Al despertarse hacía una mañana gris, el cielo se cernía como una lámina de metal y caía una desangelada llovizna contra la ventana. Se había olvidado otra vez de bajar las persianas, y se quedó bajo el aplastante peso de las mantas. «Oh, Kristina», pensó. Se llevó la mano a la cara y palpó la leve irritación de su barbilla. Sabía que al mirarse al espejo vería una mancha enrojecida de poca importancia que le escocía al tocarla. Era la única prueba tangible de la noche anterior. Nadie la había besado de ese modo jamás ni ella había besado a nadie con tal avidez y enajenamiento, con la urgencia de que el beso la absorbiera por completo. Lo único que deseaba hacer era llamar a la puerta de Kristina. Habrían permanecido la una frente a la otra en pijama y Hadley le habría hecho un gesto hacia su barbilla. «No te vas a creer lo que ha pasado». Tal vez se habrían reído tontamente, y el beso habría parecido divertido, o excitante, o ambas cosas. Sin embargo, sin Kristina era un beso distinto. Si todo hubiese discurrido con normalidad, con una normalidad absolutamente maravillosa, ni siquiera habría existido la posibilidad de ese beso.
Habían permanecido el resto del trayecto de vuelta a Lausana prácticamente en silencio; no en un silencio agradable y cómplice, sino en una atmósfera imbuida de palabras silenciadas. Después de besarla, Joel había dicho entre dientes: «Lo siento, no sé en qué estaba pensando», y a continuación había arrancado a toda prisa para volver con el motor rugiendo a la autoroute. Ella había girado la cara hacia la ventanilla, fingiendo no haber oído.
—¿Hadley? —le dijo.
—No pasa nada —contestó ella—. Yo también lo siento.
—Puede que ambos necesitemos cierta distancia, puede que sea eso.
Ella había entrelazado las manos sobre el regazo con la mirada fija en la ventanilla, deseando que le hubiese dicho otra cosa, o tal vez nada en absoluto.
Joel había parado el coche junto a la acera justo al pasar el cruce de Les Ormes, sin apagar el motor.
—¿Te viene bien aquí?
—Me viene bien aquí —repitió ella. Al bajarse del coche, se dio la vuelta para decirle—: Gracias por la noche.
—Nos vemos esta semana —contestó él, cerrado en banda.
Ella había cerrado la puerta de un portazo, y él había seguido su camino, colina arriba. Hadley había levantado la mano para decirle adiós. No había posibilidad de saber si la había visto o no.
Hadley se duchó y después se miró en el espejo con la barbilla levantada con gesto desafiante. Sabía a ciencia cierta que ahora las cosas serían diferentes. No tenía previsto ir al campus hasta la tarde, y se le ocurrió una idea tan aguda como un dolor en el costado: volver a la Rue des Mirages a llevar más flores. La noche anterior, por primera vez desde la muerte de Kristina, se lo había pasado bien y, por muy efímera que hubiera sido esa sensación, le remordía la conciencia.
La Rue des Mirages estaba sombría y silenciosa. Su ramo de rosas aún yacía a los pies de la farola y, al cogerlo, los marchitos pétalos cayeron al suelo como copos de nieve parduzcos. Hadley dejó el ramo nuevo en su lugar, retazos de colores, flores isleñas de aspecto exótico, abandonadas en una fría calle suiza.
—Kristina —empezó a decir—, anoche ocurrió algo.
—Elle ne peut pas vous entendre.
Hadley se dio la vuelta. Al otro lado de la calle había una mujer, observándola. El pelo le caía en dos trenzas enmarañadas de aire aniñado. Llevaba un pantalón de chándal roto por la rodilla y empapado a la altura de los tobillos.
—Excusez-moi?
—Anglaise? Hablo inglés. La chica que murió no puede oírla. Elle n’est pas là. Elle est partie.
—Ya sé que no está ahí.
Hadley miró fijamente a la mujer. Eran las diez de la mañana y llevaba una lata de cerveza en la mano y un cigarrillo sin encender entre los labios. Hadley le dio la espalda. Se agachó para enderezar el nuevo ramo, haciéndose la entretenida, ignorando el sonido de la mujer que se aproximaba a ella arrastrando los pies.
—Se lo he dicho, elle n’est pas là. No está ahí. Se la llevaron.
