12

Otro día como la víspera habría resultado insoportable: la claustrofobia en la cocina de Les Ormes, todos sentados a su alrededor, la ausencia de Kristina más palpable, si cabe, precisamente por estar todos juntos… Podrían haberse sentido igual de conmocionados e impactados, pero su dolor era ajeno y radicalmente distinto. Jenny había dicho el día anterior: «Siempre tuve la sensación de que apenas la conocía», y a Hadley le dieron ganas de contestarle: «Eso es porque no la conocías». Chase y Bruno habían asentido con un murmullo y entretanto ella se había puesto a pensar en Kristina jugando con los tres críos en el jardín francés, en su particular manera de comerse los cruasanes de almendras, sacando todo el relleno con la yema del dedo para chuparlo rápidamente, y en su sonrisa de «estoy hablando de Jacques», compungida y risueña al mismo tiempo.

Tocaron a la puerta de Hadley. Al abrirla se encontró con Jenny.

—Estamos pensando en dar una vuelta en coche por el lago —comentó Jenny en tono jovial—, ¿te apuntas?

—No, gracias.

—Anda… Si no tienes otra cosa que hacer.

—Creo que hoy simplemente me apetece estar sola.

—Pero eso no es bueno —repuso Jenny.

—No —convino Hadley—. Tienes razón. Nada es bueno.

—Oh, Hadley, no me refería en ese sentido.

—Ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué no vienes? Necesitamos animarnos mutuamente.

Hadley negó con la cabeza, a punto de deshacerse en un mar de lágrimas. Esa chica no era la que debía estar en el quicio de su puerta.

—Lo siento, Jenny —respondió—, y gracias. De verdad. Pero es que no estoy de humor.

Hadley se obligó a esbozar una sonrisa por consideración a Jenny antes de cerrar la puerta. No necesitaba que la animaran: los niños que se encontraban pachuchos necesitaban que los animaran; las chicas de carácter débil a quienes había dejado plantadas un chico necesitaban que las animaran. Se imaginó a los cuatro en el coche de Bruno, charlando de temas banales con tal de evitar los silencios. Contemplarían con la mirada perdida las vistas del lago y las montañas y las palmeras, luego se hartarían de beber en un bar de ambiente chabacano en Vevey, tomarían míseros sándwiches de jamón y queso, y más tarde regresarían proclamando que la excursión no podía haber estado mejor. Todos animados. Había mentido al decir que deseaba estar sola. Sencillamente, no tenía ganas de estar con ellos, no sin Kristina.

Hadley cogió el teléfono y empezó a marcar el número de sus padres. Se detuvo. ¿Qué les diría? ¿Que nunca se había sentido tan triste ni tan lejos de casa? No podía hacerlo. Tal vez fuera absurdo, pero, mientras no lo supieran, sentía que de alguna manera su mundo podría seguir su ritmo. En lugar de eso, observó ensimismada el escritorio. Sobre él yacían esparcidas las páginas de su trabajo para la clase de Joel Wilson. Se planteó sentarse a trabajar y tratar de perderse en Hemingway. Pero sabía que, a pesar de su estilo directo y escueto, las palabras que callaba emanarían de las páginas y la sepultarían y que, en lugar de conmoverla o inspirarla, despertarían en ella un sentimiento de futilidad. De entre los libros apilados le llamó la atención uno con el lomo rosa chicle. Lo sacó y le dio la vuelta. Kristina se lo había prestado un par de semanas antes. Era una sensiblera historia de amor ambientada en la Riviera francesa que a Kristina le había parecido entretenida. «Podría tratarse de mi aventura con Jacques —le había dicho—: besos bajo las palmeras, cócteles al atardecer… Todo esta ahí. Toma, te lo presto». Hadley lo había cogido, le había dado las gracias y luego lo había apilado con los demás y se había olvidado por completo de él, pues dudaba que fuese de su estilo. En aquel momento no había sabido apreciarlo.

