18

A lo largo de los siguientes días, Hadley evitó a todos en Les Ormes. Saludó rápidamente con la mano a Chase al cruzarse con él en el pasillo, no abrió la puerta cuando Jenny tocó suavemente y salió de la cocina sigilosamente antes de que Bruno apareciera con sus botellas de vino, ávido de conversación. Todos le habían dejado claro que sus esfuerzos bienintencionados eran en vano; escuchar una y otra vez sus opiniones le resultaba de lo más descorazonador e irritante. En una ocasión oyó por casualidad a Bruno y Chase cuando pasaban junto a su habitación. «¿Cuánto le va a durar esto? Es una tragedia, pero hay que seguir adelante», dijo Chase. Bruno murmuró una respuesta ininteligible, pero estaba segura de que coincidía con él.

Ya se sentía perdida antes, pero ahora el hecho de pensar en el coche acrecentaba su dolor y la inquietaba. Empezó a evitar la cocina de Les Ormes y a saltarse el desayuno; prefería tomarse un café rápido en cualquier otro sitio. Cenaba en anodinas cafeterías de grandes almacenes desconocidos, tomaba caros vasos de Coca-Cola, porciones triangulares de quiche y amargas hojas rizadas de lechuga roja en una bandeja pringosa. Dondequiera que fuese, Hadley observaba a la gente de Lausana, a simple vista respetable: la elegancia y la formalidad de sus besos, sus ceremoniales cafés-croissants y sus impecables sonrisas con los labios apretados al desear «bonne journée», «que pase buen día», sin un atisbo de chispa norteamericana. ¿Sería una de esas personas la que había matado a Kristina mientras toqueteaba la radio del coche, volvía la cabeza para responder a la pregunta de un niño o distraía la atención de la carretera por un instante? ¿Se habría asomado con recelo una de tales personas por la puerta entreabierta al encontrarse al anciano y a la chica y les habría dicho: «Non, monsieur, mademoiselle, je suis désolé, j’ai rien vu», «lo siento, no vi nada»?

Mientras tanto, veía a Kristina por todas partes: de acá para allá por la ciudad, identificada por el destello fugaz de su cartera verde manzana y su inconfundible pelo color miel; su perfil perfecto a través de la ventana de un autobús al pasar en dirección contraria y la delicada forma de uve de su cara al volverse; en la cuesta de Les Ormes, con paso lánguido y pausado, y Hadley cincuenta metros atrás jadeando para alcanzarla. Estas visiones se desvanecían en cuanto llegaba a su habitación. Se apoyaba contra la áspera pared que separaba sus respectivas habitaciones o se dirigía al balcón y escudriñaba el cristal oscuro de las ventanas, pero ni veía, ni sentía, ni oía nada. Daba la impresión de que, siempre que intentaba invocar a Kristina, esta se resistía, pero, cuando no miraba, Kristina era lo único que veía.

No tenía noticias de Joel, y su ausencia también la obsesionaba, en menor grado, aunque de manera igualmente perturbadora. A pesar del desaliento que le producía la incertidumbre, su recuerdo brillaba como una piedra preciosa. Una vez, en la bulliciosa Place Saint-François, Hadley se dio la vuelta al oír una voz americana, pero se topó con un hombre barrigudo con barba, ataviado con equipo de montañismo, moviendo los bastones de senderismo. Él le sonrió y graznó un «bonjour». Y en otra ocasión, en la boca del metro, atisbó a alguien por detrás: cuero oscuro, pelo castaño oscuro, vaqueros desteñidos…, y le siguió durante tres, cuatro, cinco pasos para asegurarse, pero no era Joel. De no ser por Hugo Bézier, por su confianza e insistencia, a veces estaba convencida de que Lausana podría convertirse en una ciudad fantasmal que la atraparía.

Las sugerencias de Hugo la hacían centrarse, y las seguía al pie de la letra, aunque se le antojaban de lo más irreales. Imprimió una foto de Kristina, y la llevaba doblada en el bolsillo para enseñársela a empleados de ferrocarril con gorras azules, con la esperanza de que alguno la reconociera. Siguió el rastro de Kristina a espaldas de la estación, escaleras abajo, cruzando el callejón, doblando la esquina hasta la Rue des Mirages. Caminaba despacio y atenta, mirando a derecha e izquierda, al suelo y al cielo. Volvió sobre sus pasos y lo repitió de nuevo, esta vez más rápido, con la premura de alguien que llega tarde a una fiesta. La última nevada no había cuajado y las calles estaban húmedas y oscuras. No resbaló, no se cayó, no oyó el rugido del motor de ningún coche echándosele encima, no había rastro de Kristina. En una ocasión vio de nuevo a Lisette que salía a toda prisa por la puerta trasera de la estación y, al llamarla, la mujer la miró sin dar la menor muestra de reconocimiento. «¡Lisette!», volvió a gritar, y alguien que pasaba la miró con acritud y resopló con desaprobación.

