Faltaban menos de dos semanas para el final del trimestre, y la Navidad flotaba en el ambiente. En Les Ormes se oían portazos a altas horas de la noche, y de madrugada las risitas de los trasnochadores en los pasillos. Una mañana apareció en el vestíbulo, como por arte de magia, un árbol despeluchado con las ramas gris plateado combadas por el peso de adornos chillones. Las cocinas se decoraron con sartas de luces de colores y serpenteantes guirnaldas. Una noche Hadley encontró a Jenny y Loretta enfrascadas recortando estrellas de papel sobre la mesa de la cocina. Chase trataba de mantener el equilibrio sobre una silla, con la camiseta subida mientras se estiraba para sujetar la maraña de espumillones al primer gancho o pico de armario que encontraba. Bruno estaba removiendo una olla de ponche con la boca llena de galletas de canela. Sacó un cucharón de forma improvisada para que Hadley lo probara y ella se unió a la insólita escena familiar, consciente de que era la primera noche que pasaban juntos desde hacía semanas. Comprobó que recordaba cómo doblar y recortar el papel para hacer una cadeneta de muñecos y muñecas agarrados de la mano. Se concentró en la tarea mientras sorbía el dulce vino caliente y escuchaba la cháchara del resto. Chase le dio un codazo.
—¿Vas a casa en Navidad, Hadley?
Chase daba la impresión de haber perdido su mordacidad últimamente, y Hadley prefería esta faceta amable de él.
—Mis padres lo están deseando —respondió—. ¿Y tú? ¿Vuelves a Estados Unidos?
Él asintió.
—No me importaría quedarme aquí, ver algo más de Europa, salir por ahí, pero mi madre no lo consentiría bajo ningún concepto. Tengo que irme a Nueva Jersey, con mis hermanos pequeños. Y todavía no tengo planes para Nochevieja, lo cual me da mala espina. Me huele que mis amigos se han olvidado de que existo.
—Entonces, nada de besos a medianoche —intervino Jenny, chupando el extremo de una guirnalda de papel con las puntas azules—. Qué pena. ¿Y tú, Hadley? ¿Has quedado con amigos de la universidad?
Había varias posibles respuestas y ninguna era exactamente cierta, pero quería acercarse lo máximo posible a la verdad. Deseaba sentir las palabras y escuchar cómo sonaban.
—La verdad es que voy a estar aquí —respondió—. Voy a pasar unos días esquiando.
—¡Oh, genial! ¿Con quién? —interrumpió Loretta—. Los padres de Luca tienen un apartamento en Cortina.
—No voy con Luca —se apresuró a contestar Hadley—. Voy con unos amigos suizos.
—¿Tienes amigos suizos, Hadley? —le preguntó Jenny—. Prácticamente no conozco a nadie que sea de Lausana. En mi clase hay un tío de Zúrich, aunque es un poco raro.
—Un par de ellos —contestó ella, con cautela—. No muchos.
—¿Un tío? —inquirió Loretta, guiñándole el ojo a Hadley.
—Puede —dijo ella—. De todas formas, todavía no hay nada cerrado, es solo una idea.
—¡Hadley! —exclamó Jenny con un grito ahogado—. ¡Eres una caja de sorpresas! Confiesa: ¿de quién se trata?
—De nadie importante —respondió—, solo estamos empezando. En serio, no hay nada que contar. Si lo hubiera, os lo diría. Lo prometo.
—Esa promesa no se va a cumplir —comentó Chase.
—Vaya, ¿por? —inquirió Hadley.
—A las chicas os gustan los secretos —afirmó él, encogiéndose de hombros—. Kristina y tú siempre andabais cuchicheando.
—No cuchicheábamos, hablábamos entre nosotras, como todo el mundo.
—Ese novio secreto que tenía —comentó Jenny—, me parece rarísimo que nunca haya venido por aquí, después de todo lo que pasó.
—En realidad, si te paras a pensar no es tan raro —atajó Hadley—. Él no tenía nada que ver con nosotros.
—¿Ni siquiera contigo? —preguntó Jenny.
—Ni siquiera conmigo. Chase, Jenny, vamos, ¿de verdad queréis hablar de esto ahora? No sabéis nada de la historia. Yo tampoco, apenas, y esa es la triste verdad.
—No me refería concretamente a Kristina —puntualizó Chase—, solo a las chicas y sus secretos, nada más.
—Está bien. No pasa nada. —Hadley cogió una estrella de papel y le dobló las puntas—. Le habría encantado esto, ¿sabéis? No que habláramos de ella, sino todos los preparativos navideños. Le habría encantado.
