La Rue des Mirages se encontraba a unas cuantas calles al sur de la estación, y en el camino de vuelta del campus Hadley se atrevió a pasar por allí por primera vez. La promesa de Joel la había envalentonado, y le daba la sensación de que él la acompañaba, aunque no fuera así. A simple vista era como cualquier otra calle secundaria de Lausana, con edificios de apartamentos color aceituna y garajes pintados con grafiti; un poco más venida a menos, quizá, pero sin llegar a ser un lugar peligroso, de esos donde te arrebatan la vida con súbita violencia. Miró a ambos lados de la calle y no había nadie; al dar un solo paso desde la avenida principal podías encontrar que no había un alma. Levantó la vista hacia las ventanas con postigos y a las partes traseras de viejos bloques. Bajó la vista al suelo. Aquella noche puede que hubiera un charco de sangre, rojo rubí, sobre la nieve. Ahora solo había nieve medio derretida con vetas grises de suciedad. Kristina había pasado por la Rue des Mirages como una exhalación, y se había caído, y no existía el menor indicio de que esto hubiese pasado. Hadley había visto puntos conmemorativos en otras ocasiones, lugares tristes señalados con ramos larguiruchos y mensajes emborronados por la lluvia atados a la barandilla de un puente o depositados en un cruce de mucho tráfico. Para un transeúnte cualquiera significaba un momento de reflexión, pero ¿y para los seres queridos? No era como llevar flores a una tumba, a un lugar de descanso; tal vez fuera el mismo impulso que ella sentía ahora: detener el movimiento de la tierra durante un instante, impedir que el día siguiente y el próximo borraran todo lo ocurrido hasta entonces. Una actitud desesperada, qué duda cabe, el hecho de intentar hacer que algo cobrase importancia cuando el mundo seguía su curso a toda marcha, impasible.
Al final de la calle había una floristería; entró y eligió un ramo de doce rosas blancas como la nieve. Siguió subiendo por la Rue des Mirages en busca de un lugar para depositarlas. Eligió los pies de una farola, y las dejó con delicadeza. «No fue mi intención decir lo que dije», empezó a musitar, pero se interrumpió. Lo único que se oía era el ruido sordo y lejano del tráfico, el crujido de sus pies al avanzar por la nieve y el susurro del viento al rozar el envoltorio de plástico del solitario ramo de Kristina. Se fue caminando, con las palabras enmudecidas en su interior.
Cuando llegó a Les Ormes, estaban limpiando la habitación de Kristina. Conforme se dirigía a su dormitorio, oía el zumbido de aspiradoras cada vez más cerca y pisadas de zuecos de goma. Escuchó mientras hacía tiempo tras la puerta de su propia habitación y, cuando se marcharon sin cerrar con llave, aprovechó la ocasión. Estaba a punto de colarse sin que la vieran, pero antes se detuvo para echar un vistazo a ambos lados del pasillo. Levantó la mano y apoyó el puño contra la puerta. Había llamado tantas veces hasta entonces, con un rápido golpeteo para decir: «¿Te apetece un café? ¿Cogemos juntas el autobús? Hace sol, vamos a algún sitio, donde sea, ¿qué me dices del lago?». Tocó a la puerta, solo una vez, con delicadeza. «¿Kristina?». No contestó nadie. «Voy a entrar», dijo.
Estaba vacía, lo cual sabía de antemano. La cama se encontraba deshecha, y habían cambiado la bolsa blanca de la papelera. Habían olvidado quitar el tablero; seguía allí colgado descaradamente, repleto de señales de vida: los horarios de clase de Kristina, llenos de subrayados con rotulador y anotaciones al margen; la octavilla de La Folie, el club al que habían ido al principio del trimestre, donde bailaron hasta que se les apelmazó el pelo y les dolieron las plantas de los pies; y una postal con una foto del mar azul intenso y un cielo aún más azul. La despegó y le dio la vuelta, pero esta vez no había nada escrito. Hadley recorrió con la vista la habitación. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Una tarjeta de visita con el nombre de Jacques sujeta en el marco del espejo? ¿Un número de teléfono escrito a tinta, emborronado en una servilleta de papel? No había el menor rastro, nada que le aportara el menor indicio. Únicamente la sensación de pesadumbre de una habitación recién desmantelada, la inevitable impresión de tristeza en la persiana torcida y la manta doblada a los pies de la cama. Al salir cerró la puerta con cuidado. Se fijó en que el nombre de Kristina seguía allí, en el pequeño letrero situado justo debajo del número de la habitación. «Kristina Hartmann». Curiosamente, verlo todavía ahí le resultaba reconfortante.
