Cualquiera que sueñe con un invierno de cuento debería pasar el mes de diciembre en Suiza. En el casco antiguo de Lausana, comerciantes con sombreros de fieltro y delantales de cuero vendían castañas asadas en bolsas de papel y tazas de ponche. Hombres y mujeres robustos de mejillas rubicundas colocaban sus mesas con porciones de queso curado y ramos de lavanda en la Place de la Palud. Al anochecer, se imponía el silencio en las calles comerciales, con una capa de escarcha, salvo por algún que otro estruendo de música cuando el viento empujaba la puerta de un local subterráneo, o el chasquido de la lengua de un anciano mientras esperaba pacientemente a que su perro hiciera sus cosas. Se acercaba la Navidad y Lausana resplandecía serena, silenciosamente.
Al llegar el fin de semana, Hadley se sintió mejor. Salió al balcón por primera vez en días y permaneció a la intemperie del cortante aire de la mañana, arrebujada en la bata, con las zapatillas pegadas al suelo helado. Contempló la ciudad en diciembre. Hacía un día para dejar las huellas nítidas de los pasos, para beber chocolate caliente con un chorrito de ron en un rincón de un café, para reír junto al agua soltando bocanadas blancas de vaho. Por más que dijera Joel, resultaba imposible imaginarse un día sin pensar que también debería haberlo disfrutado Kristina.
Se había despertado con una determinación. Después del fin de semana iría en busca de él. Le diría lo que había hecho y dónde había estado, y que había hecho todo lo posible, aunque no hubiese bastado. Se volvería a meter en su clase, se refugiaría en su mundo de Hemingway, un lugar de promesas, esperanza y desengaños. Si él tenía intención de olvidar lo que había pasado entre ellos, ningún problema, porque él formaba parte de su vida en Lausana y no quería perderle también. Eso sería el lunes y en lo sucesivo, pero primero estaba Hugo Bézier y su lista de Jacques. También había tomado una determinación en ese sentido. Sería su último intento. Todo lo demás había sido en vano; sus pesquisas de detective amateur, sus fotos arrugadas y sus llamadas a las puertas de extraños, todo eso se acabó, dijera lo que dijera Hugo, por mucha pasión que procurara infundirle. A lo mejor en la lista había veinte nombres, o cien, pero seguramente no muchos más. Jacques podía estar a su alcance. Haría eso, de vital importancia, por Kristina y por él, y luego seguiría su camino. No exactamente como antes, pero sí adelante, paso a paso.
Hadley sonrió inconscientemente al ver a Hugo en su mesa habitual, y él la vio al levantar la vista. La reconfortaba la constancia de sus hábitos. Hugo se levantó para besarla en ambas mejillas y a ella le pareció un gesto cortés. Al apartarse de ella, Hadley percibió que un atisbo de sonrisa asomaba en sus labios.
—Siento no haber venido hasta ahora —dijo ella—. He estado enferma.
—Tienes el aire de quien acaba de recuperarse —afirmó Hugo, ladeando la cabeza—. Pareces otra.
Ella sonrió.
—Me siento mucho mejor. Bueno, Hugo, ¿te las ingeniaste para conseguir la lista?
—Son terribles, estos catarros invernales. A mi edad, pueden suponer la muerte. Literalmente. Me pregunto si no estaré corriendo un serio peligro al tomar café contigo.
—No tengo por qué quedarme. Si me das la lista, me marcharé con mi vil cuerpo para dejarte a salvo otra vez.
—Estás citando a Evelyn Waugh —señaló él con satisfacción.
—¿Y bien?
—Bien. —Se quitó la servilleta de tela del regazo y la dobló con cuidado—. Me temo que no es precisamente lo que esperábamos.
—¿Y eso?
El camarero se acercó a servirles café de una jarra de plata. Hugo esperó a que terminara. Hadley hizo lo mismo y rodeó la taza con las manos. Finalmente Hugo habló.
