábanas.

Los pensamientos negativos solo la asaltaron a veces. En una ocasión, volviendo del pueblo, se cruzaron con un grupo de jóvenes suizos recién llegados para pasar el fin de semana. Hadley los observó junto a sus relucientes coches, mientras se ponían las botas de esquí, con el pelo brillante por el sol. Sus matrículas llevaban las iniciales «GE» de Ginebra. Aguzó el oído para escuchar retazos de su conversación y los escudriñó para distinguir un rostro más pálido, más atormentado que el resto. Jacques estaba en todas partes y en ninguna, lo cual era tan desalentador como el conductor que está en todas partes y en ninguna. La obsesionaba la gente sin rastro, lo cual no podía hacerle ningún bien. Entonces se sintió aliviada por la realidad tangible de Joel. Se lo dijo, y él comentó con una sonrisa: «Me alegro de servir para algo».

Joel parecía distinto en la montaña. En Lausana había estado muy inhibido y en cierto modo a la defensiva, esquivo como un boxeador en el ring. Aquí, sus movimientos adoptaron cierta languidez, y en ningún momento vigiló su espalda ni se caló el gorro sobre los ojos. Lausana se extendía en algún punto por debajo de ellos, llena de caras conocidas, de gente como Caroline Dubois y los inquilinos de Les Ormes, con calles mojadas marcadas con líneas que no podían rebasarse y Hugo Bézier, con sus incisivos comentarios e insinuaciones. Era como si ambos hubiesen echado a volar y el mundo que habían dejado atrás girara muy por debajo de ellos.

Joel estaba distinto en otros sentidos. Un día en las laderas, Hadley se cansó y se acomodó en una terraza al sol mientras él seguía esquiando. Rodeó una taza de chocolate caliente con las manos y bajó la vista hacia la ladera. Resultaba fácil distinguirlo, pero no por su mono rojo, sino por su postura agazapada, por su velocidad de vértigo, por las ráfagas de nieve que lanzaba a su paso. Le vio cruzar la pista y saltar la cuerda de balizamiento al lado agreste de la montaña. Para ella no era más que una zona rocosa en pendiente, llena de laderas escarpadas con descarnados abetos azotados por el viento y encaramados a los salientes. Entre ellos había estrechísimos pasillos de nieve. Lo vio descender como un rayo una pendiente y saltar; delante no había más que roca de un negro grisáceo, ni siquiera nieve en polvo. Se llevó la mano a la boca y se le derramó la bebida en el platillo al ver que de repente salía despedido sobre el vacío. Si caía, lo haría con estilo, pero ¿no era así como todo el mundo caía en picado? Una súbita calma, un abandono de la lucha, a medida que el suelo se acercaba cada vez más. Joel se mantuvo en postura de descenso y, en el último momento, justo cuando a todas luces se disponía a realizar un aterrizaje forzoso en las rocas, levantó los brazos con los bastones apuntando al cielo. Parecía inclinarse hacia delante, y a Hadley no le quedó más remedio que observar, al tiempo que soltaba un grito ahogado. Acto seguido, él salió del aprieto, precipitándose montaña abajo, un destello rojo entre la roca y la nieve: había localizado un exiguo pasillo de nieve en polvo y calculado la caída con precisión y ahora esquiaba mucho más rápido que antes. Desapareció de su vista. Lo mismo había caído por los confines del mundo.