Joel cumplió su promesa y Hadley pudo contar con él tal y como le había dicho. Durante esos primeros días, era la única persona con la que deseaba estar y no se detuvo a analizar sus sentimientos ni a plantearse si su relación era cada vez más estrecha; le bastaba saber que él la entendía mejor que nadie. Entre clase y clase bajaban un poco la persiana y hojeaban listines telefónicos de páginas azules y archivos de alumnos. Joel se ponía el portátil sobre las rodillas e indagaba en línea, realizando búsquedas exhaustivas en Internet con todas las combinaciones de palabras imaginables: «Jacques Kristina», «Jacques Ginebra Saint-Tropez», «Jacques novia danesa». Nunca aparecía nada.
—Puede que algún estudiante sepa algo. A lo mejor podías buscar por ahí —sugirió Joel.
—¿Quién, los compañeros de Kristina? No creo que se lo contara a ninguno.
—A veces resulta más fácil hablar con alguien por quien se siente menos apego.
—No sobre algo como esto. Yo era la única que lo sabía.
—No sé, Hadley, por algún sitio hay que empezar.
Joel se frotó la cara con ambas manos. Hadley se preguntó si padecía insomnio como ella, pues tenía bajo los ojos las mismas bolsas oscuras, reveladoras de interminables noches en blanco.
—Tienes razón, supongo que igual saben cuándo fue a Ginebra. Puede que se lo dijera a alguien. Es una buena idea.
—Hadley, ¿esto sirve de algo? —le preguntó—. Es decir, ¿te estoy sirviendo de algo?
—Claro que sí. Ya lo sabes.
—Lo que sé es lo mucho que lo deseo.
—Joel, me estás ayudando hasta un punto del que probablemente ni siquiera seas consciente.
—Es que me pregunto si esta búsqueda en vano no estará empeorando las cosas.
—Es prácticamente lo único que las mejora.
Al marcharse, se agachó y le besó suavemente en la mejilla. Pasillo adelante fue cuando cayó en la cuenta de lo que había hecho, y pensó en cómo él se había llevado la mano a la cara después, un gesto tan inconsciente como el beso en sí.
Sabía que encontraría a los compañeros del curso de Kristina en un rincón de la cafetería del campus principal. Allí era donde estaban cuando comió con Joel en su cumpleaños, cuando fingió no verles con Kristina porque quería centrar toda su atención en él. Ahora los vio apoltronados en sus sillas, liando cigarrillos, con tazas de café esparcidas por toda la mesa. Estaba la chica que no dejaba de reír, con el pelo cayéndole en tirabuzones rojo fuego; el chico de la chaqueta de terciopelo arrugada y recias botas negras; y un hombre rubio mayor, pecoso y con gafas. Ella saludó con un «bonjour» y la miraron extrañados, pero la correspondieron al saludo. Ninguno era británico. El rubio tenía pinta de danés. Les dijo que era amiga de Kristina, y él fue el primero en hablar.
—Ah —dijo en inglés—, entonces, ¿eres Hadley? De su residencia. Claro. Hola, me alegro de conocerte.
Tenía un aire distante, y cuando le estrechó la mano a Hadley lo hizo con un gesto frío y seco. El otro chico la saludó con la mano y sonrió, dejando a la vista una dentadura no demasiado perfecta. La chica pelirroja intervino, con una voz sonora, en inglés mezclado con francés, arrastrando las vocales con cadencia.
—C’est tragique —dijo—, vraiment, nos cuesta creerlo. No dejaba de hablar de ti, ¿sabes? ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?
