El bungaló resplandecía de bombillas de colores. No era propio de sus padres hacer tales alardes, pero, según dijeron, este año era diferente; este año eran unas auténticas fiestas. En la puerta principal habían colgado un Papá Noel de plástico barrigudo y torcido. Hadley le dio un codazo a su padre y enarcó una ceja.
—Ya, sé que es un poco hortera —reconoció él—, pero tu madre no pudo resistirse.
Dentro, las habitaciones, tan familiares, resplandecían con espumillones y cordeles con tarjetas de Navidad. Había un árbol rechoncho en el mismo cubo pintado de rojo que siempre utilizaban y todos los adornos rebosaban nostalgia hogareña.
—¡Ya estás en casa! —exclamó su madre, rebosante de júbilo, y estrechó a Hadley entre sus brazos. Sam se lanzó hacia sus piernas y se enganchó a sus rodillas, al tiempo que trataba de encaramarse como un mono.
—Hay que cebarla —afirmó su padre—. Fíjate, está como un fideo. Menos mal que Suiza estaba llena de queso y chocolate…
—Qué alegría tan grande que estés aquí —dijo su madre, dándole un achuchón—. No te puedes ni imaginar.
—Me alegro de estar en casa —dijo Hadley.
Su madre la miró fijamente.
—Hadley, ¿estás bien?
—Muy bien —contestó—. Cansada del viaje, eso es todo. —Su sonrisa titubeó.
—Pasa algo… ¿Qué es, cielo? —Su madre le puso las manos en las mejillas, envolviéndole la cara con dulzura—. Te hemos echado muchísimo de menos —añadió.
Las punzadas en los ojos habían empezado a medida que el coche recorría el último trecho de entrada a Tonridge, al pasar por las hileras de bungalós achaparrados de ladrillo y los primorosos setos; la familiaridad de su viejo mundo le había producido bastante congoja. Había vuelto la cara hacia la ventanilla y logrado contener las lágrimas, pero ahora le ganaron la batalla. Mientras su madre y su padre la abrazaban les contó todo sobre su amiga Kristina. Permanecieron un rato de pie en una minúscula melé, en medio de la sala de estar. Sam se aferró a sus rodillas y se puso a cantar una canción sobre un reno de hocico rojo.
Hadley estuvo en casa poco más de una semana, aunque le dio la sensación de que había pasado más tiempo. Llevó a Sam al parque y lo empujó en un columpio agrietado por el hielo, mientras él apuntaba al cielo con sus botas de agua amarillas. Charló con sus padres hasta bien entrada la noche; jugaron a las cartas, a los juegos de toda la vida con los que tanto disfrutaba, y bebieron crema irlandesa en vasos desparejados. Sintió que regresaba a su viejo mundo, un lugar donde su estancia en Lausana resultaba prácticamente inconcebible, aunque esa sensación en ningún momento le duró más de unos instantes y se sintió alegre la mayor parte del tiempo.
Un día les enseñó a sus padres las fotografías de Suiza, y aparecía Kristina, sonriéndole, como estaba convencida de que así sería. Kristina posando junto a la fuente de la plaza vieja, con una pierna adelantada coquetamente y saludando con el brazo. Casi podía oírla reír: «Dispara ya, Hadley», y verla parpadear al sorprenderla el flash. Kristina apoyada contra la entrada de Les Ormes, la ciudad difuminada al fondo, una ráfaga de viento sacudiéndole la melena… El gorro que llevaba era de color vino, ribeteado de pelo, y Hadley recordaba ese día con todo detalle. Irrumpieron en un café a tomar chocolate caliente con un chorrito de ron y crema y estuvieron sentadas allí riendo tontamente, lamiendo las largas cucharillas. Un camarero con ojos de lince observaba a Kristina desde su rincón. Es lo que tenía Kristina: hacía que la gente se parara en seco sin ser consciente de ello.
Al día siguiente Hadley sorprendió a su madre mirando de nuevo la fotografía de Kristina, con el resto en el regazo. Y vio a su padre entrar desde el jardín y sacudirse el barro de las botas diciendo para sí: «Sus pobres padres…». Hadley dejó que su hogar cumpliera su cometido; tomaba té, se repantigaba en los sofás y se dejaba reconfortar con las palabras de sus padres y la espontaneidad de Sam.