Esperó, pero no llegaba. Pidió otro chocolate caliente y se le enfrió antes de terminarlo. A medida que el sol de la tarde se ocultaba tras las cumbres, en el flanco de la montaña se recrudecía el frío. Cogió la manta de piel de cordero que había enganchada en el brazo de la silla y se envolvió con ella las piernas. Era la única que quedaba en la terraza del restaurante. Estaba pendiente de las laderas, buscando con la mirada el destello rojo de su traje de esquí, volviéndose con expectación siempre que oía el soniquete de unas botas tras de sí. Al final pagó la cuenta y se subió a uno de los últimos telesillas para bajar al pueblo. Lo buscó por toda la zona desde la pequeña cabina que se deslizaba por el cable. Peinó con la vista las empinadas laderas boscosas, los cúmulos de rocas, los barrancos que horadaban la suave superficie de la nieve. Mientras los esquiadores más rezagados se dirigían al pueblo, se puso a caminar en dirección contraria, de camino a la cabaña. Le dolían los pies por la rigidez de las botas, los esquís le resultaban incómodos de llevar, y había cogido frío por haber estado tanto rato sentada. El miedo azuzaba su paso y, cuando por fin se sacudió la nieve de los pies en la puerta y se puso a forcejear con la llave en la cerradura, el corazón le palpitaba con fuerza. Entró. La cabaña se encontraba a la sombra de unos cuantos pinos y estaba oscura, con las luces apagadas.

—¿Joel? —llamó, aun sabiendo que no estaba allí. Se abrió la puerta del baño y dio un grito. El miedo se convirtió en ira—. ¿Dónde has ido? Creía que te había pasado algo, estaba asustada. —Él permaneció inmóvil en la penumbra. Se había bajado el mono de esquí hasta la cintura y tenía el torso al descubierto, con una toalla enganchada a los hombros. No se había quitado las botas, y cuando los ojos de Hadley se adaptaron a la oscuridad reparó en el rastro de nieve derretida que había desde la puerta. Fue hacia él, con las manos levantadas—. Joel, ¿en qué estabas pensando?

—Cuidado —le advirtió él. Pulsó el interruptor de la luz y ella soltó un grito ahogado. Joel tenía la mitad de la cara llena de manchas negras y rojas de sangre a medio secar. En el hombro se apreciaba un enorme moretón.

—Joel, oh, Dios mío.

—No es tan grave como parece —dijo él.

—¿Cómo ha ocurrido? Te vi saltar desde aquellas rocas, pero aterrizaste. Te vi aterrizar.

—Esa fue la parte fácil —señaló él—. No fue más que un error de cálculo, eso es todo. Caí demasiado cerca de un puñetero árbol.

—¿Por qué no te quedaste en la pista y ya está? ¿Por qué tuviste que salir? De verdad… Te estuve observando y parecía que tenías impulsos suicidas. A ver. —Le tocó la mejilla con cuidado y él hizo un gesto de dolor—. Deja que te ayude. ¿Qué puedo hacer?

—Parece más serio de lo que es —insistió él—. Ha sido culpa mía; calculé mal, eso es todo. Siento que tuvieras que esperar tanto rato, Hadley. Lo intenté, pero no pude volver esquiando adonde estabas. Así que me vine.

—No sabía lo que había pasado, pero intuía que algo iba mal. Tenía esa corazonada.

—Hadley, estoy bien. Venga, dame un beso. Al lado de la boca.

—Joel. —Ella le puso las manos con delicadeza sobre los hombros y vio que hacía una mueca de dolor—. Te estoy haciendo daño.

—No —le aseguró él—, eres la mejor cura. Ya me siento mejor.

—¿Qué puedo hacer?

—Nada. Si acaso, preparar una copa. Una por cabeza.

—¿Vamos al hospital?

—Ni pensarlo. No es nada, en serio. Estoy un poco vapuleado, nada más. En la montaña, es inevitable. —Se dirigió al dormitorio con paso cansino, se sentó en el filo de la cama y se puso a quitarse las botas. Hadley sirvió dos whiskies y los llevó al dormitorio, dejando las huellas de los dedos sobre el cristal frío. Le tendió uno y lo observó bebérselo de un trago. Joel exhaló lentamente. Dejó la copa a un lado y sonrió con desgana—. ¿Sabes? Hay una cosa que puedes hacer para que me sienta mejor, Hadley.