Por un momento Hadley se preguntó cómo encajaría entre esos extraños conocidos de Kristina; daba la impresión de que la estaban acogiendo bien, sabían su nombre. Pero estando allí de pie notó que ya estaban pasando página, que habían experimentado la pena y la rabia durante el tiempo justo que cabía esperar de ellos. La chica que hablaba en francés se puso a juguetear con las cuentas de su collar. Los otros se fijaron en alguien a quien conocían. Hadley fue al grano.
—¿Mencionó Kristina en alguna ocasión a un tal Jacques?
La chica negó con la cabeza y los rizos se le mecieron con gracia. Se volvió hacia los demás.
—Kart, Josef, ¿vosotros oísteis alguna vez a Kristina hablar de un tal Jacques? —Ellos se encogieron de hombros, con la sonrisa contrita, y acto seguido retomaron su conversación—. Éramos amigos, pero de vernos por ahí en el campus, ¿sabes? Un café después de clase, una charla en la biblioteca…, cosas así. Lo siento, ¿vale? Vraiment.
—¿Y qué me decís del viernes? ¿Dijo Kristina lo que iba a hacer luego? ¿Dijo si iba a ir a Ginebra? ¿A Genève?
La chica volvió a negar con la cabeza. Cogió un cigarrillo fino y se lo puso en la comisura del labio con gesto despreocupado e indolente.
—Mira, no hubo nada diferente. Tuvimos clase de Historia del Arte antes de comer y después nos vinimos todos aquí. Luego, por la tarde, cada uno se fue por su lado. Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera recuerdo haberle dicho «au revoir» a Kristina. Y esa fue la última vez que la vi, fíjate qué mal rollo. Me siento como una mierda por eso.
Pronunció la palabra «mierda» como «megda», con lo cual su versión no sonó tan mal. Risas, amistad y un efímero pesar: a eso se limitaba todo. Es lo máximo que podían ofrecerle a Kristina sus compañeros de clase, de modo que Hadley les dio las gracias con un escueto «merci», y se marchó.
En lugar de coger el autobús, volvió dando una caminata, con la cara oculta bajo la capucha. Pensó en cómo Joel decía «nosotros» cuando hablaban sobre la búsqueda de Jacques y se sintió menos sola.
La idea de Saint-Tropez se le ocurrió por la noche. En la cabeza se le arremolinaban multitud de pensamientos, e intentaba establecer conexiones entre todo lo que sabía y entre algunas cosas que se figuraba: Jacques dando grandes zancadas por las Rues Basses de Ginebra. Kristina leyendo cuentos a los niños de otro. Jacques de pie en mangas de camisa, bajo un sol sofocante. El pelo de Kristina ondeando al volverse para darle un beso. Le había comentado a Hadley que Jacques se alojaba en la villa de al lado; un sitio tangible y real. Al caer en la cuenta de ello, saltó de la cama con intención de hacer una llamada telefónica, pero la esfera amarilla de su despertador marcaba solo las cuatro menos cuarto de la madrugada. Volvió a meterse en la cama y observó los números cambiar de forma y acercarse cada vez más a una hora razonable. A las siete y treinta y dos minutos llamó a las oficinas de administración del campus. Volvió a llamar a las siete y cuarenta, y esta vez alguien respondió; los suizos comenzaban temprano la jornada. Al cabo de unos minutos estaba anotando el número de los padres de Kristina en Copenhague. Le había resultado fácil asumir el papel de la amiga angustiada, ansiosa por transmitirles sus condolencias. Le dieron el número y Hadley colgó mientras la administradora le ofrecía sus propias palabras de consuelo.
—Hej —dijo una voz. Hadley reconoció al padre de Kristina, aunque este apenas había pronunciado palabra cuando se conocieron. Sonaba como eh, de una frivolidad inquietante, hasta que Hadley recordó que en danés simplemente significaba «diga».
—Oh, hola, señor Hartmann —dijo ella—. No sé si habla inglés, pero soy Hadley Dunn. La amiga de Kristina. Nos vimos brevemente…
—¿La amiga de Kristina?
Hablaba con un hilo de voz tan apagada que sonaba como si fuera a quebrarse en cualquier momento.