Hablaba inglés con un zigzagueante acento francés, pero se entendía perfectamente. Hadley se incorporó y la miró de frente. Tenía una edad indefinible entre los veinte y los cuarenta, las mejillas pálidas y hundidas y la frente surcada de arrugas de preocupación. Sus ojos eran grises y de expresión dura, y estaban clavados en Hadley.
—¿Estaba aquí cuando llegó la policía? —le preguntó Hadley—. Avez-vous vu la police?
—Il neigeait. Estaba nevando. No dejó de nevar.
—¿Vio a Kristina? ¿Vio a mi amiga? Mon amie, la fille qui a été tuée?
—¿Su amiga?
—Era amiga mía.
—Iba corriendo por la nieve.
—O sea, ¿que la vio antes? Entonces… Ella… ¿La vio caerse?
—Je veux une cigarette.
—Tiene uno —dijo Hadley, al tiempo que asentía con la cabeza—. ¿Se refiere a fuego?
—Je veux une cigarette.
—Ya tiene uno —repitió Hadley, e hizo un gesto hacia el labio de la mujer—. Por favor, dígame, dîtes-moi, ¿qué vio? Qu’avez-vous vu? —La mujer se llevó la mano a la boca y cogió el cigarrillo. Lo sujetó entre dos dedos y se echó a reír con voz ronca—. No tengo fuego —añadió Hadley—. Lo siento. Mire, por favor, continúe. Continuez, s’il vous plaît. Dígame lo que vio. Era mi mejor amiga. Ma meilleure amie. Solo quiero saber que no sufrió. Al menos eso. —La mujer se metió el cigarrillo detrás de la oreja y sonrió burlonamente—. ¿Qué le hace tanta gracia? —inquirió Hadley—. Olvídelo. Es imposible hablar con usted. —Echó a andar.
—Es la única que ha venido —gritó la mujer. Hadley siguió caminando. La mujer volvió a gritar, aún más alto—: Nadie trae flores.
—Sí, bueno, no tiene mucho sentido, ¿no? —replicó Hadley, sin volver la cabeza.
—L’autre n’est jamais venu.
Hadley no se dio la vuelta.
—J’ai dit, la otra persona no ha venido.
Hadley se quedó helada. Se giró en redondo.
—¿Qué otra persona? Qui?
—Con el coche.
Hadley pensó en Jacques, conduciendo desde Ginebra. Arrodillándose un momento en la calle, posando la palma de su mano en el duro suelo.
—¿Qué coche? —preguntó—. ¿Vio un coche? Qu’avez-vous vu?
La mujer agitó las manos delante de su propia cara con una vivacidad repentina.
—Personne n’a rien vu. Il neigeait.
—Sé que estaba nevando, lo sé. Pero…
—Nadie vio nada. Yo no vi el coche. El coche no vio a la chica. La chica no vio el coche. Nadie vio nada.
Hadley se quedó perpleja.
—¿Qué? ¿Se refiere a la noche que ocurrió? Oh, Dios, ¿cómo se dice en francés…? ¿Había un coche? Y a-t-il une voiture?
—No frenó. Desapareció. En la nieve, todo desaparece.
Hadley trató de respirar con normalidad. Le puso la mano con delicadeza en el brazo.
—S’il vous plaît. Il est vraiment important. Por favor, dígame lo que vio. Dîtes-moi.
—Nadie vio nada.
—Pero usted sí, ¿verdad? Vio un coche. Une voiture. Estaba nevando, il neigeait, y aun así vio un coche. Qu’est-il arrivé? ¿Qué hizo? ¿Se…? —Se calló. Se recompuso y respiró hondo—. Por favor. Haga memoria. Cette voiture que vous avez vue… qu’est-il arrivé?
—La voiture ne s’est pas arrêtée. Elle a disparu.
—Espere, un momento, ha dicho «disparu»? ¿Desapareció?
—Sí.
—¿No paró?
—Non.
—¿Por qué no paró? ¿La vieron? ¿Vieron que se había caído?
—Ella iba corriendo, después llegó el coche, y se cayó.
—¿Le dieron un golpe?
—Une catastrophe. Pum. Y luego… se acabó.
Hadley se tapó la boca con ambas manos. Sintió un shock físico por segunda vez en una semana. Se tambaleó de la conmoción y se le escapó un grito. La mujer hizo un amago de darse la vuelta, pero Hadley alargó el brazo y la agarró del hombro.
—Por favor. Espere. No se vaya.
La mujer se zafó de ella.
—Ne me touchez pas.
—Perdone, lo siento, no la tocaré. Une question… La police? Leur avez-vous dit…?