—Resulta que Jacques es un nombre corriente en esta parte del mundo, aunque tal vez te lo debería haber advertido. También fue una ingenuidad por mi parte, lo cual es imperdonable.
—Me lo figuraba —dijo ella—. Pero no lo entiendes, Hugo: por poco que tengamos, es estupendo. He estado dando palos de ciego. He tirado la toalla.
—¿Incluso con la ayuda de tu benevolente profesor? —preguntó él, y a ella no le cupo duda de que había pronunciado con énfasis la palabra «profesor». Hadley hizo caso omiso—. Bueno, aquí está. —Le tendió un taco de papeles con minúsculos caracteres en cada hoja. Ella lo hojeó, intentando darle sentido al flujo continuo de información—. Así es como sale del ordenador —explicó Hugo—. Inconcebible, ¿verdad?
Pasó las páginas, y aparecía Jacques Jacques Jacques una y otra vez. Jacques Legrand. Jacques Arnaud. Jacques Petit.
—Hay cientos —señaló ella—. Miles, incluso.
—Si al menos tuvieras el apellido…
—Si tuviera el apellido no me haría ninguna falta la lista.
—Ciertamente.
—Me habría bastado con un listín telefónico, o Internet, o… Habría resultado fácil. Muy fácil.
Agachó la cabeza, desanimada, y el optimismo de esa mañana se desvaneció.
—Nunca sabemos cómo reaccionaremos —empezó a decir Hugo— ante… el sufrimiento. Estabas desesperada por hacer algo. Por ayudar. Has hecho lo imposible.
Hadley enderezó la cabeza para mirarle, con las mejillas encendidas.
—Y nada de esto ha sido suficiente —dijo ella—, ¿no?
—¿Salimos a la calle? —sugirió Hugo—. Nos sentará bien tomar un poco el aire.
Se sentaron en uno de los bancos de la orilla, delante de unos patos arracimados en círculo que picoteaban al borde del lago. Hugo parecía más menudo embutido en su abrigo de lana, con su bufanda de cuadros escoceses liada al cuello. Llevaba puesto el sombrero de fieltro y le brillaban las punteras de los zapatos. Sentada junto a él, de pronto le dieron ganas de apoyar la cabeza contra su hombro, como hizo con Joel aquella vez en su despacho. El sentimiento era distinto, aunque en el fondo el mismo: la necesidad de roce, de consistencia ante la incertidumbre. No le habría importado que Hugo le hubiese dado unas palmaditas en la rodilla con su nudosa mano, un leve gesto de consuelo. Hadley tenía en las manos el taco de hojas impresas hasta el final con Jacques Jacques Jacques.
—Debería tirarlo al lago sin más —espetó, moviendo las páginas—, ver cómo se hunde. Joel dijo que deberíamos abandonar la búsqueda y debería haberle hecho caso. Pasamos horas, fíjate, buscando en listines telefónicos y en Internet, incluso nos pateamos las calles de Ginebra. Horas desperdiciadas inútilmente.
—¿Joel? Ah, tu profesor otra vez… Bueno, debería consolarte el simple hecho de que estuviera dispuesto a decir amén a todo —dijo Hugo—. No puede haber sido una absoluta pérdida de tiempo.
Hadley le miró de reojo: tenía los labios fruncidos con esa sonrisa irónica. Fingió no darse cuenta.
—Pero tú también has sido de ayuda —señaló ella—. Esa lista no era necesaria, ¿a que no? Seguramente sabías que sería interminable. ¿Eso también fue «decir amén a todo»?
—Creo que no. Y el hecho sigue siendo que no sabes si Jacques se ha enterado y que eso te hace sentir mal.
—Sí. Efectivamente. Estamos conectados, sí que lo estamos, aunque él lo ignore. Kristina nos importaba a los dos, y eso debería contar.
—Pues yo me siento mal si te sientes mal.
—Hugo, ¿por qué te preocupas tanto?
—¿Por qué se preocupa tu profesor?
