Sábado

«En el otro caso, nuevos horizontes de saber y nuevas perspectivas de fama y de poder se abrirán de repente aquí entre vosotros.»

Pues lo cierto es que no soñó nada. Y cuando se despertó ya era fin de semana, el sol brillaba y su teléfono estaba sonando.

—¿Diga?

—¿John? Soy Gill.

—Ah, hola, Gill. ¿Qué tal estás?

—Estoy bien. ¿Y tú?

—Genial. —No mentía. Hacía semanas que no dormía tan bien, y no sentía el menor indicio de una resaca.

—Perdona que te llame tan temprano. ¿Sabes algo de las calumnias?

—¿Calumnias?

—Lo que ese chico decía de ti.

—Ah, eso. No, de momento no sé nada. —Estaba pensando en el almuerzo, en un picnic, en un paseo por el campo—. ¿Estás en Edimburgo? —preguntó.

—No, en Fife.

—¿En Fife? ¿Qué estás haciendo allí?

—Calum está aquí, ¿recuerdas?

—Claro que lo recuerdo, ¿pero no le estabas esquivando?

—Quería verme. En realidad te llamo por eso.

—Ah. —Rebus frunció el ceño, intrigado.

—Calum quiere hablar contigo.

—¿Conmigo? ¿Y por qué?

—Eso te lo dirá él, supongo. A mí solo me pidió que te llamara.

Rebus lo pensó un instante.

—¿Tú quieres que hable con él?

—A mí me da igual. Le he dicho que te daría el mensaje, y le he dicho que era el último favor que le hacía. —Su voz era fría y plana, como un tejado de pizarras bajo la lluvia. Rebus tuvo la sensación de deslizarse por ese tejado, queriendo complacerla, queriendo ayudar—. Como lo oyes —continuó ella—, y él dijo que si no te convencía te dijera que tenía que ver con Hyde’s.

—¿Hydes? —Rebus se puso de pie bruscamente.

—H-Y-D-E-apóstrofe-S.

¿Hyde’s qué?

Ella se echó a reír.

—No lo sé, John. Pero parece que te suena de algo.

—Pues sí, Gill. ¿Estás en Dunfermline?

—Estoy llamando desde la recepción de la comisaría.

—Vale. Te veré allí en una hora.

—Vale. —Sonaba despreocupada—. Hasta ahora.

Colgó, se puso su chaqueta y salió. Había mucho tráfico camino de Tollcross, y también en la carretera hasta Lothian Road y en todo el tramo serpenteante de Princes Street en dirección a Queensferry Road. Desde la desregulación del transporte público el centro de la ciudad se había convertido en un oscuro vodevil de autobuses: los había de dos pisos, de un piso, y hasta minibuses, todos disputándose la clientela. Atrapado detrás de dos buses rojos de dos pisos y de dos verdes de un piso, Rebus empezó a perder la poquita paciencia que le quedaba. Apretó la mano contra el claxon y se salió revolucionado de su carril. Un mensajero en moto, que se escurría con dificultad entre las dos direcciones de circulación más lenta, tuvo que virar bruscamente para evitar una colisión inminente, y acabó chocando contra un Saab. Rebus sabía que tenía que pararse. No lo hizo.

Si al menos hubiera tenido una de esas sirenas magnéticas, que los del DIC pegaban al techo de sus coches con un imán cada vez que llegaban tarde a una cena o a una cita. Pero lo único que tenía eran los faros delanteros —las luces largas— y el claxon. Una vez se hubo librado del atasco, quitó la mano del claxon, apagó las luces y circuló por el carril exterior de la carretera que se ensanchaba.

A pesar de la demora en la temida rotonda de Barnton, llegó rápido a Forth Road Bridge, donde pagó el peaje y siguió conduciendo, no tan deprisa, para contemplar el paisaje como siempre hacía. Debajo, a la izquierda, estaba el astillero naval de Rosyth. Un montón de amigos suyos del colegio («un montón» es relativo: nunca tuvo tantos amigos) se habían metido a trabajar en Rosyth, y probablemente todavía siguieran allí. Parecía que era el único sitio en Fife donde todavía había trabajo. Las minas estaban cerrando con forzada regularidad. Hacia el otro lado, en la costa, había unos hombres cavando, sacando el carbón en pala de debajo del Forth, en una curva de rentabilidad decreciente…

¡Hyde! ¡Calum McCallum sabía algo de Hyde! También sabía que Rebus estaba interesado, de modo que había corrido la voz. Pisó el acelerador. McCallum iba a querer un trato, por supuesto: que se le retiren los cargos, o que se presenten en una forma menos incriminatoria. Vale, vale, él le prometería el sol y la luna y todas las estrellas.

Siempre y cuando supiera cosas. Quién era Hyde, dónde estaba Hyde. Siempre y cuando supiera…

La comisaría principal de Dunfermline, situada junto a una rotonda en las afueras de la ciudad, era fácil de encontrar. Gill también. Estaba sentada en su coche, en el espacioso aparcamiento de la comisaría. Rebus aparcó justo al lado, se bajó del coche y se subió en el de ella, ocupando el asiento del pasajero.

—Buenos días —dijo.

—Hola, John.

—¿Estás bien? —Pensándolo bien, era la pregunta más innecesaria que podía formular. Su rostro había perdido color y consistencia, y la cabeza parecía estar encogiéndose entre sus hombros, mientras sus manos estaban aferradas al volante, tamborileando el salpicadero.

—Estoy bien —respondió, y los dos sonrieron sabiendo que era mentira—. He dicho en recepción que venías hacia aquí.