La cubierta tenía trazas de haber pasado ratos en la playa; estaba desvaída por el sol y había granos de arena incrustados en el lomo. Hadley se imaginó a Kristina tumbada boca abajo, con las gafas resbalándole por la nariz. Jacques estaría extendiéndole crema solar en los hombros, dándole besos en los intervalos. Hadley se acercó el libro a la nariz y casi le pareció percibir el aroma de Ambre Solaire. La ridícula portada, con un bikini abandonado y una chispeante copa de Martini, se desdibujó ante sus ojos. Hojeó el interior y encontró una postal entre las páginas. Era una de esas imágenes vintage planas, de esas típicas, como la que Joel tenía en la pared de su despacho. Mostraba montañas de color púrpura onduladas a lo lejos, villas apiñadas y profusión de palmeras y naranjos. «Côte d’Azur» aparecía escrito en elegantes letras mayúsculas. Miró el dorso y leyó el mensaje: «Este sitio es totalmente irreal. Solo tú eres real. Solo estar contigo es real». Estaba escrito con letra irregular y descuidada, como si su autor hubiera bebido demasiado al sol de mediodía o estuviese escribiendo en un yate en movimiento, con la vista puesta en el horizonte. Hadley conocía la letra de Kristina, y no era la suya. Solo podía ser la de Jacques.

Hadley escudriñó la postal con la esperanza de que le revelase algún otro detalle, alguna pista de la identidad del remitente, pero no había nada salvo la típica escena de un paisaje hermoso y unas notas sin sentido garabateadas por alguien perdidamente enamorado. Hadley leyó en voz alta, saboreando cada palabra. Entonces recordó la postal que no llegó a enviar del pueblo alpino; otra imagen plana y perfecta de cielos azules, nieve blanca y una chica bronceada y feliz apoyada en sus esquís, con la cara levantada al sol. Un privilegio y una intrusión. Podría haberlo escrito la misma persona. Un par de líneas plasmadas sobre el papel porque se negaron a permanecer en la mente. Dejó la postal en su sitio dentro del libro y volvió a sentir el impulso que la arrastraba hacia Jacques. Un arrebato de tristeza amenazó con desplomarla al suelo. Se tambaleó y se dejó caer en la cama para mirar absorta el techo. Le daba la sensación de que iba a desmayarse de un momento a otro y tuvo la certeza de que tenía que salir de allí.

Tardó casi una hora en llegar a la orilla del lago y, sin embargo, luego no recordaría nada del trayecto. Inconscientemente, cruzó con paso resuelto una carretera atestada de tráfico; un ciclista viró bruscamente, un conductor aporreó el claxon. Obstruyó el paso de un adolescente en monopatín que torció el gesto, crispado, hasta que comprobó que solamente se trataba de una chica demacrada con las mejillas anegadas en lágrimas. La observó mientras se alejaba. Hadley no recuperó la consciencia hasta que tropezó con la funda abierta de la guitarra de un músico callejero, cuyos exiguos donativos salieron rodando por la acera. Al ponerse en cuclillas para ayudarle a recoger las monedas, se dio un cabezazo con él y acto seguido le pidió disculpas. Él le puso una mano en el hombro y ella percibió un atisbo de lástima en su expresión. Se puso de pie para seguir su camino; mientras caminaba, la consumía una idea: irse de Lausana. No porque quisiera hacerlo, sino porque ignoraba si podría quedarse. Sin Kristina, ya nada sería lo mismo. El hechizo de la ciudad se había roto.

Ese día Hadley no fue expresamente al Hôtel Le Nouveau Monde; más bien, pensó después, fue el hotel el que la atrajo hasta allí. Había recorrido el largo camino hasta Ouchy, cautivada, como siempre, por el agua y las montañas y la inmensidad del cielo, y ahí estaba, el Hôtel Le Nouveau Monde. El lugar donde Kristina la había cogido del brazo y le había dicho: «Eso sí que es bonito». Y a continuación: «Lo único que tenemos que hacer es sonreír. Y aparentar desenvoltura», y se habían adentrado en el lujo como si tal cosa, ahogando su risa nerviosa con las palmas de las manos. Se restregó los ojos y subió los escalones hacia la puerta giratoria. El portero estaba en la entrada, atento, con su chaqueta roja con botones dorados. «Bonjour, mademoiselle», le oyó decir, y sus palabras se evaporaron como por arte de magia al internarse en el inmenso y resplandeciente vestíbulo.

