Lausana era lo bastante pequeña como para que a uno le diese la impresión de poder encontrarse con alguien en cualquier momento, y a estas alturas las caras le resultaban familiares a Hadley: el chico con los enormes auriculares que se deslizaba con sus patines en línea entre las fuentes de Ouchy; la bibliotecaria del campus, una mujer nervuda con una mata de pelo blanco rizado en una bicicleta desvencijada; Hugo Bézier, con ese aire felino, observando, esperando y sonriendo al verla. Hadley empezaba a apreciar a estas personas. La hacían sentir que entendía los ritmos de la ciudad y que también formaba parte de ellos. Y, cómo no, Joel Wilson. Sus caminos se cruzaban en la piscina, en la librería y, una vez, en les escaliers du marché, las escaleras del mercado, donde él le ofreció una castaña ardiendo de una bolsa de papel de estraza, y ella la cogió con la sensación de que era algo más que compartían. Siempre que existiera la posibilidad de encontrarse con alguien casualmente, las incursiones en la ciudad poseían un aliciente adicional.
Se estaba arreglando para salir esa noche cuando sonó el teléfono de su habitación. Hadley supuso que serían de nuevo sus padres para ofrecerle otra alegre interpretación de «cumpleaños feliz».
—¿Hadley? Soy una pésima amiga. Voy a llegar tarde, tardísimo. Al final he tenido que ir a Ginebra. ¿Por qué no os vais sin mí? Me reuniré con vosotros lo antes posible. Lo siento muchísimo.
—Kristina, para el carro. ¿No dijiste que no ibas a ir a Ginebra?
—Ya, ya…
—Bueno, ¿y si llamo al restaurante y retraso la reserva? Podemos ir a tomar algo a otro sitio antes. No pasa nada.
—No, Hadley, es un detalle por tu parte, pero me voy a retrasar mucho. Por favor, seguid sin mí. No quiero estropear el plan.
—¿Dónde estás ahora? ¿Estás de camino?
El trayecto en tren desde Ginebra duraba unos cuarenta y cinco minutos. Era hora punta en los trenes de cercanías nocturnos y los vagones irían abarrotados de trajes almidonados, relojes marcando un rápido tictac y un carrito de refrescos traqueteando y tropezando con punteras de zapatos abrillantados. Se imaginó a Kristina retocándose los labios ante el reflejo de la ventanilla, tras borrársele todo el carmín por los besos de Jacques. Podía estar en Lausana en menos de una hora.
—No, sigo aquí. Es complicado… Y, para colmo, he perdido el teléfono en el camino hasta la estación, a saber dónde. Oye, tengo que colgar, se está agotando el saldo. De verdad, cielo, iré en cuanto pueda.
Entonces cortó la comunicación. Hadley se quedó sentada con el auricular en el regazo, sumida en la decepción.
—¡Feliz cumpleaños! —exclamó Jenny al abrir la puerta Hadley.
Bruno tiró del cordón de la piñata y comenzaron a caer serpentinas de colores a sus pies. Chase le plantó un botellín de cerveza en la mano.
—Vamos —ordenó—, en marcha. Jenny, ve a por Kristina a su habitación.
—Se va a retrasar —dijo Hadley—, nos veremos allí. —En un inesperado gesto de intimidad, Jenny se agarró del brazo de Hadley. Tenía la risa floja y las mejillas coloradas; a Hadley le dio la sensación de haber llegado tarde a su propia fiesta. Jenny se la llevó medio a rastras, con Bruno y Chase a la zaga—. ¿Y Loretta? —preguntó, volviendo la cabeza.
—Hemos quedado con ella en el restaurante. Va a traer a su amigo Luca. No te importa, ¿verdad?
—Estupendo —contestó Hadley, ausente. Tenía la mente en Tonridge. Si estuviera en casa habría una tarta glaseada con torpeza y resplandeciente por las velas. Se escucharía el soniquete de la televisión con una película tras otra. Sam estaría lanzándole barquillos de chocolate desde el otro lado de la mesa. A pesar del contacto del brazo de Jenny y de los pasos cercanos de Chase y Bruno, a Hadley la embargaba una profunda sensación de desarraigo. Se dio cuenta de lo desorientada que se sentía sin Kristina.
El restaurante, Le Pin, se hallaba escondido en una calle entre la estación y el lago. Con sus ventanas arqueadas, filas de mesas de madera y suelos de losas rústicas, recordaba a los cafés parisinos; a un lugar más apropiado para el día que para la noche. Había portaperiódicos con diarios arrugados y manoseados por dedos impregnados de nicotina. Un hombre mayor de aspecto liviano sentado junto a la puerta bebía vino rosado con un periódico de carreras de caballos extendido sobre la mesa. Aunque había que saber buscarlos, los detalles nocturnos estaban ahí: velas cuya cera se derretía por cuellos de botellas de vino; al fondo, unas cuantas mesas vestidas con manteles de cuadros; paneras con finas rebanadas de baguette colocadas junto a la caja registradora, listas para ser servidas junto a cartas laminadas.
