23

La noche antes del vuelo a Inglaterra, Joel y Hadley quedaron para tomar algo. La llevó a una población a orillas del lago, junto a la carretera de Vevey. Era poco más que una aldea con una hilera de veleros amarrados entre los juncos. El alegre toldo del único café-bar del lugar, desvaído por el tiempo y rasgado por los bordes, se agitaba con el viento de la noche. Se sentaron al calor de una estufa en la terraza, con vistas a las oscuras aguas. Ella se arrebujó en el abrigo y Joel la rodeó con el brazo.

—¿Has entrado en calor? —le preguntó él.

—Casi —contestó ella. Bebieron whisky mientras Joel fumaba un cigarrillo detrás de otro. En las inmediaciones tintineaban los amarraderos de los barcos.

—Es increíble que este sitio esté abierto —comentó ella—. ¿Quién vendrá aquí?

—Gente como nosotros —respondió Joel. Seguidamente la besó en la cabeza—. No hay nadie como nosotros.

—Esta es la primera vez que tenemos una cita propiamente dicha —dijo ella.

—Pero tú entiendes por qué —explicó él, volviéndose hacia ella. En la penumbra, tenía la tez gris—. Me encantaría llevarte a los mejores sitios, pero no puedo. Nos encontraríamos a algún conocido.

—Podríamos ir a tu casa —sugirió ella.

—Eso no es salir —repuso él.

—Bueno, no, pero haríamos algo. Por lo menos no es a la salida de clase, en tu despacho o al fondo de la biblioteca.

—¿Al fondo de la biblioteca?

—Me pusiste la mano en el culo en la sección de poesía —le recordó ella.

—Vaya, lo siento.

—¿Tanta importancia tendría que nos viera la gente?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no vamos a tu casa y ya está?

—Pero si te estoy ofreciendo todo esto —dijo él con el brazo extendido, abarcando los afilados juncos, la espuma de los barcos y las sillas de plástico de un blanco grisáceo de la terraza—. ¿Te parece poco?

—Es que en cierto modo es como si nos estuviésemos escondiendo.

Él apuró su copa.

—No quiero que te sientas así, Hadley. De verdad. No te he llevado a mi casa por…

—¿La cotilla de tu casera?

—No —contestó él, riendo.

—¿Los cotillas de tus vecinos?

—¿Cotillas? Inexistentes, más bien. Vivo en un bloque donde todo el mundo anda de puntillas. Mis vecinos son fantasmas, estoy seguro.

—Entonces, ¿por qué?

—Por nada. Tienes razón. ¿Qué estamos haciendo aquí?

—Igual pensaste que sería romántico.

—¿Romántico? Sí. Puede. —Entonces le dio un beso. Uno de sus largos e intensos besos que solo le daba a veces. Ella se entregó por completo, y él, como siempre, fue el primero en apartarse. Sin embargo, al verle morderse el labio y su mirada lánguida, supo que lo había hecho a regañadientes—. Entonces, vamos.

En todas las ocasiones que se había imaginado el apartamento de Joel, él lo llenaba todo: estanterías atestadas de libros, filas de discos, cada centímetro de pared cubierto de ilustraciones, óleos llamativos y reproducciones de fotografías en tonos oscuros. De alguna manera, Hadley olvidaba que era tan foráneo en Lausana como ella y que sus comodidades serían probablemente tan escasas como las suyas. El apartamento se encontraba en un edificio en los aledaños de la Place Chauderon, al final de una estrecha y empinada calle residencial, flanqueado por antiguos bloques de viviendas de cinco plantas. Joel redujo la velocidad para buscar aparcamiento. Aunque había pocas farolas, Hadley pudo distinguir que el edificio era amarillo tostado, con postigos en todas las ventanas. Algunas tenían balcones de hierro forjado abarrotados de bicicletas colocadas en vertical y maceteros con matas desparramadas. Había una ventana cubierta de papel de periódico descolorido por el sol. Cuando se encontraban a pocos pasos del portal, vio la placa del portero automático, con al menos veinte pulsadores.

—¿Cuántas personas viven en el edificio? —le preguntó.

Joel estaba tanteando con la llave en la cerradura.

—Ya te lo he dicho, nunca veo a nadie. —Empujó la puerta con el hombro y entraron en el portal. El suelo era de losas y olía a humedad. Ella se limpió los pies en un felpudo de cerdas duras y echó un vistazo a las filas de buzones. La luz del techo parpadeó—. Venga —ordenó Joel—, subamos. No es precisamente el vestíbulo del Ritz.

Pues bien podría haberlo sido. Se agarró al pasamanos para mantener el equilibrio, pues la excitación la estaba poniendo nerviosa. Estuvo a punto de chocar con él cuando este paró en seco al doblar el descansillo y se puso a forcejear con la llave en la cerradura.