—¿Quieres que le diga algo a nuestro amigo?

Ella respondió con voz resonante:

—Nada.

—Vale.

Rebus abrió la puerta del coche y volvió a cerrarla, pero despacio, y entonces se dirigió hacia la entrada de la comisaría.

Había recorrido los pasillos del hospital durante más de una hora. Era el horario de visita, así que nadie prestaba mucha atención cuando se metía en una sala o en otra, pasando por delante de las camas, sonriendo de vez en cuando a los ancianos y ancianas enfermas que levantaban la vista para mirarla con ojos desolados. Observaba a las familias decidir quiénes deberían turnarse —y quiénes no— para estar junto a la cabecera del abuelo, pues solo se permitían dos visitas por turno. Ella buscaba a una mujer, aunque no estaba segura de poder reconocerla. Solo sabía que la bibliotecaria tenía la nariz rota.

Tal vez ya no estaba ingresada. Tal vez ya se había ido a casa con su marido o su novio o lo que fuera. Tal vez Tracy debía marcharse, esperar y regresar a la biblioteca. Solo que allí estarían al loro, esperándola. El guardia de seguridad la reconocería. La bibliotecaria la reconocería.

¿Pero podría ella reconocer a la bibliotecaria? Sonó un timbre, anunciando que el horario de visita estaba llegando a su fin. Se apresuró a entrar en la siguiente sala, recorriéndola. ¿Y si la bibliotecaria estaba en una habitación privada? ¿O en otro hospital? O…

¡No! ¡Allí estaba! Tracy se paró en seco, dio media vuelta y enfiló hacia el otro extremo de la sala. Las visitas estaban diciendo «adiós» y «cuídate» a los pacientes. Tanto unos como otros parecían aliviados. Ella se perdió entre las visitas que volvían a apilar las sillas y se ponían los abrigos, las bufandas y los guantes. Entonces ella volvió a pararse y miró hacia atrás, hacia la cama donde estaba la bibliotecaria. Había flores a su alrededor, y la única visita, un hombre, se estaba inclinando sobre ella para besarla en la frente. La bibliotecaria estrechó la mano del hombre y… De pronto a Tracy le pareció que conocía a ese hombre. Lo había visto antes… ¡En la comisaría! ¡Era algún amigo de Rebus, era un policía! Lo recordó vigilándola mientras ella estaba detenida.

¡Oh, Santo Dios, había agredido a la mujer de un policía!

Ahora ya no estaba segura de lo que hacía, no lo estaba en absoluto. ¿Por qué había venido? ¿Podría acaso seguir con esto? Salió de la sala junto con una familia, y se apoyó en la pared del pasillo. ¿Podría? Sí, siempre y cuando no perdiera la calma. Sí, claro que podría.

Fingió mirar una máquina expendedora de bebidas cuando Holmes salió tranquilamente por las puertas batientes de la sala y se alejó lentamente por el pasillo. Esperó dos minutos exactos, contando hasta ciento veinte. Él ya no regresaría. No se había olvidado de nada. Tracy se apartó de la máquina y encaró las puertas batientes.

Para ella el horario de visita acababa de comenzar.

Antes de que llegara a la cama una enfermera le salió al paso.

—El horario de visita ha terminado —dijo la enfermera.

Tracy intentó sonreír, intentó actuar con normalidad. Eso no se le daba nada bien, pero mentir sí.

—He olvidado mi reloj. Creo que lo he dejado junto a la cama de mi hermana. —Hizo un gesto con la cabeza hacia la cama de Nell. Nell, al oír la conversación, se volvió hacia ella. Nada más reconocer a Tracy los ojos se le abrieron como platos.

—Bueno, pero date prisa, ¿vale? —dijo la enfermera apartándose.

Tracy sonrió y vio a la enfermera salir por la puerta. Ahora solo quedaban los pacientes en sus camas, un silencio repentino, y ella. Se acercó a la cama de Nell.

—Hola —dijo. Echó un vistazo a la tabla sujeta al marco de hierro de la cama—. Nell Stapleton —leyó.

—¿Qué es lo que quieres? —No había miedo en los ojos de Nell. Hablaba con una voz aflautada que brotaba del fondo de su garganta, sin intervención de su nariz.

—Quiero decirte una cosa —contestó Tracy. Se acercó a Nell y se puso en cuclillas para evitar que la vieran desde la puerta de la sala. Pensó que así parecería que estaba buscando el reloj extraviado.

—Dime.

Tracy sonrió, la voz defectuosa de Nell le parecía divertida. Hablaba como un muñeco de un programa de televisión infantil. La sonrisa le desapareció enseguida: se sonrojó al recordar que estaba allí porque era la responsable de que Nell estuviese allí. La nariz escayolada, los pómulos amoratados: todo obra suya.

—He venido para decirte que lo siento. Eso es todo, en realidad. Lo siento.

Nell la miraba sin pestañear.

—Y… —continuó Tracy—. Bueno… nada.

—Continúa —dijo Nell, pero hablar le requería mucho esfuerzo. Durante la visita de Brian casi solo había hablado ella, y tenía la boca seca. Se giró para coger la jarra de agua que estaba sobre el pequeño armario junto a la cama.

—Espera, ya la cojo yo. —Tracy le sirvió un vaso de plástico y se lo alcanzó. Nell bebió a sorbos, humedeciendo el interior de su boca—. Bonitas flores —dijo Tracy.

—Son de mi novio —dijo Nell entre sorbos.

—Sí, le he visto salir. Es policía, ¿verdad? Lo sé porque soy amiga del inspector Rebus.

