24

Su vuelo no salía hasta bien entrada la tarde. Recorrió las calles de Lausana, captando reflejos fugaces de sí misma en escaparates de vidrio plano. El aire, que le cortaba las mejillas, la tonificó y revitalizó. Era una nueva sensación. ¿Sería así como se sentía Kristina, volviendo volando a Les Ormes después de ver a Jacques, en los días buenos, en los mejores días? «Viva —pensó Hadley—, me siento viva» y, en lugar de venirse abajo ante esa evidencia, sonrió.

Iba camino del lago. Quería ver por última vez antes de Navidad si Hugo estaba allí. Llevaba en el bolso un pañuelo nuevo para él. El otro estaba lavado, secado y más o menos planchado, pero no habían desaparecido las manchas oscuras de la sangre de Joel. Por mucho que las había restregado, no había podido sacarlas, le había dicho Joel. Hadley le había comprado uno nuevo a Hugo, una especie de regalo de Navidad. Era de algodón color crema con una cenefa azul y venía en un estuche con un lazo.

En el Hôtel Le Nouveau Monde comprobó que, por fin, Hugo estaba nuevamente en su sitio de costumbre, removiendo su café mientras contemplaba la vista del lago, que debía de resultarle tan familiar como una foto sobre la mesilla de noche. Al mirarla, Hadley advirtió que tenía los ojos vidriosos. Parecía que tenía las mejillas más hundidas.

—¡Pero bueno! —exclamó él y se le iluminó la cara—. Pensaba que te habías ido hace tiempo a tu hermosa isla. ¿No pasarás aquí la Navidad? —Hadley le explicó que se marchaba ese mismo día, que solo quería desearle feliz Navidad y darle las gracias por el libro. No mencionó las dos semanas que habían transcurrido ni las veces que había ido a buscarle—. Ah, el libro —dijo él—, el libro.

—Entonces, ¿debo llamarte Henri Jérôme?

—Henri Jérôme —repitió él—. Hace mucho tiempo que no me siento Henri Jérôme.

—Me gustó tu foto —comentó Hadley, dejándose caer en el asiento de enfrente—. Parecías un tío guay.

—¿Guay? No creo. Era muchas cosas, pero no creo que guay fuera una de ellas ni por asomo.

—Vale, eras guapo. Muy guapo.

—Ah, eso no te lo discuto. ¿Café?

—Por favor. Siento haberme enfadado tanto contigo la última vez —dijo Hadley, mientras observaba cómo le servía café de una jarra de plata—. No fue un gesto muy elegante por mi parte. Es que me sentía tan desamparada… Llegué al final del camino de sopetón, tal y como dijiste, y no sabía qué hacer. Hiciste todo lo que estuvo en tu mano por Kristina, y te portaste tan bien conmigo… Te has ganado el derecho a meterte un poco conmigo, no hay duda.

—Tal y como dije en la carta, eran ridículas insinuaciones de un viejo celoso. Y no me gusta darme por vencido, en realidad por eso estaba irritable. En la vida real, la gente se sale con la suya en los accidentes que resultan ser crímenes. Tal vez por eso siempre he preferido la ficción.

Hadley cogió la cucharilla de plata entre los dedos y la examinó. Le dio dos vueltas y la dejó en su sitio.

—La vida real no es tan mala —señaló ella.

—Pero lamento no haberte sido de más ayuda. Aunque tampoco es que ese profesor errante tuyo haya servido de gran cosa.

—Oh, sí que ha ayudado, solo que de otra manera, supongo.

—Sí, ya lo veo —dijo Hugo, llevándose la taza de café a los labios—. Me he dado cuenta, de hecho, en el instante en que has aparecido.

De repente Hadley levantó la vista.

—¿De qué?

Mais oui, has entrado con brío. Me gustaría pensar que ha sido por tu euforia al volver a verme, al comprobar que, por el hecho de venir aquí y encontrarme tomando mi café y mi coñac a la misma hora de siempre, al menos hay cierta coherencia en el mundo. Aunque me temo que eso es de una autocomplacencia de lo más fútil. —Ella se echó a reír y apartó la vista. Esta vez no se iba a enfadar, esta vez él había dado en el clavo—. Hoy tienes un aire pícaro, eso es —continuó él—. ¿Sabes? Eso es lo que pensé la primera vez que te vi. Por el pelo. O por su ausencia, más bien.

Ella se pasó la mano por el pelo y se alborotó las puntas.