—No estoy segura de si le sigo preocupando. Pero entiende lo que significa perder a alguien.
—Ah. Es eso.
—¿Tú no?
Hugo frunció el ceño. Apenas se le veían arrugas en la cara; tenía el aspecto de la madera pulida y una expresión igual de impermeable.
—He escrito sobre la pérdida, en repetidas ocasiones. Está presente en todos y cada uno de mis libros, supongo… Pero ¿que si la entiendo? No. No puedo afirmar eso.
Se quedaron en silencio, pensativos, contemplando el lago y al fondo Francia. Al cabo de un rato, Hadley rompió el silencio, y su voz sonó débil y quebrada.
—Hugo, mira, ya me has ayudado más de lo que te puedas imaginar. Y lo hemos intentado todo, eso es innegable. No se me ocurre qué más podríamos haber hecho. Según la policía, el caso sigue abierto, conque todavía cabe la posibilidad de que averigüen algo, ¿no? Pero creo que a lo mejor debería dejarlo correr. Ya es hora.
—¿Lo de Jacques? ¿O lo de tu profesor?
—¿Por qué te empeñas en hablar de mi profesor?
—Porque desconfío de sus intenciones, por supuesto. No confío en él, Hadley. Imagino que será guapísimo, ¿verdad? Es la historia de siempre. ¿Ha intentado llevarte a la cama ya?
Pese a sus palabras, mantuvo un tono displicente e impersonal. Ella se apartó de él.
—¿Es que tu vida es tan aburrida, Hugo, que tienes que inventarte historias constantemente? Vaya, se me olvidaba… Es tu trabajo. O lo era, al fin y al cabo. Estás disfrutando con todo esto, ¿verdad? Con los giros y vuelcos inesperados de un caso irresoluble. Supongo que después vas a casa a escribirlo.
—Hace muchos años que no escribo, Hadley. Lo dejé hace mucho tiempo.
—Y, sin embargo, por lo visto no puedes evitarlo. Sigues erre que erre con las segundas intenciones de Joel, pero ¿qué me dices de las tuyas?
—No las hay.
—En cualquier caso, por mi parte se acabó. Se acabó lo de buscar a Jacques y se acabó el intentar encontrarle sentido a algo que, en resumidas cuentas, es absurdo. La policía lo sabe, Joel lo sabe, sí, efectivamente, mi profesor, y ahora yo también. C’est fini. —Hadley agitó la mano, abarcando el hotel, el lago, las montañas lejanas y las punteras de los lustrosos zapatos de Hugo—. ¿Qué te parece para una obra dramática? ¿Te he alegrado el día?
Vio que Hugo se ponía de pie y dejaba caer los brazos. Había perdido el empuje.
—Siempre que me despido de ti, me pregunto si volveré a verte algún día —dijo él—. No me mires así; no soy tan viejo, ni tan morboso, pero siempre he tenido la sensación de que el lujo de tu compañía era un tiempo prestado. Puede que esté equivocado, por supuesto, me he equivocado muchas veces, pero hoy me da la impresión de que hemos llegado al final del camino.
—¿Estás rompiendo conmigo, Hugo? —le preguntó ella, con intención de decirlo en tono de broma, pero le salió con los labios apretados.
—Puede que nuestra mutua búsqueda de la verdad esté languideciendo —respondió él.
—Yo sí quiero la verdad —replicó ella—. Pero ¿sabes qué? Que quiero una verdad diferente. Quiero sentir algo diferente. Algo que no sea triste, ni malo, ni desesperanzador.
—Te deseo suerte en eso también, Hadley.
Se quitó el sombrero y echó a andar sin darle opción a contestar. Caminaba con cierta rigidez. A Hadley le pareció oírle silbar, aunque puede que solo fuesen imaginaciones suyas.