Las únicas ocasiones en las que Hadley se encontraba realmente a solas era en el baño y al acostarse por la noche. Era en esos momentos cuando le venía a la cabeza Joel. Se sumergía en la bañera, cerraba los ojos y sentía el flujo del agua en los oídos. Contenía la respiración hasta que jadeaba. Se incorporaba, se untaba jabón en las manos y se extendía suavemente la espuma por los brazos y el pecho, pálidos del invierno. La última noche que pasó en Lausana, las manos de Joel habían recorrido todo su cuerpo. Sus dedos habían dibujado contornos, como si se tratase de un espejo empañado, con mensajes delicados que descendían por su espalda, luego por el torso y por la cara interna de sus muslos, y sin embargo, milagrosamente, no habían dejado rastro en su cuerpo. Cerró los ojos y se dejó llevar, extendiendo el jabón en círculos a medida que el agua que la envolvía se volvía cada vez más tibia. «Eres tan pura», le había dicho él, en un tono que parecía absolutamente maravillado. «No dejes que te eche a perder, Hadley Dunn». Ella había enredado los dedos en su pelo diciéndole que se callara.
Al acostarse su primera noche en Tonridge sintió su peso, dentro y fuera de ella. Se apartó las sábanas de la cara para poder respirar. Deseaba estar en Lausana con Joel, no allí sin él, y sin embargo, inexplicablemente, la reconfortaban las cosas a las que estaba acostumbrada: el carraspeo de su padre al cruzar el pasillo, su viejo gato Brady arañando la puerta de su dormitorio, la descomunal silueta de su viejo armario… Un resquicio de sí misma se aferraba a estas cosas mientras se precipitaba hacia lo desconocido.
El día después de Navidad les dijo a sus padres que tenía previsto marcharse. Se encontraban en ese rato muerto de un día festivo después del desayuno, cuando las horas se extendían por delante sin que nadie estuviera muy seguro de en qué iba a emplearlas. Su padre estaba sentado junto al piano tocando las teclas de izquierda a derecha con las yemas de los dedos. Su madre, doblando y doblando trozos de papel de regalo arrugados sin quitarle ojo a Sam, que estaba pintarrajeando sentado a la mesa del comedor. Hadley se encontraba hecha un ovillo en un sillón con un libro, el bloc apoyado en la rodilla y el bolígrafo listo para tomar notas. Tenía que entregar dos trabajos después de las vacaciones y todavía no había empezado ninguno.
—Bueno —dijo de pronto, bajando el bolígrafo—, todavía no hemos hablado de mi vuelta.
Su padre tocó unas notas altas del final del teclado, unos acordes musicales alegres. No se dio la vuelta.
—Oh, no hables de tu vuelta, Hadley, que acabas de llegar.
—Llevo siglos aquí —dijo ella— y aún me quedan tres días de vacaciones.
—¿Tres días?
Su madre sostuvo contra el pecho un trozo cuadrado de papel de regalo arrugado. Tenía las manos más enrojecidas que de costumbre, como si hubiera lavado a mano una tanda de ropa y se hubiera olvidado de ponerse los guantes de goma.
—Sí —contestó ella—, tengo que estar en Suiza para Año Nuevo. Creía que os lo había comentado…
—¿Para Año Nuevo?
Su padre se revolvió en el banco del piano, que crujió de forma alarmante.
—Oh, no… —dijo ella—, ¿pensabais que me iba a quedar más tiempo? Lo siento. No os importa, ¿verdad? Es mi única oportunidad, quizá en toda mi vida, de pasar el Año Nuevo en Suiza. Me han propuesto ir a esquiar.
—¿A esquiar? —exclamaron al unísono, con el mismo entusiasmo que desconcierto. Sam se dio la vuelta para unirse al coro. «Esquiar, esquiar, esquiar», canturreó, mientras seguía pintando.
Hadley soltó los deberes y se acercó a ellos. Le quitó a su madre el papel de regalo del pecho y le tiró de la manga a su padre. Sam siguió en la mesa, embadurnándolo todo de rosa y amarillo.
—Pensábamos que ibas a quedarte más tiempo. Tenemos una pieza de ternera en el congelador; nos durará una eternidad sin ti —dijo su madre.
—Tu madre iba a hacer solomillo Wellington —comentó su padre—. Hemos estado leyendo cómo prepararlo.
—No sabía que lo teníais previsto —dijo ella—. Lo siento. Entonces, ¿os importa? ¿Os importa si me voy? Tengo el dinero para el billete.
—No es cuestión de dinero, Hadley. Es lógico que tengas ganas de estar con tus amigos —dijo su madre—. Es importante divertirse, teniendo en cuenta… todo.