Se imaginaba a Kristina sentada a la mesa con ellos, dando pequeños sorbos a su copa de vino, recortando corazones para colgarlos en los armarios de la cocina. ¿O no? Era más probable que hubiera irrumpido en la cocina, con las mejillas sonrosadas por los besos, justo cuando todos estaban pensando en irse a la cama. Y Hadley sabía que se habría quedado levantada con ella, reprimiendo un bostezo, con ganas de escuchar otra historia de Jacques. Habría chocolatinas envueltas en papel de plata y susurros, risas amortiguadas al cruzar alguien el pasillo. Kristina era la única persona del mundo a la que deseaba hablarle de Joel.
—Hadley —dijo Jenny, inclinándose hacia delante para apretarle la mano—, me alegro muchísimo de que tengas novio. Te mereces que te hagan feliz. El trimestre ha sido una verdadera mierda.
Hadley sonrió. Sacó una rodaja de naranja del fondo de la taza y se puso a mordisquearla.
—Solo me voy a esquiar —dijo.
Había tenido otros novios, pero ninguno como él. Ed, que tenía el pelo rubio platino de punta y al que le gustaban Chaucer y el hip-hop francés, y Paul, que jugaba de delantero centro de reserva para el equipo de Tonridge y que nunca consiguió quitarse la graciosa costumbre de llamar a su padre «señor». No obstante, eran chicos con los que salía sin plantearse nada más, una simple manera de pasar los largos, interminables veranos de una ciudad de provincias, alguien con quien estar, precisamente cuando todo el mundo se estaba emparejando, sentados el uno junto al otro en los bancos del parque y compartiendo auriculares. Nunca había estado enamorada, la verdad es que no; ni en su primer año de universidad ni en su tierra natal.
Joel le llevaba diecinueve años a Hadley; tenía treinta y nueve, y ella veinte, y estaba segura de que él había tenido bastantes experiencias amorosas. Sonreía con demasiada facilidad, te observaba con demasiada avidez, era demasiado lanzado como para no haber seducido a una mujer detrás de otra antes de ella, aunque en ningún momento sintió que alguna de ellas, o que esa circunstancia, importara. ¿A qué conclusión había llegado tras la muerte de Kristina? Que el futuro es incierto. Que un día de lo más corriente, con el aire cargado de copos de nieve, con las velas de una tarta parpadeando mientras se entonaba un entrecortado «cumpleaños feliz», cuando la gente de Lausana doblara su ropa, se descalzara y se fuera derecha a sus camas con edredones de pluma de oca, el mundo de alguien, como mínimo el de una persona, podía irse al traste. En tales circunstancias, el pasado contaba poco. Lo único que quedaba era el presente.
Joel y Hadley no podían pasear por las calles de Lausana agarrados del brazo ni besarse bajo los castaños o en las fuentes de Ouchy como otras parejas. No podían sentarse en un rincón de un café ni agarrarse las manos al pasarse el azucarero. A veces intentaba imaginarse haciendo tales cosas, pero le resultaba imposible. Se planteaba si eso importaba, la incapacidad de imaginar un futuro corriente. A menudo le costaba creer que estuviera allí con ella; aparentemente era demasiado temerario para una ciudad como Lausana. Llevaba el pelo levantado con un ángulo demasiado pronunciado, no se afeitaba bien, no abrillantaba los zapatos y se ponía calcetines desparejados. Se lo imaginaba, por el contrario, tirando de un gigantesco pez en un océano salado, apretujado entre el gentío de una plaza de toros, rechazando copas en un bar con serrín esparcido por el suelo… Con dichas imágenes creó el personaje de su propia versión de Hemingway, y ella se convirtió en su sierva consorte, presta y devota, con la picazón de los besos en los labios.
