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En realidad, Hadley Dunn fue a Suiza por casualidad. Nunca se imaginó que podría estudiar en el extranjero, pensando que era solo para lingüistas locuaces, o para parisinas de ojos almendrados, el tipo de chicas de revista que fumaban haciendo un mohín con los labios y tomaban café solo. Sin embargo, un monótono día de febrero, de repente se le ocurrió la idea. Podría haberla descartado como una mera fantasía, pero cuajó con una inexplicable solidez, y continuó gestándose.

Había llegado pronto al seminario y se había fijado en que alguien estaba hojeando un folleto del Institut Vaudois antes de la clase. Era Carla, una chica con un corte de pelo rasurado por la nuca y gafas de montura alargada de niña aplicada. Le había hablado a Hadley en la última clase, interrumpiéndola mientras trataba de cumplir a rajatabla la recomendación del profesor de leer con detenimiento.

—Entonces, ¿estamos hermanadas con Lausanne? —preguntó Hadley, al tiempo que se sentaba en el asiento de al lado.

—¿Hermanadas? Esto no es un intercambio escolar. Hay un acuerdo entre nuestras dos universidades y los departamentos de inglés. Intercambiarán un estudiante, solo un curso. Y se pronuncia «Lo-san», no «Lau-san».

—«Lo-san». ¿Por qué solo uno?

Carla se encogió de hombros, y frunció la boca.

—Ni idea, pero no creo que lo solicite mucha gente. Vivir en Suiza es carísimo.

—Ah, ¿está en Suiza? Genial. ¿Puedo? —preguntó Hadley, inclinándose para verlo más de cerca. La foto mostraba un imponente edificio de cristal y cromo delante de una explanada verde tan impecable como una bolera en el césped, que se extendía hasta la orilla de un gran lago.

—¿No vives todavía en casa de tus padres? —preguntó Carla.

—Sí —contestó Hadley.

A espaldas del edificio se levantaba una cadena de picos montañosos. Eran de un blanco níveo contra el azul del cielo y daba la impresión de que alguien los hubiera pintado en el último momento, como en un arrebato de inspiración de un tramoyista. Hadley se acercó un poco más. Seguramente ninguna universidad del mundo podía estar rodeada de semejante paisaje.

—Entonces, ¿esta es la universidad que te pillaba más cerca? ¿No la elegiste a propósito?

Hadley finalmente se apartó de la hoja y levantó la vista.

—Por supuesto que la elegí —respondió—. ¿Y eso a qué viene?

A diferencia de sus amigos del instituto, que habían puesto rumbo al norte y al sur, al este y al oeste, Hadley se había quedado donde estaba. Se había matriculado en la universidad de Tonridge, a un corto trayecto en autobús desde donde vivía con sus padres y su hermano pequeño. Sam, que derrochaba dulzura y alegría y reclamaba constante atención, había llegado inesperadamente cuatro años antes. Últimamente el rostro de su madre tenía las líneas de expresión más marcadas que nunca y a su padre se le había encanecido sobremanera el cabello. Si se hubiera ido de casa, habrían notado tremendamente su ausencia. ¿Quién colocaría los guisantes dibujando una cara sonriente en el plato de Sam o le ayudaría a montar una granja de caracoles en el fondo de un cubo? Sin mencionar las horas de canguro… Cuando Hadley recibía las largas cartas que le enviaban sus amigos, sabía leer entre líneas: por mucho que le hablaran de juergas hasta la madrugada, novillos, ligues fáciles y lujuria desenfrenada, había platos sucios amontonados en fregaderos comunes, conversaciones insustanciales delante de tostadas de pan de molde, y la vida transcurría como en un escaparate a la vista de todos; se decía a sí misma que no iba a dejarse sucumbir ante ese tipo de cosas y a alejarse de casa en aras de una supuesta libertad, cosa que creía la mayor parte del tiempo.

—Lo único que digo —apostilló Carla— es que hay que ser lanzado para irse a estudiar al extranjero.

—Sería una aventura increíble.

—Y no todo el mundo se adapta.

Hadley reprimió una sonrisa.

—¿Quieres decir que yo no me adaptaría?