Hadley fue a la floristería y volvió a aspirar sus intensas y revitalizadoras fragancias. Se expresó en un francés muy pobre al tiempo que gesticulaba hacia la cámara de seguridad; al mover los brazos se manchó la manga de la chaqueta con los lirios y encontró expresiones perplejas por toda respuesta. Volvió a la comisaría a pedir información, pero fue en vano. «No hay ninguna novedad», afirmaron, y ella negó con la cabeza y recitó en francés todo lo que había anotado con sumo cuidado para tal fin: pistas, investigación, autor… Palabras frías y contundentes que había buscado en el diccionario, señalando con un dedo la página mientras las apuntaba en su libreta. Volvió en una segunda ocasión ese mismo día, y en una tercera al día siguiente. El policía de pelo rubio rojizo empezó a darle largas aduciendo que estaba muy ocupado para no atenderla. Se lo dijo mientras el radiotransmisor crepitaba enganchado a su cadera y un compañero observaba de pie mordisqueando el borde de una taza de café de plástico.

Habían transcurrido casi cinco días desde su primera visita a la comisaría y los había pasado en su mayor parte en el centro de la ciudad. El incómodo silencio de Joel y la mirada inquisitiva de Caroline Dubois la mantenían alejada del campus. Había ido a una clase de francés por mantener las apariencias y había sacado tres libros de la biblioteca por si casualmente alguien la veía, el tipo de movimientos de despiste que Hugo aprobaría. Por lo demás, fue en repetidas ocasiones al Hôtel Le Nouveau Monde; a veces le daba la impresión de que el café y Hugo eran lo único que le daban consistencia. En cada ocasión, Hadley se acordaba de la primera noche que había pasado con Kristina en aquel lugar, empapadas por la lluvia del final del verano, riendo achispadas por el efecto de los cócteles y haciendo conjeturas sobre la nieve. De cómo Kristina la había cogido del brazo y lo que le había gustado esa imagen de sí misma: la chica que caminaba por la orilla del lago trastabillando con total naturalidad y despreocupación en una ciudad desconocida y hermosa. Ese era el secreto de Kristina: su amistad en cierto modo también había sacado a relucir una nueva personalidad en Hadley. Se lo había comentado una vez, quizá con otras palabras, y Kristina se había reído con dulzura y le había dicho: «No tiene nada que ver conmigo; es Lausana», y a lo mejor tenía razón, pues entre la ciudad y Kristina había existido un estrecho lazo desde el primer momento.

Hugo siempre la esperaba en el lugar de costumbre y, cuando todos los esfuerzos de Hadley resultaron inútiles, él le aseguró que pese a todo había merecido la pena, que intentar lo que estaba en su mano era todo lo que podía hacer. La escuchó cuando le habló del desinterés de la policía; de la amabilidad y extrañeza de la taquillera de la estación que, al ver la foto de Kristina, se limitó a sonreír diciendo: «Belle»; de la mujer de la floristería que se había reído al preguntarle por «une caméra de sécurité» y había dicho: «¿Quién va a querer robar flores?». Cuando su ánimo decaía, él hacía lo posible por animarla.

—Todo es inútil, Hugo, inútil —le dijo—. Estoy dando palos de ciego, tratando de cambiar las cosas, ¿y para qué? Kristina no va a volver.

—¿No le encuentras sentido?

—Es que no sé cuál es el siguiente paso. A lo mejor no hay nada que hacer. A lo mejor ha llegado el final.

—Es mejor haber agotado las ideas que no haber hecho nada —afirmó él.

—Pero todas se te han ocurrido a ti. Hasta la última.

—Bueno, sigues aquí, ¿o no? No has huido. Eso es importantísimo.

—Lo habría hecho si no me lo hubieras impedido.

—Te subestimas. Tienes empuje, Hadley.

—¿Empuje? ¿Qué clase de empuje? A mí no me lo parece.

—Vida —dijo él—. Rebosas vida. Y eso implica una responsabilidad, la responsabilidad de sacarle todo el jugo. ¿Por qué los jóvenes ignoráis esto? Hubo un tiempo en que me lo decían constantemente, y yo me echaba a reír y hacía hincapié en todos los libros que había escrito, en mi última y magnífica reseña. Oh, sí, pensaba que todo aquello era un verdadero logro.

