A Hadley nunca la habían recogido en un aeropuerto, y por poco tampoco esta vez. El disfraz de Joel era buenísimo. Estaba de pie, a pocos pasos de la fila de personas que aguardaban impacientes, de las que se apoyaban en la barrera con sus carteles de bienvenida caseros, ramos con envoltorios de celofán y sonrisas expectantes. Llevaba un gorro que Hadley nunca le había visto, uno con orejeras y forro de pelo que le cosquilleaba los lóbulos de las orejas. Sonreía tímidamente y estaba alerta; daba la impresión de que, si se miraba en su dirección durante demasiado tiempo, se daría la vuelta y echaría a correr, bajando como una exhalación la escalera mecánica, para perderse en el anonimato del gentío. Joel la agarró del codo y tiró de ella hacia sí para darle un beso rápido. Tenía los labios apretados y rígidos; las mejillas, recién afeitadas, de una suavidad inusitada. A Hadley no le parecía el mismo de siempre.
—Has venido al aeropuerto —dijo ella, echándose hacia atrás para mirarle.
—Vámonos de aquí —ordenó él.
Se relajó una vez dentro del coche. Alargó la mano hacia la rodilla de Hadley y le pasó los dedos de abajo arriba por los vaqueros.
—Había urdido toda una historia, ¿sabes?, por si veía a alguien conocido. Hasta yo mismo empecé a creérmela. Me estaban entrando ganas de ver a mi viejo amigo Jim, que aterrizaba en un vuelo de Madrid. Era la siguiente llegada después de la tuya. Lo comprobé en la pantalla.
—Buena tapadera —dijo ella.
—Jim y yo estábamos pensando que no estaría mal si nos fuéramos derechos a la montaña esta noche. Así, al despertarnos tendríamos todo el día por delante. Para empezar el día despejados. ¿Qué me dices?
—Me encanta la idea —respondió ella, pensando que se internarían en la noche a toda velocidad, con la música de jazz a todo volumen en el coche. Joel dejaría la mano puesta sobre su rodilla mientras con la otra sortearía las curvas cerradas bajo la mirada de los pinos con sus abrigos de invierno. Las carreteras estarían resbaladizas por el hielo y quizá el coche patinara un poco, y Joel sonreiría abiertamente a medida que serpenteaban entre las montañas. Hadley se acomodó en el asiento y se aflojó la bufanda. Le escocían los labios por los besos que le había dado en cuanto lograron escabullirse de la multitud.
—Ay, necesito pasar un momento por Les Ormes —dijo ella—. Quiero coger más ropa.
—Allí podemos comprar lo que te haga falta —repuso Joel.
—No, qué tontería. Tengo que hacer una parada rápida, será cosa de cinco minutos.
—Vale. Si no hay más remedio… Es que no tengo ganas de que nos metamos en Lausana. Se supone que es una escapada, me apetece sentirme como nuevo.
—Por supuesto que vas a sentirte como nuevo —dijo ella, sonriéndole—. ¿Es que te cabe alguna duda? —A esas alturas ella sabía cómo llevárselo a su terreno. Lo convencería para que subiera a su pequeña y coqueta habitación alargada y lo echaría sobre la cama; tras las ventanas con los postigos abiertos resplandecería la noche de Lausana. Luego continuarían la subida a la montaña y Joel se sentiría, tal y como deseaba, «como nuevo»—. Creo que, una vez allí, te alegrarás de haber parado —añadió.
Tomaron la autoroute a gran velocidad en dirección a Lausana, llena de ostentosos coches suizos pegados unos a otros. Joel tenía la mirada fija al frente y el rostro surcado de haces luminosos. Hadley resplandecía por el ardor de sus intenciones y le miraba de reojo de vez en cuando, como retándole para que adivinase los motivos de su sonrisa.
Les Ormes estaba desierto, cosa que ella sabía, aunque aún tendría que hacerle entrar prácticamente a rastras. Él prefería quedarse en el coche; el roce de los labios de Hadley sobre su oreja y el calor de su aliento fueron lo único que le hicieron ceder. Se volvió a poner su gorro con orejeras, se metió las manos en los bolsillos y agachó la cabeza.
—Si alguien me reconociera, Hadley… —dijo, y el resto de la frase se quedó flotando en el aire.