—Siento mucho molestarle. ¿Está…? —Perdió el hilo de lo que estaba diciendo e instantes después lo retomó—. Quiero decir…, ¿cómo está? Espero que bien. Dadas las circunstancias, claro.
—¿Por qué llamas?
—Perdone, no es mi intención molestarles, es que quería preguntarles una cosa. Me pregunto si podrían ayudarme.
—No creo —respondió él, no con acritud, sino de pura frustración.
Hadley tomó aliento y le explicó, con tacto, con delicadeza, que quería ponerse en contacto con la familia para la que Kristina había trabajado de au pair ese verano. Le preguntó si alguien ya lo había hecho, y si le podía dar una dirección postal. Esperaba una retahíla de preguntas, pero él no le hizo ninguna.
—Lo siento, no —se limitó a responder.
—¿No? ¿Quiere decir que no la sabe?
—No —repitió—, lo siento.
—¿Y la de la casa de Francia, a lo mejor la de Saint-Tropez, le escribieron a Kristina allí alguna vez? ¿O les escribió ella?
—Kristina era muy independiente —contestó él—, en verano… ¿Cómo se dice en inglés…? En verano iba a su aire. ¿Quién eres? ¿Has dicho que eras amiga de Kristina?
—Sí, de Lausana. Soy Hadley. Es que estoy intentando…
—Hadley, aquí estamos intentando seguir adelante…
—¿Seguir adelante? Sí, por supuesto. Me hago cargo. Lo siento, por nada del mundo pretendía molestarles, es que pensé que…
—No tenemos respuestas a tus preguntas. No conocíamos todos los detalles de la vida de nuestra hija. Tal vez no sabíamos lo suficiente. No estábamos con ella cuando murió. Ahora tenemos que vivir con ello. Tratar de sobrellevarlo.
—Sí…
—Así que gracias por tu amistad con nuestra hija, pero no podemos ayudarte. No hay nada que podamos hacer. Nada que podamos hacer en ningún sentido.
Se le apagó la voz y Hadley escuchó un sollozo ahogado. Cerró los ojos e inspiró profundamente, odiándose a sí misma por su insistencia.
—Solo una última pregunta, ¿ha llamado por teléfono alguien llamado Jacques? ¿Algún hombre?
—Lo siento. Adiós.
La línea se cortó y Hadley dejó escapar un gemido. En algún lugar del sur de Francia había dos villas contiguas cuyos ocupantes habían desaparecido sin dejar rastro hace tiempo. Se le quedó grabada la voz del padre de Kristina, su retraimiento dando paso al pesar y luego a la irritación, y la embargó la desagradable certeza de la mala impresión que había causado con su actitud inquisitiva e insensible. Se volvió a meter bajo las mantas. Lloró hasta vaciarse por dentro.
A medida que la idea de Saint-Tropez se extinguía como una llama, Hadley acudió a Joel y sugirió Ginebra. Pretendía moverse, trazar una línea en un mapa.
—¿Qué? ¿Vagar sin rumbo por las calles? —preguntó Joel—. ¿Ir gritando: «Jacques, Jacques»?
Era miércoles y estaba sentada en la repisa de la ventana del despacho de Joel, con la espalda apoyada contra el cristal. Abajo, las copas de los álamos se mecían al viento. Los estudiantes cruzaban los caminos de acá para allá con las bufandas sacudidas por el viento y las cabezas gachas. Parecían felices, normales. Se frotó los ojos y se dio la vuelta.
—Kristina mencionó algunos sitios a los que solían ir juntos.
—Hadley, cielo, ¿por qué no lo has dicho antes?
—Porque nunca entraba en detalles. La verdad es que no hay nada para avanzar, pero… al menos podría probar.
—¿Qué clase de sitios?
—La orilla del lago, el casco antiguo… Había un café, creo, cerca de la catedral. Sé que no es mucho, pero no sé qué más puedo hacer.
Hadley advirtió que Joel estaba reflexionando. Se había dado cuenta de que siempre se tomaba su tiempo para responder; en clase mostraba la misma actitud pausada y sus respuestas siempre se hacían esperar. Él se puso a tamborilear un sonsonete con los dedos sobre la mesa del despacho. Asintió lentamente con la cabeza.
