14

Los servicios universitarios le ofrecieron ayuda terapéutica, y la aceptó. En un arrebato de eficiencia suiza, fijaron la cita de Hadley para el lunes por la mañana. La condujeron a una sala que parecía potenciar la prudencia y el confort en igual medida: aroma a lavanda, asientos mullidos y un tablón de anuncios cubierto de llamativos carteles de métodos anticonceptivos y enfermedades de las que nunca había oído hablar. La terapeuta le ofreció té y se dirigió a ella en inglés con un ligero acento; Hadley mantuvo las manos apoyadas sobre las rodillas mientras la escuchaba. Al pronunciar el nombre de Hadley se comió la hache aspirada y le salió «Ad-li», como en un francés cantarín, y a ella le dio la sensación de no estar sentada allí en ese momento; de que se trataba de alguna otra chica, en una habitación demasiado caldeada, que pensaba en la muerte como un hecho real que podía pasarle a cualquiera. Cuando le tocó el turno de hablar a Hadley, se dio cuenta de que se estaba expresando con demasiada formalidad, que incluso le venían a la cabeza algunas palabras en francés, hasta el momento en que fue consciente de que estaba llorando en silencio y automáticamente dejó de hablar. Más tarde, cuando salió al pasillo y se lio la bufanda al cuello con dos, tres vueltas, solo recordaba una cosa de lo que le había dicho la terapeuta: «Lo mejor que puedes hacer es hablar con alguien que entienda la naturaleza del dolor». Probablemente se refería a ella misma, pero, a pesar de lo dulce que había sido, con lo cálidas que tenía las manos al estrechárselas en la despedida, Hadley no concertó otra cita. En lugar de eso se acordó de Joel Wilson y del minúsculo frunce de la cicatriz en el borde de su labio. Una marca cuyo origen era imposible conocer, a menos que te hubiera hablado de ello.

—Hadley, lo siento, no es un buen momento.

Joel Wilson abrió la puerta de su despacho lo justo para que viera el desorden que había dentro. Había montones de libros desparramados por el suelo, la mesa estaba oculta bajo un revoltijo de papeles y un vago olor a humo de cigarrillo impregnaba el aire. Se restregó la cara con las palmas de las manos y la miró con los ojos entrecerrados. Parecía, por primera vez desde su primer encuentro, mucho mayor.

—Voy retrasado con un artículo para una publicación americana. Mejor ni preguntes. Los estudiantes pensáis que sois los únicos que tenéis plazos urgentes. Pues si te contara que…

Ella esperó a que terminara la frase, pero él enmudeció de repente. En clase actuaba de un modo tan impecable que Hadley ni por asomo podía concebir que se retrasase en sus propios compromisos. De repente la molestó que hubiera elegido precisamente ese día para perder su petulancia de pasillo y sustituirla por la actitud desesperada de un profesor atolondrado de menor categoría.

—Necesito hablar contigo —dijo ella.

—Hadley —suplicó él, con gesto agobiado—, odio dar largas a un estudiante, pero te aseguro que estoy contra las cuerdas. Fíjate —dijo, al tiempo que extendía el brazo—, mira cómo está esto, es un desbarajuste. No encuentro nada de lo que necesito. Ahora mismo, me siento como un negado.

—Kristina ha muerto —espetó ella.

Él estaba de pie dándole un poco la espalda, con el brazo todavía estirado. Se quedó inmóvil.

—Aquí dentro está todo manga por hombro —explicó él—. Perdona, ¿qué has dicho?

—Mi amiga se ha matado este fin de semana. Está muerta.

Él se llevó la mano a la cabeza y se tiró del pelo. El tipo de gesto que se hace cuando uno se queda en blanco.

—No puede ser, Hadley.

—Sé que estás ocupado y que es un momento muy inoportuno, y lo siento, pero…

—Pasa —le dijo—, no te quedes ahí, pasa. Lo siento. Lo siento mucho. —Empujó la puerta con el talón y tiró de Hadley para abrazarla. Ella a punto estuvo de caerse al tropezar con la alfombrilla arrugada, y se le resbaló el bolso del hombro. Fue un abrazo intenso, fortísimo, y ella se aferró a él. Con la cara pegada a su camisa le faltaba el aliento, y por un instante pensó que se le cortaba la respiración. Se apartó—. ¿Por qué no me has interrumpido cuando me he puesto a hablar de mi trabajo? —le preguntó—. Deberías haberme interrumpido.

—Pensaba que todo el mundo lo sabía. Me han concertado una cita con una terapeuta. Acabo de salir.

