A veces se dice que la primera noche que pasas en un lugar desconocido marca la tónica de todo lo que está por venir. Al principio puede que Hadley se resistiera a creer tal cosa, pero a medida que transcurría la noche se convirtió en una perspectiva más halagüeña, más prometedora.
Se encontraba en un pub irlandés situado a dos calles del lago, en compañía de un norteamericano, un italiano y una británica. Mulligan’s era de esos lugares que parecía lleno de almas descarriadas, unidas por un vínculo exiguo: asistentes a congresos y desapegados colegas de trabajo de compañías internacionales cuya camaradería se enmascaraba con rápidas rondas de bebidas. Hadley y sus compañeros se sentaron al fondo, apretujados en torno a una mesa para dos. Estaban tomando botellines de cerveza y se repetían lo que se decían entre sí para hacerse oír por encima del ruido infernal de la máquina de discos. Cuando, en la cocina de Les Ormes, Bruno había sugerido salir a tomar algo, todos estuvieron de acuerdo, con la predisposición propia de gente cuyos caminos se cruzan por casualidad, ajenos aún a los defectos del resto.
Chase, Bruno y Jenny vivían en su mismo pasillo en Les Ormes. Hadley los había conocido poco después de llegar, en la cocina común del final de la residencia.
Acababa de deshacer la maleta y sus escasas pertenencias ya estaban colocadas en su habitación; el cepillo de dientes metido en una taza de cristal esmerilado, la ropa colgada en un armario marrón que olía a cosas olvidadas, los libros apilados sobre una mesa plegable situada bajo la ventana. Se había mirado fugazmente al espejo, atusado el pelo y armado de valor para dirigirse a la cocina.
—Hola —dijo, empujando la puerta. Había una chica sentada a la mesa, apoyada sobre los codos, con la melena rubia recogida en una coleta floja. Parecía inglesa; se intuía por ese familiar tono de sus mejillas. La chica se frotó la nariz con el dorso de la mano, contestó: «Hola, soy Jenny», y acto seguido estornudó, con un ruido sofocado rápidamente que sonó como un descorche de botella. Enfrente de Jenny, una figura corpulenta con una camiseta a rayas y pantalones crema se mecía en una silla alta y endeble. Tenía el pelo negro y rizado y los pómulos oscurecidos por una barba de tres días. Se columpiaba de atrás adelante con aparente despreocupación. «Y yo soy Bruno», dijo a su vez. Hadley respondió con una sonrisa y seguidamente dirigió la mirada al balcón que había detrás de él, en cuyo umbral se encontraba un segundo chico de hombros caídos. Era esbelto, con mechones de pelo claro sobre la frente y una boca pequeña con gesto fruncido. En una mano sujetaba una taza de café y en la otra un cigarrillo. Le hizo un breve asentimiento de cabeza antes de darle la espalda para exhalar una sucesión de volutas de humo perfectas por encima de la barandilla—. Acabo de llegar —explicó Hadley, a nadie en particular, pero al final acabó posando la vista en Jenny.
—Oh, estupendo, también eres inglesa, qué alivio —comentó Jenny, y sonrió con complicidad.
—¿Y tú? —Hadley miró a Bruno, que seguía meciéndose en la silla, la cual a duras penas resistía su corpulencia.
—¡Adivina!
—No estoy segura —dijo ella—. ¿De España, quizá?
Él arrugó el gesto con fingida repugnancia.
—¡Italia! —bramó, pronunciando cada sílaba con gran satisfacción—, pero no te lo vas a creer: mi madre es británica, es de Londres. Fui a la escuela allí tres años, así que mi inglés es prácticamente perfecto. Supongo que conocerás St. Alexander’s. Todo el mundo lo conoce.
—Yo no —repuso Hadley, reprimiendo las ganas de reír. Dudó entre sentarse a la mesa con ellos o salir al balcón con la excusa de contemplar la vista, aunque en realidad su intención era entablar conversación con el chico de los anillos de humo, de aspecto algo más interesante. Jenny se mordió las uñas; Bruno se meció en la silla.