—Y a todos nos extrañó que este lugar estuviera disponible con tan poca antelación… —comentó, al tiempo que abría la puerta de un empujón—. Te diría: «Estás en tu casa», pero seguramente sería demasiado pretencioso.

Encendió las luces rápidamente y ella echó un vistazo a su alrededor. Era un estudio relativamente grande, con suelos de parqué arañados y techos altos. En el rincón había un sofá de piel negro. En la mesa de centro yacían desparramados viejos ejemplares del New Yorker, un cenicero lleno hasta el borde y un plato con un tenedor y restos de salsa de tomate solidificada. Había una librería baja con todos los estantes a rebosar y una lámpara con una tulipa con borlas como las faldas antiguas.

—Hadley, es un cuchitril. Ya ves. ¿Qué quieres que te diga?

—No es ningún cuchitril —replicó ella. Se acercó al sofá y se sentó—. ¿Dónde está tu cama?

—Estás sentada encima.

—¿Duermes en el sofá?

—Tenía intención de comprarme una, pero entre unas cosas y otras no lo he hecho. La verdad es que es bastante cómodo.

—Ya lo veo —dijo ella, al tiempo que se recostaba.

—¿A qué hora sale tu vuelo mañana?

—A última hora de la tarde.

—¿La maleta?

—Prácticamente hecha. Por cierto, casi se me olvida… —Hadley fue en busca de su bolso fingiendo despreocupación y sacó un regalo. Estaba envuelto en papel azul y atado con cinta blanca—. Es para ti.

—¿Me has comprado un regalo?

—Claro que sí. —Lo observó dándole la vuelta, con repentina timidez, mordiéndose el labio por la expectación—. Solo es un detalle —añadió.

Él lo desenvolvió con cuidado, acariciándolo a medida que retiraba el papel.

—Qué envoltorio más elegante —dijo—. No deberías haberlo hecho.

Dentro había un libro. Era una colección de fotografías de su rincón de Suiza, todas ellas tomadas en los años veinte y treinta. Lo había encontrado en el mercado de Ouchy, en una caja llena de libros en rústica amarilleados por el humo y libros de cómics franceses. En un primer momento le gustó para ella, pero luego pensó en Joel. Lo observó pasando las páginas: las tres colinas de Lausana, la popa achatada de un vapor rumbo a Montreux, escenas de nieve con pueblos cincelados y retazos de roca, todas imágenes en blanco y negro coloreadas. Las había también de personas disfrutando, hombres y mujeres ágiles con gorros para el sol y jerséis de punto, alegres y radiantes.

—Y mira quién hay aquí —dijo ella, acercándose para señalar.

Ernest y Hadley Hemingway aparecían de pie en la nieve. Llevaban botas recias y atuendo de tweed, pantalones holgados y calcetines enrollados por encima de las botas. Se observaban el uno al otro con miradas tiernas pero desapasionadas, a simple vista una pareja bien avenida. «Chamby, 1922», decía el pie de foto.

—Parecen felices, ¿verdad? —señaló Hadley.

Joel sonrió, como si estuviera saludando a viejos amigos.

—Puede que aparentemente. ¿Ves la fecha? Si es a finales de ese año, ella acababa de perder todas las obras de su marido.

—¿Fue en esa fecha?

—Efectivamente. Figúrate, llegar a Lausana, o sea, a nuestra ciudad, y enterarte de que has perdido una maleta que contenía todo cuanto había escrito tu pareja en el tren de París. Esa foto esconde un infierno.

Hadley pasó el dedo por sus rostros.

—No sé, me parecen felices. Ojalá no se hubieran separado.

—La historia está llena de personas que cometen errores garrafales —dijo Joel—. Lo lógico sería que aprendiésemos, pero por desgracia el miedo no parece extinguirse con la evolución. Y el miedo casi siempre es la razón.

—¿Dijo eso Hemingway?

—No. —Le cogió la mano y se la besó—. Hadley, es un regalo precioso, de verdad. Lo conservaré siempre. ¿Sabes? Tu regalo es la excursión de esquí. O sea, no puedes desenvolverlo, pero… despertará menos sospechas la mañana del día de Navidad. Bueno. Quizá. Depende de lo que le cuentes a la gente.

—No quiero pensar en la gente. Dime qué vamos a hacer en la montaña.

Él dejó a un lado el libro y se arrellanó con ella en el sofá, con las piernas despatarradas. Se quitó los zapatos de un puntapié y se estiró como un gato, apuntando al aire con sus calcetines desparejados. Se volvió hacia ella sonriendo con una mueca.

—Nos alojaremos en una cabaña que está alejada de las otras. Tiene una chimenea que caldea todo el ambiente, con lo cual todo lo que lleves olerá a humo de leña y te entrarán ganas de comértelo. Hay una pista por la que podemos bajar esquiando al pueblo, y las únicas huellas que verás serán las de ciervos, marmotas o zorros.