En la cafetería un camarero le hizo una seña hacia una mesa en un rincón. Se quitó el abrigo y se repantigó en la silla. A través del vidrio plano de las ventanas el cielo estaba de un gris plomizo y la superficie del lago muy picada; dentro se respiraba un ambiente cálido y acogedor. Pidió un café y cuando se lo sirvieron rehuyó la mirada del camarero al sentir un repentino escozor en los ojos.

Hadley siempre había considerado sagrados los cafés, lugares de recogimiento y confort. En Tonridge había un sitio llamado Le Boulevard. En la pared del fondo se veía un deplorable mural de la torre Eiffel y en el equipo sonaba música de acordeón francesa. Hadley solía ir allí a la salida de clase, y siempre se le antojaba que era de esos lugares para inicios y finales: las cabezas gachas de parejas rotas disculpándose entre dientes; las miradas fijas y elocuentes de una nueva historia de amor. Un escenario apropiado para altibajos sentimentales. El Hôtel Le Nouveau Monde, por el contrario, parecía hecho únicamente para los inicios. Daba la impresión de que todo el mundo se encontraba en la flor de la vida, dirigiendo su suerte con elegancia y gracia. Hadley los observaba con la impasibilidad de una ventana. ¿Qué habían hecho para merecer estar vivos? ¿Y sabían —como ella sabía ahora— que a la primera de cambio se les podía arrebatar todo? Se enderezó y se puso a remover el café una y otra vez. Al levantar la vista se cruzó con la mirada de un hombre mayor al otro lado de la sala. Era Hugo Bézier, de nuevo.

Él levantó la mano y la movió de una forma extraña, entre un saludo propio de la reina de Inglaterra y una seña para indicar dos. Hadley respondió con un asentimiento de cabeza. No tenía nada que decir a nadie, hoy no. Él siguió mirándola y ella se revolvió en el asiento, al tiempo que apartaba la vista. Cuando volvió a mirarle, él seguía con la mirada clavada en ella. Le vio dejar el periódico y ponerse de pie. Le parecía más alto de lo que recordaba y se mantenía muy erguido. Llevaba una camisa rosa pastel y una corbata azul añil sujeta con un pulcro alfiler de oro.

—Otra vez tú… —dijo él.

—Sí…

—Casi no te he reconocido, Hadley, ma chérie. —Pronunció cada palabra como acariciando su contorno, envolviéndola con la lengua. El brillo de sus ojos la sobrecogió, tal y como había ocurrido en las dos ocasiones anteriores. «Ma chérie», había dicho, tan delicadamente como en un susurro, que significaba «cariño», o «querida»—. Cuando te vi en la chocolaterie, tenías un aire tan etéreo…, como si hubieses entrado flotando de la calle, y pude captar todo tu esplendor. Pero hoy estás distinta. Despides ligereza y, al mismo tiempo, pesadumbre. ¿Cómo es posible?

Ella cogió su taza y notó que le temblaba la mano. Al volver a dejarla sobre la mesa, derramó café en el platillo.

—No sé si has acertado —contestó.

—Me he pasado toda la vida inventando personajes. A estas alturas, la gente rara vez me sorprende con sus historias. ¿Te apetece tomar algo más? ¿Algo más fuerte, quizá? Creo que ya vas conociendo mis hábitos… —Ella negó con la cabeza—. Es bueno para el ánimo.

—Creo que no —respondió ella—. No, gracias. —Se le quebró la voz.

Él sonrió con tanta franqueza y autenticidad que, sin pronunciar una palabra, le dio a entender que la comprendía. Ese gesto de generosidad la conmovió, y se echó a llorar. Él se metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo de algodón. Era de un blanco almidonado, con una cenefa azul. Se lo tendió y ella se secó los ojos dándose ligeros toques. Inspiró para despejarse la nariz. Después se la sonó.