—¿Aquí? —preguntó Chase—. ¿En serio?
—Me encanta —contestó Hadley—. Es ideal.
Se sentaron al fondo y un camarero de pelo engominado los recibió con indiferencia. Todos pidieron vino, y en cantidad. Apareció Loretta con un elegante vestido de terciopelo negro y el desconocido, Luca, que era alto y un poco caído de hombros, con una mata de pelo rizado. Le dio dos besos a Hadley y la felicitó por su cumpleaños. El vino era tinto y de poco cuerpo. Bruno arrugó la nariz y prefirió pedir vodka. Examinaron la carta, con fondue de queso y bistecs de caballo, jabalí con frutas del bosque, platos de chucrut y salchichas finas y alargadas servidas de dos en dos. Jenny dijo que no comería carne de caballo ni muerta, lo cual provocó una discusión con Chase que parecía divertirles más que enfrentarles. Loretta y Bruno, con las cabezas apoyadas la una contra la otra, acordaron compartir una fondue y con risitas tontas comentaron los malabarismos que había que hacer si se caía el pan en el cazo. Luca, al lado de Hadley, sonreía al tiempo que mantenía la mano aferrada al pie de su copa de vino.
—¿Qué estudias? —le preguntó él con soltura en inglés.
—Literatura —respondió ella—. Norteamericana, inglesa y francesa. ¿Y tú?
—Francés, claro. Filología Francesa. Con español. Así es como conocí a Loretta. —Volvió a sonreír, esta vez mostrando todos los dientes. Se inclinó hacia ella—. ¿Te lo estás pasando bien en tu cumpleaños, de momento?
Hadley agitó la carta con decisión.
—Muy bien —contestó.
Para cuando llegaron los platos, estaban borrachos y dispuestos a seguir el ritmo. Hadley había pedido la especialidad del día, fondue de carne, con tiritas de carne de vacuno que chisporroteaban sobre una piedra caliente. De guarnición tenía patatas fritas finísimas, y Luca cogía una de vez en cuando, sonriéndole como si estuviesen compartiendo una broma. Le rellenaba la copa de vino cada dos por tres, salpicando el mantel hasta que los cuadros blancos se volvieron rosas entre los rojos. Tanto Chase como Jenny habían pedido filete de ternera; Bruno y Loretta se batían en duelo con sus respectivos pinchos y jugueteaban con la llama de la fondue. Cada vez hacían más ruido. Justo cuando Hadley se preguntaba si sería la única que había reparado en que Kristina aún no había llegado, oyó vibrar el teléfono en su bolso. Se levantó de un brinco, y la silla chirrió sobre las losas. Respondió a la llamada mientras se metía en el estrecho pasillo del aseo.
—Hadley, me vas a matar…
—¿Dónde estás?
—¿Te gusta el restaurante? —le preguntó Kristina—. Pensé que sería como uno de esos que siempre aparecen en los libros que lees. Lleno de viejos escritores.
—¿Estás con Jacques? —inquirió ella, molesta por su propio tono de reproche.
—No por mucho tiempo —respondió Kristina—, y, de hecho, no físicamente. Estoy en una maldita cabina otra vez. Qué día.
—¿Qué quieres decir con «no por mucho tiempo»? Por Dios, Kristina. Siempre estás diciendo cosas así y acabas sin mover un dedo.
—Lo siento.
—No lo sientes. Si lo sintieras, decidirías lo que realmente quieres y punto.
—No te pongas así, Hadley. Tú no lo entiendes.
—Tienes razón, no lo entiendo. Esta noche, no.
—Siento estar perdiéndome tu cumpleaños.
—No se trata de eso. Bueno, de hecho sí, en parte. Tú has sido la que ha organizado esta cena, la que ha hecho que vengan todos, y ni siquiera estás aquí.
—Yo no he hecho que vayan. Todos querían celebrarlo contigo, Hadley.
—Y hay un tío llamado Luca a quien ni siquiera conozco que no para de toquetearme la rodilla por debajo de la mesa.
—Hadley, quería que esta noche fuera especial para ti, pero Jacques…
—No pongas a Jacques como excusa, ¿vale? Me parece que lo único que ha hecho siempre es ser honesto contigo. Tú eres la que estás haciendo un drama de la historia. Y la que estás allí con él en lugar de aquí conmigo.