Entraron a hurtadillas, como fugitivos, y, al pulsar el interruptor del pasillo, la luz tardó en encenderse: parpadeó y silbó mientras sus pasos chirriaban por el vestíbulo al pasar junto a las filas de buzones, el descarnado árbol de Navidad y los sofás de cuero desiertos. No se oía música procedente de las cocinas, portazos ni conversaciones. Todos se habían ido de vacaciones.
—He aquí mi mundo —dijo ella, parándose en la puerta de su habitación. Buscó a tientas la llave en el bolso. Se volvió hacia Joel, pero a él le había llamado algo la atención.
—Kristina Hartmann —dijo él, leyendo el nombre en la puerta contigua—. ¿Vivía en la habitación de al lado?
—Ya lo sabías —contestó ella. Lo cogió de la mano—. Vamos, este es mi cuarto.
—No me habías dicho que vuestras habitaciones eran contiguas —dijo él.
—Claro, así es como nos hicimos amigas.
—¿Por qué sigue su nombre en la puerta?
—Supongo que no habrán encontrado el momento de cambiarlo.
Ella había reparado en eso y le extrañaba que el maniático del portero o la repeinada empleada de la universidad no lo hubieran quitado. Simplemente, se les habría olvidado. Por su parte, no tenía intención de hacerlo. Era el último vestigio de Kristina y, hasta que llegara alguien nuevo, seguía siendo su habitación.
—Hadley, no es bueno que tengas que verlo todos los días —señaló él. Empujó el trozo de papel con el dedo y lo sostuvo en la mano, tapando el apellido con el pulgar. «Kristina».
—Creo que me gusta bastante verlo —repuso ella—. La verdad es que sí. Es curioso. ¿Puedes volver a ponerlo?
—No —espetó él—, es morboso.
—Pero todavía es su habitación.
—No lo voy a poner —sentenció él, metiéndoselo en el bolsillo.
—Entonces dámelo, al menos —le pidió ella.
—¿Quieres este papel? ¿Con su nombre? ¿Por qué?
—Es que… No sé. No quiero que lo tires.
—Hadley, creía que querías ser feliz.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Que no necesitas que te la recuerden continuamente. Esto… —dijo, al tiempo que se daba unas palmaditas en el bolsillo— no es nada.
—Si no es nada, ¿por qué te preocupas? —La rodeó con el brazo para apretarla contra su hombro, pero ella se zafó—. Joel. Por favor. Mientras no llegue alguien, sigue siendo su habitación.
La besó en la cabeza con una caricia tierna y al tiempo insistente.
—Te huele el pelo a miel —dijo.
—Joel…, ¿me lo devuelves?
—Hadley, ¿sabes lo que supone asumir que alguien se ha ido? Desprenderse de las pequeñas cosas. Esta… —dijo, y volvió a tocarse el bolsillo— es una de ellas. Tienes que deshacerte de ella. —Le quitó la llave de la mano y abrió la puerta. Empujó con el hombro y entró delante—. Ya es prácticamente Año Nuevo —continuó—. Un nuevo comienzo. Hay tantas expectativas por delante… ¿O no?
—Vale —cedió ella—. Sí, vale. —Hadley encendió la potente luz de la habitación. Se olvidaron de los prometedores susurros e ignoraron la cama. Se acercó al armario y le dijo por encima del hombro—: Solo necesito coger unas cuantas cosas.
Él no dio muestras de decepción. Se dirigió a la ventana.
—Esta vista —comentó— hace que te entren ganas de echar a correr y lanzarte al vacío, ¿verdad? Es como si te atrapara.
Abrió la puerta del balcón y Hadley notó la ráfaga de aire frío. Oyó el crujido de sus pasos fuera. Metió a toda prisa un poco de ropa en una bolsa. Echó un vistazo a Joel, pero solo pudo distinguir su silueta en la oscuridad, una figura solitaria, con la ciudad desplegada ante sí. Metió un último suéter con dificultad en la bolsa y la cerró de un tirón.
—Listo —dijo en voz alta.
Él entró en la habitación con las mejillas enrojecidas del frío. Se restregó los ojos.
—Hace viento ahí fuera —le advirtió—. Deberíamos ponernos en marcha antes de que empiece a nevar.