La cogieron de las manos, y se sintió como una traidora. Entonces pensó en contarles lo de Joel. Pero ¿qué parte? A lo mejor su forma de leer pasajes en voz alta en clase, en tono profundo y uniforme, salpicado de pausas naturales. O quizá su manera de sonreír con desgana, como si costara arrancarle la sonrisa y al hacerlo de alguna manera te recompensase con algo más que su mera mueca burlona y lenta. O incluso que la había llevado a Ginebra para buscar sin éxito a una persona que posiblemente ni siquiera deseaba que la encontraran, y cómo la había rodeado por los hombros al cruzar una calle con nieve en polvo. Pero no esto: cómo le había hecho el amor en el sofá de su apartamento en una callejuela de Lausana, pues precisamente eso es lo que había sentido, más que sexo, y que se había olvidado de Kristina durante un instante aparentemente eterno, y que en lugar de enfurecerse se había alegrado.
En lugar de eso, su madre dijo:
—Estos amigos tuyos cuidarán de ti, ¿verdad? ¿Saben que es la primera vez que vas a esquiar?
Ella asintió y se limitó a responder con un «sí».
La última noche, la madre de Hadley fue a su habitación justo cuando ella se estaba metiendo en la cama.
—¿Puedo entrar? —preguntó desde el quicio de la puerta, con aparente timidez.
—Claro —respondió Hadley, y dio unas palmaditas en la colcha. Su madre se sentó y cruzó los pies, enfundados en sus gastados mocasines.
—Sé que te entusiasma la idea de esquiar. Ahora bien, en lo que se refiere a todo lo demás… En fin, no tienes que volver. No necesariamente.
Hadley se acomodó para apoyarse sobre los codos.
—Sí que quiero volver —le aseguró.
—Me alegro, mucho, pero… Solo quiero que sepas que nadie te culparía si decidieses lo contrario, si quisieras seguir el curso aquí. Después de lo de la pobre Kristina…
—Mamá, en serio, no pasa nada. Quiero estar allí.
Su madre la cogió de la mano.
—Eres mucho más valiente de lo que yo habría sido —afirmó.
—En realidad no se trata de valentía —repuso Hadley—, yo no lo llamaría así. Mamá, sí que pensé en dejarlo, aunque luego cambié de parecer; alguien me ayudó a cambiar de idea, de lo cual me alegro mucho. Es extraño, pero jamás me he sentido tan triste y al mismo tiempo tan feliz como en Lausana. Ni siquiera sé si eso es posible, pero así es.
Su madre esbozó lentamente una sonrisa triste.
—Hadley, ¿te puedo preguntar una cosa? —dijo, al tiempo que estiraba la colcha con la palma de la mano—. ¿Hay algún chico?
Hadley apoyó la cabeza sobre la almohada. El techo estaba tachonado de racimos de estrellas fosforescentes. Llevaban años allí y habían perdido su luminosidad hacía mucho tiempo. Se las había regalado un chico llamado Simon, sin duda con la esperanza de ser quien las agrupara en constelaciones para un día tumbarse boca arriba y verlas brillar él mismo, pero no lo había hecho ni él ni ningún otro.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó ella, sin apartar la vista de las estrellas.
—Soy tu madre, Hadley.
Finalmente, Hadley la miró.
—Sí —reconoció—, aunque no es precisamente un chico. Yo diría que más bien se trata de un hombre.
—¿Un hombre? ¿Cuántos años tiene?
—No lo sé —mintió ella—, es un pelín mayor. No mucho, la verdad.
—¿Dónde lo conociste?
—En el Institut.
—¿Está en tu clase?
—Sí. En la de Literatura Norteamericana. Es de Estados Unidos.
—¿Qué hace en Suiza?
—Lo mismo que yo, está de paso. Solo un año.
—¿También era amigo de Kristina?
—No.
—A lo mejor es bueno —dijo su madre—. ¿Es guapo, Hadley? ¿Uno de esos increíbles americanos de mandíbula cuadrada?
—No creo que tenga una mandíbula especialmente cuadrada —respondió ella—, la verdad es que no.
—¿Qué es lo que te ha enamorado de él?
—¿Enamorado? —Sin poder evitarlo, a Hadley la traicionó su sonrisa—. No he dicho que esté enamorada, mamá.
Su madre se agachó a darle un beso en la mejilla. Acto seguido, se puso de pie y se estiró la falda.
—Pero lo estás, ¿a que sí? Lo intuyo.