—Prácticamente había perdido la esperanza —dijo Hugo Bézier, nada más verla.
Señaló la silla que había al otro lado de la mesa y ella vaciló.
—¿No te importa?
—Todo lo contrario —le aseguró él. Ella se sentó con cuidado—. Pensaba que a lo mejor habías encontrado a tu hombre, Jacques, y que te habías escapado con él —comentó, y le sonrió desde el borde de su taza de café—. Ni que decir tiene que estoy encantado de que estés aquí. De que te hayas quedado, lo cual ya sabía. Y también luchado, me da la impresión, porque pareces cansada. ¿Cómo estás, ma chérie? —Ella se restregó los ojos e inspiró—. Hadley, ¿qué pasa?
—Ha habido avances —respondió, usando las palabras del agente de policía.
—¿Qué tipo de avances?
Se tomó un tiempo antes de contestar. Retuvo las palabras unos instantes más de lo preciso, y al pronunciarlas le parecieron más irreales que nunca, como si estuviera leyendo en voz alta un pasaje de un libro en clase, o una línea de un periódico. Le habló de las flores que había dejado en la Rue des Mirages, del aspecto de Lisette y de su infructuosa conversación con ella, y por último de su incursión en la comisaría, donde ya estaban al corriente de los terribles hechos, pero con muy pocas esperanzas de esclarecerlos.
—Todo ha cambiado —dijo Hadley— y, sin embargo, todo sigue igual. ¿Cómo es posible? Después de ir a la policía quería contárselo a alguien que supiera qué hacer, a alguien a quien le importara de veras, así que he acudido a…
Hugo le puso la mano en el brazo para tranquilizarla.
—Me alegro de que hayas acudido a mí —atajó.
—No, me refiero… —No terminó de corregirle—. Sí —añadió.
—Un atropello con conductor a la fuga y una testigo poco fidedigna, según ella misma. Ay, Dios…
—Lisette estaba allí, pero como si no hubiese estado, Hugo. En realidad no vio nada y, de haberlo hecho, no se acuerda. Es inútil. Es inconcebible que la policía no advirtiera desde el primer momento que había un coche de por medio. Y no me explico la cobardía de… —Se le apagó la voz.
Hugo apretó los labios y tomó un poco de aliento.
—Muy pocos sabríamos cómo reaccionar ante una situación extrema —dijo, sin alterarse.
—¿Tú no pararías? ¿Si atropellases a alguien? ¿Seguirías tu camino tan tranquilo, como si no hubiese pasado nada?
—Dudo mucho que eso sea posible, seguir como si no hubiese pasado nada. Para cualquiera. Pero… ¿yo? Qué sé yo… Me gustaría pensar que pararía, pero ¿cómo voy a saberlo?
—Es terrible admitir eso —afirmó Hadley.
—Mejor, seguramente, que no admitirlo —replicó él—. Conociéndoles, la policía no dará con el conductor que le dio el golpe a tu amiga. Perdóname, de nuevo, por lo que seguramente consideres una franqueza brutal.
—¿Tu idea de ayudar es esta, Hugo?
A Hadley le dio la impresión de que recapacitaba.
—Mis disculpas —contestó—. Ahora dime, es innegable que las cosas han cambiado, y de manera significativa, pero, desde la última vez que nos vimos, ¿has avanzado en algo? ¿En la búsqueda de Jacques? ¿En algún sentido?
—Estoy estancada. Igual que Joel. Él… —Se le trabó la lengua al pronunciar su nombre y acto seguido se recompuso—. Él opina que deberíamos desistir en la búsqueda. Dice que, si Jacques quisiera que lo encontrásemos, lo haríamos. La verdad es que no se me había ocurrido verlo así. Pensaba que solo había una salida.
—¿Joel?
—Mi profesor. Me está ayudando.
—Y yo que pensaba que era el único hombre hecho y derecho de tu vida…
—No es tan mayor, Hugo —puntualizó ella.
Hugo se enderezó el nudo de la corbata. Tosió e hizo un ademán.
—¿Has pensado en poner un anuncio en el periódico local, quizá, con un llamamiento a alguien llamado Jacques para que se persone?
Ella negó con la cabeza, porque eso parecía demasiado burocrático, como una petición de información por parte de una autoridad. Se imaginó su número de teléfono de Les Ormes impreso en tinta de periódico emborronada y una foto de Kristina, con esa «última sonrisa» una vez más.