—Por favor —dijo él—, perdóname. —Inclinó ligeramente la cabeza y se retiró. Hadley se tapó la cara con el pañuelo. Olía a detergente y al hogareño apresto de una plancha caliente. Volvió a sonarse la nariz y levantó la vista. Hugo había vuelto a su mesa y seguía leyendo el periódico, como si nada. Ella sacó un billete de la cartera y lo dejó junto al café, sin terminar. Para marcharse tenía que pasar junto a su mesa—. Por favor —repitió, justo cuando ella estaba rodeando la mesa—, te ruego que no me lo tengas en cuenta.

—No es por ti —afirmó ella.

—He hecho que te sientas incómoda. Nada más lejos de mi intención, te lo aseguro. Es que soy un metepatas, eso es todo.

—Qué va —dijo Hadley.

—Entonces, ¿te apetece acompañarme? —Hizo un gesto hacia la silla del otro lado de la mesa. Ella volvió a negar con la cabeza.

—Tengo que ir a un sitio.

—¿Has quedado con tus amigos?

—No.

—De modo que tienes otros planes… ¿A un sitio?

Ella titubeó. Cuando le salió la voz, fue en un susurro tenso.

—Te lavaré el pañuelo —le dijo—. Si me das tu dirección, te lo mandaré por correo.

Hugo la escudriñó con la mirada. Ella era consciente de que no lo engañaba.

—Si te parece, me lo puedes traer aquí. Vengo al hotel casi todos los días. Te diría que te lo quedaras, pero entonces a lo mejor no vuelvo a verte. Aunque, todo sea dicho, tenemos la costumbre de tropezarnos el uno con el otro.

Hadley se sentó en el mismo borde de la silla. Se pasó las manos por los vaqueros.

—No me apetece mucho tener compañía —reconoció.

—Eso no es propio de ti —señaló él—, ¿no? —En ese momento apareció el camarero con dos voluminosas copas de coñac. Dejó una delante de Hadley e inclinó la cabeza en dirección a Hugo—. La verdad es que me gusta mucho este sitio —comentó—. Da la impresión de que saben exactamente cómo hacer que uno se sienta un poco mejor en el momento oportuno.

Cogió su copa y la levantó en dirección a Hadley antes de beber. Hadley vaciló y seguidamente hizo lo mismo. El coñac le produjo una sensación de ardor dulzón en la garganta y cerró los ojos. Al abrirlos comprobó que Hugo la estaba observando tras el borde de su copa. Con esa luz en particular, le pareció la mirada más dulce que jamás había visto.

No le apetecía hablar con nadie, pero había algo en Hugo Bézier que le inspiraba confianza. Tal vez se debiese a su edad, a una constancia implícita de que, sintiera lo que sintiera, seguramente él debía de haberlo experimentado ya. Sentados el uno frente al otro, la invadió una sensación de paz. El clamor y la claustrofobia de Les Ormes quedaron muy lejos. Le dijo lo único que tenía importancia:

—Mi amiga ha muerto.

Él abrió los ojos con un movimiento apenas perceptible. Se puso a tamborilear con los dedos sobre el mantel.

—¿Una amiga íntima?

—Sí.

Hadley esperó, pero él no dijo nada. Pasó demasiado tiempo. Ella hizo un amago de levantarse y recoger el bolso del suelo.

—¿Adónde vas?

—Pensé que podría quedarme —respondió Hadley—, pero no creo que sea capaz. Lo siento.

—No, c’est moi, te pido disculpas. No me desenvuelvo muy bien en situaciones fuera de lo común. Puede que nunca se me haya dado bien, pero desde luego a estas alturas he perdido la práctica.

—De verdad que no pasa nada —le aseguró ella—, no la conocías. Apenas me conoces a mí.

—Hadley, por favor, siéntate. Háblame de tu amiga.

Estaba sentado un poco apartado de la mesa, con las manos relajadas sobre el regazo. Llevaba la corbata muy apretada al cuello. Hadley percibió en él cierta torpeza, una repentina timidez. Volvió a sentarse. Se cruzó de brazos y agachó la cabeza.