—Salauds.
—¿Qué significa eso?
—Nada de policía. Yo no hablo con nadie.
—Conmigo sí —replicó Hadley—. Me lo ha dicho. Quería que yo supiera la verdad, la vérité.
—Solo quiero fumarme un cigarrillo —dijo la mujer.
—¡Pues fúmeselo! ¡O no se lo fume! Me importa una mierda; entonces deje de hablar de ello. No puede decir cosas así y seguir tan campante, como si nada. O fingir que no entendió lo que vio, porque sé que lo hizo. Sé que sabe perfectamente lo que vio y por eso se ha dirigido a mí. Porque quería contárselo a alguien. Porque sabía que lo que presenció estuvo mal. —La mujer parecía aturdida, con la expresión absorta—. Por favor, se lo ruego. S’il vous plaît. Es la única persona que sabe algo. La policía cree que fue un accidente, una desafortunada caída en una calle resbaladiza. No saben lo del coche. No saben que fue un atropello y que el conductor se dio a la fuga. Nadie sabe que mataron a Kristina salvo usted. Y ahora yo. Podemos ir juntas. Nous pouvons aller ensemble, ¿vale?
—Non.
—Oui. Voy a ir a la policía. Ahora mismo. Por favor, acompáñeme, por favor. Así podrán localizar el coche y… ¿cómo se llama? Perdone, soy una maleducada, qué maleducada. ¿Cómo se llama? Comment vous appelez-vous?
—Lisette.
—Lisette, je m’appelle Hadley. Je suis désolée, vraiment. No lo entiende, vous ne comprenez pas, lo que acaba de contarme, lo que vio, cambia todo.
—No vi nada.
—Sí que lo vio, vio el coche. La voiture.
—No sé nada.
—¿Sabe de qué color era? ¿Vio por casualidad la matrícula? ¿O tal vez parte de ella?
—Ad-lee, no recuerdo nada. Nunca recuerdo nada. Antes sí. Ya no.
—¡Pero se acuerda de mi nombre! Y es un nombre raro, la gente casi nunca lo dice bien. Y recuerda el inglés. ¿Lo aprendió en la escuela? ¿Lo ve? Se le quedó. A lo mejor si hace memoria…
Lisette se dio golpecitos con la mano en la sien, y se le movieron las trenzas.
—Lo siento. Lo siento. ¿Cómo se dice en inglés…? Está hueca.
Dicho esto, se alejó tranquilamente. Hadley la observó caminando por la Rue des Mirages hasta que la perdió de vista y con lo único que se quedó fue con una historia inacabada sobre un coche que había atropellado a una chica y que se había dado a la fuga.
Hadley empujó la puerta giratoria de la comisaría central. Se sentó en una chirriante silla de plástico y trató de no mirar al niño pequeño que lloraba pegado al cuello de su escuálida madre. El mismo agente de policía que había hablado con ella anteriormente, el de pelo rubio rojizo y mirada contrita, la condujo a una sala y la invitó a sentarse. Escuchó lo que tenía que contarle con las manos cruzadas sobre la mesa.
—Gracias, mademoiselle —dijo cuando Hadley terminó—, ya estamos al corriente de los hechos. Si hubiese ido a la Rue des Mirages un día antes, habría visto a nuestros agentes.
—¿Gracias? ¿Gracias? ¿Eso es lo único que se le ocurre decir? —Las lágrimas asomaron a sus ojos y parpadeó para contenerlas—. ¡No me explico cómo pudieron pensar que fue un accidente! ¿Desde cuándo saben que no lo fue?
—Los resultados de la autopsia no fueron inmediatos.
—Pero ¿cómo es posible que no fuera evidente? Quiero decir, ¿nada más verla?
Él le explicó que un examen minucioso había revelado que Kristina tenía un cardenal en el muslo. Ningún hueso roto, pero sí evidencia de un golpe que no se había producido contra la dura superficie de la calzada, ni con el bordillo de la acera o cualquier otro mobiliario urbano.
—A Kristina no la mató el impacto del coche —afirmó él—, eso lo sabemos con seguridad. Murió porque se golpeó la cabeza contra la acera. Tuvo muy mala suerte. El mismo accidente, cualquier otro día…
—Por supuesto que la mató el coche. De no haber habido un coche de por medio, no se habría caído. ¿Cómo puede decir eso?