—Sí, ya lo sabía.

—¿Lo sabías? —Tracy parecía desconcertada—. Entonces ¿sabes quién soy?

—Sé que te llamas Tracy, si te refieres a eso.

Tracy se mordió el labio inferior. Volvió a ponerse colorada.

—No tiene importancia, ¿verdad? —dijo Nell.

—No —respondió Tracy como si no la tuviera—. Qué va.

—Iba a preguntarte…

—¿Sí? —Tracy parecía interesada en cambiar de tema.

—¿Qué estabas haciendo en la biblioteca?

Tampoco era que Tracy quisiera hablar de eso. Lo pensó, se encogió de hombros y dijo:

—Estaba buscando las fotografías de Ronnie.

—¿Las fotografías de Ronnie? —Nell aguzó el oído. Durante su hora de visita el pequeño Brian se había limitado a hablar de los progresos del caso McGrath, y especialmente del hallazgo de unas fotografías en la casa del joven fallecido. ¿De qué estaba hablando Tracy?

—Sí —dijo ella—. Ronnie las escondió en la biblioteca.

—¿Fotografías de qué? Quiero decir, ¿qué necesidad de esconderlas?

Tracy se encogió de hombros.

—Todo lo que me dijo es que eran su seguro de vida. Esas fueron exactamente sus palabras, «seguro de vida».

—¿Y dónde las escondió exactamente?

—En la quinta planta, eso dijo. Dentro de un volumen encuadernado, algo así como Edinburgh Review. Creo que es una revista.

—Así es —dijo Nell con una sonrisa—. Así es.

Brian Holmes estaba iluminado por la llamada de Nell. Aunque su primera reacción fue de pánico, y regañó a Nell por estar fuera de la cama.

—Estoy en la cama —le aclaró ella; la excitación en su voz hacía que apenas se le entendiera—. Me han traído el teléfono a la cama. Ahora escucha…

Al cabo de media hora le estaban guiando por un pasillo de la quinta planta de la biblioteca de la Universidad de Edimburgo. La bibliotecaria verificaba los complicados números decimales expuestos en cada uno de los estantes, hasta que, satisfecha, lo llevó hasta un rincón oscuro donde había una hilera de publicaciones encuadernadas. Al final del pasillo, sentado en una mesa junto a un ventanal, había un estudiante mordiendo un lápiz que miraba distraídamente hacia donde estaba Holmes. Holmes le sonrió con simpatía y el estudiante pareció atravesarle con la mirada, absorto perdido.

—Aquí está —dijo la bibliotecaria—. Edinburgh Review y New Edinburgh Review. A partir de 1969, como puede ver, empieza a llamarse New. Por supuesto, los primeros números los conservamos en un ambiente cerrado. Si busca algo específico de esa época, tardaría un poco…

—No, en realidad con estos me vale. Esto es lo que necesito. Gracias.

La bibliotecaria hizo una ligera reverencia, aceptando las gracias.

—¿Le dará recuerdos a Nell de parte de todos nosotros? —dijo.

—Hablaré con ella luego. No me olvidaré.

Después de otra reverencia la bibliotecaria dio media vuelta y caminó hasta el final de la estantería. Allí se detuvo y pulsó un interruptor. Las lámparas fluorescentes parpadearon encima de Holmes y se encendieron. Sonrió agradecido, pero ella ya se había ido, sus rechinantes tacones de goma enfilando enérgicamente el rumbo hacia el ascensor.

Holmes miró los lomos de las encuadernaciones. La colección no estaba completa: alguien se había llevado en préstamo los números de algunos años. Qué lugar más estúpido para esconder algo. Tomó entre sus manos el volumen de 1971-1972, y, sujetándolo del lomo con los índices, lo sacudió. Del interior no cayeron ni trozos de papel ni fotografías. Volvió a colocarlo en el estante y escogió el de al lado, lo agitó y luego lo dejó en su sitio.

El estudiante de la mesa ya no miraba a través de él. Ahora lo miraba como si estuviera loco. Del siguiente volumen no cayó nada, y del siguiente tampoco. Holmes empezaba a temerse lo peor. Se había hecho ilusiones de encontrar algo con lo que sorprender a Rebus, algo que permitiera atar todos los cabos sueltos. Había intentado ponerse en contacto con el inspector, pero Rebus no estaba, no se le encontraba por ninguna parte. Se había esfumado.

Las fotos hicieron más ruido del que esperaba al deslizarse entre las hojas y golpear contra el suelo impoluto de la biblioteca. Cayeron por sus bordes satinados y produjeron un chasquido brusco. Brian se agachó para recogerlas, mientras el estudiante lo miraba con estupor. Holmes sintió una decepción que aplacaba su euforia al ver las imágenes desparramadas por el suelo: eran copias de las fotografías del combate de boxeo, nada más. No había ninguna impresión nueva, ninguna revelación, ninguna sorpresa.

Maldijo a Ronnie McGrath por haberle dado esperanzas. No eran más que un seguro de vida. El de una vida perdida.

Esperó el ascensor, pero este se demoraba, así que acometió la empinada escalera de caracol, hasta la planta baja, pero en una parte de la biblioteca que desconocía: una suerte de pasillo estrecho de librería antigua con pilas de libros descompuestos trepando por ambas paredes. Se escurrió, sintiendo un súbito escalofrío que no supo a qué atribuir, hasta que abrió una puerta que conducía al vestíbulo principal. La bibliotecaria que le había acompañado estaba detrás de su escritorio. Nada más verlo le hizo un gesto frenético con la mano para que se acercara. Él acató la orden, apurando el paso. Ella levantó un aparato de teléfono y pulsó una tecla.