Puede que no ansiara conocer horizontes más lejanos, pero eso no significaba que nunca se preguntara por ellos. Observaba a otros estudiantes, a los que llegaban en coche al campus a principios del trimestre con los asientos traseros cargados de flexos y macetas con palmeras, o a los que salían de la estación de tren con pesadas mochilas a la espalda y los brazos bronceados de alguna aventura en el extranjero; esa gente parecía recién salida de un mundo completamente diferente y despertaba su curiosidad. Parecían adultos hechos y derechos, que pasaban con soltura del instituto a la universidad y luego al resto de sus trepidantes vidas. Comparada con ellos, Hadley se sentía como una novata, con una inexperiencia tan cegadora como una página en blanco. Tenía una fe ciega, sin embargo, en que algún día viviría experiencias emocionantes. Y, cuando llegase ese día, estaría preparada.

Los ojos marrón parduzco de Carla la observaban sin pestañear a través de las gafas. No respondió a la pregunta de Hadley; en lugar de eso, le dirigió una sonrisita mojigata y chasqueó los dedos para que le devolviese el folleto. Hadley la miró fijamente. Abrió la boca para decir algo y acto seguido la volvió a cerrar. Le devolvió el folleto de mala gana y Carla se lo guardó en el bolso. El profesor, un hombre con aspecto de cuervo que siempre olía a sándwiches de huevo y café recalentado, entró sigilosamente en el aula a grandes zancadas y se puso a hurgar en su maletín delante de la clase. Hadley abrió una lata de Coca-Cola y se volvió a acomodar en su asiento. Él empezó a hablar de los victorianos y de la Revolución industrial, pero ella apenas le prestaba atención. Pensaba en las montañas, en cómo sería vivir tan cerca de ellas y en si producirían un mínimo sonido, porque ¿cómo podía algo tan colosal alzarse silenciosamente? ¿No habría chasquidos y silbidos producidos por el viento? ¿Se crecería acostumbrado a ello, a esa presencia imperturbable y eterna, y la vida seguiría su curso como si se tratase de algo corriente? Corriente hasta cierto punto, pero, en definitiva, corriente. Lo más probable es que uno se pasara todo el día con la vista levantada al cielo, feliz como una perdiz.

Al cabo de una semana, justo cuando la secretaria del departamento estaba terminando de contar las solicitudes para estudiar en el extranjero, Hadley puso la suya en el montón.

—Me temo que el plazo terminó a las cinco —le dijo la secretaria, levantando la vista. Su expresión era impasible. Sus ojos tenían las persianas echadas.

—¿En serio? —preguntó Hadley—. Pero si solo son las cinco y media…

—Las normas son las normas.

Hadley hundió la cabeza sobre el mostrador. La secretaria apartó su taza de té y siguió con el papeleo, no sin antes sacar su solicitud del montón como si se tratara de una mala hierba.

—Es que me he pasado la semana decidiendo si quería o no presentarla —explicó Hadley—. Nunca pensé que algo podía ser tan emocionante y al mismo tiempo tan aterrador. —La secretaria continuó revolviendo los papeles delante de ella: pilas de textos pulcramente redactados, sin duda llenos de declaraciones de idoneidad y promesas de logros académicos excepcionales. Carla se había equivocado al imaginar que nadie estaría interesado—. Pensé que de ninguna manera me lo podía permitir —continuó—, pero luego descubrí que podía optar a una beca, de modo que eso me hizo replanteármelo. —Hadley posó la mano en el brazo de la secretaria y percibió su rechazo bajo su tenue roce—. Por favor —le suplicó—, es que de repente me he dado cuenta de que tengo muchas ganas de ir. Es probable que no me elijan, pero al menos quiero intentarlo. He rellenado el formulario lo más rápido que he podido. Mire, el líquido corrector todavía se está secando.

Se produjo un momentáneo silencio. En el pasillo se oían portazos, señal de que había acabado la jornada.

—¿Y si lo cuelo en el montón? —sugirió Hadley—. Podemos fingir que estaba ahí desde el principio.

—Oh, venga, rápido. —La secretaria claudicó sin alzar la vista. Hadley extendió los brazos y se apoyó sobre el mostrador, a modo de torpe abrazo, pero la señora permaneció tan rígida como un palo—. No me hagas cambiar de parecer —le advirtió.

Al cabo de tres semanas Hadley recibió una carta, de no más de cuatro o cinco líneas mecanografiadas, donde se le comunicaba que su solicitud había sido admitida. Tardó unos instantes en asimilar la noticia. De buenas a primeras, había cambiado un año en casa por un año en el extranjero. Se le había abierto una puerta y la había cruzado de buen grado; ¿alteraría el curso de su destino un cambio tan brusco, repentino y drástico? No se precipitó a la hora de aceptar la plaza. Reflexionó sobre si había hecho bien en solicitarla.

