El agente, de hombros caídos y uniforme llamativo, estaba de pie a su lado. Ella, sentada en el borde de la cama, dándole pequeños sorbos a un vaso de agua con cuidado. Le había dicho que Kristina había muerto en el acto y que no había sido culpa de nadie. Había sido la ventisca de nieve, una calle resbaladiza, una repentina caída y el implacable bordillo de la esquina de una acera contra su cabeza. «Un trágico accidente», afirmó él, adornándolo con palabras manidas que únicamente servían para sumarlo al resto de accidentes trágicos que ocurrían en todos los rincones del planeta todos y cada uno de los días. Luego esbozó una media sonrisa, levantando solo una punta de su bigote rubio rojizo. «Lo más seguro es que no sintiera nada», dijo, en un inglés bienintencionado, pero fue como dando a entender que, por eso, Hadley tampoco debía sentirlo. Al menos no más de lo normal ante uno de esos trágicos accidentes que ocurrían. Ella era incapaz de mirarle a los ojos y, sin embargo, cuando llegó el momento de marcharse, no deseaba que se fuera. Le había dado algo inédito hasta entonces, esa terrible noticia comunicada con sumo tacto, lo cual no atenuaba el tremendo impacto. ¿Cómo iba a darse la vuelta e irse por las buenas? ¿A volver al otro mundo? Cerró la puerta al salir; ella se quedó mirando la puerta, y esta le devolvió la mirada.
El día transcurrió con extraños detalles, difusos e imprecisos. Jenny vestía un cárdigan rosáceo y se puso a preparar una taza de té tras otra, colocándoselas a Hadley en las manos como si se tratase de un dulce remedio. Chase se puso a fumar asomado a la ventana de la cocina, tiritando por las ráfagas de aire frío, y los nervios le provocaron un sarpullido en el cuello que Hadley no le había visto hasta entonces. Bruno y Loretta permanecieron sentados el uno junto al otro, con los dedos entrelazados, cabizbajos. El policía interrogó brevemente a cada uno de ellos; les hizo preguntas prudentes a las que respondieron negando con la cabeza, desorientados, y, cuando se fue, Chase empezó a mordisquearse la yema del pulgar y les dijo: «¿Esto está pasando de verdad?». Fuera seguía nevando sin cesar, pero ya no tenía nada de pintoresco. Las nubes se cernían como manchas plomizas. Las farolas se encendieron temprano. En un momento dado, Bruno encargó pizzas, y las cajas permanecieron intactas esparcidas sobre la mesa. Hadley le cogió un cigarrillo a Chase y se lo fumó a oscuras en el balcón. Se asomó todo lo que pudo, hasta que la cabeza se le llenó de estrellas. Le castañeteaban los dientes tan fuerte, tan involuntariamente, que en un primer momento no fue consciente de que era ella quien producía ese sonido. Se echó a llorar, y las lágrimas se adhirieron a las que había derramado antes. Notó una mano en el brazo y dejó que Jenny la condujera dentro.
—Venía a reunirse con nosotros, Jenny —dijo Hadley. Las yemas de los dedos se le estaban poniendo azules y se tiró hacia abajo de las mangas del suéter—. Seguramente solo andaba por esas calles oscuras porque estaba tomando un atajo hacia el restaurante. —Hadley quería añadir que Kristina iba apurada, despistada y con prisa, que iba caminando demasiado rápido por la acera helada, por culpa de sus duras palabras. Que la había hecho sentirse culpable y que le había dicho cosas horribles, cosas que ni siquiera eran ciertas. Pero se tragó las palabras—. La gente se cae continuamente, ¿verdad? —dijo en lugar de eso—. No me lo explico. ¿Cómo pudo resbalarse y morir al golpearse la cabeza? ¿Cómo es posible que seamos tan frágiles que una simple caída suponga el fin? La gente corre todo tipo de riesgos y no pasa nada, absolutamente nada. Kristina iba andando por la calle. O corriendo, o lo que sea, pero nada más. No se lanzó al vacío desde un edificio. No estaba en ninguna guerra.
—A veces las cosas ocurren porque sí —contestó Jenny— y no les encontramos explicación. Mira, cuando estaba en el colegio me enteré de que un niño, el amigo del amigo de un amigo, no sé…, el caso es que se desplomó y murió en el acto en el campo de rugby. De golpe, se le paró el corazón. Fíjate…
—¿Cómo? ¿Murió sin más? —preguntó Bruno, alzando la vista.