—Es para usted —dijo, estirándose sobre el escritorio para pasarle el auricular.

—¿Hola? —Estaba intrigado: ¿quién demonios sabía que estaba allí?

—Brian, ¿dónde demonios has estado? —Era Rebus, por supuesto—. He tratado de localizarte en todas partes. Estoy en el hospital.

A Holmes se le detuvo el corazón.

—¿Es Nell? —preguntó, con tanto dramatismo que hasta la bibliotecaria alzó la cabeza de repente.

—¿Qué? —gruñó Rebus—. No, no, Nell está bien. Ella me dijo dónde encontrarte. Estoy llamando desde el hospital y me está costando una fortuna. —Se oyeron unos pitidos que así lo confirmaban, y luego el ruido de las monedas introducidas por la ranura. Se mantenía la comunicación.

—Nell está bien —le dijo a la bibliotecaria. Ella asintió, aliviada, y volvió a concentrarse en su trabajo.

—Por supuesto que está bien —dijo Rebus al escucharle de nuevo—. Ahora presta atención, quiero que te ocupes de algunas cosas. ¿Tienes papel y lápiz?

Brian encontró papel y lápiz sobre el escritorio. Sonrió, recordando la primera conversación telefónica que había tenido con John Rebus, muy similar a esta, tras la cual había tenido que ocuparse de algunas cosas. Dios, habían sido unas cuantas…

—¿Lo has apuntado?

Holmes se sobresaltó.

—Perdone, señor —dijo—. Tenía la cabeza en otra cosa. ¿Puede repetirlo?

Un sonido claramente perceptible, mezcla de rabia y excitación, salió del auricular. Luego Rebus empezó desde el principio, y esta vez Brian Holmes escuchó cada palabra.

Tracy no podía decir por qué había visitado a Nell Stapleton, ni por qué le contó lo que le contó. Sentía una especie de vínculo, y no por lo que había hecho. Había algo en Nell Stapleton, algo así como sabiduría y ternura, algo que a Tracy le había faltado siempre. Quizá por eso le estaba costando tanto marcharse del hospital. Había recorrido los pasillos, bebido dos tazas de café en una cafetería de enfrente del pabellón principal, entrado y salido de urgencias y de la sala de radiografías, y hasta visitado el consultorio para diabéticos. Había intentado marcharse, había caminado hasta la escuela de bellas artes para luego retroceder doscientos pasos hasta el hospital.

Y estaba entrando por la puerta lateral cuando los hombres la agarraron.

—¡Eh!

—Haga el favor de acompañarnos, señorita.

Parecían seguratas, incluso policías, así que no se resistió. Tal vez el novio de Nell Stapleton quería verla, darle una buena patada. A ella no le importaba. La estaban llevando hacia la entrada del hospital, así que no se resistió. Hasta que ya era demasiado tarde.

En el último momento se detuvieron en seco, le dieron media vuelta y la metieron en la parte trasera de una ambulancia.

—Pero qué… ¡Eh, un momento!

Las puertas se cerraron con seguro, y ella se quedó sola en el interior caluroso y oscuro. Aporreó las puertas, pero el vehículo ya estaba en movimiento. Al arrancar, salió despedida contra las puertas y luego cayó al suelo. Una vez recuperada se dio cuenta de que se trataba de una ambulancia antigua, que ya no se utilizaba como tal. El interior había sido desmantelado y reconvertido en una simple furgoneta. Las ventanas estaban tapiadas y un panel de metal la separaba del conductor. Se acercó como pudo a este panel y empezó a golpearlo con los puños, apretando los dientes y chillando de vez en cuando, pues acababa de recordar que los dos hombres que la habían cogido eran los mismos que la habían seguido aquel día en Princes Street, aquel día que había echado a correr en busca de John Rebus.

—Oh, Dios mío —murmuró—. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.

Al final la habían encontrado.

Era una noche húmeda y calurosa, y las calles estaban tranquilas para ser un sábado.

Rebus tocó el timbre y esperó. Mientras esperaba, miraba a la derecha y a la izquierda. Una inmaculada doble hilera de casas de estilo georgiano, las fachadas de piedra ennegrecidas por el paso del tiempo y el humo de los coches. Algunas de las casas se habían convertido en oficinas de notarios, auditores y pequeñas empresas financieras poco conocidas. Pero algunas —muy pocas— seguían siendo residencias confortables y bien amuebladas para ricos y emprendedores. Rebus ya había estado antes en esa calle, hacía mucho tiempo, durante sus comienzos en el DIC, investigando la muerte de una joven. Ahora no recordaba mucho de aquel caso. Estaba demasiado ocupado preparándose para los placeres de la noche.

Se ajustó la pajarita negra. Había alquilado el traje entero, esmoquin, camisa, pajarita y zapatos de charol, en una tienda de George Street pronto por la mañana. Se sentía como un idiota, pero tenía que admitir que, al verse en el espejo del cuarto de baño, lucía muy elegante. No iba a sentirse muy fuera de lugar en un establecimiento como el Finlay’s de Duke Terrace.

Le abrió la puerta una mujer sonriente, joven, vestida de forma exquisita, que lo saludó como preguntándose por qué no venía más a menudo.

—Buenas noches —dijo ella—. ¿Le gustaría pasar?

Y tanto, así lo hizo. La antesala era sutil. Color crema, alfombrado de vello denso, sillas de respaldos altos y aspecto extraordinariamente incómodo que podría haber diseñado Charles Rennie Mackintosh.

—Veo que está admirado con nuestras sillas —dijo la mujer.