—Parecería una trampa —contestó—, como si existiese la sospecha de que estaba implicado. Entonces, ¿crees que debería continuar? ¿Que no debería rendirme?
—No te rindas nunca, Hadley. Y, en cuanto a la policía, ¿consideras que has agotado todos los cauces?
—De momento. Y, aunque no lo reconozcan, me temo que ellos también.
—No te dejes influir. Entiendo el punto de vista de tu profesor, por supuesto que sí, pero esa no es razón para que renuncies a buscar a Jacques. Él siempre tendrá tiempo de acudir a ti, en cualquier momento, eso no cambia las cosas. Oye, ¿qué te parecería si te consiguiera una lista?
—¿Qué clase de lista?
—Tengo un amigo que sigue en el servicio. Tiene sus años, pero es de los buenos. Puedo pedirle que elabore una lista. De hombres jóvenes de una cierta edad, de Ginebra, que se llamen Jacques.
Ella dejó la taza sobre la mesa con un chasquido.
—¿Podrías conseguirme eso?
—Sí, estoy seguro.
—Hugo, ¿en serio? ¿Eres…, eras… policía? Pensé que habías dicho que eras escritor.
Se echó a reír, con una risa muy ensayada, como si le hubiera contado un chiste que había oído un montón de veces y aun así le seguía encontrando la gracia.
—Hace mucho tiempo escribía novelas de detectives. Muchísimas. Las tareas de investigación eran con lo que más disfrutaba siempre. Cultivé grandes amistades en aras de la credibilidad de mis obras.
—¿Y todavía conoces a gente allí?
—A un par de ellos. Casi todos se han jubilado; se han ido a los campos de golf de El Algarve o a la costa de San Diego. Dicen que los suizos son reacios a abandonar su país, aunque yo diría que a los viejos detectives les ocurre lo contrario. Tal vez hayan visto demasiadas cosas bajo la idílica superficie. Más allá de la neutralidad. —Se rio entre dientes—. Y otros sencillamente han muerto, claro. Un riesgo laboral para veteranos como nosotros…
Sin haber leído una palabra de sus obras, Hadley estaba totalmente convencida de que había sido un buen escritor: decidía qué decir y cuándo decirlo y, con sutiles ardides, tendiendo cortésmente pañuelos y brindando su ayuda, te engatusaba.
—¿Me harías ese favor?
—Por supuesto que lo intentaré.
Él insistió en que le diera cualquier otra pista que pudiera tener sobre Jacques, por vaga que fuera. Le vio anotar «menos de 45», «trabajo decente», «urbano», «sin hijos» con trazos delgados e inseguros. Le dijo que volviera a verlo al cabo de unos días.
—Hugo, gracias. De verdad, es increíble. No tenía ni idea de que pudieras ser tan… útil.
—Yo también estoy un poco sorprendido. Estoy ejercitando músculos que no utilizaba desde hacía mucho tiempo. Bueno, tenemos que pasar a otro asunto.
—¿Qué asunto?
—Este crimen, Hadley. Porque es un crimen, no un accidente ni una caída desafortunada, y resolverlo, o «saber lo que pasó esa noche», como me dijiste al principio; ahora cobra más importancia que nunca, n’est-ce pas? Escucha: nadie se tomará jamás más interés en esto que tú. Cualquier cosa que se te ocurra, por insignificante que parezca, debes procurar hacerla. Tú y solo tú.
Hablaba con voz temblorosa. Hadley se fijó en que le chispeaban los ojos, y su pasión la abrumó. Miró a otro lado, tratando de recomponerse.
—No se me ocurre nada —dijo Hadley—, no sé, es que… ¿Qué más puedo hacer?
—Volver a la Rue des Mirages.
—¿Para qué? Incluso si volviera a encontrar a Lisette, no creo que me dijera nada más.
—Hiciste bien en interrogarla de esa manera, en sonsacarle la verdad que pudiera proporcionarte. Hay quienes la habrían rehuido, Hadley. ¿Ves? Ya estás luchando, tal y como yo sabía. Ahora bien, puede que no haya sido la única en presenciar el accidente. La policía habrá ido puerta por puerta, y tú deberías hacer lo mismo. Puede que alguien más recuerde algo. Hadley: siempre hay alguien que sabe algo.
—¿Cómo voy a hacer eso? ¿Cómo voy a ir llamando a las puertas y presentándome así?
—Puedes hacer lo que quieras. Debes hacer cualquier cosa que se te ocurra.