Fue su madre quien al final la convenció para que se marchara. Estaban fregando los platos juntas una noche después de cenar cuando Hadley se quedó mirando absorta por la ventana de la cocina. Se veía la casa contigua, hilera tras hilera de ladrillos perfectos. Los extremos puntiagudos de la valla de madera rompían la armonía a intervalos regulares. Su madre le apretó la mano.

—Perdona, estaba en las nubes —se disculpó Hadley, con una sonrisa. Volvió a centrarse en los platos sucios.

—Lo que menos queremos es retenerte —dijo su madre.

—No lo hacéis… —empezó a replicar ella.

—Hadley, mírame. A veces no sé lo que tu padre y yo habríamos hecho sin ti. Pero Sam empieza el colegio en septiembre. Todo cambia.

—Lo sé. He pensado en ello.

—Ahí fuera hay un mundo por descubrir —continuó su madre, mirándola a los ojos con un brillo nacarado—. Tal vez sea hora de dar el paso. De dar un paso en firme, y no lamentarlo ni por un momento.

A veces resulta que la gente pronuncia las palabras más trascendentales cuando lleva un delantal salpicado de manchas y las manos llenas de espuma.

En el aeropuerto, su madre le dio un fuerte achuchón; el pelo se le enredó en los pendientes de Hadley y las lágrimas de ambas impregnaron sus respectivas mejillas. Sam le dio un garabato con una muñeca palito y un muñeco de nieve regordete con un racimo de montañas rechonchas al fondo; Hadley le dio un beso al dibujo antes de doblarlo con cuidado para guardarlo. Su padre, en su afán por mostrarse servicial hasta el final, se había empeñado en cargar con las maletas. Le prometió que ahorrarían para visitarla en verano, momento en el que la madre de Hadley se puso a entonar una canción de Sonrisas y lágrimas. A partir de ahí, se enredaron en un animado debate sobre si la película estaba ambientada en Austria o Suiza, y el padre de Hadley reconoció que le chiflaba Julie Andrews. Al final anunciaron por megafonía la última llamada para el vuelo de Ginebra y fue consciente de que tenía que marcharse. Se volvió por última vez para ver a su familia, que le decía adiós agitando las manos con entusiasmo. Estaba convencida de que algo se estaba rompiendo; un hilo conductor que se tensaría cada vez más hasta desgarrarse sin remedio. Ella no dejó de decir adiós con la mano hasta que salió disparada hacia el avión.

Una vez en su asiento, Hadley tomó aliento y se sumió en el silencio del cielo. Le dio vueltas y vueltas a la palabra «Lausana» y la pronunció envolviéndola con la lengua como un nuevo beso. Era su ciudad secreta, pues casi nadie había oído hablar de ella. Incluso Carla lo había reconocido al final del trimestre, al desearle «bon voyage» a Hadley con una gracia inusitada. Después lo estropeó con un mordaz comentario: «No dejo de pensar —dijo— que a lo mejor no es tan bonita como aparenta».

A última hora de la tarde el sol de septiembre seguía brillando con intensidad, bañando el vagón del tren de la luz del final del verano. Entre Ginebra y Lausana las vías del tren seguían el curso de la orilla del lago Lemán. Hadley atisbó destellos intermitentes de agua resplandeciente y se fijó en la silueta púrpura de las montañas que se alzaban al fondo. Al otro lado se extendían viñedos y campos de rechonchas calabazas. De vez en cuando se veía un château de planta cuadrada con postigos cerrados y altos portones, y colinas salpicadas de chalés alpinos con tejados puntiagudos y galerías de madera que les daban aspecto de juguete.

Observó con interés al resto de pasajeros: un mochilero joven con una barba esmirriada pelando una manzana con una navaja; una señora mayor con un moño colmena sentada con un bulldog francés con orejas de murciélago acurrucado en el regazo; dos hombres de negocios trajeados, con el pelo tan lustroso como los zapatos, ocultos tras sus periódicos. Por transitorio que fuera, estas personas formaban parte de su nueva vida y se sentía atraída por cada una de ellas. Ya había empezado a recopilar todo lo que veía, como una coleccionista de curiosidades que encuentra notable incluso lo corriente.