—Los atropellos donde el conductor se da a la fuga, como es el caso, son sumamente complicados, mademoiselle. Disponemos de muy pocas pruebas. Y no fue un impacto fuerte.
—Pero tiene que haber pruebas. La mujer de la que le he hablado, Lisette, si ella lo vio, a lo mejor hubo algún otro testigo…
—Lisette Colombe es, por desgracia, de muy poca ayuda. Un testigo válido y sobrio, que realmente oyera y viera algo más que un golpe y una imagen borrosa…, eso sí que sería de ayuda, n’est-ce pas? El caso es que la nevada fue tan rápida que ocultó por completo cualquier rastro o huella. Es posible que el conductor saliera del coche, aunque no podemos asegurarlo. Tenemos abiertas todas las líneas de investigación posibles, pero me temo, mademoiselle, que debería estar preparada para considerar la posibilidad de que tal vez nunca sepamos exactamente lo que le ocurrió a su amiga.
—A menos que cojan al conductor.
—Sí.
—¿Están intentándolo?
—Hemos pedido testigos. Hemos ido puerta por puerta. Pero hacía mala noche, un tiempo extremo. No había nadie en la calle salvo por necesidad.
—Lisette estaba en la calle.
—Sí, efectivamente. Lausana tiene sus problemas como cualquier otro lugar.
—Pero sucedió en pleno centro de la ciudad, alguien más debió de verlo.
—Era una calle secundaria, mademoiselle.
—Entonces ¿qué? ¿Ya está?
—Localizaremos a Lisette y la interrogaremos de nuevo; por desgracia, la conocemos bien. No obstante, usted misma lo ha dicho: le contó todo lo que sabía, Hadley. Hasta le habló en inglés. Quería ayudarla, pero no podía. Cuando le dijo que nadie vio nada, no me cabe la menor duda de que, por una vez, decía la verdad.
—Pero ¿seguirán investigando? ¿Seguirán intentándolo?
—Haremos nuestro trabajo, mademoiselle, y eso implica hacer cuanto esté en nuestra mano para resolver este caso. Más allá de eso, no puedo prometerle nada.
Hadley parpadeó fugazmente. Hizo un amago de ponerse de pie, pero volvió a sentarse.
—¿Puedo irme ya? —preguntó.
—Por supuesto. Esto no es una declaración formal; nos ha puesto al corriente de lo que sabe. Gracias por venir.
Hadley se puso el gorro y se lio la bufanda. Le estrechó la mano al agente, porque le parecía el gesto más apropiado. De camino a la puerta, de pronto se dio la vuelta.
—¿Alguna vez se presentan los conductores? —preguntó—. Quiero decir, ¿días, semanas después? ¿Alguna vez se despiertan un día y son conscientes de que no pueden vivir con ello? ¿De que no han conseguido salirse con la suya, porque su conciencia, su humanidad, lo que sea, no se lo ha permitido? ¿Vienen aquí entonces, a contar la verdad?
El agente titubeó.
—Es posible —contestó en tono impasible, sin el menor resquicio de esperanza.
El eco de las palabras «atropello» y «fuga» resonaba en los pasillos de Les Ormes. Chase y Jenny estaban en la cocina cuando Hadley volvió de la comisaría, y al contárselo les brillaron los ojos con manifiesta excitación. Al hablarles del pesimismo de la policía y de la ausencia de testigos le apretaron el brazo y le dieron palmaditas en la mano diciéndole que lo que realmente tenía que hacer era intentar pasar página. Cuando volvió a estar a solas en su habitación, sintió un ahogo de indignación, y los sollozos le irritaron el fondo de la garganta. Se puso a caminar de un lado a otro, con la cabeza entre las manos. Sin pensarlo, cogió de un manotazo el abrigo y salió dando un portazo.
Cruzó el campus con una fuerte sensación de incomodidad, como si todo aquel que se cruzaba con ella estuviera al tanto de sus circunstancias; todavía le escocían los labios de los besos de Joel y su escueta despedida le resonaba en los oídos. Hacía un día gélido y el cielo amenazaba con otra nevada. Los estudiantes se movían poquito a poco, con las bocas tapadas con bufandas y las manos metidas en los bolsillos. Se oían conversaciones amortiguadas y apresuradas. Las miradas se dirigían de reojo. Una vez dentro del edificio principal, Hadley se aflojó la bufanda, se quitó el gorro y se atusó el pelo. Se fue derecha a los servicios para mirarse al espejo. Se le habían saltado las lágrimas por el viento glacial y llevaba el rímel corrido. Se peinó las puntas del pelo y se retocó los labios con una pizca de rojo rubí para mejorar su aspecto. El retoque le sentó bien.
