De camino a Les Ormes comenzó a caer una lluvia fría, al principio intermitente, y después a plomo. Había olvidado coger el paraguas y el pelo se le puso resbaladizo como la piel de una foca. Su boina yacía doblada y olvidada en el fondo del bolso. Estornudó, y volvió a estornudar. Le escocía el fondo de la garganta y presentía que era el principio de un catarro. Al terminar de leer Adiós a las armas, un día de llovizna durante el verano en Inglaterra, se le quedó grabada la imagen de Frederic Henry caminando bajo las calles de Lausana mojadas por la lluvia. Pese a todo el pesimismo que transmitía, tenía un matiz pintoresco y un sentimiento de armonía que le llamó la atención. Sin embargo, la realidad era mucho más cruda, la tristeza de los días de la vida real no suscitaban esa apreciación. No se le ocurrió pensar por un momento en Frederic Henry al atajar por un paso de escalera para salir a una calle secundaria. Sin querer, había llegado de nuevo a la Rue des Mirages. Echó a correr chapoteando en los charcos. Fue corriendo el resto del camino hasta Les Ormes.
Al abrir la puerta de su habitación, el teléfono estaba sonando. Se apresuró a levantar el auricular y automáticamente le vino a la cabeza Joel.
—¿Sí, diga?
—¡Hadley! Estábamos muy preocupados. Tu padre me dijo que me tranquilizara, pero no podía evitarlo. —Él no tenía su número. Cómo iba a ser él—. Hadley, cariño, ¿estás bien?
¿Cómo se le daba a alguien la noticia de una muerte? En el caso de Joel y Hugo lo había soltado de sopetón, como si sus palabras estuvieran imantadas, arrastradas inevitablemente por sus respectivos campos de fuerza. Sus padres se angustiaban por todo. A pesar de su vehemente ánimo, sabía que si por ellos fuera no estaría tan lejos. Había procurado que las postales que enviaba a casa fueran cariñosas y alegres, que evocaran el hedonismo de los años veinte atemperado con horas de arduo trabajo en la biblioteca de la universidad. Si pensaban que había volado del nido, deseaba que al menos creyeran que su vuelo no había tenido contratiempos.
—Lo siento mucho, mamá —contestó—. Tenía intención de llamar, pero siempre surge algo.
—Estás ocupada, cómo no vas a estarlo, eso es maravilloso y, lógico, no vas a andar preocupándote por nosotros… Pero una llamada rápida de vez en cuando…
—Lo sé…
—Y después de tu cumpleaños…, no hemos tenido noticias tuyas desde la fiesta. ¿Lo pasasteis bien? Suena tan glamuroso, Hadley, un cumpleaños en Suiza… —A Hadley se le hizo un nudo en la garganta y le preocupaba que al contestar le saliese la voz ronca. Deseó con todas sus fuerzas que su madre siguiera hablando—. He leído en la prensa lo mucho que ha nevado allí. En toda Europa, decía. Me figuro que habrás salido a divertirte en la nieve, ¿o ya eres demasiado mayor para eso? Toma, te paso a tu padre. Me está resoplando en la oreja como un perro viejo, el pobrecito. Estaba deseando saber de ti. Sammy está en el colegio, se disgustará al saber que te he llamado sin estar él, pero era incapaz de esperar un minuto más.
Hubo unas pequeñas interferencias en la línea al pasarle el teléfono a su padre. Hadley le oyó acomodarse en el taburete del pasillo. En ese instante decidió no decirles lo de Kristina, al menos en esta ocasión. En lugar de eso hablaron de tomar ganso el día de Navidad en lugar del consabido pavo y dijo que quizá, solo quizá, cedería para acompañar a su madre a la misa del gallo, por una vez.
—Hazle cosquillas a Sam de mi parte —añadió—, por debajo de los brazos, que lo odia. Y dale un beso. Dile…, dile que le echo de menos.
A continuación colgó, dejándoles revolucionados y contando las tres semanas que quedaban para las vacaciones. No quería mentirles, pero tampoco se veía capaz de afrontar la verdad. La lastimera respuesta de sus padres, transmitida a través de la línea telefónica y a miles de kilómetros de distancia, le rompería el corazón. Y cuando le preguntaran si quería volver a casa, cosa que inevitablemente harían, tenía miedo de desmoronarse, de venirse abajo, y de olvidarse de todo excepto de las palabras «sí, por favor, sí».
Quizá fuera debido al hecho de empaparse o a su incesante trote por la ciudad; el caso es que Hadley pilló un catarro que la hizo guardar cama el resto de la semana. Padecía los síntomas habituales —voz ronca y un moqueo constante—, pero también un persistente dolor de cabeza y una inevitable sensación de apatía. Jenny le llevaba a la habitación montones de revistas inglesas manoseadas, ejemplares con las esquinas dobladas que olían a consulta médica. Nunca se quedaba mucho tiempo, pues Hadley, con las mejillas encendidas y el pijama arrugado, tenía un aspecto demasiado contagioso para hacerle compañía. Jenny evitaba acercarse; depositaba sus ofrendas y sonreía marcando los hoyuelos de camino a la puerta.