El Café Grand no tenía la categoría del Hôtel Le Nouveau Monde. El local estaba abarrotado y había una algarabía de conversaciones. Los abrigos de piel yacían colgados en los respaldos de las sillas, arrastrados por el suelo, y se dejaba sentir el ruido de los cubiertos contra la porcelana. Se oía el ruido de descorches y burbujas al servir vino y bebidas con gas mientras los camareros interpretaban una coreografía a ritmo acelerado entre las mesas sujetando las bandejas por encima de sus cabezas. Bruno y Loretta estaban sentados en la mesa de un rincón junto a la ventana, inclinados hacia delante, rozándose con la nariz. Hadley se abrió paso hacia ellos.
Al salir de Les Ormes esa mañana se los había encontrado, y Bruno le había propuesto que fuera a tomar algo con ellos. Tenían previsto pasar el día de compras, y él había juntado las manos con gesto suplicante diciéndole: «Por favor, por lo que más quieras, es por hacer un descanso entre compra y compra, Hadley». Ella no se había comprometido, pero, tras su conversación con Hugo, un encuentro que la había dejado por los suelos por razones que nada tenían que ver con la infructuosa lista, la idea de acompañarles le resultó apetecible. No les contaría lo que había estado haciendo últimamente y sabía que, dada su predisposición al simple disfrute de las cosas, no preguntarían. En lugar de eso sonreiría y se tomaría el primer vino que pidiera Bruno, y le sentaría bien relajarse, dejar que la tarde se desdibujara en la noche, algo que no había hecho desde hacía siglos. Loretta llevaría puesto algo bonito; Hadley le haría algún comentario al respecto. Y puede que solo mencionaran de pasada a Luca, y ella se aseguraría de adoptar una expresión contrita al decir: «Es que no es mi tipo».
Mientras se acercaba a la mesa logró pronunciar un «hola» y ambos volvieron la cabeza y le sonrieron.
—¡Hadley! ¡Has venido! Espera, voy a por una silla.
Bruno salió como una flecha en busca de una tercera silla.
—Hadley, siéntate —ordenó Loretta—, coge la silla de Bruno. ¿Cómo estás? No tienes muy buen aspecto. ¿Sigues acatarrada? Pobrecita.
Hacía calor y se puso a quitarse el gorro, la bufanda y los guantes mientras decía que se encontraba bien, estupendamente, de hecho. Bruno volvió con una silla haciendo un gran despliegue teatral para evitar golpear a alguien con ella, al tiempo que mascullaba: «Scusi, scusi». Se apretujaron en la mesa, que en realidad era para dos. Bruno le sirvió a Hadley lo que quedaba de prosecco y seguidamente buscó con la mirada a otro camarero para pedir otra botella. Loretta lo consiguió enseguida con un leve movimiento de barbilla y un rápido asentimiento.
En ese momento Hadley vio a Joel Wilson. Estaba sentado al fondo, junto a la puerta. Había pasado por delante de él hacía un momento sin siquiera reparar en ello. Tenía colgada la cazadora de cuero en el respaldo de la silla y estaba leyendo un periódico con los codos apoyados sobre la mesa. Estaba solo y, a pesar de la distancia y de su postura relajada, ella sintió la potencia de su energía desde el otro lado de la sala. Hadley le miró fijamente. Llevaba poco más de una semana sin verlo y sin embargo, curiosamente, le sorprendió que tuviera el mismo aspecto que entonces. Era casi como si pudiera acercarse y decirle «hola» como si tal cosa. Sin embargo, algo en su fuero interno se lo impidió y notó que se ponía como un tomate; se había estado engañando al pensar que las cosas podían volver a ser como antes. No te librabas del deseo tan fácilmente. Lo observó mientras doblaba el periódico, se lo metía bajo el brazo y se enganchaba la cazadora al hombro. Entonces se fijó en su cara: tenía la frente arrugada, los labios fruncidos y una mancha gris en la mejilla que parecía de tinta de periódico. Le siguió con la mirada mientras se dirigía a la puerta y la abría para internarse en la tarde de Lausana.
—¿Hadley? ¿Estás escuchando? —le preguntó Bruno en tono irritado.