El trayecto en coche a la montaña podía haber sido perfecto. El aire de la noche cerrada era fresco y limpio. La nieve se había acumulado en el arcén de la carretera y lucía un blanco resplandeciente bajo los destellos de los faros. Hadley observaba cómo descendía la temperatura en el indicador del salpicadero, al tiempo que se acurrucaba en el asiento y se apretaba la bufanda. No pusieron música ni hablaron; el único sonido era el roce de los neumáticos en la calzada. Joel mantenía la vista fija en la carretera, concentrándose en las curvas cerradas y en la pronunciada subida. Ella se preguntaba qué habría hecho si la hubiera estrechado entre sus brazos y besado en su habitación. Si la hubiera conducido con dulzura hasta la cama, susurrándole que lo perdonase y que lo único que deseaba era que fuera feliz. ¿Se habría relajado, echando la cabeza hacia atrás y dejando que la poseyera, tal y como ella se había imaginado poseyéndolo? Él, por el contrario, se había quedado a la intemperie en el balcón, apesadumbrado, y esa atmósfera de susurros cómplices se había disipado a consecuencia de una discrepancia sobre un nombre en una puerta. No era lo bastante madura como para mantenerse ecuánime. Permaneció en silencio a medida que ganaban altura, con la mirada fija en el mundo blanco del otro lado de la ventanilla. Se sentía tan indefensa como una fruta pelada, e igual de vulnerable.
Al final, lo que limó asperezas fue la belleza en sí. El coche avanzó mientras los neumáticos crujían sobre la nieve apelmazada, y al bajarse se encontraron bajo un dosel de pinos en calma. El aire gélido le cortó las mejillas y la respiración a Hadley. A lo lejos titilaban las luces del pueblo, pero la zona del monte estaba a oscuras y en silencio.
—Es por aquí, creo —dijo Joel, y la asió de la mano, entrelazando los dedos con los suyos.
La silueta de la pequeña cabaña, oculta entre los árboles, apenas se vislumbraba. Avanzaron hacia la luz que despedía el farol colgado bajo los aleros mientras sorteaban ventisqueros a la altura de la rodilla. Había tal quietud y crudeza en el ambiente que le daba la sensación de que la traspasaban, arrastrando cualquier resquicio de incertidumbre. Al llegar al porche se sacudieron los zapatos, soltando terrones de nieve con los pisotones. Joel sacó una llave del bolsillo y le dio dos vueltas a la cerradura. Ella le siguió al interior mientras él encendía una lámpara.
Era una cabaña sencilla, una casa para dos, con el suelo de pizarra y las paredes de pino color miel. Había vigas de madera hasta el techo, y el suelo estaba cubierto de alfombrillas de piel de cordero. La leña ya estaba preparada en la chimenea, y Joel la encendió con una cerilla. Las llamas prendieron con avidez y una luz parpadeante inundó la sala. Les habían dejado una cesta con dos botellas de vino y tabletas de chocolate suizo, una porción de queso de montaña curado y un paquete de galletas saladas. Había una nota del dueño, una tarjeta con una letra curvilínea que decía: «Bienvenus et bon ski». Volvió a preguntarle a Joel cómo había encontrado la cabaña y él se encogió de hombros. «Fue un golpe de suerte», dijo, e inclinó la cabeza para besarla.
—Es como un decorado de cine —señaló ella, al tiempo que se apartaba con una sonrisa—, una preciosidad.
—¿De modo que te he traído hasta aquí y no vas a darme un beso?
—Me siento como una heroína, de esas de cuento de hadas. Tengo que mantenerte a raya un poco más —respondió, y se zafó de su abrazo.
—Esta noche vamos a hacer un picnic delante de la chimenea. ¿Qué te parece para un cuento de hadas?
—Suena bien —contestó Hadley—, no es mala idea.
—Comeremos todo revuelto, primero el chocolate, después el queso. ¿Una copa de vino?
—Mejor una botella para cada uno.
—Hadley, escucha: he estado un poco seco durante todo el camino —reconoció él.
—No has estado un poco seco —puntualizó ella—, has estado callado como un muerto.
—Siento que te disgustaras en Les Ormes.
—No quiero hablar de eso —repuso ella.
—Vale, entonces siento no haber hecho esto antes.
Empezó a desabotonarle la blusa. Ella bajó la mano y le desabrochó la hebilla del cinturón.
—Estás perdonado —le dijo, y él le dio un beso intenso y apasionado.
Desaparecieron juntos en un lugar completamente distinto, donde no había palabras, solo labios mordisqueados, susurros y una armonía cómplice. La mente de Hadley solo divagó en una ocasión, y le asaltó la idea de que allí, en lo alto de las montañas, tal vez las cosas que realmente importaban eran extraordinarias.