Pensó en pedirle que la acompañara, a ese anciano que parecía tan sagaz, que sabía exactamente cómo convertir la impotencia en acción, pero él no se había ofrecido; había dicho «tú» y no «nosotros». Hadley pensó en Joel y sintió una punzada de arrepentimiento. ¿Durante cuánto tiempo le daría importancia al beso? ¿Estaría ausente al día siguiente, y al otro? ¿Encontraría su nota y, de hacerlo, sabría cómo localizarla? Se lo imaginó reconcomido de remordimiento, dando vueltas en el apartamento, un lugar que ella no había visto y que probablemente nunca vería. En ese momento fue consciente de que lo echaba de menos, a pesar de no conocerlo mucho, y desde hacía poco tiempo. Lo echaba de menos.
—Hugo —dijo—, ¿estarías dispuesto a venir conmigo? A la Rue des Mirages. Me da miedo hacerlo sola; sé que seguramente pensarás que es ridículo. Y tampoco me defiendo muy bien en francés… No sabría qué decir ni cómo decirlo.
Hugo pareció satisfecho.
—Pensaba que nunca ibas a pedírmelo —respondió.
Subieron la cuesta desde la orilla mientras los copos de nieve, ligeros y dispersos, danzaban delante de ellos. Hadley vio a Hugo secarse una gota de sudor solitaria de la frente con la punta del pañuelo al acelerársele la respiración.
—A lo mejor habrías preferido que cogiéramos un taxi…
—No, no, estoy disfrutando del paseo. Es que normalmente no vengo por aquí.
—¿En qué zona vives?
Señaló hacia atrás.
—Oh, más o menos por ahí. No tiene nada de especial. Bueno, según mis cálculos, creo que estamos a dos calles. Sigamos.
Hadley aminoró el paso para acompasarlo al suyo y llegaron a la Rue des Mirages poco después de las siete. Se respiraba el ambiente de normalidad de siempre: una calle de edificios de aspecto deslustrado y postigos cerrados; no había cintas de demarcación fosforescentes ni siluetas perfiladas con tiza por la policía. Estaba tan desierta como de costumbre y sin rastro de Lisette.
—De modo que aquí es donde ocurrió —comentó Hugo, y tras quitarse el sombrero se atusó el pelo—. Creo que es la primera vez que piso la Rue des Mirages. O a lo mejor he venido, hace mucho tiempo, quizá. Últimamente suelo ceñirme a ciertas pautas. Los mismos lugares, las mismas caras…
—Siento alterar tu rutina.
—¿Te estás disculpando? Pensaba que mi gratitud era evidente.
Hadley sonrió tímidamente y se encogió de hombros.
—A ver, ¿cómo lo hacemos? ¿Empezamos por una punta y… llamamos a la puerta por las buenas?
—No nos queda otra —respondió Hugo.
Recorrieron juntos la calle de cabo a rabo. Pulsaron todos los porteros automáticos, tocaron en todas las aldabas y llamaron a todas las puertas. Sus preguntas despertaban recelo, inquietud, arrepentimiento y disculpa, pero la respuesta siempre era la misma: «Solo oímos la sirena de la ambulancia. Así nos enteramos».
Llegaron a la última puerta, en el nº 148 de la Rue des Mirages, el ático de un bloque cuyo interior despedía un fuerte olor cáustico a lejía y a hormigón frío. Abrió la puerta una mujer joven con un vestido de seda y el pelo en un elaborado recogido alto de rizos y ondas. Mientras escuchaba, los ojos se le salían de las órbitas por la lástima e inclinaba la cabeza en señal de asentimiento. Se puso a hablar en un exquisito francés con Hugo mientras Hadley se esforzaba por comprenderla. Conversaron durante un rato y ella se empezó a hacer ilusiones, pero, cuando Hugo negó con la cabeza y la asió con delicadeza para marcharse, concluyó que no había sido de más ayuda que el resto.
—Ha dicho que la gente utiliza estas calles secundarias para atajar, para evitar las avenidas principales. La Rue des Mirages tiene menos tráfico que la mayoría, pero está cerca de la estación y siempre se oye el traqueteo de los trenes al pasar. Los vecinos están acostumbrados al ruido. Suben el volumen de la televisión y la música; no se asoman corriendo a la ventana cuando oyen algo.
—¿Qué más ha dicho?
—Eso ha sido todo, plus ou moins, más o menos.
—Pero si habéis estado hablando un siglo.
—Quería saber por qué habíamos venido juntos, qué relación teníamos. Creo que estaba intrigada. No le he revelado gran cosa.