—Hadley, pareces celosa, no te pongas celosa. De verdad que no tienes motivos, ya no, porque…
—¿Por qué piensas que estoy celosa? Un momento, ¿no será porque no tengo novio? Eso es lo que piensas, ¿verdad? ¿Has sido tú quien ha invitado al tío ese, Luca? ¿Conque Loretta no ha tenido nada que ver? Dios, qué estúpida soy, no había caído en la cuenta hasta ahora.
—Hadley, no conozco a ningún Luca y, en cualquier caso, no te haría eso. Oye, siento que creas que te he echado a perder el cumpleaños.
—¿Sabes lo que creo?
—¿Qué?
—Que deberías quedarte con Jacques y punto. Con tu hombre misterioso. Quédate allí, Kristina. A partir de esta noche estás disculpada. Te disculparé con los demás. Olvídalo.
—Últimamente me da la impresión de que le fallo a todo el mundo, Hadley. Soy incapaz de dar lo que se espera de mí. —Soltó una risa estridente—. Jacques me ha dicho que resulto contagiosa. Hace que suene como una enfermedad.
—Bueno, mira por dónde parece ser que Jacques y yo tenemos algo en común.
Kristina se quedó en silencio al otro lado de la línea. Cuando habló, lo hizo con voz queda, totalmente apagada.
—De todas formas, estoy de camino. Voy a darme prisa y llegaré lo antes posible.
—Te he dicho que no te molestes, de modo que no finjas apresurarte por mí. Total, al final harás lo que te venga en gana…
Hadley cortó la llamada y se quedó unos instantes en el pasillo. Era la primera vez que discutía con alguien y el hecho de haberse defendido bien y mantenido firme ante los embaucos de Kristina la deprimió. En lugar de sentirse justificada y enardecida, se sintió tan desinflada como un globo después de una fiesta.
Al volver a la mesa vio que en su sitio había un trozo de tarta coronado con velas titilantes, y todos rompieron a cantar a destiempo. Tras recibir un abrazo de Jenny, la reconcomió el reproche a una Kristina aún ausente. «No pasa absolutamente nada», dijo Hadley, cabizbaja, con la copa de vino pegada a la cara, mientras Jenny le daba palmaditas de consuelo en la espalda. Y ahí estaba Luca, poniéndole la mano en el muslo de nuevo, con tal sutileza que parecía flotar en el aire. Se zafó de él con desgana. Pidieron rondas de licores, aguardientes alpinos transparentes y especiados, y todos se fueron arrellanando en los asientos. Charlaban unos con otros manteniendo conversaciones inconexas; a medida que pasaba el tiempo, la única que parecía cada vez más callada era Hadley.
—Me apetece ir a bailar —dijo en un momento dado, a quienquiera que estuviese escuchando—. Me apetece ir a algún sitio nuevo. ¿Os apuntáis?
Chase sugirió ir a un club de un sótano próximo a la estación donde la comunidad portuguesa bailaba y bebía y la música retumbaba en las vías del tren. Hadley se bebió de un trago el último chupito y se puso de pie tambaleándose. Esparcieron sus respectivos billetes sobre la mesa y salieron en tropel a la calle.
Fuera, había cambiado el tiempo y las volutas de los copos de nieve de primera hora de la noche habían dado paso a una ventisca cegadora. Chase y Jenny se pusieron a caminar bailando por la acera, con las cabezas gachas para contrarrestar el frío cortante, seguidos por Bruno y Loretta, abrazados. Luca se volvió para esperar a Hadley con una mano apoyada en la cintura, al tiempo que le hacía señas para que se agarrase a él.
—Venga —le dijo—, es tu cumpleaños. No pareces muy contenta. —Hadley se estremeció y se caló un poco más el gorro. Dejó que la agarrara del brazo y resbalaron sobre el hielo de la acera. Chocó contra él—. Te tengo —comentó él—, no pasa nada, te tengo.
Ella levantó la vista hacia él. Se sentía desorientada. Demasiado alcohol, demasiada comida, la picazón del frío… Siguió agarrada a su brazo.
—Le he dicho cosas horribles a mi amiga por teléfono —dijo, arrastrando las palabras—. No era mi intención. ¿Por qué no habrá llegado todavía, Luca?
—Chsss —musitó él—, voy a besarte.