Loretta la observaba con los ojos abiertos, muerta de curiosidad.
—¿Has visto a algún conocido? —le preguntó.
—Sí —contestó Hadley—, sí. Perdonad, no tardo ni un minuto, necesito alcanzarle. Vuelvo enseguida.
Sin más, se levantó de la silla y cruzó a toda prisa el local. Salió de sopetón a la calle, buscó con la mirada a derecha e izquierda, y casi se tropieza con él. Joel estaba allí de pie, con un cigarrillo en los labios y una cerilla encendida en la mano.
—Hadley —dijo en tono de grata sorpresa. Ella se quedó sin saber qué decir. La cerilla se le consumió entre los dedos. La tiró al suelo y la pisó. Se quitó el cigarrillo de los labios y movió la cabeza de un lado a otro—. ¿Llevas mucho tiempo ahí dentro? —le preguntó.
—No, acabo de llegar. Te he visto cuando salías. ¿Por qué te vas?
—Porque ya me he tomado el café.
—¿No es por mí?
—Hadley, ni siquiera te he visto. De hecho, no te he visto desde hace nueve días. No, diez. ¿Dónde has estado? Estaba preocupado.
—¿Ah, sí?
—Claro que sí. Me preguntaba si habrías pillado el mismo virus que yo, pero Caroline me comentó que te había visto y que estabas estupendamente.
—He estado enferma —explicó Hadley—, solo un catarro, nada que ver con la comida china.
—Me está bien empleado por llevarte allí, ¿verdad? Pero nadie sufre un catarro durante diez días seguidos. ¿Dónde estabas?
—Tenía cosas que hacer —respondió. Se apartaron a un lado para dejar salir del café a un grupo de chicas y chicos con las mejillas resplandecientes y abrigos largos riendo y agarrándose del brazo. Hadley esperó a que se alejaran, y a continuación añadió—: Intenté dar contigo, Joel. Todo ha dado un giro radical. Me enteré de lo de Kristina y el coche y necesitaba verte. Necesitaba verte desesperadamente, pero no estabas.
—¿Qué es eso de Kristina y el coche?
—¿No lo sabes? Creía que te habías enterado. Creía que todo el mundo se había enterado. Salió en el periódico. Te dejé una nota, en tu casillero.
—No la vi, Hadley, prácticamente nunca miro ahí. ¿Cómo iba a ignorar una nota tuya? Hadley, cuéntame. —Una parte de ella respiró aliviada. Él le puso las manos sobre los hombros para tranquilizarla mientras ella le contaba todo: lo de Hugo, Lisette, su búsqueda, la llamada a todas las puertas de la calle, y que a pesar de ello Kristina se había ido para siempre. Ella notaba la presión de todos y cada uno de sus dedos—. Hadley —dijo Joel—, Hadley, Hadley… No sé qué decir.
—Pensaba que las cosas no podían ir a peor, pero me equivoqué.
—Jamás se me habría ocurrido dejarte sola ante todo eso. ¿Por qué no fuiste en mi busca de nuevo? ¿Por qué no lo intentaste? No estabas en clase, no sabía qué pensar.
—Pensaba que no querías verme —respondió ella— después de lo de Ginebra.
—Pues yo pensaba que eras tú la que no quería verme —replicó él—. Maldita sea, Hadley, qué desastre. No he sabido manejar la situación. Perdóname. Por todo. ¿Y la policía? Supongo que dirá que no puede hacer nada, ¿no?
—Creía que habían desistido sin ponerle empeño, pero yo tampoco he llegado a ningún sitio. Joel, ¿cómo puede alguien hacer eso? ¿Seguir su camino por las buenas? ¿Y encima continuar con su vida, como si no hubiera pasado nada?