—No hay gran cosa que decir, ¿verdad?
—Eso depende de cómo se mire.
Llegaron al pie de las escaleras y salieron a la calle. Sintieron una bofetada de frío glacial y Hadley se frotó las manos para calentárselas. Comenzaron a caminar.
—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó—. Lisette tenía razón: «Nadie vio nada»; no dejaba de repetir eso, una y otra vez. Se refería a Kristina, al conductor y a cualquier testigo inexistente. La policía también estaba en lo cierto. Salauds.
—¡Hadley! —exclamó Hugo, entusiasmado—. Tu francés es asombroso.
—Ni siquiera sé lo que significa. Lo dijo Lisette.
De repente Hugo dio un traspié, y Hadley lo agarró por el codo. Al sujetar parte de su peso, le sorprendió su ligereza. Parecía tan sólido…
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Sí, sí, muy bien —se apresuró a responder—. Es que me he resbalado un poco, eso es todo.
—Ha sido agotador —dijo ella— llamar a todas esas puertas. Y el camino hasta aquí era cuesta arriba.
A Hugo se le había descolocado un mechón del pelo, peinado impecablemente, y le caía sobre la frente, dándole un aire desaliñado impropio de él.
—Creo que debe de haber un poco de escarcha en el suelo —advirtió él—. Ten cuidado por donde pisas tú también.
—Sí —dijo ella en tono dulce.
—Tú también pareces cansada —señaló él, mirándola de soslayo.
—Estos días no estoy durmiendo muy bien. Y para colmo esta mañana… Ha sido una conmoción. Nada de esto parece real.
—Tienes que cuidarte —le dijo Hugo, y se detuvo—. ¿Tienes amigos en la residencia? ¿Se preocupan por ti?
—Kristina era mi amiga —contestó Hadley, y añadió—: Con los demás es distinto, no tenemos la misma complicidad. Eso sí, lo intentan. No creo que se lo esté poniendo demasiado fácil; de hecho, me consta que no.
—¿Y algún amigo especial?
—Ningún amigo especial —respondió ella, negando con la cabeza.
—¿No?
Hugo miró a Hadley y ella se llevó la mano a la barbilla inconscientemente. Sintió la huella del roce áspero de la barba de tres días de Joel al besarla.
—Gracias por haberme acompañado, Hugo, te lo agradezco mucho. No tienes por qué preocuparte hasta este punto. ¿Por qué lo haces?
—Cualquiera lo haría.
—No, no de este modo.
—Mañana me ocuparé de tu lista. Pronto tendremos datos sobre todos los Jacques de Ginebra. Si no tienes clase, deberías ir de nuevo a la comisaría. A preguntar cuál es el siguiente paso que van a dar. A darles la lata en la medida de lo posible. —Se detuvo, tomó aliento, y continuó—: Luego lleva una foto de Kristina a la estación de tren. Por si alguno de los trabajadores la vio. Puede que no consigas nada, pero ¿qué pierdes? Inténtalo por si acaso. No dejes de intentarlo. Y Hadley, ahora está cerrada, pero hay una floristería al final de la calle; ve a preguntarles si tienen cámara de seguridad. Quién sabe, puede que se haya grabado algo. En fin, es todo lo que se me ocurre. Si me necesitas, ya sabes dónde estoy. Te acompañaría a todos esos sitios, pero… —se le fue apagando la voz.
—Ya has trotado bastante —dijo Hadley.
—Pero ¿me pondrás al tanto de tus avances?
—Sí. ¿Le digo algo a la policía? ¿Les pongo al corriente de que estamos haciendo esto?
—Solo si averiguas algo.
—Vale. Hugo, jamás se me habrían ocurrido todas estas cosas sola. Las haré, una por una, por mucho que tarde. En este momento las clases me importan un bledo. De todas formas, mi profesor está de baja.
—Vaya, una sincronización perfecta.
Ella se tocó de nuevo la barbilla, distraída, y vio que él reparaba en ello y que abría los ojos con un movimiento apenas perceptible. Dejó caer la mano. No sabía qué más decir, de modo que le deseó buenas noches y lo observó alejarse despacio. Esperaba que volviera a casa en taxi, pues hacía frío y, a pesar de sus brillantes ideas, tenía una palidez mortecina. Él se dio la vuelta y se saludaron con la mano. Hadley recorrió la Rue des Mirages sola, mientras la escarcha de la acera crujía bajo sus pies, atenta por si oía pasar coches.