—Tengo que cortármelo ya, lo llevo demasiado largo. Ah, por cierto —dijo al tiempo que cogía el bolso—, tengo un regalo de Navidad para ti. Bueno, no exactamente, porque es tu pañuelo. Después de todas estas semanas… Perdona el retraso. De hecho, es nuevo. Pensé que sería un detalle en lugar de devolverte el usado.

—Qué exquisito detalle —comentó Hugo, dándole vueltas al estuche—. Gracias. —La volvió a mirar—. Desde luego, pareces de lo más animada. Pero, claro, dicen que los jóvenes recuperáis el norte con más facilidad que los viejos.

Ella echó un terrón de azúcar en su taza, lo removió y observó cómo se consumía poco a poco. Chupó la cucharilla.

—No he recuperado nada, Hugo —repuso—. No sé quién soy.

Miró distraídamente el café y el lago. A pesar de la languidez del día, las aguas estaban revueltas. Las crestas de las olas se batían contra la flotilla de barcas de pedales, apenas visible junto al embarcadero, y una bandada de una veintena de gaviotas planeaba en sinuosos círculos.

Entonces él posó la mano sobre la suya, y se la apretó con fuerza.

—Ten cuidado —le advirtió.

—¿Por qué dices eso?

—Ha sido un impulso, repentino. ¿Mi intuición se equivoca?

—No lo sé. A decir verdad, resulta estimulante. —Soltó una risa estridente—. Me sorprende que no hayas pedido coñac para mantenerte a tono.

Él le soltó la mano. «Ten cuidado», repitió. Esta vez no la miraba a ella, sino a un punto indefinido entre los dos. Cuando volvió a hablar, su voz sonaba distinta.

—Mientras andabas ocupada de acá para allá, he estado pensando —explicó—. He intentado sacar mis propias conclusiones.

—¿Pensando en qué?

—En Jacques.

—Jacques lo mismo es un fantasma, Hugo. Ambos lo sabemos.

—¿Y si eso es precisamente lo que es? ¿Y si, de hecho, ni siquiera es Jacques? No es más que una idea que me vino a la cabeza escribiéndote aquella tarjeta, al desempolvar al viejo «Henri Jérôme». Kristina necesitaba un seudónimo para su novio secreto, así que ¿por qué no Jacques? Suena bastante bien, n’est-ce pas? Y si es el caso, entonces Jacques, querida, podría ser cualquiera. No es una tapadera muy estudiada, pero sí efectiva. No estaría de más que consideraras a la gente del entorno de Kristina. Incluso a los conocidos de ambas. ¿Podría alguno de ellos ser Jacques?

—Lo conoció en la Riviera, Hugo. Él no tiene ninguna relación con Lausana.

—Pero ¿a que era una buena historia? ¿Su primer encuentro? Una obra de ficción perfecta.

—Hugo —empezó a decir Hadley, pero se detuvo. A continuación añadió—: Hay quienes tienen ese tipo de vida. Vidas extraordinarias, perfectas, interesantes. Puede que la tuya lo fuera en sus tiempos. Puede que la mía lo sea algún día. ¿Me estás diciendo que lo pones todo en duda? ¿Que sospechas de todo el mundo?

—No —respondió—. No de todo el mundo.

—He dejado de buscar —dijo ella—, ya lo sabes. Estoy intentando hacer caso a todo el mundo. Estoy intentando seguir adelante. ¿Podemos dejarlo ya, por favor?

Se tomaron el resto del café en silencio, intercambiando alguna que otra impresión sobre temas triviales. Elogiaron la danza parsimoniosa de los camareros y se quedaron mirando al pasar un carrito de dulces con pastelillos colmados de fruta y escucharon los exquisitos elogios de sus receptores.

—¿Te apetece uno? —le ofreció Hugo—. La repostería de aquí es de lo más deliciosa.

—No, gracias —respondió Hadley, y seguidamente añadió en tono amable—: A lo mejor la próxima vez. —Finalmente, empezó a ponerse el abrigo—. Voy a tener que irme —dijo—, todavía no he empezado a hacer la maleta. —Sacó el gorro del bolso, se lo puso y se arregló las puntas del pelo con los dedos. Hugo la observaba con la cabeza ladeada y le tembló la comisura de los labios.

—¿Qué haría falta para que Henri Jérôme retomase la escritura? —preguntó ella de improviso.

—Esa es una pregunta para la que no tengo respuesta.

—Me da la impresión de que lo echas de menos.

—Quizá —dijo él—, aunque ese capítulo se cerró hace tiempo.