—Sufrió un colapso. Por lo visto era un partido muy importante, él era la estrella del equipo, y…
Hadley dejó de escuchar y tiró de una hebra suelta que tenía en la manga. Se soltaron un par de puntadas y tiró un poco más. Las aceras podían resultar traicioneras con las heladas, de eso estaba segura. Ella misma había patinado una vez; había alargado la mano para agarrarse a una reja y se había caído boca arriba cuando iban a la carrera en dirección al autobús. Se había echado a reír del susto y Kristina le había tendido la mano para ayudarla a incorporarse. ¿Cómo era posible que la cabeza de una persona, tan sólida, tan fuerte, tan llena de ideas y sueños y esperanzas y temores y ansia de chocolate caliente con un chorrito de ron y de cócteles color lima y de cruasanes de almendra y de un hombre de Ginebra llamado Jacques, pudiera dejar de funcionar al menor golpe? A lo mejor había sido fuerte. Un porrazo contra el suelo. Un golpe seco en la parte más blanda de la cabeza. Pero ¿tan mal formados estamos como para que la vida nos sea arrebatada con tanta facilidad? ¿Mientras nevaba y la gente reía en los restaurantes y decía cosas sin querer por teléfono?
—¿Hadley? —Ella levantó la vista. La imagen de los cuatro parecía dar vueltas a su alrededor. Se oyó un portazo y a continuación una carcajada, y pasos correteando procedentes de algún lugar en los confines de Les Ormes—. Estábamos comentando —dijo Jenny, mordiéndose el labio— que el novio de Kristina, del que ella creía que no sabíamos nada… ¿Cómo va a enterarse de lo ocurrido? ¿Quién se lo dirá?
Los padres de Kristina llegaron a Les Ormes el domingo por la mañana. Se escucharon voces en el pasillo y el forcejeo de una llave en la cerradura. Hadley abrió la puerta y se asomó. Estaban con el conserje, un hombre mayor con un mono azul, encorvado, con gesto de disculpa. Y había una mujer de pelo castaño ensortijado y aire tal vez demasiado eficiente que conocía del campus. Siempre había imaginado que los padres de Kristina serían una pareja de cuento, de aspecto impecable y un atractivo deslumbrante. En lugar de eso, vio a un hombre y una mujer regordetes con abrigos viejos y zapatos baratos. Estaban agarrados, cabizbajos. Se dispuso a cerrar la puerta, pero la mujer de la universidad la vio.
—Excusez-moi, bonjour, vous êtes…?
—Hadley Dunn.
Hadley no había pegado ojo en toda la noche, y tenía el pelo apelmazado y los ojos irritados. Se quedó inmóvil, parpadeando en pijama.
—Une amie de Kristina?
—Oui —respondió. Miró fugazmente a los padres de Kristina, que se habían vuelto hacia ella. Seguían agarrados, pero ahora con la cabeza erguida. Hadley intentó mirarles a los ojos, pero fue incapaz.
—Los padres de Kristina han venido a recoger sus cosas —explicó la mujer, con total naturalidad.
—Claro —dijo Hadley, dirigiendo la vista hacia ellos de nuevo.
En ese momento la madre de Kristina se acercó a ella y Hadley reprimió el impulso de dar un paso atrás.
—¿Erais buenas amigas, Kristina y tú? —le preguntó, escogiendo cuidadosamente las palabras en inglés.
—Sí —respondió Hadley—. Sí que lo éramos.
Su cara era más bien rechoncha, pero Hadley reconoció algunos rasgos de Kristina. Tenía el cabello canoso entremezclado con dorado, las mejillas pecosas y los ojos, de un azul claro desvaído, anegados en lágrimas. Besó a Hadley en sendas mejillas con los labios fríos y ásperos.
—Gracias —le dijo, y Hadley sintió una punzada de lástima.
No tenía palabras de consuelo. Al final lo único que logró decir fue:
—Señora Hartmann, voy a echar muchísimo de menos a Kristina. Más que a nadie en mi vida. Estaba tan…
Quería decir «llena de vida», porque era cierto; derrochaba vida. Kristina era tan vital que contagiaba a los demás. Vaciló y seguidamente lo dijo de todas formas. La madre de Kristina se llevó la mano al pecho, presionando los cinco dedos como una estrella de mar, boquiabierta. Hadley se arrepintió al instante, aunque habría dado igual decir cualquier otra cosa. ¿Cómo se iba a comparar una corta amistad, por importante que fuera, con toda una vida? ¿Con los cambios de pañales y el beso en su cálida cabeza dormida? ¿Con ayudarla en las tareas sobre la mesa de la cocina y secarle las lágrimas del primer desengaño amoroso? Ella misma sentía una pena inconsolable, pero le resultaba difícil imaginar que algo pudiera superarlo.