—¿Has estado allí antes?

—Un montón de veces, en mi imaginación.

—Descríbeme la cama.

—Es una cama grande. La cabaña es pequeña, pero el tamaño de la cama puede ocupar todo el espacio.

—¿No llenaba todo el fuego de leña?

—No, el humo del fuego de leña. La chimenea en sí es pequeña y pintoresca. Es muy reservada y no nos incordiará si no queremos.

—Suena muy romántico.

—¿A que sí? Y te enseñaré a esquiar, claro.

—¿Y si soy una negada?

—Qué va.

—Pero ¿y si lo soy? ¿Y si me caigo y me pierdo en el bosque?

—No te perderé de vista —le aseguró él—. Al final acabarás harta de mí. Desearás no haberme conocido.

—Imposible.

—¿Puedo besarte?

—Nunca me habías pedido permiso.

—Estoy tratando de comportarme como un caballero.

—Por favor, no lo hagas —dijo ella.

Ella inclinó la cabeza y se besaron, al tiempo que Joel tiraba de ella hacia su regazo como si no pesara absolutamente nada. A Hadley le ardieron los labios. Cerró los ojos con fuerza y, al abrirlos un instante, un fugaz instante, vio que él los tenía abiertos de par de par observándola, con las pupilas empañadas.

Cerró los ojos de nuevo.

Por primera vez, se entregó totalmente a él.

A la mañana siguiente Hadley se despertó en el sofá de Joel. Se quedó mirando el techo y se deprimió como siempre al acordarse de Kristina. Se estiró; tenía la espalda entumecida de haber dormido retorcida. En un primer momento no encontraba a Joel, pero después distinguió su silueta junto a la ventana. Estaba fumando, mirando abajo hacia la calle. Pensó en la noche anterior. En cómo al final la había estrechado entre sus brazos, apretándola con tanta fuerza y durante tanto tiempo como si ese abrazo fuera lo único que necesitaba, lo único que deseaba, lo único que temía. «No lo conocía hasta ahora», pensó.

—Buenos días —susurró ella.

—Estás despierta. Hola. —Él permaneció junto a la ventana, con una expresión indescifrable por la intensidad de la luz que le daba de espaldas—. ¿Qué tal? ¿Estás bien? —le preguntó.

—¿Bien? Mejor que bien —contestó ella.

—Eso es bueno. Es estupendo.

—¿Tú no?

—¿Yo? Ya lo creo. Resaca, eso es todo.

—No bebimos mucho.

—Eso es lo de menos. Tengo mal despertar.

Al apartarse de la ventana lo distinguió con claridad. Tenía el filo de los párpados enrojecidos y el semblante pálido, angustiado por los fantasmas de la noche. A lo mejor no había pegado ojo. No recordaba haber notado su presencia de madrugada. Tenía la sensación de haber sido arrastrada por la corriente hasta una orilla, casi al límite de sus fuerzas, y de que al soltarla Joel se había abandonado al sueño.

Al enfrentarse a su huraña actitud, de repente se sintió demasiado desnuda y tiró de la manta para cubrirse el pecho. Su ropa estaba esparcida por el suelo, de modo que se echó la manta por encima a modo de toga y se agachó a recogerla.

—Pensaba que esta mañana te sentirías un poco mejor que de costumbre —dijo mientras sacudía los vaqueros. Dejó caer la manta y se los puso. Se quedó de pie frente a Joel, con el pecho desnudo—. ¿O es cosa de todos los días?

—Hadley, no ha sido mi intención —se disculpó él—. Lo siento. Me estoy comportando como un imbécil. Anoche fuiste…, eres… demasiado buena para mí. —Avanzó hacia ella y se agachó para recoger la camiseta de Hadley, que yacía arrugada sobre el suelo—. Toma —dijo, y se la puso sobre la cabeza. Le metió los brazos por las sisas rodeándole las muñecas con las manos. Tiró hacia abajo hasta la cintura.

—Te has olvidado del sujetador —señaló ella. Se le marcaban los pezones, y Joel se quedó mirándolos fijamente.

—Pues sí —admitió él. Había bajado el brazo y ella se fijó en que movía inquieto los dedos. Él se volvió a meter las manos en los bolsillos—. Si quieres darte una ducha, adelante. Te voy a dar una toalla.

—¿Joel?

—¿Sí?

—Nada. Voy a darme una ducha.

Una salida rápida seguramente sería lo mejor. Tomó esa determinación de pie bajo el refrescante chorro del agua, con los ojos escocidos por las lágrimas y el jabón. Al salir procuró actuar con rapidez y resolución. Tenía una taza de café esperándola y la cogió sin mirar a Joel. Le dio un sorbo, al tiempo que la sujetaba con ambas manos.