Al día siguiente de leer la nota sobre el esquí, Hadley se hizo la rezagada al final de clase. Hizo tiempo al fondo del aula mientras Joel metía de cualquier manera los papeles y los libros en su maletín. Ella se rascó el brazo distraídamente y miró a otro lado. Cuando salió el último estudiante y cerró la puerta tras de sí, se acercó al atril y posó la mano con vacilación en la suya. Notó el aliento caliente y susurrante de Joel contra su oreja. El ruido de sus respectivos pasos se dejó sentir escalera arriba hasta su despacho, y allí se besaron, empujándose contra la chirriante estantería, hundiéndose en el baqueteado sofá, apoyándose contra el pico del escritorio, al tiempo que él enredaba las manos en su pelo. La puerta estaba cerrada con llave y las persianas bajadas; Coltrane, como siempre, ahogaba el timbre del teléfono y los pasos de cualquier visitante. Joel le quitó la prenda de arriba, una camisa de cuadros escoceses que normalmente llevan botones de esos que hacen perder la paciencia: se la desabrochó sin pestañear, le dejó los hombros al descubierto y la dejó caer al suelo. Le besó los pechos, le mordisqueó el encaje del sujetador y le acarició los pezones con los labios. Hadley dio un grito ahogado y deslizó las manos por la curva de su espalda, apretándolo contra sí. Pero de pronto él se detuvo. Le puso el sujetador. Se agachó para recoger la camisa y se la echó con delicadeza por los hombros. La besó en la punta de la nariz.
—Me estás desatando, Hadley Dunn —dijo.
—Yo ya estoy desatada —dijo ella, extendiendo los brazos hacia él.
Él le cogió la mano y la agarró con firmeza.
—Pronto estaremos en la montaña. Muy lejos de este lugar. Entonces no habrá nada que nos detenga.
—Eso no será hasta el año que viene, dentro de días y días y días. Puede que meses.
—Necesitas más tiempo para decidir si no soy demasiado malo para ti —dijo él.
—No lo eres —repuso ella—, eres bueno. Eres estupendo.
Él le abotonó la camisa, despacio, como si estuviera armándola de nuevo después de desarmarla.
—Ojalá fuera así —dijo él.
—Te pareces a Jake Barnes. A continuación dirás algo así como: «Qué bonito pensar así, ¿verdad?».
—No puedes hablar de Fiesta —le advirtió él— y esperar que todo acabe ahí. —Empezó a desabotonarle la camisa de nuevo y de pronto se detuvo—. De hecho, soy más duro que todo eso —añadió—, pero buen intento, Hadley.
Ella suspiró y alargó la mano para coger el abrigo.
—No vamos a esquiar mucho, ¿verdad?
Él meneó la cabeza de lado a lado. Sonrió.
No solo se veían a puerta cerrada. A pesar de su pulcra apariencia, el Institut Vaudois tenía rincones más abandonados. Entre el bloque de Lenguas Extranjeras y el de Humanidades había una zona de hierba reseca y escuálidos pinos donde una vez se besaron con un descaro asombroso. Iban caminando tranquilamente, Joel con una carpeta bajo el brazo, Hadley con un montón de libros de la biblioteca, y se salieron del camino. Un par de pasos más allá y nadie les vería: el lugar perfecto para un rendez-vous, un tête-à-tête. Ella se preguntaba por qué se utilizarían a menudo palabras francesas en tales ocasiones. Quizá porque poseían una connotación misteriosa de la que carecían expresiones como «tenemos que hablar» o «¿quedamos?». Sabía que la palabra «affaire» se decía en francés «une aventure». Una aventura. Sonaba absolutamente perfecta, vitalista y emocionante, con la connotación implícita de que podía no durar, de que probablemente no durara, aunque no por ello perdía su fuerza. Sabía que Kristina lo había sentido así con Jacques. A pocos pasos del camino del campus Joel la besó, y posteriormente ella recordaría que habían oído pasos aproximándose y que él le había tapado la boca con delicadeza para acallarla; ella había pegado la lengua a su palma y saboreado la sal, con ganas de más. Sabía que él se reprimía porque se sentía culpable, cosa que entendía; ambos fingían que habían rebasado una línea, pero sin dar el salto del todo. También era consciente de que la espera no podía durar mucho más. Pensó en ello mientras se quitaba agujas de pino del pelo. Tenía barro en las suelas de los zapatos, y sonrió.
Una tarde, al llegar a Les Ormes, Hadley abrió su buzón y encontró un paquete. Lo primero que le vino a la cabeza fue el hombre del que se acababa de despedir. Quizá fuera un regalo, una primera edición de Hemingway o un ejemplar de la propia colección de ensayos críticos de Joel publicada por una editorial universitaria norteamericana con una nota escrita con su letra inclinada; de esos que al cabo de los años un nieto adolescente podía encontrar, y sobre el que deslizaría los dedos con una chispa de romanticismo en la mirada. «¿Quién era Joel?», preguntaría, esbozando una creciente sonrisa en los labios. Se estaba dejando llevar por la imaginación y era consciente de ello. El hueco que ocuparía Joel en su vida todavía era incierto. Sin embargo, la letra no era la suya. Era de cuidada caligrafía y gigantesca, se extendía descaradamente por todo el envoltorio marrón. Hadley lo abrió en el pasillo; dentro había un amarillento libro en rústica con una portada cursi: una mano enfundada en un guante, una pistola, una rosa. Entre las páginas había una postal con una foto del Hôtel Le Nouveau Monde. Al dorso, con la misma letra insólita, encontró un mensaje, ajustado y miniaturizado para adaptarlo al espacio.