—No entiendo qué relación tiene con…

—Me estoy yendo por las ramas, soy consciente de ello. Perdóname, ma chérie. Pero resiste los golpes y sigue adelante, porque en eso consiste la vida. Me refiero a la vida real. En fin, yo asumo mis propios fracasos. No fracasos exactamente, sino falta de progresos…

Enganchado al hilo de su relato, ardía de entusiasmo. Los ojos le chispeaban, su mente iba a cien por hora. Hadley se encontraba tan a gusto charlando con él que a veces hasta se planteaba contarle lo de Joel. Entonces recordaba cómo se había fijado en la marca de su barbilla, con una mirada casi acusadora. En sus tiempos de estudiante, los profesores no iban por ahí con cazadoras de cuero y vaqueros deshilachados, besando a las chicas a oscuras en los coches. Probablemente le habría dicho que Joel había hecho bien en mantener las distancias, que le estaba haciendo un favor, a fin de cuentas. O quizá ella le estaba haciendo un flaco favor a él, a lo mejor Hugo había llevado una vida trepidante y había sido un tarambana de melena rubia, ojos oscuros y mente más oscura aún. Se preguntaba si alguna vez había existido una madame Bézier, una suiza delgadísima con un discreto toque de barra de labios y un perro con cara de muñeca acurrucado bajo el brazo. Tal vez alguien que le llevara sus petites copas de coñac mientras escribía, que le quitara el cigarrillo de los labios y se agachara a darle un beso. Con sus consumados buenos modales y su manifiesto don de gentes, Hugo ocultaba bajo la superficie una faceta que ella nunca conocería. A veces lo pillaba observándola y los años se desvanecían como aquella vez en que le habló de sus enigmas, de sus intrigas y sus tramas; lo percibía en sus ojos negro azulados, en todas las cosas que decía, y en algunas que callaba.

—¿Qué pasa, Hadley? —le preguntó Hugo al quinto día, sentados uno frente al otro en la mesa de siempre—. Hay algo que no me has contado.

Hadley pensaba que no había dicho ni hecho nada para darle a entender eso.

—No hay nada. Nada más. ¿Algún avance con la lista?

—En unos días, espero. Pero eso no era en lo que estabas pensando. ¿Alguna novedad?

—Ninguna.

—¿No?

Hugo la observaba, y la intensidad de su mirada le resultaba agradable. Comprobó que no le importaba que la escrutara.

—Nada que sea relevante. Nada importante, sobre todo comparado con todo lo demás.

—Ah —dijo él—, entonces estaba en lo cierto. —Se pasó los dedos por la barbilla, aparentemente con toda la intención, justo en el sitio donde se le había quedado la marca a ella. Había desaparecido, pero eso no le importaba a Hugo.

—¿En qué sentido? —preguntó Hadley.

—Hay un chico, si no me equivoco.

—No es tan sencillo —dijo ella.

—Debería serlo —replicó él— para una chica como tú. Deberías tener el mundo a tus pies.

Hadley bajó la vista.

—Eso no me preocupa —rebatió ella—. Es que pensé que vería a alguien esta semana, pero no ha sido así. Es culpa mía, supongo. Cometí un error. De hecho, el error fue de los dos, pero… dejé que pasara. Incluso deseaba que pasara.

—Me gustan los rompecabezas —dijo Hugo— y resolver misterios, pero, ma chérie, estás hablando en clave.

—No debería ni mencionar esto. Ahora que Kristina ya no está. No debería pensar en nada más que en ella.

—Supongo que sabría lo de este chico, ¿no?

—No. Ojalá, pero… No había gran cosa que contar… hasta ahora. Es curioso, pero todo ha surgido gracias a ella. Parecía que había empezado bien, pero luego todo se ha torcido.

Hugo esbozó una fugaz sonrisa y chasqueó la lengua.

—Vaya —dijo y, de pronto, sin que añadiera nada más, al mirarle Hadley tuvo la certeza de que lo sabía. Intentó recordar si alguna vez había mencionado a Joel, si al decir adrede y con naturalidad «mi profesor» se le habían sonrosado las mejillas. A Hugo no se le escapaba nada.

—Echo tanto de menos a Kristina —dijo ella—. Es que no me parece bien pensar en otra cosa, sentir otra cosa.

Hugo sacó un puro del bolsillo de su chaqueta y le pasó los dedos con gesto lánguido y al mismo tiempo reverencial.

—La añoranza… Me pregunto si no será mejor que no haber tenido nada. Ya sabemos lo que dicen los poetas, desde luego.

Hugo la miró fijamente. Ella sostuvo la mirada.

—Tú eres escritor… ¿Qué opinas?

—Era escritor.

—Eras, eres, ¿qué más da?

—¿Sabes? No sabría qué decirte. Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que he vivido la mayor parte de mi vida a través de las páginas.

En ese momento la voz se le quebró un poco, sin su aplomo habitual, y ella se preguntó por primera vez si Hugo no sería, a pesar de su refinado atuendo y su agudo ingenio, uno de esos hombres solitarios.