—No lo sabía. Me he encerrado aquí. En el infierno. —Se corrigió rápidamente—. ¿Qué estoy diciendo? Tú sí que estás en un infierno. —Hadley dejó la cartera en el suelo y acto seguido la volvió a coger. Se cruzó de brazos. Tenía la respiración entrecortada—. Siéntate —ordenó él—. Aquí, espera. —Quitó un montón de papeles del asiento y Hadley se hundió en él. Cuando levantó la vista, con la respiración más acompasada y el color de las mejillas más recuperado, él estaba sirviendo licor en dos copas—. Whisky —dijo Joel, tendiéndole una copa llena hasta la mitad—. Ayuda cuando las palabras no sirven de nada.

Ella bebió un trago de la copa que le había ofrecido, la llevó contra su pecho, y volvió a beber. Tenía un sabor fuerte y acre, nada que ver con el ardor dulzón del coñac de Hugo. Pero le relajó el nudo del pecho y pudo respirar con normalidad.

—¿Vas a contarme qué pasó? —preguntó él.

Entonces se lo contó. Todo lo que sabía. Temía que, si paraba un instante, explotaría, de modo que siguió hablando y hablando, y sus palabras hicieron mella en él, tal y como ella había imaginado que sucedería. Parecía tan conmocionado, tan consternado, tan afectado como ella. Llegó a la conclusión de que era eso lo que esperaba ver en alguien más. Rabia.

—Sabía que si acudía a ti me ofrecerías tu apoyo —afirmó ella—, lo sabía.

—Te apoyaré en lo que esté en mi mano, Hadley, siempre que necesites a alguien con quien hablar o…

—Me refiero a otra cosa —puntualizó ella.

Le habló sobre su idea de buscar a Jacques. Mientras se lo explicaba, él se puso en cuclillas con una rodilla apoyada sobre la estera delante de ella y la copa de whisky inclinada en la mano, y ella tuvo la plena certeza de que había acudido a la persona adecuada y de que la única salida era buscar a Jacques. Joel agachó la cabeza y cuando volvió a mirarla tenía los ojos vidriosos.

—¿En serio quieres intentar localizar a ese tío?

Hadley asintió.

—Se merece saberlo —dijo Hadley—. Las cosas entre Kristina y él no eran muy sencillas, que digamos, pero por lo que tengo entendido siempre fue sincero con ella. Y creo que la quería. Debe de ser terrible ignorar la verdad sobre alguien a quien quieres. Pensar que ha desaparecido sin más o que has dejado de importarle de un día para otro. —Le salía la voz entrecortada y ronca. Se atusó el pelo con dedos temblorosos—. No sé quién, si no, se lo podría contar. Ella lo mantuvo siempre tan al margen, con tanto misterio…

—¿Estás enfadada con ella?

—Por supuesto que no, ¿cómo iba a estarlo?

—Pero antes… ¿estabas enfadada con ella? ¿Por cómo llevaba su relación con Jacques?

—No, o sea, la verdad es que no estaba al corriente de tantos detalles como para enfadarme —respondió Hadley—, aunque eso no impidió que actuara como lo hice. Me porté fatal cuando hablé con ella por teléfono. Es que sentía que ella estaba haciendo un drama de ello, esperando de él algo que no era. Pero eso resulta fácil de decir, ¿verdad? Cuando no te pasa a ti…

—Y ahora te arrepientes.

—Sí, me arrepiento. Me arrepiento con toda mi alma. Me odio por eso. Pero ya no tiene remedio, y quiero saber qué pasó aquella noche. Por mi bien, quiero saberlo.

—¿Estás segura de que eso te ayudará? No estoy muy convencido, Hadley.

—Joel, es lo único de lo que estoy segura. Me planteé marcharme, estaba empezando a pensar que era lo mejor, pero entonces alguien me hizo reconsiderarlo. Me quedo porque se lo debo a Kristina.

Él se sentó en su silla, reflexionando sobre sus palabras.

—A lo mejor no es tan mala idea que te marches, Hadley —dijo, tras una pausa—, al menos por un tiempo. Solo para recuperarte. Para encontrar cierto equilibrio.

—No quiero equilibrio. Todavía no. Necesito hacer esto.

—Siempre tendrás la posibilidad de retomar el semestre más adelante. No tiene por qué acabar todo.

—Quería pedirte ayuda.

—Oh, Hadley.

—¿Me ayudarás? ¿A buscar a Jacques? ¿A encontrar respuestas? —Él no contestó—. Joel, por favor…

—Tal vez es mejor que dejes correr todo esto… —respondió con tacto—, este triste y terrible suceso. Que te mantengas a flote. Que recuerdes… lo estupenda que era en todos los sentidos. Y que de algún modo encuentres la manera de dejar correr el resto.

—No puedo —repuso ella.

—Bueno, ¿tienes algún amigo que pueda ayudarte a hacer esto? ¿Novio?

Ella negó con la cabeza.

—He acudido a ti porque pensaba que entenderías mis razones. Sé que es absurdo. No tiene nada que ver contigo, pero…

Se le quebró la voz. Notó que una lágrima le resbalaba por la mejilla y se la enjugó rápidamente. Derramó otra y también se la enjugó. Joel se volvió bruscamente y dejó su copa vacía sobre la mesa con un golpe seco. Debía de tener alguna fisura, y se hizo añicos por el impacto. Los fragmentos de cristal se esparcieron sobre sus papeles. Soltó un taco, y levantó el dedo hacia la luz.