El despacho de Joel se encontraba dos tramos de escaleras más arriba, al final del pasillo del Departamento de Inglés. Al llegar llamó a la puerta. No hubo respuesta, de modo que volvió a llamar con más insistencia.
—El profesor Wilson no ha venido hoy.
Al darse la vuelta se topó con Caroline Dubois. Se había quitado las gafas y las sujetaba con languidez en una mano. Hadley se fijó en que el interior de las patillas era de color violeta. Hizo girar las gafas entre los dedos, al estilo de una majorette.
—Oh… —dijo Hadley—. Necesitaba verle.
—No se encuentra bien —explicó Caroline—. Ha suspendido las clases de hoy.
—No lo sabía.
—¿Cómo ibas a saberlo? —Caroline entrecerró sus ojos verde claro con recelo—. Eres Hadley, ¿verdad? —No se habían presentado como es debido, ni siquiera en el cóctel de bienvenida, pero el departamento era pequeño. Hadley se figuraba que estaría al corriente de todos los estudiantes de intercambio, pues solo había unos cuantos—. Siento mucho lo de tu amiga. El profesor Wilson comentó en la última reunión del claustro que a lo mejor necesitabas un poco de apoyo. Puede resultar difícil, me consta, cuando te encuentras muy lejos de casa; se puede perder el control de las cosas fácilmente. Si alguna vez te apetece tomar un té y charlar, mi puerta está siempre abierta. —Su inglés era perfecto, salvo por un deje casi imperceptible. De hecho, tenía una voz suave, lechosa, que rebosaba amabilidad—. Me encanta el té inglés —continuó Caroline—. Tengo una hermana en Londres que me manda cajas de té. Si echas de menos el sabor de tu tierra, ya sabes dónde venir.
Unos días antes, Hadley habría aceptado su ofrecimiento. Se podía imaginar a sí misma tomando té de hojas sueltas, dejándose envolver por la suave voz de Caroline. Ahora bien, ¿entendería lo de Jacques? ¿Sentiría el impulso de hacer algo con respecto a este crimen? Algo le decía a Hadley que no. Sus sentimientos eran demasiado irracionales e infundados para alguien como Caroline Dubois.
—Tiene un virus que le ha afectado al estómago, aunque no sé si estoy dando demasiados detalles.
—¿Quién?
—El profesor Wilson.
—Ah —dijo Hadley—. Ah, vale.
La profesora Dubois pareció quedarse súbitamente perpleja. Abrió la boca como para añadir algo, pero la volvió a cerrar. Se puso las gafas y posó la mano con delicadeza en el brazo de Hadley. El roce fue tan tenue que ella apenas lo notó.
—Acuérdate del té, Hadley —insistió—, cuando quieras…
Hadley volvió sobre sus pasos. Sintió que Caroline Dubois la observaba desde el otro lado del pasillo, pero al darse la vuelta ya se había metido de nuevo en su despacho, y esta vez había cerrado rápidamente la puerta. Hadley sacó un bloc de su bolso y arrancó una hoja para escribir una nota. Recordó la mala calidad de la comida china de la noche anterior, y que, a diferencia de ella, Joel había seguido comiendo. Cabía la posibilidad de que hubiera caído enfermo. Pero ¿y si estaba haciendo lo posible por evitarla por el mero hecho de sentirse avergonzado? Después del beso apenas había sido capaz de mirarla y durante todo el camino de vuelta a Lausana les había atenazado la sensación de haber hecho algo malo. Ojalá Joel supiera lo que le había pasado a Kristina, que había otro oscuro episodio de por medio; de ser así, seguramente lo demás le traería sin cuidado. Optó por la simplicidad, por si alguien encontraba la nota y la leía. «Siento que estés enfermo, Joel. Cuando vuelvas (si lees esto es señal de que habrás vuelto), ¿podemos hablar? Es urgente. No es sobre lo que piensas. Gracias. Hadley». Dejó la marca de un beso y acto seguido cambió de opinión y lo tachó. Arrancó otra hoja del bloc y lo volvió a escribir todo, esta vez en impersonales letras mayúsculas. Se dirigió al casillero de Joel e introdujo la nota bien al fondo, entre un taco de trabajos y correo interno. Después hizo lo único que se le ocurrió: ir al Hôtel Le Nouveau Monde.