Tenía el sueño intermitente, y de su interior emergían visiones inquietantes. Kristina y Joel se le habían aparecido juntos en sueños anteriormente, cuando Joel no era más que un desconocido con labia y Kristina una mera promesa estimulante de amistad. Mientras estaba resfriada, soñó con ambos de nuevo y, pese a la intimidad de su realidad en común, aparecían poco definidos y casi irreconocibles. Kristina tenía cierta belleza, pero pálida y desvaída, y Hadley no lograba distinguirla con nitidez; era como si cada vez que miraba hacia ella tuviera la sensación de que se desvanecía. No encontraba consuelo ni paz espiritual ante su fugaz imagen, solo una sensación perturbadora y vacía. Joel estaba allí, pero no la reconfortaba ni le ofrecía su compañía; en lugar de eso le daba la espalda y rehusaba mirarla a la cara. En el sueño no estaba claro si alguna vez se habían besado. A ella no le daba esa impresión, pero el vehemente deseo que sintió al tirar del hombro de Joel, deseosa de que la mirara, fue imprevisible, una necesidad imperiosa e infundada. Jacques también estaba allí, aunque solo en espíritu: una voz fantasmal que se mofaba sin intervenir. Hugo era el único que aparecía nítidamente. Siempre que Hadley se daba la vuelta, lo encontraba tras de sí, retrocediendo unos pasos con la destreza de un bailarín, con una sonrisa amable, aunque manteniendo la distancia en todo momento. Los cinco se movían con movimientos rápidos, como en el juego de vasos de un mago aficionado donde la moneda nunca queda al descubierto y la verdad permanece oculta.
Las secuelas del sueño persistieron a la mañana siguiente. Se despertó agotada, con la sensación de no haber pegado ojo y la cruda certeza de que Kristina se había ido y de que jamás regresaría. A pesar de sus lunáticas apariciones, nunca le había parecido tan lejos de su alcance. Hadley trató de concentrarse en cosas concretas, tangibles, para liberarse de la incertidumbre de la noche. Era posible que a esas alturas Hugo tuviera la lista y que se estuviera preguntando dónde estaba. Y había faltado a otra clase de Joel. Se preguntaba si se habría presentado como de costumbre, aproximándose a la clase con aire desenfadado, con esa manera tan particular que tenía de extender los brazos y una cálida sonrisa en el rostro. Puede que hubiera reparado en su ausencia y le diera demasiada importancia, que titubeara al expresarse o que perdiera la línea de sus apuntes, y que exagerara su sonrisa para disimular. Ella no había mantenido la distancia tanto tiempo a propósito, pero eso él no lo sabía. Tal vez, en un sentido muy diferente, él también estaba desapareciendo, escapándosele de entre las manos, cada día un poquito más.
Justo cuando la interminable tarde estaba dando paso a la noche tocaron a su puerta. Oyó una voz masculina que exclamó: «¿Hadley?». Al haber estado soñando con él, y realmente, cuando pensó en ello más tarde, porque era lo que quería, tuvo la certeza de que sería él, estaba segura, más allá de toda duda, de que sería Joel. Le dio un vuelco el corazón. Se miró el pijama, descolorido, y se pasó los dedos por su mustio pelo. No se atrevía a mirarse al espejo porque sabía que se enfrentaría a una imagen deplorable de sí misma mirándola fijamente: los ojos adormilados, las mejillas moteadas por la fiebre.
—Estoy en la cama —gritó—. Estoy horrible. Puedes entrar, con la condición de que cierres los ojos.
Oyó abrirse la puerta y el crujido de unos zapatos. Intentó colocarse más cómodamente sobre las almohadas. Echó debajo de la cama un puñado de pañuelos de papel hechos un ovillo. Él se asomó por la puerta y entró.
Tenía los ojos cerrados, tal y como le había pedido. Sus largas pestañas oscuras contrastaban con su tez aceitunada y llevaba su melena rizada recogida en una coleta floja. Sujetaba en la mano un ramo de tulipanes amarillos, y sonreía tontamente. No había habido comentarios con retintín por parte de Chase, ni alusiones a él en tono indiferente por parte de Loretta. Luca. Sus besos en la calle nevada, su sobeteo en aquel local cavernoso, sus dedos jugueteando con el borde de su vestido: fue consciente de que no se había parado a pensar en él ni un segundo; todo había quedado borrado por lo ocurrido desde entonces.
—Tenía intención de venir antes, pero Loretta dijo que no era una buena idea —explicó él—. Y vine de todas formas, y llamé, pero nunca te encontraba. Luego vi a Bruno en la ciudad y me dijo que estabas enferma, así que no me quedaba más remedio que venir a verte.