—Pero todavía lo tienes, ¿a que sí? —inquirió Hadley—. El olfato de escritor. Sabes reconocer una historia.

—Pero ¿qué es esto? —protestó Hugo—. Cumplidos. Ánimos. Halagos ridículos… Si vuelvo a comprobar que estás de especial buen humor, confío en que te abstengas de echarme un rapapolvo.

—Acertaste en tus deducciones, Hugo.

—¿Mmm?

—Tenías razón en lo de mi profesor y yo.

—¿En qué tenía razón? —preguntó él, despacio.

—Al pensar que podía haber algo —contestó Hadley.

L’amour?

—Tú lo viste venir. No me explico cómo.

Él rio quedamente y se rascó con delicadeza la comisura de la boca con la yema del dedo.

—Ah, pero ¿es amor, Hadley? —le preguntó.

—No sé si es amor, pero… a lo mejor. A lo mejor lo será. De alguna extraña manera ya lo es.

Hugo resopló.

—Es la típica historia, sabes —dijo—, del profesor que tiene escarceos con sus alumnas. Pensaba que eras un poco más original, Hadley Dunn.

—¿Es que Henri Jérôme nunca escribía sobre el amor?

—Escribía sobre la muerte.

—¿Nunca sobre el amor?

—Sobre el sexo sí, no el amor.

Hugo la miró, pero Hadley se dio cuenta de que no tenía nada más que decir. Se encogió de hombros. Por alguna razón, las palabras que le vinieron a la mente fueron «lo siento». No las pronunció. Se puso de pie para marcharse y se dieron tres besos en la mejilla, al estilo suizo. Hugo la miró con una expresión un tanto herida.

—Bueno, feliz Navidad, Hugo. Nos vemos en Año Nuevo, espero.

—Si tienes tiempo, claro, da la impresión de que vas a estar ocupada —dijo, mientras ella se alejaba—. De modo que al final has encontrado a tu propio Jacques, después de todo… —apostilló—, sin siquiera buscarlo. Un novio secreto para ti solita.

—Me habría encantado contárselo a Kristina —dijo Hadley, ignorando su tono—. Es lo último que se habría esperado de mí, estoy segura.

—Podríais haber cuchicheado sobre vuestras respectivas indiscreciones, y a vuestros amigos les habría resultado bastante insoportable.

—Los demás no lo entenderían, Hugo. Para ellos sería un chismorreo increíble y estarían dale que te pego todo el rato.

—¿Así que realmente es una aventura en secreto? Oh, caramba…

—¿Me prometes que no se lo dirás a nadie? —preguntó ella.

Hugo se irguió. Sentado tan derecho, tenía un aire principesco. Le quitó importancia con un ademán.

—Querida, ¿a quién diablos iba a decírselo? Salvo, tal vez, si muerdo el anzuelo que me has lanzado, a la página. A la página en blanco expectante.

Hadley se rio.

—Escribe lo que quieras, Hugo. No me importa. De hecho, creo que deberías. A lo mejor disfrutarías.

La despedida se alargó. Hadley le dijo adiós con la mano y se dio la vuelta, pero la voz de Hugo la detuvo.

—Menudo regalo de Navidad le has hecho —apostilló— a ese profesor tuyo.

Algo en su mirada la hizo arrebujarse en el abrigo. Se acercó a él, notando que el camarero la observaba.

—Se ha portado bien conmigo —musitó—. ¿Vale? Cuando Kristina murió fue el único que entendió realmente cómo me sentía. Así fue como empezó. Con cariño, nada más.

—No será así como acabe —masculló Hugo.

—Y ahora ha puesto mi mundo patas arriba —dijo ella—. En el mejor de los sentidos.

—Suena como si trataras de convencerte a ti misma, querida.

—Estupendo. Entiendo. No te gustan las historias de amor.

—No creo en ellas —afirmó Hugo en tono displicente.

—Pues no me lo creo —espetó Hadley.

—Este profesor tuyo… ¿cómo se llama?

—Sabes cómo se llama: Joel.

—Joel —repitió él, con marcado énfasis—. ¿Qué piensas que cree?

—Cree en la vida. Y en vivirla. No en esconderse a observar desde la barrera. —Él le sostuvo la mirada sin parpadear. Hadley esperaba que un atisbo de sentido del humor dibujara una sonrisa en su boca, pero fue en vano. Fue la primera en apartar la vista—. Feliz Navidad, Hugo —le deseó por encima del hombro.