—¿Era feliz aquí? —musitó la madre de Kristina. Hadley asintió—. Y erais muy buenas amigas, ¿verdad? Se nota.
Hadley había terminado la conversación telefónica tan bruscamente… No tenía ni idea de si Kristina había seguido hablando después de colgar. Si habría llamado de nuevo y comprobado que Hadley había apagado el teléfono deliberadamente, antes de salir todos en tropel para internarse en la noche sin intención de decirle adónde iban. Hadley sintió el repentino impulso de contarle todo a la madre de Kristina para que la estrechara entre sus brazos y le acariciara el pelo tal y como su propia madre habría hecho. Para que le dijera: «Ay, Kristina nos volvía locos a todos con sus cosas… No te preocupes, Hadley, sabía que la querías, cómo no iba a saberlo». Pero fue incapaz. Hadley dio unos pasos en dirección a ella y extendió los brazos. La madre de Kristina se acercó a ella como un niño obediente. A pesar de la presión del cuerpo de la madre de Kristina, del voluminoso peso de su pecho apretado contra ella y de su aliento entrecortado y caliente, en el abrazo había una ausencia insoportable, la inevitable sensación de que jamás se debían haber conocido, ni necesitado el abrazo de la otra, y de que se aferraban a la persona equivocada. La persona adecuada había desaparecido sin dejar rastro.
El padre de Kristina cogió a su mujer del codo con delicadeza. Asintió con la cabeza a Hadley en señal de reconocimiento, pero sus ojos la atravesaron sin verla. Entraron en la habitación de Kristina y cerraron la puerta sin hacer ruido. El conserje se quedó matando el tiempo en el pasillo. «C’est triste —dijo, con la cabeza gacha—, muy triste». Y Hadley musitó un «sí» por respuesta. Cerró la puerta de su habitación poco a poco. Apoyó la cabeza contra la pared. Pensó en los padres de Kristina doblando la ropa de su hija, sus camisetas y vestiditos sedosos. Cogiendo su neceser, a rebosar, y las filas de frascos que goteaban bajo el espejo de su baño. Sus libros, no perfectamente ordenados como los de Hadley, sino desparramados de cualquier manera, con los lomos agrietados y las páginas dobladas.
No tardaron mucho en despejar su habitación, prácticamente lo mismo que Hadley en quitarse el camisón y vestirse, pasarse el cepillo por el pelo y lavarse las manos y la cara. Los padres de Kristina estaban rotos de dolor, acuciados por un tremendo vacío. Estarían de vuelta en Copenhague al anochecer; Lausana quedaría como un mero recuerdo de pesadilla, y no había nada que ella pudiera hacer para remediarlo. No podía hacer absolutamente nada.
Entonces le vino a la cabeza la pregunta de Jenny sobre el novio de Kristina. Jacques. El hecho de no estar al corriente de la noticia debía de ser peor que estarlo. Continuar caminando, divagando sobre preocupaciones triviales, frunciendo el ceño al ver nubes que anunciaban nieve, chasqueando la lengua con fastidio por un autobús abarrotado o refunfuñando por la larga cola del tren. Tal vez el vínculo entre ellos iba más allá. Tal vez Jacques estaba en algún lugar con una fuerte e indescriptible sensación de desasosiego, como un repentino y agudo dolor de cabeza o malestar que le hiciera pararse en la calle y mirar por encima del hombro, tantear la cartera en el bolsillo o telefonear a su madre únicamente para comprobar que respondía al teléfono. Seguramente jamás abrigaría temores por Kristina.
Mientras corría el agua en el baño de Hadley, oyó abrirse una puerta y murmullos, luego el chirrido de zapatos con suela de caucho sobre el suelo de linóleo. Corrió hacia la puerta y salió al pasillo. Estaban ahí de pie arracimados, de nuevo los cuatro, con las maletas marrones de Kristina amontonadas junto a sus pies.
—¿Señora Hartmann? —dijo. Ella se volvió al oírla, y por un fugaz instante Hadley percibió un atisbo de esperanza en su rostro. Las palabras le salieron a trompicones. Le preguntó si conocían a Jacques—: ¿Lo mencionó en alguna ocasión?
El padre de Kristina cogió una maleta en cada mano y se dio la vuelta para marcharse. Su madre sacó un gorro de lana del bolso, se lo puso y tiró de él hacia abajo para taparse las orejas.
—Salió con muchos chicos —respondió—. Mi hija… —Hizo una pausa—. Mi hija era muy querida.
—Sí —musitó Hadley en un hilo de voz tan sutil como los copos de nieve—, es verdad.