—Vale —convino—. Vale. Puede que no sea una mala idea salir de Lausana. Probar algo diferente.
—Iré en tren, como hizo Kristina. Voy a ir ahora. Por qué no.
—Hadley, espera. Te llevo.
—No tienes por qué.
—Sí —insistió Joel—. No vas a ir sola. —Cogió las llaves del coche de la mesa y se enfundó la chaqueta—. Eso sí, con dos condiciones.
—¿Cuáles?
—Que puede que a partir de esta noche hagamos borrón y cuenta nueva. Que asumamos que a lo mejor no podemos localizar a Jacques y punto.
—No quiero rendirme todavía.
—¿Rendirte? Hadley, creo que es lo contrario. Asumir algo nunca significa rendirse. Tengo otra condición.
—¿Cuál es?
—Que me dejes que te invite a cenar. Apuesto a que no has comido como es debido desde hace tiempo.
Hadley alargó el brazo para tocarle la mano. Se la agarró como si fuera la primera que tocaba en su vida. Escrutó su piel curtida, morena y reseca, las enormes medialunas de sus uñas. Acto seguido la soltó.
—Gracias —dijo.
El día de su llegada, en septiembre, había aterrizado en Ginebra, Genève. Apenas había visto la ciudad en el tren que atravesaba a toda velocidad la periferia, solo los típicos bloques altos de viviendas, algún que otro grafiti improvisado y los inexplicablemente deprimentes hangares de la industria ligera. No obstante, se había hecho la idea de que Ginebra era la aburrida hermana mayor de la juguetona Lausana: acartonada y encorsetada, con un suéter caro pero desgarbado y zapatos bajos de cuero recién sacados de su caja; Lausana, por su parte, era bohemia y, definitivamente, mujer. Con el mismo linaje, con la misma riqueza, pero con un toque de descaro. Contra el telón de fondo de Ginebra veía el lago como una mera masa de agua, una plácida pieza de paisajismo de inspiración arquitectónica para hoteles con banderas ondeantes. El tramo de la orilla del lago Lemán que bañaba Lausana resultaba, con diferencia, mucho más fascinante; contemplabas la ondulada silueta de las montañas, el agua rompiendo contra los embarcaderos e infinidad de gaviotas planeando iracundas, y te cautivaba su vitalidad; sus ondas soleadas ocultaban profundidades más tenebrosas.
Los comentarios de Kristina sobre sus citas con Jacques en Ginebra habían servido de poco para cambiar el punto de vista de Hadley. Únicamente lograba imaginárselos a retazos: apoyados contra la verja de una fuente, rozándose de la cadera a los pies; pidiendo platos internacionales en un restaurante con luz dorada mientras el champán burbujeaba en copas de cristal esmerilado… La ciudad en sí parecía un mero telón de fondo para su tormentoso idilio. Pero Hadley fue a Ginebra con Joel Wilson.
El restaurante que eligió Joel estaba escondido en una bocacalle de un bulevar iluminado con farolas. Era chino, y tenía una alegre entrada engalanada de farolillos y gatos de papel maché. Una chica con el pelo recogido en dos coletas tirantes y un chaleco color vino los condujo a una mesa situada al fondo. El mantel de papel se arrugó cuando Hadley tiró de la silla hacia delante para acomodarse. Lanzó al suelo un guisante que quedaba en el mantel de los comensales anteriores. Una pared del restaurante estaba completamente revestida de espejos; en la otra había un llamativo mural con una gigantesca escena ribereña: sampanes meciéndose uno junto al otro y creando estelas de luces de colores sobre el agua mientras al fondo las montañas azuladas se abrían a un cielo de color rosa.
—¿Has estado aquí antes? —le preguntó a Joel.
—Nunca. —¿Es que te ha parecido que tenía buena pinta?
—No, pensé que a lo mejor era divertido.
Hadley hojeó la interminable carta. Había como mínimo doscientos platos enumerados con una apretada letra de imprenta.