—Sí —contestó Rebus devolviéndole la sonrisa—. Por cierto, mi nombre es Rebus. John Rebus.

—Ah, sí. Finlay me dijo que lo esperaba. Bueno, como esta es su primera visita, ¿quiere que le enseñe el lugar?

—Se lo agradecería.

—Pero primero, una copa, y a la primera siempre invita la casa.

Rebus intentaba no ser entrometido, pero al fin y al cabo era un policía, y no entrometerse iba en contra de su naturaleza. Así que le hizo algunas preguntas a la azafata de Finlay, que se llamaba Paulette, sobre esta o aquella parte de la casa, y ella le mostró la bodega («Finlay tiene su contenido asegurado por un cuarto de millón»), la cocina («Nuestro chef vale su peso en caviar») y las habitaciones de los huéspedes («Los jueces son los peores, siempre hay uno o dos que acaban durmiendo aquí porque están demasiado borrachos para irse a casa»). La bodega y la cocina estaban en el sótano, mientras que la planta baja comprendía un área de bar tranquila y un restaurante pequeño, el guardarropa y un despacho. En la primera planta, subiendo las escaleras alfombradas y pasando la colección de cuadros escoceses del siglo dieciocho y diecinueve de pintores como Jacob More y David Allan, estaba la sala de juegos principal: ruleta, blackjack y otras mesas para juegos de naipes, y una para los dados. Los jugadores eran hombres de negocios que apostaban discretamente, nadie que perdiera o ganara una fortuna. Las fichas al alcance de sus manos.

Paulette señaló dos habitaciones cerradas.

—Esas son habitaciones privadas, para partidas privadas.

—¿Partidas de qué?

—Póquer, sobre todo. Los jugadores más serios la reservan una vez al mes. Las partidas pueden durar toda la noche.

—Como en las películas.

—Así es. —Ella se rió—. Igual que en las películas.

La segunda planta constaba de tres habitaciones para huéspedes, también cerradas, y la suite privada de Finlay Andrews.

—Acceso restringido, por supuesto —dijo ella.

—Por supuesto —coincidió Rebus mientras volvían a bajar las escaleras.

Así que esto era el Finlay’s Club. En una noche tranquila. Solo había visto dos o tres caras conocidas: un abogado —que no le reconoció, pese a que se habían cruzado en los tribunales—, un presentador de televisión —cuyo bronceado parecía artificial—, y el Granjero Watson.

—Hola, John. —Watson, vestido con traje y camisa de etiqueta, no parecía otra cosa que un policía sin uniforme. Estaba en el bar cuando Paulette y Rebus regresaron, un vaso de zumo de naranja en la mano, tratando de aparentar que se encontraba a gusto, aunque más bien se notaba que estaba completamente fuera de lugar.

—Señor. —En ningún momento Rebus había imaginado que Watson, después de todo lo que le había dicho, aparecería por allí. Le presentó a Paulette, que se disculpó por no haber estado para recibirlo.

Watson hizo un gesto con la mano quitándole importancia, mientras hacía girar el vaso.

—Me han atendido bastante bien —dijo. Tomaron asiento en una mesa desocupada. Allí las sillas eran cómodas y acolchadas, y Rebus se sintió relajado. Watson, sin embargo, miraba a su alrededor con ansiedad.

—¿Finlay no está? —preguntó.

—Debe de andar por ahí —dijo Paulette—. Finlay siempre está dando vueltas.

Es extraño, pensó Rebus, que no se hubieran encontrado con él durante el recorrido por la casa.

—¿Qué te parece la casa, John? —preguntó Watson.

—Impresionante —respondió Rebus, aceptando la sonrisa de Paulette como el premio de una profesora a un alumno que se babea—. Realmente impresionante. Es más grande de lo que parece. Espere a ver las escaleras.

—Y además han hecho una ampliación —comentó Watson.

—Ah, sí, lo había olvidado. —Rebus miró a Paulette.

—Así es —confirmó ella—. Estamos construyendo en la parte de atrás de la propiedad.

—¿Construyendo? —se extrañó Watson—. Creía que ya estaba acabado.

—Oh, no —dijo ella sonriendo otra vez—. Finlay es muy detallista. El suelo no le gustaba, así que hizo que lo arrancaran para empezar de nuevo. Ahora estamos esperando que llegue una partida de mármol de Italia.

—Eso debe de costar una fortuna —dijo Watson, asintiendo pensativo.

Rebus pensaba en la ampliación. Al fondo de la planta baja, después de los servicios, el guardarropa, los despachos, los armarios enormes, tenía que haber otra puerta, la que en apariencia conducía al jardín trasero. Ahora, quizá, la puerta que conducía a la obra de la ampliación.

—¿Otra copa, John? —Watson ya estaba de pie, señalando el vaso vacío de Rebus.

—Ginebra y zumo de naranja, por favor —dijo entregándole el vaso.

—¿Y para usted, Paulette?

—Nada, gracias. —Ella se levantó—. Tengo que trabajar. Ahora que ya han visto el casino, será mejor que regrese a la puerta. Si quieren subir a jugar, en la oficina les suministrarán fichas. En algunas mesas aceptan dinero en efectivo, pero no son los juegos más interesantes.

Otra sonrisa, para luego marcharse como un remolino de seda bajo un destello de nylon negro. Watson como Rebus la seguía con la mirada.

—Tranquilo, inspector —dijo riendo para sí mismo mientras se dirigía a la barra, donde el barman le explicó que si quería bebidas solo tenía que hacerle una seña y él se acercaría para tomarle el pedido y luego llevarle las bebidas directamente a la mesa. Watson regresó y se hundió nuevamente en su silla.