—¡Uau, qué vista! —exclamó Hadley, y salió fuera.
—¿Otra inglesa? —dijo el chico, mirándola de reojo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te he oído hablar. Hay tantos aquí que igual me podía haber ido a Oxford.
—¿Ah, sí? Pues yo también esperaba perderlos de vista. ¿Eres americano? —Resistió la tentación de añadir: «¿Y por qué tienes ese aire tan malhumorado?».
—De Nueva Jersey, hasta la médula —contestó él.
El chico encendió otro cigarrillo y se apoyó contra la barandilla. Los hombros le sobresalían de la camiseta por la espalda como alas. Tenía los brazos largos y ligeramente salpicados de pecas.
—¿Qué te parece esto hasta ahora? —se le ocurrió preguntar a Hadley.
—Todavía no lo tengo claro —respondió él.
Bruno había salido a su encuentro al balcón, y Jenny se colocó detrás de él, rodeando con las manos una taza de té.
—Puedes ir a esquiar más o menos a una hora de camino de aquí —comentó Jenny, en un tono que denotaba poco entusiasmo ante la idea.
—¿Tú esquías? —preguntó Hadley, considerando si debía replantearse la rápida impresión que se estaba haciendo de ella.
—Yo no —contestó—, la gente.
—Ya lo creo —aseguró el chico americano.
—¿Cómo has dicho que te llamabas? —le preguntó Hadley.
—Chase —respondió.
—Supongo que en este bloque habrá un montón de estudiantes más, ¿no? —Trató de disimular la urgencia de su pregunta. De momento, la vida en común no le estaba resultando muy emocionante.
—Todavía quedan algunos por llegar —señaló Bruno—. La de la habitación contigua a la tuya, Kristina Hartmann, aún no está aquí.
—¿Cómo sabes quién es? —preguntó Hadley.
—¿No te has fijado? Todos tenemos nuestro nombre en la puerta —dijo Jenny—. Me da mal rollo. Podría colarse algún extraño y localizar todas las habitaciones de las chicas.
—Nosotros te protegeremos, cara —afirmó Bruno—, ¿a que sí, Chase?
—Más o menos —dijo Chase.
—Creo que deberíamos ir todos a Mulligan’s esta noche —propuso Bruno—. Hadley, ¿te apuntas?
—¿Cómo sabes mi nombre? —inquirió ella.
—Lo ha visto en tu puerta —respondió Jenny.
—¿Y cómo sabía que esa era mi puerta?
—Potra —contestó Bruno, con un guiño.
—Te pega llamarte Hadley —comentó Chase.
—¿Sí? —intervino Jenny—. Ni se me habría ocurrido imaginar el aspecto que se supone que debería tener una Hadley.
—¿Y qué es Mulligan’s? —preguntó Hadley—. No suena muy suizo.
—Es que no lo es —dijo Jenny—, es genial.
Aquella primera noche Hadley pensó que formaban un cuarteto contrahecho. Supo que Jenny se había dejado novio en Inglaterra y que se estaba planteando cortar con él. «Tengo que hacer este curso aquí —dijo en tono desganado y dolido—. No he tenido elección, así que ¿en qué situación nos deja eso a Dave y a mí? En ninguna». Chase, entretanto, consideraba Lausana como un punto en un mapa, con líneas rompiendo en todas direcciones. Ansiaba conocer los desfiladeros de montaña de los Alpes italianos, los puertos pesqueros del sur de Francia, los tejados de forma acampanada del este de Europa… Las ambiciones de Bruno parecían más modestas. Se contentaba con estar allí. «Aquí se vive la buena vida, la vie est belle, n’est-ce pas?», decía, abriendo las manos con las palmas hacia arriba mientras hablaba. Aquella noche, Bruno se abrió paso a empujones hacia la barra una y otra vez, encogiéndose de hombros para rehusar el cambio con gesto brusco. Tenía los carrillos rechonchos de un joven aristócrata y llevaba en el meñique un sello como un lustroso penique. A Hadley le daba la impresión de que no se interesaba especialmente por ellos; no hacía preguntas ni mostraba la menor curiosidad, como si le bastara con tenerlos allí, en su mesa.