—Yo voy a pedir el diecisiete y el cuarenta y uno —dijo.
—¿Al tuntún?
—¿Por qué no?
—¿Ves? Sabía que sería divertido. Yo el veintiuno, el cincuenta y, qué diablos, a por el ochenta. Ahora bien, con la condición de que los compartas conmigo.
Pidieron tubos de cerveza con gaseosa y se reclinaron en las sillas. Habían dado las diez y eran los únicos clientes. Hadley se comió un trozo de pan de gambas y reprimió las ganas de reír. Era —cayó en la cuenta de ello— la primera vez que le apetecía reír desde hacía varios días. Bebió cerveza con el ánimo tranquilo. Hasta entonces la noche había transcurrido de forma extraña. Habían llegado a Ginebra sin un plan preconcebido. Joel había aparcado en un cavernoso parking subterráneo y mientras buscaban la salida escucharon el eco de sus pasos sobre el hormigón. Subieron un tramo de escaleras con un olor acre, mientras oían crujir cristales rotos bajo sus pies. Hadley había notado el ligero roce de la mano de Joel sobre su cintura cuando se disponían a cruzar la puerta de vaivén para salir a la calle. Le había dado la impresión de que en Ginebra hacía más frío que en Lausana; el aire le cortaba las mejillas y lograba atravesar las capas del jersey y el abrigo. Se había puesto a tiritar y Joel la había rodeado por el hombro.
—Pronto entrarás en calor —le dijo, acompasando el paso con el suyo durante unos instantes al tiempo que ella se arrebujaba contra él; Joel le dio un apretón en el brazo antes de soltarla. Hadley sacó un plano doblado del bolsillo y le pasó la mano para estirarlo con el guante puesto.
—Creo que el casco antiguo es por aquí —dijo.
¿Existía un plan de antemano para esa noche? Sí, en la medida en que pudiera haberlo. En el trayecto en coche había hecho memoria y anotado todos los lugares que Kristina había mencionado en alguna ocasión, una lista poco definida de monumentos muy citados y puntos imprecisos. Al leérsela a Joel, este había suspirado y subido el volumen de la música.
—¿Sabes? Esto es una locura, Hadley —le había gritado por encima de los ritmos frenéticos de John Coltrane—, ¿a ti no te da esa impresión?
—¿Qué otra alternativa hay? —había gritado ella a su vez.
—Mientras estés convencida… —le había respondido Joel, tamborileando con los dedos sobre el volante.
Si le hubieran preguntado a Hadley lo que esperaba encontrar esa noche habría dicho lo siguiente: que solamente quería estar cerca de donde Jacques vivía y trabajaba; intuía que si se lo cruzaba por la calle lo reconocería y quizá él a ella también, que su esperanza la haría distinguirse como una señal luminosa. Era consciente de que no tenía mucho sentido, pero ¿qué otra alternativa había? Joel y Hadley se patearon juntos toda la ciudad. Se detuvieron en una plaza empedrada a observar un bar lleno de genevois jóvenes y guapos, mientras las pizarras de fuera ofrecían ponche y coupes de champagne. Levantaron la vista hacia ventanas cuadradas de color amarillo bajo tejados de tejas inclinados, vieron sombras de personas moviéndose en el interior y, en una, a un niño asomado con la cara hacia el cielo de la noche como si estuviese contando las estrellas. Atravesaron un oscuro y silencioso parque con estatuas encorvadas que les observaban. Ninguno habló; ambos estaban sumidos en sus propios pensamientos.
—¿Te parece suficiente por esta noche? —le preguntó Joel en un momento dado, volviéndose hacia ella. Estaban de nuevo en una de las calles principales, con un entramado de vías de tranvía y zapaterías bien iluminadas. Se calentó las manos desnudas con el aliento y se las frotó. Ella pensó en sus guantes con forro de piel de borrego y en lo natural que sería el gesto de cubrirle las manos con las suyas para calentárselas. En lugar de eso se las metió hasta el fondo de los bolsillos. Asintió.
—¿Vas a contarle a todo el mundo la pérdida de tiempo que ha sido esto? —le preguntó Hadley.