—¡Hugo! —exclamó con un grito ahogado de felicidad y alivio.
A pesar de lo distraída que estaba, no se había olvidado de Hugo —de la crudeza de las últimas palabras que le dirigió, ni de la resignación de las de este—. Había intentado localizarle en el Hôtel Le Nouveau Monde, pero nunca estaba allí. Había pasado por la chocolatería, y tampoco había dado con él. Al final, caminando sin buscar pistas, sin mirar atenta a derecha e izquierda, despacio, triste, había ido a parar a la Rue des Mirages. Al cabo de unos días volvió a buscarlo al hotel y el camarero al que conocía de otras veces le preguntó si estaba buscando a monsieur Bézier. Ella asintió. «No siempre se encuentra bien, mademoiselle —le dijo—, no siempre viene». Hadley se marchó desanimada. «Antes siempre venía», se quedó con ganas de decirle, y entonces se preguntó qué le pasaría. Sintió un temor irracional ante la idea de no volver a verlo. Por alguna razón había evitado contarle nada sobre él a Joel. Todavía podía oír el tono socarrón de su voz al decir «tu profesor». Era mejor mantenerlos en mundos separados.
Leyó la tarjeta, aliviada:
Perdóname por mis ridículas insinuaciones. Eran divagaciones de un viejo pueril. A propósito…, quiero regalarte esto…, en mi opinión, uno de mis mejores libros. Ignora la cubierta: ha envejecido tanto como su autor. Las palabras del interior no son tan malas como podría parecer. Está en francés, así que a lo mejor necesitas un diccionario. A menos, por supuesto, que tu interés por la Literatura Norteamericana haya decaído en pro de un estudio pormenorizado de la lengua francesa (perdona de nuevo), en cuyo caso lo encontrarás penosamente fácil de leer. Feliz Navidad, Hadley Dunn.
Con mis mejores deseos,
Hugo Bézier
Posdata: Yo soy de hecho Henri Jérôme. Un nom de plume, como puedes comprobar en la portada. Tal vez podríamos volver a vernos para Año Nuevo. Los días se me hacen de lo más tediosos sin ti.
Hadley hojeó la novela y se fijó en los caracteres, apretujados, emborronados y anticuados. Deseó tener el suficiente dominio del francés como para leerla. Tal vez se lo llevara a casa en Navidad, provista de un diccionario. Le dio la vuelta y vio la fotografía del autor: un treintañero, pero indiscutiblemente Hugo. La línea de su mandíbula era la misma, al igual que sus ojos pícaros con los párpados caídos; de haberse tratado de una foto en color, brillarían con el marrón de la melaza. Llevaba puesto un suéter de cuello vuelto negro y sobre la frente le caían mechones de pelo rubio. La curvatura de su labio mostraba despreocupación. Henri Jérôme. Hadley se preguntó por qué habría elegido ese nombre, pues le parecía corriente. A lo mejor se lo preguntaba si volvían a verse. En Año Nuevo, después de esbozar a su vez una sonrisa de despreocupación perfectamente ensayada, le diría: «Hugo, la verdad es que tenías razón. A Joel solo le interesaba una cosa. No valgo ni la mitad de lo que pensabas». Y se reirían y él menearía la cabeza con gesto indulgente y pedirían un par de copas fuertes.
Hadley se llevó el libro a su habitación. Sabía por qué se lo había enviado y lo entendía. No se trataba de una simple rama de olivo. Estaba segura de que deseaba que viera su foto de joven y las elogiosas reseñas de los gigantes de la prensa, Le Monde y Le Figaro; desearía decirle: «Así era yo, y así sigo siendo». Curiosamente, le vino a la mente una fugaz imagen de Hugo y Joel, cara a cara, hombro con hombro, con los puños apretados. Un Hugo más joven, a la defensiva, como Joel ahora. Henri Jérôme. Colocó el libro con cuidado sobre el estante, junto a la novela de Kristina ambientada en la Riviera con la postal de amor apasionado del ilocalizable Jacques aún entre sus páginas. Su estantería se estaba llenando de tesoros, inapreciables a la vista de un extraño, pero de lo más valiosos para ella.