En menos de una hora, el tren hizo su entrada en la estación de Lausana. Hadley observó fijamente las letras blancas del cartel azul. «Lausanne». Había estado allí tantas veces, aunque solo fuera en su imaginación, que cuando llegó el momento casi se le olvidó apearse. Se puso rápidamente en movimiento, empuñó su maleta y bajó de un salto al andén. Con una puntualidad infalible, el jefe de estación tocó el silbato y Hadley se volvió para ver marcharse el tren. Se lo imaginó siguiendo su rumbo por la orilla del lago, adentrándose velozmente en las montañas, trazando curvas cada vez más cerca de la frontera italiana, pues iba con destino a Milano Centrale. Otros lugares que tal vez algún día también visitaría. Volvió a echar un vistazo al cartel. «Lausanne». El nombre, de por sí, ya era más que una serie de letras. Sintió una punzada de expectación y acto seguido una sensación más vaga, menos definida. La sensación de que, mientras permaneciera donde estaba, en el umbral de una nueva experiencia, todo seguiría siendo maravilloso. Nada se estropearía jamás.

En la ciudad se dejaba sentir el persistente calor del verano. Hadley se había puesto, obediente, la chaqueta acolchada que le habían regalado sus padres en la despedida, y se sentía aprisionada; tenía la frente moteada de sudor. Decidió que se compraría una gabardina más chic para el otoño, de esas elegantes con cinturón como la que llevaban las dos mujeres que se había cruzado en el vestíbulo de la estación; habían pasado taconeando por el suelo de mármol, moviendo coquetamente los labios al pronunciar palabras como vraiment, absolument, exclamando y corroborando con gracia. La lengua francesa tenía algo especial: las palabras eran más que meras palabras; parecían influir en el ambiente donde se escuchaban.

Hadley llevaba sobre la cabeza una boina de punto. Era otro regalo de sus padres, pero en este caso más atinado. «¡Igualita que una de esas estrellas de cine!», había exclamado su madre al probársela Hadley. Se había atusado los mechones más cortos del pelo para pegárselos a las mejillas, a la última. «A lo mejor me lo corto —había comentado—; c’est plus chic comme ça». Decidió ir a la peluquería de la calle principal con una foto arrancada de una revista bien agarrada en la mano. Era la protagonista de la película Al final de la escapada, À bout de souffle. Al volver a casa, Sam se tiraba por los suelos de la risa diciendo que parecía un chico. Pero ella se sentía liviana y pícara. Era un corte de pelo para dar guerra y sonreír después.

Dentro de la estación había un quiosco de la oficina de turismo; Hadley cogió unos folletos y planos bajo la atenta mirada de una mujer con un pañuelo de seda anudado con delicadeza. Aunque la maleta pesaba y el abrigo la acaloraba —aun llevándolo doblado bajo el brazo—, consideraba importante hacerse una idea de la ciudad el primer día. Pese a la bolsa de folletos gratuitos de lugares de interés y atracciones turísticas, no era una turista. Un turista cogería el autobús equivocado o caería en manos de un taxista aprovechado. Llevaba en el bolsillo la dirección de su nuevo hogar anotada en un trozo de papel: Les Ormes. Significaba Los Olmos, un nombre que quizá en otro entorno evocara hogares de ancianos y complejos residenciales para jubilados, pero que en Lausana parecía poseer un toque de glamur.

Hadley se sentó en el primer asiento que encontró en las mesas del café situado justo a la salida de la estación, apartó a un lado tazas de café medio vacías y servilletas de papel hechas ovillos, vestigios de partidas precipitadas, y desplegó el plano. Tras examinarlo, trazó una ruta por la ciudad. Alzó la vista para comprobar el nombre de la calle en el edificio de enfrente, más allá de las banderas ondulantes y el esplendor verde de los árboles, dispuestos formalmente. Había un alma en pena sentado balanceándose con una abollada lata de cerveza en la mano, y la observaba. Ella se puso de pie, ignorando la hilera de taxis y a los ociosos taxistas con los cigarrillos prendidos entre los dedos. Sujetó el rígido abrigo con las correas de la mochila, agarró la maleta y se puso en marcha.

Hadley no tenía el más mínimo punto de referencia para un lugar como Lausana. Había veraneado con su familia entre las dunas de un camping francés azotado por el viento y había pasado una semana al rojo vivo en una urbanización de apartamentos españoles, pero en su vida se había sumergido en las profundidades de una ciudad europea. Solo había estado dos veces en Londres, y para de contar. La última vez fue a celebrar con sus amigas el final de los exámenes; besó a un chico bajo los arcos de la estación de tren de Bermondsey y se le cayó una sandalia a las vías al subir de un salto al último metro. Lausana era una ciudad totalmente desconocida, tan extraña y embriagadora como un nuevo amor.