—Fue un accidente —dijo, tras una pausa, prácticamente dirigiéndose al mantel—. De los más estúpidos, de los peores, de los más absurdos. Resbaló en el hielo y se golpeó la cabeza. Eso es todo. Ninguno de nosotros se enteró hasta el día siguiente. Ayer. No me enteré hasta ayer.

—Lo siento —dijo él, y la inesperada fuerza del sentimiento latente en sus palabras hizo mella en ella y la desarmó durante unos instantes.

—¿Cómo puede alguien estar aquí y al minuto siguiente desaparecer? —le preguntó Hadley—. Sigo esperando que en cualquier momento llame a mi puerta o que irrumpa como un torbellino en mi habitación. Se supone que la vida de la gente no acaba de sopetón. Ni siquiera estaba enferma, ni era mayor… —Se le quebró la voz—. Perdón, no me refiero a que por el hecho de ser mayor… —Hugo sacudió la cabeza e hizo un gesto con la mano para quitarle importancia al comentario. Hadley se apretó las sienes con los dedos. El dolor de cabeza que padecía desde hacía dos días empezaba a remitir ligeramente. Se frotó los ojos—. Era mi cumpleaños —continuó—. Se suponía que íbamos a salir todos, pero a ella se le hizo tarde. Jamás se retrasaba. Cuando me llamó por teléfono estaba tan… No sé. Me puse furiosa con ella y se lo dije. Nunca lo hago, nunca encuentro las palabras adecuadas, las palabras que sabes que hieren en lo más profundo. Pero esta vez hablé sin tapujos y ahora es mi mayor remordimiento. Lo último que le dije fue verdaderamente horrible. Y no puedo hacer absolutamente nada para remediarlo. Fue una auténtica estupidez, porque, aunque dije lo que sentía, aunque fuese cierto, había tantas otras cosas positivas que podría haber dicho en su lugar, y que eran igual de ciertas… Cualquiera diría que no puede haber nada peor que su ausencia. Pues esto es peor. Y sé que es egoísta por mi parte, pero es superior a mí. No sabes qué decir, ¿verdad? Da igual. Nada de lo que puedas decir hará que me sienta mejor. No es necesario que te molestes.

Él esbozó una sonrisa, y fue como un resquicio entre las nubes.

—Es la primera vez que dices todo esto en voz alta, ¿verdad? —le preguntó.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no sabes qué pensar. Nadie lo sabe en estos casos.

—Sí que lo sé. Sé exactamente qué pensar. Que todo es una tremenda pérdida de tiempo. Que no importa lo que hagamos, o cómo lo hagamos, porque todo puede terminar en un pispás. —Chasqueó los dedos con torpeza—. ¿Acaso crees que Kristina lo vio venir? ¿Incluso al resbalarse, incluso al ver que el suelo se le venía encima? A lo mejor solo pensó: «Ay, me voy a mojar el abrigo» o «Mierda, esto va a doler un poquito», pero jamás se le habría pasado por la cabeza pensar: «Todo está a punto de acabar. Para siempre».

—Es hermoso, en cierto modo.

—¿Hermoso? No tiene nada de hermoso. Te hunde en el caos y en la desesperanza absoluta.

—No es una desesperanza absoluta —repuso Hugo—. Lo único que podemos pedirle a la vida es que alguien nos eche de menos cuando no estemos. Tú la echas de menos, Hadley. Era amada.

Permanecieron sentados el uno frente al otro, callados durante unos minutos. Hugo seguía con las manos cruzadas sobre el regazo y Hadley se puso a apretar el pie de su copa de coñac con los dedos. Los ojos se le anegaron de lágrimas al volver la cabeza hacia la ventana. El lago parecía rebosar, a punto de desbordarse. Por primera vez desde la noticia, Hadley se encontraba totalmente serena. Respiraba acompasadamente.

—No soy la única que la echa de menos —señaló—. Tenía novio. Jacques. No sé cómo localizarlo. Ni siquiera sé si está al corriente de lo ocurrido.

—¿No llegaste a conocerlo?

