13

Durante el camino de vuelta de Ouchy había un silencio inquietante. Era una hora del día a la que hasta entonces no le había prestado especial atención; justo antes del crepúsculo, cuando se encendían las lámparas al calor del hogar y el mundo exterior parecía tocar a su fin. Hadley sentía que un dolor sordo le oprimía el pecho. Era una sensación incómoda y aplastante y llegó a la conclusión de que era soledad. Jamás hasta entonces se había sentido sola en Lausana.

El camino era largo, cuesta arriba y con zonas resbaladizas, pero era incapaz de coger el autobús, con esa deprimente iluminación amarilla y su tristeza reflejada en las ventanas, la gente subiendo y bajando con decisión y un rumbo determinado y hogares a los que ir… Con la cabeza gacha y las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, atravesó frías calles que se vaciaban de gente. Hasta no hacía mucho, ese mismo paseo le habría parecido romántico: el eco de su risa y la de Kristina retumbando contra los edificios con los postigos cerrados, los haces plateados de las farolas, un desconocido americano surgiendo de la oscuridad… Ahora, la soledad hacía mella en ella y una melancolía de noche de domingo aparentemente interminable envolvía la ciudad.

Cuando Hadley llegó a Les Ormes, se respiraba un ambiente muy animado. De las cocinas llegaba el ruido metálico de la música y conversaciones entrelazadas, y de la sala de estar, el estruendo de una película de acción. En los pasillos flotaba el olor de las cenas, con un matiz ligeramente picante, y en los baqueteados sillones del vestíbulo había dos chicas acurrucadas a las que Hadley no conocía, cuchicheando entre sí con la nariz pegada la una a la otra. Al pasar por delante de ellas rompieron a carcajadas, y sintió una punzada de rabia.

¿No había ningún anuncio? ¿Ninguna comunicación oficial por megafonía en los pasillos? Se figuraba que habría una corona en la puerta de Kristina, o tal vez una foto suya pegada en el tablón de anuncios del hall —una de esas imágenes que aparecían fugazmente en las pantallas de televisión o en las páginas de los periódicos con gente sonriendo por última vez—. O tal vez un poema de algún romántico, copiado con letra casi ilegible pero esmerada, de Christina Rossetti, quizá. La gente se pararía en su ajetreo hacia la lavandería o la cocina y se caería algún calcetín desparejado al leer que Kristina había fallecido, y luego derramarían una lágrima con la mirada absorta en la fila de lavadoras observando cómo la colada daba vueltas y vueltas. Habría un duelo colectivo, manifestado con alguna que otra sonrisa compungida y compartida, al tiempo que se produciría un pequeño cambio en las vidas de todos al asumir la triste noticia de la muerte de Kristina. Pero habían pasado dos días y nada de esto había ocurrido. En Les Ormes, todo seguía su rutina. Quizá habría sido cometido suyo encargarse de esas cosas: imprimir la fotografía, elegir las flores, copiar el poema… Debía haber sido Hadley quien indujera a los demás a sentir la aflicción que ignoraban que debían sentir. Pero no lo había hecho. No tenía ganas de pensar en rotuladores ni cinta adhesiva ni en quebrarse la cabeza buscando palabras para hablar de su amiga en pasado. Localizar a Jacques, entender cómo había pasado Kristina sus últimas horas, eso era un homenaje diferente. Hugo tenía razón: no se podían dejar morir las cosas. Había que plantearse preguntas y tratar de entender lo sucedido. Puede que un inesperado resbalón fuese la más cruel de las suertes, pero había un antes, y ahora un después; y a lo mejor ella era lo segundo.