—Hadley —dijo él.

—¿Qué?

—Pienses lo que pienses, no suelo comportarme así.

—No pasa nada, no pienso nada.

—Bueno, solo quiero que lo sepas. De hecho nunca he estado precisamente en esta situación.

—¿Cómo ibas a estarlo? Esta ha sido nuestra primera vez. A lo mejor para ti no es gran cosa, pero para mí sí.

—Soy tu tutor, Hadley. Lo tengo presente de vez en cuando, ¿sabes? ¿Tú no?

—Por supuesto que sí. ¿Cómo se te ocurre preguntármelo siquiera? Y soy consciente de que estás arriesgando más que yo…

—No digas eso; eso me trae sin cuidado.

—Pues sí que lo tengo presente, Joel. Sí, eres mi tutor, sí, me doblas la edad…

—Hadley —empezó a decir, pero ella lo interrumpió.

—Pero esas cosas ya no tienen importancia. ¿Cómo van a tenerla? Nada tiene la importancia que podía tener antes.

Se quedó mirándola. Se restregó la cara con fuerza.

—A veces no sé qué hacer contigo, Hadley.

—Anoche sí que lo sabías.

Ella buscó con la mirada su abrigo y su bolso y los vio tirados en una silla. Estaban justo donde los había soltado al quedarse parada en medio del estudio con las manos en jarras diciéndole: «Me gusta esto, desprende buenas vibraciones», y él había dado unos pasos hacia ella, con el rostro surcado de arrugas por la risa. Hadley recogió sus cosas.

—Por favor, no te vayas —dijo él—. Quédate.

—Creo que ya me he quedado más tiempo del que debía.

—¿Y te arrepientes?

—¿Arrepentirme? ¿De qué voy a arrepentirme? —Abrió los brazos de par en par, con las palmas hacia arriba—. Las cosas ocurren porque sí —apostilló—, y lo hecho, hecho está. Sin rencores.

Él se acercó a ella.

—¿Sin rencores? —le preguntó. Ella negó con la cabeza—. ¿Seguro? ¿De ningún tipo? Sé que lo dices con la boca pequeña —afirmó él. Le acarició suavemente la mejilla con el dedo y le secó una lágrima, una lágrima solitaria—. No llores, Hadley. No hay motivos para llorar.

—Siempre que estoy contigo y me siento feliz, luego me siento mal. Pero no pasa nada, sé que es lo que hay. No quiero que sea de otra manera, todavía no. Y sé que Kristina desearía que fuera feliz, aunque la fallé, aunque no pude hacer nada por ayudarla. Ojalá sepa que he hecho cuanto he podido por ella…

—No podrías haber hecho más.

—… Pero esta es la primera vez que tú tampoco pareces feliz.

—Hadley, lo soy.

—No te creo. Fíjate cómo estabas cuando me he despertado.

—Vales demasiado como para jugar contigo, Hadley.

—Todo el mundo vale demasiado, maldita sea.

—Quiero que lo nuestro vaya en serio. Quiero que tenga sentido.

—Serio no es lo mismo que triste.

—No estoy triste, Hadley. Ni mucho menos.

—Joel, ojalá fuéramos normales.

—¿Normales? Nosotros nunca seremos normales.

—¿Y si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias? ¿No habría sido mejor?

Joel la agarró de la mano y tiró de ella. Sus ojos tenían un azul más oscuro que de costumbre, el color del mar. Tenía los labios abiertos.

—Tú eras una mujer en un bar. Y luego estabas en la calle, con un abrigo que te quedaba grande y las mejillas enrojecidas de frío, mirándome como si por un lado temieras que me abalanzara sobre ti, y por otro como si temieras que no lo hiciera.

—Ay, venga ya —dijo ella, riendo—. No es verdad.

—No cambiaría nada, Hadley —afirmó él—, porque, si lo hiciera, ¿a que no seríamos nosotros? Cuando te vi en ese espantoso bar supuse que serías una estudiante, pero me daba igual. Te seguí hasta la calle porque quería hablar contigo. Y resulta que acabas en mi clase. Hadley Dunn. Una hora entera pendiente de mí como si te estuviera contando un secreto. Y luego acudiste a mí. Cuando estabas en tu peor momento, recurriste a mí. ¿Qué opción tenía sino ayudarte? ¿Cómo iba a resistirme a eso, a lo que fuera? ¿Y cómo voy a resistirme ahora?

—No hay respuesta a eso —contestó ella—, ¿o sí? —Le puso las manos en el pecho. Notó los fuertes latidos de su corazón bajo las palmas.

—Si la hay, no me interesa —respondió él.

—Entonces dejemos de hablar.

—Hadley, yo…

Ella dio un paso hacia él y le robó las palabras de los labios. Envueltos en un beso, fueron cayendo lentamente al suelo y olvidaron todo lo hablado.