—Esto sí que es vida, ¿eh, John?

—Sí, señor. ¿Alguna novedad en el centro de operaciones?

—¿Te refieres al pequeño sodomita que puso la denuncia? Se esfumó. Desapareció. Nos dio una dirección completamente falsa.

—¿O sea que estoy limpio?

—Casi. —Rebus iba a protestar—. Espera unos días más, John, es lo único que te pido. Tiempo hasta que todo haya pasado.

—¿Me está diciendo que la gente habla?

—Algunos de los muchachos bromean con eso. Supongo que no puedes culparles. En un par de días se estarán riendo de otra cosa y todo quedará olvidado.

—¡Pero si no hay nada que olvidar!

—Lo sé, lo sé. Todo es una trama para que no investigues, y ese misterioso señor Hyde está detrás de todo.

Rebus clavó la mirada en Watson, los labios sellados. Podría haber gritado, chillado, vociferado. Pero en cambio resopló, y arrebató la copa de la bandeja en cuanto el camarero la depositó sobre la mesa. Le había dado dos tragos antes de que el camarero le informara que estaba bebiendo el zumo de naranja de Watson. Su ginebra con naranja era la copa que todavía estaba en la bandeja. Rebus se sonrojó, mientras Watson, otra vez riendo, dejó un billete de cinco libras en la bandeja. El camarero carraspeó incómodo.

—Son seis con cincuenta, señor —le dijo a Watson.

—¡Santo Dios! —Watson buscó algo de suelto en su bolsillo, y encontró un billete arrugado y algunas monedas que depositó sobre la bandeja.

—Gracias, señor. —El camarero levantó la bandeja y se marchó antes de que Watson pudiera preguntarle si no sobraba algo de cambio. Ahora era Rebus el que sonreía.

—Ya ves —dijo Watson—. ¡Seis con cincuenta! Hay familias que comen con eso durante una semana.

—Esto sí que es vida —dijo Rebus, repitiendo las palabras del comisario.

—Sí, bien dicho, John. A veces uno olvida que la vida puede ser mucho más que la propia comodidad. Dime, ¿a qué iglesia vas tú?

—¡Pero bueno! ¿Habéis venido para trincarnos a todos o qué? —Ambos se giraron al oír la voz. Era Tommy McCall. Rebus miró su reloj. Las ocho y media. Daba la impresión de que Tommy había pasado por algunos pubs mientras venía para el casino. Se dejó caer en la silla que antes había ocupado Paulette.

—¿Qué bebéis?

Chasqueó los dedos, y el camarero, frunciendo el entrecejo, se acercó lentamente a la mesa.

—¿Señores?

Tommy McCall levantó la vista.

—Hola, Simon. Otra ronda para la policía, y para mí lo de siempre.

Rebus observó al camarero mientras asimilaba las palabras de McCall. No pasa nada, hijo, pensó Rebus, somos de la policía. Eso no debería asustarte tanto, ¿verdad? El camarero se dio la vuelta, como si le hubiera leído la mente a Rebus, y se fue tenso hacia la barra.

—¿Y qué os trae por aquí?

McCall estaba encendiendo un cigarrillo, contento de haber encontrado compañía y dispuesto a prolongar la velada.

—Fue idea de John —dijo Watson—. Él quería venir, así que lo arreglé con Finlay. Luego pensé que podría sumarme.

—Bien hecho. —McCall echó un vistazo alrededor—. Aunque esta noche no ha venido nadie, por lo menos hasta ahora. Por lo general el sitio está lleno a reventar de caras conocidas, nombres que te suenan tanto como el tuyo. Esta noche está apagado.

Les había ofrecido cigarrillos, y Rebus había cogido uno, que encendió dando una calada agradecida, arrepintiéndose enseguida mientras el humo se mezclaba con los vapores del alcohol en el interior de su pecho. Tenía que pensar rápido y con acierto. Primero Watson y ahora McCall: no había previsto encontrarse con ninguno de los dos.

—Por cierto, John —dijo McCall—, gracias por llevarme anoche. —Para Rebus su tono no dejaba dudas sobre el mensaje—. Perdona si te causé problemas.

—Ningún problema, Tommy. ¿Dormiste bien?

—Nunca tengo problemas para dormir.

—Yo tampoco —intervino el Granjero Watson—. Son las ventajas de tener la conciencia tranquila, ¿eh?

Tommy se volvió hacia Watson.

—Es una pena que no pudiera venir a la fiesta de Malcolm Lanyon. Nos lo pasamos muy bien, ¿verdad, John?

Tommy sonrió a Rebus, que lo correspondió. En la mesa de al lado un grupo se estaba riendo con algún chiste, los hombres dando caladas a sus puros y las mujeres jugando con sus pulseras de joyería. McCall se inclinó hacia ellos, deseando tal vez participar en el chiste, aunque sus ojos brillantes y su sonrisa torcida lo excluían del grupo.

—¿Muchos viajes hoy, Tommy? —preguntó Rebus. McCall, al oír su nombre, volvió a centrarse en Rebus y Watson.

—Uno o dos —dijo—. Un par de mis camiones no llegaron a tiempo con la entrega, los conductores irían borrachos. He perdido dos clientes grandes. Así que aquí estoy, ahogando penas.

—Es una lástima eso que cuentas —dijo Watson con sinceridad. Rebus asintió expresando lo mismo, pero McCall sacudió la cabeza exageradamente.