Mientras los demás charlaban sin cesar, Hadley permaneció callada aquella primera noche. Parecía inapropiado calificar la situación como la mayor aventura de su vida, pues, a decir verdad, escondida al fondo del bar, con la pierna de Bruno demasiado pegada a la suya, la mirada inquisitiva de Chase y el mal agüero de Jenny, no le daba precisamente esa sensación. Justo antes de la medianoche votaron para volver en taxi a Les Ormes. Hadley vaciló. Se había jurado a sí misma empezar a hacer las cosas de manera diferente ese año en Suiza. Sintió la brisa de la noche procedente del lago; las oscuras calles empinadas de la ciudad se extendían tras ella, invitándola a descubrirlas. Se despidió de Jenny, Chase y Bruno en el taxi explicando que quería volver a casa caminando, acallando el más leve de los reproches. El coche pitó y ella se puso a aspirar en profundas bocanadas la noche de Lausana. Se encontraba lejos de casa y prácticamente nadie la conocía; eso implicaba una libertad sin cortapisas.
Hadley caminó en dirección al agua. A lo lejos, al otro lado del lago, en France, titilaban las luces de Évian. Más cerca de la orilla, las olas se agitaban sin orden ni concierto y los mástiles invisibles tintineaban y vibraban. Salió de sí misma con el deseo de saborear el pintoresco momento en todos sus matices, pero en lugar de eso sintió cierta inquietud debido a la inmensidad de la oscuridad, a la ausencia de personas, a lo extraño que todo le resultaba. Decidió que volvería a la luz del día para explorarlo. Se dio la vuelta en dirección a Mulligan’s con una leve sensación de derrota tras su aventura frustrada. A través de las ventanas de cristal esmerilado atisbó sillas apiladas sobre las mesas y unos cuantos rezagados en la barra.
—Perdona. —La voz la sobresaltó. Se dio la vuelta—. Te he visto con tus amigos dentro. ¿Estás bien, volviendo sola andando? Es tarde.
Era americano, un hombre. Rondaría los treinta y muchos, pero parecía de los que habían tenido aspecto de adulto toda su vida. Tenía el torso corpulento, los hombros anchos y complexión musculada. Cazadora de cuero. Un poco curtido. Un mechón de pelo negro le caía sobre la frente. Captó todo esto con una ojeada aparentemente rápida.
—Todo bien —contestó ella—, pero gracias.
No se dio la vuelta para marcharse, aún no.
—Lausana parece una ciudad bastante segura, pero nunca se sabe —señaló él. Se frotó un lado del mentón como si alguna vez hubiese llevado barba. A Hadley le dio la impresión de que se trataba de un gesto habitual, de alguna manera instintivo.
—No pasa nada —le aseguró ella—, miraré a ambos lados cuando cruce la calle. No hablaré con desconocidos. —Sonrió con naturalidad—. En fin, en ese caso supongo que será mejor que me vaya ya.
Él encendió un cigarrillo y asintió soltando una bocanada de humo. Entonces ella se fijó en sus ojos; eran más dulces de lo que había pensado. De un azul líquido.
—¿De dónde eres? —preguntó él.
—De Inglaterra.
—Ya me he dado cuenta. ¿De qué parte?
—Del centro.
—Una vez pasé un verano allí, hace años. En Cambridge.
—Cambridge es precioso —dijo Hadley.
—Sí, mucho —convino él, mirándola fijamente de una manera que no traslucía del todo sus pensamientos—. Oye, cuéntame, ¿qué estás haciendo en una taberna irlandesa tu primera noche? No es muy suizo, que digamos.
—¿Cómo sabes que es mi primera noche?
—La segunda, entonces. La tercera como mucho. Pero apostaría a que es la primera. Se nota por ese aire que tienes.