—Era complicado. Estaba… casado. Separado, por lo visto, pero seguía casado. Y Kristina se sentía incómoda por la situación, creo que le remordía la conciencia. Lo llevaba en secreto. No me lo quito de la cabeza. ¿Cómo va a enterarse? ¿Quién se lo va a decir?

—Puede que solamente tú.

—Ya. No paro de pensar en que a lo mejor debería intentar localizarlo. ¿Te parece una estupidez?

—No, no es ninguna estupidez.

—Pero es que no sé nada de él. Solo que se llama Jacques.

—Por algo se empieza.

—Vive en Ginebra —añadió.

—Otro dato.

—Creo que tiene un trabajo de alto nivel. O a lo mejor es la idea que me he hecho.

—Siempre hay maneras de encontrar a la gente, Hadley.

—No tendría ni la menor idea de por dónde empezar —repuso ella— y, de todas formas, no creo que me quede aquí. No creo que pueda quedarme.

—¿No estarás pensando en irte?

Hadley se encogió de hombros.

—Puede. Creo que sí. Hacíamos todo juntas, Hugo. Nada es lo mismo sin ella.

—¿Y crees que las cosas mejorarán si vuelves a Inglaterra?

—Mejorar no, pero… Lausana no es lo mismo. Nada es lo mismo.

Hugo la miró con los ojos muy abiertos, como si Hadley hubiese dicho algo realmente sorprendente.

—Sería una verdadera lástima echar todo por la borda. Desperdiciar dos vidas —afirmó.

—No sería un desperdicio —replicó Hadley, sin convicción—; sería recuperar mi vida anterior, eso es todo. Simplemente retomaría mi vida.

—Pero aun así seguirías sin ella. Y, encima, sin todo esto. —Hugo movió el brazo de un lado a otro—. Te quedarías desposeída en todos los sentidos.

—Aquí todo era tan perfecto, Hugo… Y todavía lo es, a simple vista. Quizá en parte sea ese el problema.

—Ah. De modo que eso es lo que piensas… Que es un sitio demasiado bonito para la tristeza, ¿a que sí?

—Aquí era muy feliz y ahora no sé si lo voy a seguir siendo. Eso es todo.

—Supongo que piensas que Lausana es una ciudad llena de gente privilegiada, ¿no? Un lugar bendecido, n’est-ce-pas? Vamos a ver, Hadley, ¿acaso crees que nadie llora entre las fuentes? ¿Crees que nadie, aun contemplando ese lago interminable, esas montañas que rozan el cielo, al despertarse, siente que su vida carece de sentido? ¿Crees que por el mero hecho de que la gente sea tan perfecta como un mecanismo de relojería y tan elegante como el lustre de sus zapatos no sufre como tú?

—No soy tan ilusa —respondió Hadley—, a pesar de lo que puedas pensar.

—Y yo no tengo tantísima experiencia —apostilló Hugo—, a pesar de lo que puedas decir. Estás sintiendo, Hadley, ni más ni menos. Estás sintiendo. Y estás viviendo. Eres demasiado joven para ser consciente de ello, pero no todo el mundo es como tú. De hecho, es posible pasar prácticamente la vida entera sin pena ni gloria. Algún día te alegrarás. No llegues a mi edad solo para mirar atrás y darte cuenta de que la vida te ha pasado por delante. Pero no estoy preocupado por ti hasta ese punto. En realidad, no eres de las que echan a correr, ¿a que no? No, tú no. Tú eres más de las que aguantan y luchan.

—¿De las que aguantan y luchan? ¿Qué lucha? No hay ninguna lucha.

—Todo es una lucha. —Hadley miró fijamente a Hugo, cuyos ojos negros brillaban con intensidad. Hugo se dio unas palmaditas en el pecho. Solo dos: una, dos. Hadley apartó la vista. Recordó las palabras de Kristina: «Il faut profiter». Miró de nuevo a Hugo. Él retomó la conversación—. ¿Y qué me dices del tal Jacques? ¿Qué pasa con él? Creo que es un gesto noble por tu parte intentar localizarlo.

—Me da la sensación de que podría hacerlo —musitó Hadley—. Es decir, si me quedara.

—Sí que podrías.