Desde la estación, un callejón peatonal parecía señalar hacia arriba. Hadley empezó a caminar, con la maleta a rastras. La zona despedía el ligero aire venido a menos de los alrededores de tantas estaciones, con multitud de locales de comida rápida y tiendas baratas, pero de vez en cuando asomaban bocacalles que lucían hileras de árboles y elegantes villas. Tras remontar la cuesta, llegó sin resuello a una majestuosa plaza. Aspiró su aire señorial y bullicioso e inmediatamente adoptó una postura un poco más erguida. Había gente por todas partes, caminando con brío, y, a pesar del último coletazo del verano, vestían con sobriedad, en tonos crema, grises, camel, chocolate y negros. Hadley acompasó su paso al resto y no tardó en llegar a las sinuosas calles de la Vieille Ville, el casco antiguo, con lujosas boutiques y exquisitas pâtisseries con sugestivos escaparates. Todo la tentaba a detenerse, mirar y entrar, dar un bocadito a un petisú y untar el dedo en un cazo de chocolate caliente recién hecho, pero reprimió sus deseos y siguió su camino. Al subir otra cuesta, examinó el plano y comprobó que se encontraba a los pies de la larga y serpenteante carretera que subía hasta Les Ormes. Llevaba caminando media hora y tenía una incipiente y molesta ampolla en el talón. Notaba que el top se le pegaba a los riñones, y le resbalaban gotas de sudor por el pecho. Ya había llegado a la conclusión de que Lausana era un lugar demasiado elegante para ir desaliñado; todo el mundo tenía un porte sereno y resuelto, de modo que Hadley se detuvo, se recompuso e hizo lo posible por aparentar lo mismo.

Por fin llegó al camino de acceso a Les Ormes. En la oficina de alojamiento le habían dicho que la residencia se ubicaba en la ladera de la colina y que todas las habitaciones tenían balcón. En su momento le sonó romántico y pintoresco. Delante de ella había un anodino bloque gris que no tenía el más mínimo resquicio de belleza del casco antiguo ni el esplendor del centro urbano; la fachada era tan acogedora como una cárcel. Se quedó mirando el nombre de Les Ormes, grabado con letras negras en la pared. La entrada principal no se distinguía claramente; tomó una dirección equivocada y acabó en una fila de contenedores rodeados de hierba descuidada. Se dio la vuelta y retrocedió. Oyó un portazo y vio a dos chicas de cabello oscuro que salían contoneándose charlando en un idioma que sonaba a italiano. La puerta se cerró de un portazo sin que a Hadley le diera tiempo a pararla con el pie.

Excusez-moi? —exclamó.

Sì? —Se volvieron hacia ella.

—Esto es Les Ormes, ¿no? ¿Cómo se entra? —Sonrieron burlonamente y señalaron hacia el otro lado del edificio. Acompasó su paso al de ellas—. Es que, al verlo por primera vez, casi he deseado que no lo fuera —comentó.

Hadley era consciente de que probablemente debía intentar hablar en francés, ya que iba a ser el idioma oficial del curso, pero en ese momento olvidó sus escasas nociones del mismo. Quería explicarles que se había imaginado algo diferente —no sabía exactamente qué—, algo más «suizo». Pero, sin darle tiempo a pensar cómo decirlo, le hicieron una señal con la cabeza en dirección a un callejón y se marcharon sin apenas interrumpir su cháchara.

Intentando no desanimarse, Hadley dobló la esquina y encontró la entrada principal. Había un indescriptible trecho de hormigón empedrado, un aparcamiento para bicicletas y, sin lugar a dudas, la vista más bonita que jamás había contemplado. Soltó la maleta y echó a correr hacia el muro. Se inclinó hacia delante y apoyó las palmas de las manos para admirar absorta la ciudad. La catedral se elevaba hacia el cielo con cinco puntas y en medio del laberinto de calles asomaba un castillo tan perfecto como una pieza de ajedrez. Había bellos y majestuosos edificios de viviendas de finales del siglo XIX con coquetos balcones junto a construcciones de escasa altura en tonos pastel. Más allá de los tejados inclinados se extendían las resplandecientes aguas del lago Lemán y al fondo los Alpes franceses como un fuelle, punta tras punta tras punta, casi tan próximos que podían tocarse. Hadley, cuyos labios esbozaron una sonrisa de incredulidad, experimentó una sensación más potente que el asombro, la admiración o la preocupación —ya superada— de que la realidad pudiera empañar el sueño. La había sentido en el tren, luego al caminar por la ciudad y ahora, con Lausana a sus pies y la brisa de la colina acariciándole el pelo, cobró mucha más intensidad. La embargó una sensación extraordinariamente prometedora.