—Yo no he elegido el sitio —repuso ella, ignorando su último comentario—; ha sido la gente con la que estaba.
—Tienes que encontrar otra gente mejor que te enseñe todo esto.
—O —rebatió ella— descubrirlo por mí misma. Por cierto, ¿por qué estabas ahí entonces? ¿Si tan malo es? ¿O acaso también es tu primera noche?
—A lo mejor. —Sonrió.
—Tengo que irme —dijo ella—. Adiós.
Echó a andar.
—Que te vaya bonito.
—¿Cómo dices? —Se volvió hacia él.
—He dicho: «Que te vaya bonito».
—Vale, gracias. Eso espero. Igualmente.
—Qué educada.
—Bueno, ¿normalmente qué dice la gente? Nunca me habían dicho «Que te vaya bonito».
—¿No? ¿Nunca?
Hadley se encogió de hombros.
—No, que yo recuerde. No es muy común.
—Bueno, es un honor introducirla en la materia.
—En realidad deberíamos estar hablando en francés.
—Au revoir, mademoiselle —dijo él, arrugando el rostro al sonreír.
—Au revoir, monsieur —respondió ella.
Entonces se alejó de él, porque parecía lo apropiado. Al volver la vista atrás él había desaparecido. Se había mimetizado en el entramado de la oscura ciudad.
A primera hora de la mañana siguiente, Hadley se despertó de sopetón. Permaneció tumbada un momento, enredada entre la ropa de cama, escuchando. La habitación estaba prácticamente a oscuras, salvo por los resquicios de luz que entraban por las rendijas de las persianas. Volvió a oír un ruido. El traqueteo de un pomo, el forcejeo de una llave en una cerradura y una retahíla de maldiciones en voz baja pero audible en un idioma que le resultaba incomprensible. Hadley se apoyó en un codo y aguzó el oído. Tal vez fuera Kristina Hartmann, que venía a ocupar la última habitación libre del pasillo. Se bajó de la cama y se dirigió a la puerta sigilosamente.
Giró el pomo y asomó la cabeza. Llevaba el pelo enmarañado y un pijama a rayas que le daba un aire infantil. La chica del pasillo no oyó abrirse la puerta contigua y continuó forcejeando con la suya. Hadley se fijó en las cuatro maletas de piel oscura desperdigadas por el pasillo y en su abrigo, una gabardina como las que tanto le habían llamado la atención antes, que yacía tirada en el suelo. La chica tenía una melena dorada que le caía hasta la mitad de la espalda. Una bufanda con estampados llamativos se le resbalaba de los hombros. Se pasó una mano por el pelo, exasperada, y se lo echó hacia atrás con fuerza; Hadley se fijó en sus uñas, pintadas en granate oscuro, y en la marca desvaída de un chupetón sobre su cuello. La chica se dio la vuelta de repente y vio a Hadley observando.
—Oh, ¿te he despertado?
Hadley se preguntó cómo había dado por hecho que era inglesa. Su voz tenía una vaga cadencia norteamericana, y lo parecía a juzgar por su constitución alta y atlética y la frescura que desprendía, pero hablaba con un deje que no supo identificar.
—No pasa nada. ¿No puedes entrar en tu habitación? —preguntó Hadley.
—La puñetera llave que me han dado no sirve —contestó ella, forcejeando de nuevo con la cerradura—. Es inútil. Supongo que tendré que despertar al conserje. Aunque probablemente ya estará despierto, preguntándose quién demonios está haciendo todo este ruido. Como tú. —Hadley se cruzó de brazos, súbitamente consciente de los pantalones holgados y la poco favorecedora chaqueta de pijama que llevaba—. Lo siento —añadió—. Me siento fatal. Lo único que quiero es entrar en mi maldita habitación, me he pasado la noche viajando.