—A lo mejor después vería si aún quiero marcharme. Después de encontrarle.

Hugo asintió.

—En fin, es un plan. Un magnífico plan. —Le cogió la mano con delicadeza entre las suyas. Tenía las palmas cálidas y resecas como el papel—. Si necesitas ayuda, ya sabes dónde estoy; basta con pedírmela. En el bar, la chocolatería, el café… —dijo, y al sonreír se le tensaron las mejillas—. En los mejores sitios —añadió.

—Gracias, Hugo. Y por el coñac.

—¿Ya te vas?

Ella soltó la mano y se puso de pie. Advirtió que él permanecía tal y como estaba, con las manos medio ahuecadas, como si hubiese dejado escapar a un pajarillo.

—Sí —respondió.

—Pero ¿volverás?

—Te dejaré el pañuelo en el mostrador de recepción.

—Solo si no estoy.

—Sí.

—Pero suelo estar. Mi más sentido pésame —le dijo—. No sé si antes he sido lo suficientemente explícito, y te pido disculpas por ello. Hay cosas que no se me dan muy bien. Ya me lo dijeron hace tiempo, pero creo que entonces no le di importancia. Parece que te va importando más conforme envejeces. ¿A que es curioso? Cualquiera diría que ocurre lo contrario.

—Quiero que Jacques sepa la verdad —afirmó Hadley, en tono decidido—. La verdad.

—¿La verdad?

—Que Kristina ha muerto. Y que lo amaba. Nada más.

Un atisbo de sonrisa de profunda tristeza asomó en la comisura del labio de Hugo.

—Yo diría que con eso basta —le dijo—, ¿no te parece?

Hadley se abrochó todos los botones del abrigo, uno a uno, despacio, y a continuación se puso los guantes. Hugo la observaba como esperando que dijera algo más. Y lo hizo.

—No dejo de recordar la última conversación que mantuvimos; ella estaba angustiada, es decir, más de lo habitual. La verdad es que no la dejé meter baza, estaba hecha una furia, pero… igual había pasado algo.

—¿Una riña entre amantes?

—Y se le hizo tarde. Ella nunca llegaba tarde a nada.

—A veces las cosas se tuercen sin más, Hadley, eso es lo que te dirá la gente. Los amigos se defraudan mutuamente. Ocurren accidentes espantosos. Así es la vida, y no hay más explicaciones.

—Lo sé —dijo ella.

—¿Sí? Yo tengo mis dudas al respecto, ciertas dudas. Puede que sea una opinión generalizada, pero el caso es que nunca he sido muy partidario de generalizar. Siempre hay una explicación, Hadley; una secuencia de acontecimientos, una relación causa-efecto. Aunque a simple vista parezca un rompecabezas, al final siempre podemos encajar las piezas, si es lo que pretendemos. Y quizá solo lleguemos a la conclusión que ya conocemos: una secuencia aleatoria, un golpe de la peor de las suertes…, pero esto en sí es una explicación, n’est-ce-pas? Nos figuramos un principio y un final, y entonces lo entendemos. Con todo su sinsentido, el mundo tiene sentido, y podemos vivir con ello. —La voz de Hugo había perdido su característica cadencia lenta; un tono ferviente y rápido había sustituido a su compás de salón formal. A medida que hablaba, cortaba el aire con las manos. En ese momento parecía mucho más joven—. Perdona —dijo, consciente de que le miraba fijamente—, siempre estoy buscándole tres pies al gato. En mis tiempos me dedicaba a eso. Ahora no son más que malos modales.

—No —dijo Hadley—, tienes razón. Era mi amiga. Mi amiga del alma. Así que me corresponde a mí plantearme las preguntas que otra gente no se hará, ¿no? Y me corresponde a mí buscar a Jacques. —Levantó la mano en señal de despedida y él, desde su asiento, hizo un amago de reverencia—. Ah, ¿a qué te referías al decir «me dedicaba a eso»?

—Fui escritor, en su época.

—¿Y ya no?

Hugo negó con la cabeza, como si acusara el peso de los años. Arrugó la frente.

—No —respondió—, ya no.