Acercó los labios; ella no se apartó. Fue un beso largo e intenso y, aunque a ella en realidad no le apetecía, se dejó besar. Oyó una ovación a sus espaldas y por fin Luca la soltó cuando le lanzaron una inesperada bola de nieve que se estampó contra sus zapatos. Al levantar la vista vieron a Chase riendo, al tiempo que se sacudía las manos contra los vaqueros. Luca cogió un puñado de nieve e hizo una bola. Se la devolvió, pero falló y fue a estamparse contra el gorro con pompón de Jenny, que gritó. A partir de ahí todos se enzarzaron en una batalla, riendo, atrapando y lanzando nieve, que se esparcía sobre sus abrigos y pies. Hadley se apartó y se metió las manos en los bolsillos. Los observó, con un repentino cansancio, sin muchas ganas de unirse a ellos. Luca se volvió hacia ella con una amplia sonrisa y ella le correspondió con apatía. Notó el suave impacto de una bola de nieve en su brazo y al mirar vio a Loretta, con las mejillas sonrosadas y feliz, saludándola con la mano desde el otro lado de la calle. Le devolvió el saludo. Siguieron divirtiéndose a su alrededor, en plena ventisca, como niños atrapados en el interior de una bola de nieve de cristal.
Lausana era una ciudad elegante, tanto de día como de noche. Ni que decir tiene, durante esos meses de invierno la mayoría de las fiestas se daban a puerta cerrada y rara vez se llenaban las calles de gente irresponsable. Eran poco habituales los altercados por exceso de alcohol y la holgazanería aparentemente tan común en las calles de las ciudades británicas a partir de cierta hora. De haber un eventual problema, probablemente se arreglaría con calma y discreción, sin el apremiante ruido de las sirenas. Pero esa noche, cuando por fin reanudaron la marcha con la ropa húmeda por la nieve, hablando en voz alta y animada, un penetrante soniquete cortó el aire. No distinguían entre el sonido de las ambulancias, la policía o los bomberos suizos, pero se oía el sonido entrecruzado de al menos dos sirenas diferentes en las calles aledañas.
—¿Será posible —dijo Chase, dándose la vuelta— que por una vez esté pasando algo excitante en la sensata Suiza?
Hadley notó el brazo de Luca alrededor de su cintura, tirando de ella hacia sí.
—A mí se me ocurre algo excitante —comentó, al tiempo que le rozaba la oreja con los labios.
—Luca —replicó ella, haciendo un amago de zafarse de él—. Creo que no…
Y entonces la volvió a besar. Detrás, las sirenas ulularon y se apagaron, y ella cerró los ojos. Esta vez no le devolvió el beso exactamente, solo se dejó besar. Abrió la boca lo justo. Dejó caer las manos a los lados.
Hadley se despertó con un dolor de cabeza sordo y punzante. Se echó las sábanas sobre la cara y permaneció como en una mortaja. La luz entraba en la habitación, pero de algún modo apagada; probablemente seguía nevando. Le venían a la cabeza imágenes fugaces de la noche anterior: el beso de Luca de buenas a primeras; la lucha con bolas de nieve; el minúsculo y abarrotado sótano donde todos parecían perderse de los demás; Chase colocando en fila chupitos de ajenjo verde botella, y cada cual cogiendo el suyo; el contacto del brazo de Luca alrededor de su cintura, mientras a ella le ardía la garganta y veía las estrellas. Habían cogido un taxi para volver a la residencia, salvo Luca, que no vivía en Les Ormes y se quedó en la acera con su abrigo largo y el brazo levantado en señal de despedida. «Podías haber dejado que viniera con nosotros», le había dicho Jenny con una risita, y Hadley se había hecho la tonta. «Vive al otro lado de la ciudad», le había contestado ella.
Tocaron a su puerta y gruñó.
—¡Voy! —exclamó—. Un momento.
Salió de la cama dando traspiés y se puso el camisón. Sería Kristina, deshaciéndose en disculpas. Y sabía que las aceptaría en el acto, y que seguidamente ella haría lo propio. Aunque a Kristina le habría resultado imposible saber dónde habían acabado la noche anterior, Hadley había seguido buscándola mientras bailaban entre la multitud del local subterráneo. No había perdido de vista la entrada y se había vuelto cada vez que veía una melena rubia lacia y brillante u oía un repentino estallido de risa. Lausana simplemente no era la misma sin Kristina. Abrió la puerta con una sonrisa en los labios.
El agente de policía la miró fijamente. Y cuando empezó a hablar, pese a hacerlo en un francés lento y mesurado, ella no entendía lo que le decía. Le escuchó mencionar la Rue des Mirages, pero no le sonaba de nada. Después pronunció el nombre de Kristina. Hadley se dirigió a él en inglés. «Lo siento —dijo—, no le entiendo». Él hizo girar su gorra entre las manos. Sus siguientes palabras las pronunció con mucha delicadeza, en tono muy bajo, de hecho, con tanta dulzura que ella pensó que lo había entendido mal, hasta el preciso instante en el que se desmayó con un tremendo fogonazo de luz blanca.