La manera en que dijo «maldita» le hizo gracia a Hadley. Le recordaba al acento de los condados del sureste de Inglaterra. Sin embargo, a pesar de su perfecta pronunciación y acento, no era inglesa, ni mucho menos. Tenía los pómulos altos y prominentes, lo cual le imprimía un aire felino e impactante, mientras que su abundancia de pecas desvaídas le daba un toque informal y suavizaba su aspecto. Todo en ella irradiaba sofisticación: la cadena de oro al cuello, el brillo de su sonrisa, el perfume cuya esencia percibía Hadley aun estando a casi un metro de ella… Era velado y atrevido.
—Deja que pruebe yo —se ofreció Hadley—, la mía también se atasca un poco.
Se abrió al segundo intento.
—¿Cómo lo has hecho? —exclamó la chica—. ¡Increíble!
Hadley la ayudó a meter las maletas dentro. Arrastró la más grande y se pilló el dedo gordo de su pie desnudo con el borde.
—Soy un desastre —dijo la chica alegremente, al tiempo que se dejaba caer en la cama—. ¿Qué habría hecho sin ti? ¿Cómo te llamas?
—Hadley Dunn. Estoy en la habitación de al lado.
—Y yo soy Kristina. —Le tendió la mano y Hadley se la estrechó, sin estar segura de haber saludado así a ninguna otra chica antes. Parecía un gesto formal y al mismo tiempo desenfadado. Se sonrieron mutuamente—. De modo que somos vecinas —añadió Kristina—. Genial.
—No consigo reconocer tu acento.
—Danés.
—Vaya, ¿en serio? Nunca he conocido a nadie de Dinamarca. ¿Y cómo es que llegas tan tarde? ¿Acabas de aterrizar?
Kristina se remangó para consultar la hora en su minúsculo reloj de oro. Colgaba de su muñeca tan suelto como un brazalete.
—Prácticamente a las cuatro de la mañana —contestó—. Estaba en Ginebra y perdí completamente la noción del tiempo. Bueno, ¿qué tal esto? —Hadley no esperaba que lo primero que le viniera a la cabeza fuera el azul acuoso de los ojos y la mueca de la sonrisa del desconocido americano y cómo el hecho de pensar precisamente en esas cosas había acelerado su paso al volver a la residencia esa noche. Se disponía a responder cuando Kristina la atajó—. No contestes ahora, Hadley, vuelve a la cama. Ya me contarás lo que me he perdido por la mañana. Siento muchísimo haberte molestado.
—Oh, no me has molestado —le aseguró Hadley. Se estremeció; hacía frío en la habitación de Kristina. Se encogió bajo el pijama al tiempo que se balanceaba con los pies. Siempre habría tiempo para entablar amistad, cuando las primeras impresiones dieran paso a juicios con más fundamento, aunque en el transcurso de su breve encuentro Kristina no la había dejado indiferente. Hadley se sentía como si volviera a tener seis años, descubriendo una nueva amiga entre los tablones de la valla del jardín trasero, una relación que podía sellarse con un bocado a una chocolatina o un paseo en el transportín de una bicicleta—. ¿Te apetece que desayunemos juntas? —le propuso.
—Me encantaría.
—Cuando hayas echado una cabezada, claro.
—Ya apenas voy a dormir. Me despertaré con el sol.
Hadley reprimió un bostezo.
—Yo también. Buenas noches, entonces.
—Me alegro mucho de conocerte, Hadley. Gracias de nuevo por salvarme.
Al volver a su habitación, Hadley se acercó a la ventana. Levantó ligeramente la persiana y atisbó la ciudad, adormecida. «J’habite à Lausanne», dijo. A continuación volvió a la cama y se durmió casi al instante, con una sonrisa en los labios.
Esa primera madrugada sus sueños fueron versiones distorsionadas de los episodios de la noche, donde los detalles insignificantes se trocaron para cobrar fundamento. Era Kristina la que aparecía adormilada con aire infantil en un pijama holgado. Era el desconocido americano quien desatascaba la cerradura de la puerta. Y era el cuello de Hadley el que presentaba la señal desvaída de un chupetón, una marca de honor que ya se estaba difuminando, tan frágil como alas de mariposa.