—Maldita sea.

—¿Te has cortado?

—Mierda, me he clavado un trozo de cristal —masculló, al tiempo que un hilo de sangre le resbalaba por la mano.

—Deja —dijo Hadley—. Mira, es muy pequeño. —Se acercó y sacó con sumo cuidado el trocito de cristal—. Lo tengo. ¿Ves?

Una gota de sangre cayó sobre la moqueta de color claro. Él se llevó la mano al pecho y se manchó la camisa.

—Lo estoy poniendo todo perdido —comentó.

Hadley echó mano rápidamente de su bolso y sacó el pañuelo de Hugo. Le hizo varias dobleces y le lio la mano con él. Un vendaje elaborado para una herida insignificante.

—No hace falta —empezó a decir él.

Ella dio un paso atrás.

—Listo.

—Vaya pañuelo, tiene el tamaño de un mantel.

—No es mío —señaló ella—. Supongo que tendrás que devolvérmelo.

—Hadley…

—¿Sí?

Se sentó en el sofá mientras ella se quedaba vacilante junto a la mesa. Se toqueteó el vendaje con la mano buena. Una mancha rojo oscuro empezaba a calar en el pañuelo de Hugo.

—Es importante para ti, ¿verdad? ¿Intentar localizar a Jacques…?

—Está empezando a parecerme la única opción.

—El problema es —replicó él— que no sabría por dónde comenzar. Y no sé si al final llegaremos a alguna conclusión.

—Ya.

—Pero si quieres buscarlo, si quieres que te eche una mano, si realmente piensas que te hará sentir mejor… Entonces, vale.

Hadley se acercó a él. Sin pensarlo, se sentó a su lado y se apoyó contra él, agotada y aliviada. Apoyó la cabeza sobre su hombro y notó que se ponía tenso. Cerró los ojos, acongojada, intuyendo que se apartaría de ella. Pero, en lugar de eso, él se revolvió en el asiento, la rodeó por los hombros y tiró de ella hacia sí.

—Cuando murió mi hermano pequeño —empezó a decir Joel—, mi abuela me dijo que algún día me sentiría mejor, pero que primero no tenía más remedio que pasar el mal trago. Y yo la odié por decir eso porque no quería que estuviera en lo cierto. Quería sufrir. Quería sufrir como un condenado, porque era lo único que me quedaba de él y me resistía a creer que alguien a quien querías, alguien que te importaba más que nadie, pudiera morir y que, pasado un tiempo, su ausencia, su muerte, pareciera una cosa normal. De modo que me aferré a ese dolor y a toda la rabia y me resistí a liberarme. Pero de repente un día, sin siquiera ser consciente, ocurrió.

»Al despertarme por la mañana, ¿sabes qué fue la primera cosa que me vino a la cabeza, Hadley? Un café. Una gran taza humeante de café negro como la noche. Y un segundo después recordé que Winston ya no estaba. No lo había olvidado, pero el vacío que dejó había menguado, muy ligeramente, mínimamente. Llevaba tres meses despertándome por la mañana y en cuanto abría los ojos pensaba: “Oh, Dios… Winston”. Pero aquella mañana no. En un primer momento, no. Así que me levanté, me tomé el café, me puse a pensar en él y seguía echándolo de menos. Y luego me puse con otra cosa, que aquella mañana resultó ser una tostada. Una de pan de molde, con un poco de mantequilla y los bordes quemados. Y también sabía a tostada. Por primera vez desde la muerte de Winston, sabía realmente a tostada.

»Hadley, son minucias, son tonterías, pero cuando esto ocurre estás preparado, y lo deseas, porque estás agotado y cansado de clamar contra ello. El dolor siempre seguirá ahí, pero de alguna manera empezará a mitigarse. Un poquito, solo lo justo. Lo justo para retomar tu vida: comer tostadas, tomar café, inspirar y espirar sin preguntarte cómo eres capaz siquiera. Te voy a decir una cosa, Hadley: este momento es el peor. Justo ahora, es un infierno. Y nada de lo que cualquiera diga o haga va a sacarte de esta. Bien sabe Dios que sentirás que lo único que te queda es llorar la pérdida de Kristina. Pero lo superarás. Un día, en un momento dado, lo superarás. Y cuando llegue ese día estarás preparada, Hadley. ¿Entiendes? Ahora no me crees, pero es lo normal, yo tampoco lo creía. Pero ¿sabes qué? La gente dice que en la vida lo único seguro es la muerte. Pues bien, deja que te diga que están equivocados. Hay dos cosas. La otra es que, llegados a un punto, siempre encontramos la manera de vivir con ello. Y eso es lo mejor y lo peor.