Mantuvo los ojos cerrados mientras hablaba. Hadley lo miró fijamente y comprobó lo inseguro que parecía de día. Recordó lo desenvuelto y seguro que le había parecido al principio y cómo ella se había dejado besar a regañadientes. Ni siquiera sabía la impresión que él le había causado aquella noche, si le había gustado aunque fuera un poquito. Era horrible no ser la persona que otro quería.
—Luca, puedes abrir los ojos —dijo ella—. No pasa nada.
Los abrió y sonrió.
—Hola, Hadley. Las cosas se han puesto difíciles para todos aquí arriba, ¿verdad? Debería haber venido antes. Lo siento. Es que no sabía si tenías ganas de verme. Por cierto, estás guapísima. Bella.
—Menudo embustero —replicó ella—. O sea, lo digo por mi aspecto, no por lo demás. Pero gracias. Gracias por…, bueno, por las dos cosas.
—¿Te importa que me quede?
—Claro que no —contestó—. En fin, te aconsejo que no te quedes mucho tiempo. Es probable que todavía sea contagioso, que pilles algo, seguro. Si bajas a la sala estoy segura de que Bruno andará por ahí. Siempre le apetece compañía.
—No tengo ganas de ver a Bruno.
—Ah, vale. —Hadley recolocó las almohadas y se cruzó de brazos—. Quizá sería mejor que fuéramos a la cocina. A preparar un poco de té. Puede que esté Jenny, siempre guarda un puñado de galletas.
—No me interesan ni Jenny ni sus galletas.
—Eso es porque no sabes lo que tiene. Se lo mandan de Inglaterra, obleas de color rosa, dulces de malvavisco y de todo tipo. —Se dio cuenta de que estaba hablando atropelladamente y añadió despacio—: De hecho, creo que me sentaría bien estirar las piernas, llevo días sin salir de la habitación. ¿Vamos a ver si hay alguien por ahí?
—He venido a verte, Hadley. A ti y a nadie más. No he dejado de pensar en ti desde tu cumpleaños.
—Oh…
—Hadley, yo…
Ella lo interrumpió.
—Fue una noche rara, Luca. Nada salió bien. Kristina debería haber estado allí y no estaba. Bebí demasiado, y la verdad es que no era yo misma. Aún no lo soy. No me encontraba bien entonces y ahora tampoco. Lo siento, sé que no es eso lo que deseas oír.
—Estás triste por el accidente, me lo dijeron Loretta y Bruno. Es lógico, todo el mundo lo está. Y sé que es probable que mentalmente asocies las dos cosas, ya sabes, la noche que estábamos pasando, Hadley, y luego lo que le ocurrió a Kristina. No pasa nada, lo entiendo. Pero me gustas mucho, bella. Me gustaría hacerte feliz.
Hadley negó con la cabeza y tiró de la sábana hasta la barbilla. Tenía ganas de que se fuera y de que se llevara su ramo de flores. Sintió un punzante dolor de cabeza.
—Eres un encanto, Luca, en serio, pero me da la sensación de que te di una idea equivocada. Antes, desde luego que sí, y ahora también. Si quieres que te diga la verdad, al tocar a la puerta solo dije que pasaras porque pensaba que se trataba de otra persona. Lo siento.
—En tu cumpleaños no te importaba quién fuera —replicó él—. Entonces sí que te gusté.
—Todos estábamos borrachos, Luca, y lo sabes.
—No tan borrachos. Y no creo que puedas besar a alguien y olvidarlo así como así.
—Bueno, he tenido muchas cosas en la cabeza desde entonces —repuso ella. De repente se sintió cansada. Le había dado la oportunidad de marcharse con dignidad y la había rechazado—. Además —dijo en voz baja y clara—, hay otra persona.
—¿Quién?
—En realidad no ha pasado nada, pero lo estoy deseando. Eso es lo único que importa. Quiero a otra persona, Luca. Lo siento.
Él dejó las flores en la mesilla, junto a botellas de agua vacías, revistas desechadas y una caja de pañuelos de papel que asomaban.
—Me da igual —replicó él—. Un beso siempre es el comienzo de algo.
—No siempre. A veces es el final.
La fulminó con la mirada, al tiempo que se le enrojecían las mejillas.
—No me rindo tan fácilmente —apostilló.
Salió dando un portazo. Hadley se acurrucó de lado, de cara a la pared. Deslizó el dedo por el cemento pintado de blanco. No podían tener razón los dos, Luca y ella, y, sin embargo, no tenía más remedio que ser así, porque, si no, no funcionaría. Nada funcionaría. Al final se aferró a las palabras de Luca a medida que se quedaba dormida, más temprano de lo habitual. «Un beso siempre es el comienzo de algo». Una frase propicia que penetró en sus sueños. Descomponiéndose y volviéndose a componer, como la más vaga promesa.