—Oh, venga ya—dijo ella, y a continuación—: ¿Cómo? ¿En serio?

—En serio. —Ella se puso de pie y él le puso las manos en las caderas. Tiró de ella con suavidad hacia sí—. Tumbarte aquí conmigo —continuó—, apoyar la cabeza en mi pecho y dejar que te rodee con el brazo. Eso es lo único que deseo, nada más.

Esa noche se quedaron contemplando el fuego hasta la madrugada. Primero Hadley le quitó el mono de esquí con paciencia. Luego se dieron un baño; ella le acarició el hombro magullado y le frotó con sumo cuidado la mejilla mientras él mantenía los ojos cerrados y apretaba los dientes a medida que el agua le bañaba las heridas. Después él hizo un dibujo con los dedos sobre la curva de la espalda de Hadley y ella imaginó lo que dibujaba: dos corazones, o un pájaro al vuelo. De vez en cuando la apretaba contra sí al inclinarse hacia delante para echar más leña al fuego. Al recostarse, aspiraban el humo de la leña. Hadley se deslizó para besarle; su piel y su pelo sabían a pino quemado. Observaron las sombras de sus cuerpos dibujadas sobre las paredes de madera de la cabaña: Hadley, menuda como una niña; Joel, fuerte como un roble, con los hombros fornidos y sin rasguños aparentes.

Más tarde, él volvió a dibujar formas sobre su piel.

—Hay tantas cosas que ignoras de mí… —le dijo.

Hadley suspiró y cambió de postura. El fuego crepitaba a medida que las llamas consumían los troncos secos.

—Y tantas que tú ignoras de mí… —dijo ella a su vez.

—¿De ti? Tú eres pura candidez. Eres de esa clase de chicas que al mirarlas un hombre ve reflejado lo peor de sí mismo. Nadie es lo bastante bueno para ti, Hadley. Y menos aún yo.

—Mentira —replicó ella perezosamente—, todo mentiras.

Joel se inclinó y la besó en la cabeza. Mantuvo los labios pegados a su pelo. Cuando volvió a hablar, sus palabras hicieron mella en ella.

—¿Y si te hago daño sin querer? —le preguntó.

—No lo harás —contestó ella. Y realmente le parecía así de sencillo.

—Nunca te haría daño aposta —le aseguró Joel.

—Entonces no lo harás.

Fuera, nevaba con fuerza y en silencio. Hadley cerró los ojos y al volver a abrirlos todo seguía igual. Troncos sibilantes. Sombras oscilantes. Nieve acumulándose en la ventana, el cristal empañado… Tenía cogido a Joel de la mano, tibia y áspera, tan real como todo lo demás.

—Cuéntame algo, Joel —dijo—. Cuéntame algo de ti que no sepa.

—¿Qué quieres que te cuente?

—Una historia real.

Entonces él se puso a hablar. Le contó que su pasión por los libros había surgido con apenas diez años, al saquear la biblioteca de sus abuelos y encontrar un ejemplar de cuentos fantásticos de los hermanos Grimm. Que se pasaba las vacaciones de verano tumbado en el césped reseco de su jardín, leyendo sobre ranas convertidas en príncipes, niños extraviados y zapatos que no encajaban. Que a partir de ahí siguió lanzando pelotas de béisbol, paseando en bicicleta por el entarimado del paseo marítimo y persiguiendo a su hermano entre los naranjales, pero siempre con la cabeza llena de historias.

Le contó que un día, con doce años, se escondió en el tejado de un granero a fumarse medio paquete de cigarrillos que había robado. Se puso a toser y escupir, y se resbaló sobre las tejas desiguales. Se cayó y se partió el brazo; se fracturó el hueso por tres sitios. En ese momento cogió la mano de Hadley para que palpara el pequeño bulto que tenía bajo la manga. Dijo que aún se acordaba del instante de la caída, del suelo viniéndosele encima velozmente desde un ángulo imposible, como si el mismísimo mundo se hubiese puesto patas arriba, y de las onduladas matas de desagradables ortigas que, enojadas, en lugar de amortiguar el golpe le irritaron la piel, atravesándole la ropa, de la cabeza a los pies.