—Deberías haberte venido con nosotros, Hadley, nos ha sentado bien airearnos —dijo Jenny. Chase les había servido a todos vino del supermercado, de esos que se colocan en los estantes inferiores envasados en botellas de plástico. Sabía avinagrado y a Hadley le escocían los ojos al beberlo—. Hemos dado con un sitio precioso junto al lago y hemos tomado sidra caliente, sentados al aire libre. No nos hemos acordado de nada en todo el día. Nos ha venido muy bien —continuó—. Bruno y Loretta han estado retándose para meterse en el agua, lo cual ha sido una estupidez porque estaba prácticamente congelada en las orillas. Al final Loretta se ha quitado un zapato y, prácticamente en el mismo instante en que ha metido la punta del pie, ha espantado a un cisne; a Bruno le ha tocado invitar. Para variar.

Chase se echó a reír y se apartó el pelo de la cara. En las pocas semanas que llevaban en Lausana le había crecido mucho. Lo tenía casi tan largo como Jenny, y del mismo color, de un rubio apagado.

Bruno agarró la botella de plástico y leyó la etiqueta con desdén.

—Está claro que debería haberme traído un poco de sidra, este brebaje es imbebible —comentó con retintín.

—¿Por qué no vamos al Café Clio? —propuso Loretta—. Me apetece bailar, ¿a vosotros no? Es lo que necesitamos. —Rodeó con sus dedos las manos de Bruno para quitarle la botella y las puso en sus caderas. Hizo un amago de bailar con un movimiento de caderas poco convincente, al tiempo que ahogaba una risita contra su manga. Jenny no se lo pensó dos veces para unirse a ella.

Hadley estaba tomándose el vino en una taza azul desportillada y la soltó bruscamente. La taza salió rodando sobre la mesa con una fuerza inesperada y cayó de lado con un chasquido. Todos la miraron.

—No me explico lo que estáis intentando olvidar —espetó—. ¿Que existió? ¿Que tenemos el inconveniente de estar hechos para sentir tristeza?

—Hadley, sabes que no es eso —replicó Jenny—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

—No creo que nadie se esté esforzando mucho en hacer nada —afirmó Hadley.

—Mira, Hadley, no la conocíamos muy bien —intervino Chase—. Contigo era otra cosa, pero para nosotros es lo que había. Eso no lo hace menos triste ni trágico, pero no podemos hacer el paripé, fingir que éramos amiguísimos cuando todos sabemos que no era así. Pienso que de hecho eso resultaría descomedido.

—¿Descomedido? —dijo Hadley, en un tono afilado y seco no muy propio de ella.

—Hadley —terció Jenny—, Chase no lo ha dicho con mala intención, y lo sabes.

Chase se levantó y le puso la mano en el brazo a Hadley. Tiró de ella para darle un repentino abrazo.

—Lo siento —dijo él, con frialdad—, Jenny tiene razón, lo que pasa es que ninguno sabe cómo acertar en estos momentos.

Él volvió a sentarse y Hadley vio que Jenny le apretaba la rodilla, con una evidente expresión de complicidad. Les vio entrelazar los dedos por debajo de la mesa.

—Vente a bailar, Hadley —gorjeó Loretta en tono zalamero—, porque precisamente ahora de lo que se trata es de sentirse mejor. Y Kristina estaría de acuerdo. Sé que lo estaría. Le gustaba pasarlo bien a todas horas, ¿no?

Sus frívolas tentativas le resultaban insoportables. Hadley pensó en Chase y Jenny agarrándose las manos por debajo de la mesa y en el tiempo que hacía que no había oído a Jenny mencionar a su novio de Inglaterra. Su unión parecía crear un ambiente más distendido, igual que en el caso de Bruno y Loretta, como si quisieran contagiar su felicidad a todo el mundo por encima de cualquier obstáculo. Había algo censurable en esos gestos explícitos de placer, aun siendo tan pasajeros como un vals en tiempos de guerra. Hadley se levantó para irse. Balbució algo y se quedó callada. A continuación volvió a empezar.

—Quiero intentar localizar al novio de Kristina —dijo.

—¿El novio del que no quería que supiéramos nada? —preguntó Jenny.

—Las cosas no eran así —atajó Hadley, a la defensiva—. Tenía sus razones.

—¿A qué te refieres con «intentar localizar»? —preguntó Chase—. ¿No sabes cómo dar con él?