—No pasa nada —dijo—. En cualquier caso estoy pensando en vender la empresa, quiero retirarme mientras sea joven. Barbados, España, yo qué sé. Comprar una casa de campo pequeña. —Sus ojos se entrecerraban, su voz se iba apagando hasta volverse un susurro—. ¿Y a que no sabéis quién está interesado en comprármela? No lo adivinaríais ni en un millón de años. Finlay.

—¿Finlay Andrews?

—El mismo. —McCall se reclinó, aspiró el cigarrillo y parpadeó inmerso en el humo—. Finlay Andrews. —Volvió a inclinarse hacia delante, en confianza—. Está metido en mil fregados. No es solo este sitio. Tiene varios cargos directivos, acciones de aquí y de allá, lo que quieras.

—Sus bebidas. —Había algo más que desaprobación en la voz del camarero. No parecía tener prisa, pese a que McCall había arrojado un billete de diez encima de la bandeja y le había indicado con un gesto que se fuera.

—Pues sí —continuó McCall después de que el camarero se hubiese retirado—. Está metido en un montón de movidas. Ojo, todo legal. De otro modo tendríais un trabajo infernal para probarlo.

—¿Y quiere comprar tu empresa? —preguntó Rebus.

McCall se encogió de hombros.

—Me ha hecho una buena oferta. No es una fortuna, pero no pasaré hambre.

—Su cambio, señor. —Era otra vez el camarero, su voz fría como un cincel. Sostenía una bandeja pequeña delante de McCall.

—No quería el cambio —explicó McCall—. Era una propina. Pero en fin —guiñó un ojo a Rebus y a Watson, recogiendo las monedas de la bandeja—, si no lo quieres, hijo, supongo que puedo quedármelo.

—Gracias, señor.

Rebus disfrutaba de esto. El camarero estaba siendo impertinente hasta lo sospechoso, pero McCall estaba tan borracho o era tan ingenuo que no se enteraba. Al mismo tiempo, Finlay’s estaba a punto de entrar en erupción, y Rebus era consciente de las complicaciones que podría provocar la presencia del comisario Watson y Tommy McCall.

Hubo un súbito alboroto en el vestíbulo, voces encendidas, de excitación más que de enfado. Y también la voz de Paulette, suplicante al principio, y luego en tono de advertencia. Rebus volvió a mirar su reloj. Ocho y cincuenta. Justo a tiempo.

¿Qué ocurre?, se preguntaba todo el mundo en el bar, y algunos ya se habían levantado para averiguarlo. El barman pulsó un botón en la pared, y se dirigió al vestíbulo. Rebus lo siguió. En el umbral de la puerta principal Paulette estaba discutiendo con varios hombres que iban vestidos con trajes, aunque muy gastados. Uno de ellos le estaba diciendo que no podía denegarle la entrada, pues llevaba corbata. Otro le explicaba que estaban pasando la noche en la ciudad y que alguien en un bar les había hablado del casino.

—Se llamaba Philip. Nos dijo que dijéramos que Philip había dicho que estaba todo bien y que podíamos entrar.

—Lo siento, caballeros, pero este es un casino privado —dijo el barman sumándose a la charla, pero su presencia resultó poco grata.

—Eh, amigo, estamos hablando con la dama, ¿vale? Todo lo que queremos es tomar una copa y tal vez apostar un par de fichas, ¿hay algún problema?

Rebus vio a otros dos «camareros», tipos jóvenes y duros, de facciones angulosas, que bajaban rápidamente las escaleras.

—A ver…

—Solo un par de fichas…

—Estamos pasando la noche en la ciudad…

—Lo siento…

—Eh, amigo, quita tus manos de mi chaqueta…

—¡Eh!

Neil McGrath asestó el primer golpe, un sólido derechazo al hígado que hizo que uno de los gorilas se doblara. Ahora la gente se estaba amontonando en el vestíbulo, tras abandonar el bar y el restaurante. Rebus, sin quitarle ojo a la pelea, empezó a retroceder entre la gente, dirigiéndose más allá de la puerta del bar, más allá del restaurante, hacia la zona de los servicios, el guardarropa, los despachos y la puerta que estaba al fondo.

—¡Tony! ¿Eres tú? —Tenía que pasar. Tommy McCall había reconocido a su hermano Tony entre los supuestos forasteros borrachos. Tony se distrajo un instante y recibió un puñetazo en la cara que lo estampó contra la pared—. ¡Le estáis pegando a mi hermano! —Tommy también se metió, buscando pelea con los mejores. Los agentes Neil McGrath y Harry Todd eran jóvenes sanos y en forma, y se estaban defendiendo. Pero cuando vieron al comisario Watson se quedaron tiesos, aunque él no tuviera idea de quiénes eran. Ambos fueron alcanzados por sendos puñetazos que les devolvieron a la realidad. Se olvidaron de Watson y siguieron repartiendo golpes a diestro y siniestro.

Rebus advirtió que uno de los forasteros vacilaba un poco, sin meterse de lleno en la pelea. Además estaba cerca de la puerta, listo para huir cuando fuera necesario, y miraba fijamente hacia el fondo del vestíbulo, donde estaba Rebus. Rebus le saludó con la mano. El agente Brian Holmes no respondió al saludo. Entonces Rebus se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta que estaba al fondo del vestíbulo, la que conducía a la zona de ampliación del casino. Cerró los ojos, se armó de valor, apretó el puño de la mano derecha y se asestó un golpe en su propia cara. No con toda la fuerza, su instinto de supervivencia se lo impedía, pero sí con la suficiente. Se preguntó cómo la gente era capaz de cortarse las venas, luego abrió los ojos y se tocó la nariz. Tenía sangre en el labio superior: chorreaba de sus orificios nasales. Dejó que siguiera chorreando, y golpeó la puerta.