—¿Cómo? No he dicho una palabra de esto a nadie.
—¿Ni a tus compañeros? ¿Ni a tu jefe?
—Pensé que no te parecería bien.
—Pero ¿saben lo de Kristina?
—Todo el mundo sabe lo de Kristina. —Tras una pausa, añadió—: Pero en el Departamento de Inglés no la conocíamos. He oído que su profesor de Historia del Arte le dedicó un minuto de silencio en clase.
—Un minuto de silencio… Un minuto y luego todo el mundo a sus asuntos como si tal cosa.
—El mundo tiene que seguir girando, Hadley, es lo que hay.
—Sí, claro.
—Y fue un gesto bienintencionado —le aseguró él—. Fue una manera de recordarla. Cada cual recuerda a su manera.
Habían seguido caminando en silencio.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Joel, de pronto.
Se pararon en el primer restaurante que encontraron. Un chino. Habían pedido demasiada comida y habían estado observándose desde sendos lados de la mesa, por encima de los cuencos de arroz pegajoso con salsa agridulce de un rojo anaranjado y mustias tiras de verdura de hoja verde. Habían pedido más cerveza con gaseosa. Hadley masticaba con cuidado, arrugando la nariz.
—¿No está bueno?
—Pues no.
Todo sabía o demasiado salado o demasiado soso. La carne estaba deshecha y surcada de vetas de grasa. Las gambas, acartonadas, con huevas rosas entre los pliegues.
—Lo siento —dijo ella, apartando el plato—. Supongo que, después de todo, no tengo hambre.
—Es porque te he traído al peor sitio de la ciudad —afirmó Joel—. Y, dicho sea de paso, no a propósito. Me apetecía probar suerte. Vaya metedura de pata, ¿eh?
—Supongo que, de todas formas, no está bien que nos divirtamos —dijo Hadley. Se dio unos toquecitos en la boca con la servilleta y dejó la marca de la barra de labios en la tela. Le dio la vuelta rápidamente, antes de que él reparara en ello—. No es el motivo por el que hemos venido, ¿no?
—Yo desde luego tenía previsto pasarlo fatal —dijo Joel. Se contuvo y al final sonrió—. Venga, Hadley, relájate un poco.
Ella le devolvió la sonrisa, y notó un desahogo en el pecho.
—¿Por qué dijiste que pensabas que había llegado el momento de dejar de buscar a Jacques? —le preguntó—. A mí me da la sensación de que apenas hemos empezado.
—Solo pienso —respondió Joel con tacto— que quizá debamos asumir que, si quiere que lo encontremos, lo encontraremos. —Ante la mirada extrañada de Hadley, añadió—: Me refiero a que… él sabía de ti, ¿no?
—No necesariamente.
—Estoy seguro de que le habló de ti, Hadley —afirmó, y añadió tras una pausa—: Mira, piénsalo. Al tal Jacques le resultará mucho más fácil entrar en contacto con el mundo de Kristina que a nosotros con el suyo. No sabemos nada de él y, en el supuesto de que Kristina no le hubiese contado gran cosa de su vida, tendría suficientes datos como para hacer las preguntas adecuadas en los sitios adecuados. Si estuviese preocupado por su paradero o por no haber tenido noticias suyas en varios días, si no supiera nada del accidente, podría enterarse fácilmente, ¿o no? Y si lo sabe, si vio la noticia en el periódico o se ha enterado por algún otro medio, tal vez quiera llorar su pérdida a solas. Quizá no le apetezca conocer a sus amigos. Quizá piense que no forma parte de esa faceta de su vida. Quizá deberíamos respetarlo.
—Esos son muchos quizás —dijo ella con gesto desamparado—. Pero yo no lo había considerado desde ese punto de vista. ¿Por qué no se me había ocurrido?
Joel se encogió de hombros.
—No es más que lógica —respondió con delicadeza. Se puso a doblar la servilleta de papel hasta apretarla en un cuadrado. La echó al fondo de su copa vacía—. Es que el corazón no siempre se rige por la lógica, ¿verdad? Por eso estamos aquí esta noche.
Hadley cogió su copa y se puso a remover lo que quedaba de cerveza.