—Ni siquiera sé su apellido.

—Pero ¿existe realmente? —inquirió Bruno—. Las chicas se inventan cosas cada dos por tres.

Loretta protestó y solventaron el asunto con besos.

—Salió en el periódico local —dijo Chase—, lo vi. Sin foto, solo un artículo, una breve reseña, en realidad. A lo mejor lo leyó. Quizá ya lo sepa.

—Me sorprende que no hubiera foto, la verdad —comentó Jenny—. Normalmente, cuando se trata de gente tan guapa ponen una foto magnífica y enorme, como si eso lo hiciera todavía más trágico.

Hadley la miró fijamente. Notó que las mejillas se le encendían de crispación. Chase la cogió del brazo y Hadley vio que Jenny se quedaba muda de sorpresa.

—¿Sabes por dónde empezar a buscar? —le preguntó él con delicadeza.

—De momento no —respondió Hadley—, pero me las ingeniaré. Quiero saber lo que ocurrió esa noche, Chase. Mientras reíamos, bebíamos y pasábamos el rato sin ella; necesito saber qué ocurrió.

La miró como si estuviese a punto de objetar algo, curvando el labio en aparente discrepancia, pero se lo pensó mejor. Se encogió de hombros y le dijo:

—Supongo que intentar hacer algo será positivo, ¿a que sí?

Ella asintió.

—Alguien también dijo eso. Aguantar y luchar.

Notó las miradas del resto, de modo que se marchó en ese momento, sin importarle cómo subían el tono de voz a sus espaldas tras cerrar la puerta de un portazo. Poco después les oyó salir. Pronto estarían caminando a trompicones por las calles, aún nevadas, felices y relajados. En su habitación, Hadley se puso el pijama temprano y se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama, apoyada en las almohadas. Para el resto era fácil mantenerse al margen; Chase tenía razón, no tenían el mismo vínculo con Kristina que ella. No fue a la fiesta de ninguno de ellos a la que llegaba tarde ni sus reproches de frustración los que la aguijonearon para que se apresurase sin tener en consideración las cegadoras tormentas de nieve o las zonas heladas. Ni habían visto la versión imperfecta de Kristina: con la camiseta de Pierrot que usaba para dormir, las puntas del pelo abiertas…, el sarpullido rosa que le salía en las mejillas cuando se enfadaba, se ponía triste o se sentía culpable al hablar de Jacques. Ya estaban pasando página, era evidente, y sabía que, para ellos, dentro de poco Kristina sería una mera anécdota que provocaría gritos ahogados cuando lo contasen al llegar a casa en las vacaciones de Navidad; un cuento con la moraleja de que incluso en un lugar tan perfecto como Lausana existía la tragedia.

Se levantó y se dirigió a la ventana. A sus espaldas se cernía la habitación sumida en la oscuridad y la ciudad brillaba como siempre ante sí: optimista a ultranza, con una belleza permanente y tachonada de miles de luces minúsculas. Tal vez estuviera llena de corazones rotos; puede que al fin y al cabo fuera, como decía Hugo, igual que cualquier otra ciudad. Se imaginó a Hugo sentado en alguna habitación, encorvado sobre su máquina de escribir, con la mirada fija en una página en blanco. El escritor que no escribía. ¿Qué habría pasado de no haber hablado con él hoy? ¿Estaría metiendo la ropa en la maleta, despegando las postales de la pared? Le estaba agradecida a esa persona que apenas conocía. Apoyó la palma de la mano contra el frío cristal de la ventana. En algún lugar, más allá de los tejados y del lago, también estaría Jacques. Quizá, inconscientemente, él esperaba que fuera a su encuentro. A lo mejor se quedaba el tiempo suficiente para encontrarlo. Retiró la mano del cristal y se pasó los dedos por la mejilla; los tenía helados y un escalofrío le caló hasta los dedos de los pies. Bajó las persianas de un tirón y se sumió de nuevo en la oscuridad.