Le contó que un día, durante el velatorio de Winston —el hermano que siempre tendría catorce años, la cara pecosa y risueña hasta justo antes de que ambos se salieran de la carretera en una maldita camioneta—, un arrogante Joel de diecisiete años descubrió a Ernest Hemingway. Y su corazón, un corazón sin forma alguna, con poco más que un latido de vida, volvió a recuperar el ánimo.

Hadley lo observaba, y él la miró cuando terminó.

—Ojalá te hubiese conocido desde siempre —dijo ella.

—Si lo hubieras hecho, yo sería mejor —respondió Joel. Le dedicó una sonrisa, pero tenía la mirada ausente—. Ahora te toca a ti. Cuéntame algo.

—Solo tengo una historia.

—Bueno, quiero escucharla.

—Ya conoces la mayor parte. —Él se arrellanó en el sillón. Hadley se quedó sentada en el suelo rodeándose las rodillas con los brazos. Se puso a mirar el fuego—. Es una historia de amor.

—Me parece que no la conozco.

—Vine aquí sin expectativas ni planes preconcebidos —explicó Hadley, al tiempo que se volvía hacia él, mirándole fijamente—. Prácticamente no sabía nada de Lausana. Pero me cautivó desde el instante en que llegué. ¿Recuerdas cómo nos conocimos, mi primera noche?

—¿Que si lo recuerdo? —Meneó la cabeza—. Cómo no voy a recordarlo…

—Iba de camino a Les Ormes, callejeando por el casco antiguo. En un momento dado, volví la vista atrás y vi las luces brillando al otro lado del lago. Y me di cuenta de que sabía perfectamente cómo era esa escena de día, con las montañas alzándose al fondo; era como una pintura, no parecía real. Y no daba crédito, Joel. Me resultaba increíble estar allí, sola, en una ciudad extraña. Que esa vida fuera mía. Luego, bueno…, vino lo mejor. Conocí a Kristina. Y empezamos a hacer todo juntas. Nunca había tenido una amiga como ella. Era danesa, aunque a mí me parecía de lo más exótica, como si no viniera de ningún sitio, como si viniera de todas partes. ¿A que es una tontería? Pero algo cambió por el hecho de estar allí. Supongo que sentí algo que jamás había sentido hasta entonces.

—¿Qué? —preguntó él en voz baja.

—Como si todo fuera posible. —Él se incorporó y Hadley pensó que iba a acercarse a ella, pero se agachó junto a la chimenea. Cogió el atizador y movió los troncos; las llamas se avivaron en la oscuridad—. ¿Joel? —Él se quedó de espaldas. Y cuando el fuego chasqueó y le cayeron ascuas sobre los pies, apenas se inmutó. Hadley se puso de pie y lo rodeó suavemente por los hombros—. Has hecho cuanto has podido. Espero que seas consciente de ello. Porque esas cosas importan, la disposición de la gente frente… al desastre. Cuando me contaste lo de Winston dijiste que sufriría mi particular infierno. Pero has estado a mi lado desde el principio. No has permitido que me sienta sola en ningún momento. Y, encima, me has dado algo más. Algo que ni siquiera sabía que estaba buscando. Eso es lo que realmente deseaba decirte.

La miró, y ella vio que tenía los ojos encendidos. Con aquella luz en particular, casi daba la impresión de que estaba llorando. Ella alargó el dedo para acariciarle la mejilla buena, pero él la detuvo y se lo sujetó con delicadeza entre los suyos.

—Tu historia de amor… —dijo Joel—. Ojalá tuviera un final diferente.

—Pero todavía no ha acabado —repuso ella—, ¿no?