—Había algo extraño en su voz la última vez que hablamos —se aventuró a decir—. No era feliz, Joel. Y no era una mera cuestión de remordimiento por llegar tarde a mi estúpida fiesta, era algo más. Creo que Jacques y ella habían discutido. Creo que estaba disgustada.
—Todas las parejas del mundo discuten, Hadley. Y, si estaba casado, tendrían más motivos para discutir que la mayoría.
—Solo quiero saber lo que pasó esa noche.
—Lo sabemos. Es inconcebible y espantoso, pero lo sabemos.
—Entonces qué, ¿lo dejamos? —A Hadley le resbaló una lágrima solitaria por la mejilla—. Supongo que sí…
Joel se echó hacia delante y se la secó suavemente con la yema del dedo. Miró de reojo y advirtió que la camarera los observaba en la pared cubierta de espejos.
—Venga —dijo—, creo que ya está bien por esta noche.
Circularon a toda velocidad por la autoroute; ella deseaba que las señales de Lausana se alejaran, que anunciaran una distancia mayor, que al menos se tratase de millas y no de kilómetros. El interior del coche estaba oscuro, e iba sentada erguida, con las manos cruzadas sobre el regazo. De vez en cuando miraba fugazmente a Joel y se fijaba en el contundente perfil de sus rasgos, en la curvatura de su labio y en la prominencia de su mentón. Tenía un aire tosco, los ojos como dos bolas oscuras. Conducía con la mirada fija al frente repiqueteando un compás con los dedos sobre el volante. Ella miró a otro lado.
—¿Hadley? ¿Otra vez estás llorando? Por favor, no llores.
—Es que ha sido un día extraño.
—No pasa nada. Todos los días son extraños.
—Me lo he pasado bien —musitó—. No debería habérmelo pasado bien esta noche, pero, bueno…
En la oscuridad del coche, iluminado únicamente por los destellos de otros vehículos, Joel dio con su mano. Se la llevó a los labios y apretó la boca contra sus dedos. Se los besó. Una vez. Luego otra. Ella notó la tibieza de su piel y el roce áspero de su barba de tres días.
—No podemos evitar sentirnos culpables —dijo, con la voz amortiguada contra la mano de Hadley—. No podemos plantearnos las cosas que hicimos o dejamos de hacer, lo que dijimos o callamos.
Había reducido bastante la velocidad y un coche les adelantó dando pitidos. Joel le soltó la mano con delicadeza. Negó con la cabeza, agarró el volante y aceleró. La mano de Hadley se quedó sobre su pierna. Notaba su calor en la palma de la mano. La apartó.
—A lo mejor por eso soy incapaz de dejar correr esto —contestó ella—. Las últimas palabras que le dije fueron en un momento de rabia, Joel. Creo que ya te lo conté, pero no estoy segura. A Hugo seguro que se lo conté, pero…
—¿Quién es Hugo?
—Alguien con quien he entablado cierta amistad. Un hombre mayor. El que dijo que debería quedarme en Lausana. Tú me aconsejaste que me marchara, pero él no.
—En realidad no quería que te fueras a ningún sitio.
—Pero pensabas que era por mi bien, ¿verdad?
—Tal vez pensara que era por el mío.
Ella volvió la vista hacia él.
—No lo entiendo —le dijo.
—Sí, sí que lo entiendes.
De repente aparecieron los rótulos de neón de una gasolinera y él giró en redondo hacia la explanada.
—Hadley —susurró, al tiempo que se inclinaba hacia ella—. No debería hacer esto.
—Quiero que lo hagas. Lo he querido desde el principio.
Tenían las caras muy juntas. En la penumbra, Hadley notó que los labios de Joel encontraban los suyos. Se preguntaba si permanecerían así, sin llegar a besarse del todo, sino presionando cálidamente, compartiendo la respiración. Después notó que abría la boca y el calor del empuje de su lengua. Cerró los ojos y saboreó la sal de sus propias lágrimas. Sus besos, cuando llegaron, fueron intensos y apremiantes. Fue como si los hubiera reprimido durante mucho tiempo.