—Si le damos vueltas, nos volveremos locos —contestó él, y el hecho de escuchar el «nos» la reconfortó y la hizo ser consciente de lo mucho que lo había echado de menos. Él retiró los brazos de sus hombros y los cruzó. Con esa postura parecía más corpulento, como un jugador de fútbol americano avanzando como un bólido, mientras chicas con faldas de volantes brincaban en las gradas—. De hecho, no sé cómo no te has vuelto loca —añadió.
—He encontrado a un amigo inesperado.
—¿Sí? Mira, Hadley, me sabe mal decir esto, pero llego tarde a una cita. ¿Te parece si lo hablamos más tarde? ¿Me llamarás?
—No hay nada más que decir, sobre esto no. Tengo ganas de hablar de otras cosas. De cosas alegres.
—Pues llámame. Llámame para eso también.
—No tengo tu número.
—¿No te lo he llegado a dar? —Sonrió con gesto compungido—. Ha sido un fallo por mi parte.
Sacó un bolígrafo del bolsillo y se dispuso a arrancar una esquina del periódico. Hadley levantó la palma de la mano para impedírselo.
—Anótamelo aquí —dijo. Sonrió al decirlo, pues no sonó muy propio de ella. Era una Hadley más descarada, más pizpireta. Era (pensó más tarde) más propio de Kristina que de ella. Joel le sujetó la mano y lo anotó despacio; el bolígrafo le hacía cosquillas en la palma. Al terminar apretó los dedos—. Te llamaré —le aseguró.
—Eso espero.
Ella se llevó un dedo a la mejilla.
—Tienes una marca aquí. De tinta de periódico.
Él localizó la mancha y se la quitó con la mano. Se examinó las yemas de los dedos y a continuación la volvió a mirar. Sonrió, distraído.
—¿Ya?
—Ya. Joel…
—¿Sí?
—Se me ha hecho raro, el hecho de no verte. O sea, últimamente todo se me ha hecho raro, pero… en parte ha sido por eso. No sé si está bien o mal.
Joel no comprobó si alguien les estaba observando. No echó un vistazo a la calle, a derecha e izquierda, ni a las ventanas del Café Grand. Se limitó a inclinar la cabeza para besarla. Si alguien los hubiera visto, habría parecido un simple pico, un fugaz roce de labios. Hadley, sin embargo, sintió el calor y la firmeza de la presión, y seguidamente el contacto de sus dedos al rodearla por los hombros. Entonces supo que el beso del coche no había sido el final de algo. Había sido, quizá como dijo Luca, solo el principio.
Al volver dentro, Hadley trató por todos los medios de mantener una expresión serena. Se coló entre las mesas sin apenas tocar el suelo con los pies.
—¿Dónde has ido? —inquirió Loretta, extrañada.
—Perdonad —respondió ella, tragando saliva para contener la risa—, lo siento. Tenía que ver a alguien. Bueno, Bruno, ¿qué estabas diciendo? Por lo visto tenías un cotilleo de los jugosos. —Se revolvió en el asiento para acercarse a ellos y prestarles toda su atención. Sus expresiones de indignación se suavizaron.
—Solo que me huelo que la angelical de Jenny y nuestro amigo americano se traen algo entre manos. Nada interesante ni del otro mundo —comentó Bruno, haciendo un mohín.
—¿Y qué pasa con el novio de Jenny? —preguntó Hadley.
Loretta negó con la cabeza.
—Se acabó, creo, y desde luego no está triste ni por asomo.
El camarero se acercó a rellenarles las copas. Hadley observó cómo las burbujas explotaban y dejó que Bruno y Loretta siguieran con lo suyo, contenta de haber dejado de ser el centro de la conversación. Pasaron el resto de la tarde bebiendo prosecco mientras Bruno y Loretta especulaban animadamente sobre las vidas amorosas ajenas. Hadley tenía una mano descansando en la rodilla, con los dedos ahuecados sobre el número de teléfono de Joel, anotado cuidadosamente. Se dejó llevar por una corriente de burbujas ámbar y resultó bastante creíble al mostrar interés por las mismas cosas que ellos. Sonrió prácticamente en todos los momentos adecuados.