Nada. Volvió a golpear. La pelea había alcanzado su punto álgido. Venga, abre. Sacó un pañuelo del bolsillo y lo sujetó debajo de la nariz, empapándolo de gotas de un intenso rojo carmesí. Alguien giró una llave desde el otro lado. La puerta se abrió un par de centímetros y unos ojos escudriñaron a Rebus.

—¿Sí?

Rebus retrocedió un paso para que el hombre pudiera ver el disturbio en la puerta principal. El hombre abrió los ojos de par en par, y volvió a mirar el rostro ensangrentado de Rebus antes de abrir la puerta un poco más. Era un tipo corpulento, no muy viejo, pero con poco pelo para su edad, lo cual parecía compensar con un bigote abundante. Rebus recordó la descripción de Tracy del hombre que la había seguido la noche que ella se había presentado en su piso. El hombre encajaba con la descripción.

—Te necesitamos aquí afuera —dijo Rebus—. Vamos.

El hombre hizo una pausa para pensarlo. Rebus creía que volvería a cerrar la puerta, y estaba listo para lanzar una patada con todas sus fuerzas, pero el hombre abrió la puerta y salió, pasando por delante de Rebus, que le dio una palmada en su espalda musculosa.

La puerta quedó abierta. Rebus entró y la cerró con llave. Había cerrojos arriba y abajo. Echó el cerrojo de arriba. Que nadie entre, pensó, y que nadie salga. Entonces, solo entonces, miró a su alrededor. Estaba en lo alto de una escalera de cemento, sin alfombrar. Tal vez Paulette había dicho la verdad. Tal vez la ampliación todavía no estaba acabada. Aunque no parecía que esta escalera estuviera pensada como parte de una ampliación del Finlay’s Club. Era demasiado estrecha, casi secreta. Rebus empezó a bajar despacio, los tacones de sus zapatos alquilados resonando demasiado en cada peldaño.

Rebus contó veinte escalones, y calculó que estaba a un nivel inferior al sótano del edificio, a la altura de la bodega o, incluso, un poco más abajo. Tal vez Finlay Andrews había tenido problemas con el permiso de obras. Por normativa no podía edificar hacia arriba, así que lo había hecho hacia abajo. Al pie de la escalera había una puerta que parecía bastante maciza. Lo mismo de antes, una construcción con un aspecto funcional más que decorativo. Haría falta un martillo de herrero para reventarla. Rebus, en cambio, lo intentó con el picaporte. Este giró, y la puerta se abrió.

La oscuridad era total. Rebus franqueó la puerta, valiéndose de la luz que llegaba desde lo alto de la escalera para tener una mínima visibilidad. Lo que equivale a decir ninguna. Tenía la sensación de estar en una especie de almacén. En un espacio amplio y vacío. De pronto las luces se encendieron, cuatro hileras de fluorescentes colgando del techo, mucho más allá de su cabeza. Eran de bajo voltaje, pero aun así proporcionaban suficiente iluminación al escenario. En el centro de la nave había un pequeño ring de boxeo, rodeado de unas pocas docenas de sillas de respaldo rígido. Así que este era el lugar. El locutor no había mentido.

Calum McCallum necesitaba tantos amigos como le fuera posible. Le había contado a Rebus todos los rumores que había oído, rumores de un pequeño club dentro de un club, donde los inversores más ricos de la ciudad, cada vez más aburridos, podían hacer «interesantes apuestas». Algo fuera de lo común, había dicho McCallum. Sí, como apostar por dos chaperos yonquis a los que se les pagaba generosamente para que se molieran a golpes y mantuvieran la boca cerrada. Una paga en dinero y drogas. No faltaba ni lo uno ni lo otro ahora que los grandes jugadores estaban de paseo por el norte.

El Hyde’s Club. En homenaje a Edward Hyde, el malo de la novela de Robert Louis Stevenson, el lado oscuro del alma humana. El personaje de Hyde estaba basado en Deacon Brodie, hombre de negocios durante el día, ladrón por la noche. En aquel local enorme Rebus podía oler el miedo, la culpa y una expectativa repugnante. Puros rancios, whisky en abundancia, con un poquitín de sudor. Y en medio de todo aquello Ronnie, y una pregunta sin respuesta. ¿Quién le había pagado para que fotografiara a la gente rica e influyente sin que lo supieran? ¿O había trabajado por su cuenta, aprovechando que lo habían convocado solo para recibir golpes y siendo lo bastante disimulado como para entrar con una cámara escondida? Quizá la respuesta no tuviera importancia. Lo que importaba era que el dueño de este circo, el titiritero de estos bajos deseos había matado a Ronnie, privándolo primero de su dosis y proporcionándole luego el veneno para ratas. Había enviado a uno de sus secuaces a la casa ocupada para asegurarse de que pareciera un simple caso de sobredosis. Por eso habían dejado la droga pura junto al cuerpo de Ronnie. Luego habían llevado el cuerpo abajo para enturbiar el agua, dejándolo a la luz de las velas, creyendo que el cuadro resultaría terriblemente convincente. Pero a la luz de las velas no habían visto la estrella de cinco puntas, y no habían querido decir nada dejando el cuerpo en la posición que lo dejaron.

Rebus había cometido el error de leer entre líneas desde el principio. Él mismo había desdibujado la escena, viendo conexiones donde no las había, distinguiendo conjuras y conspiraciones donde no existían. La auténtica trama era mucho más grande, que un pajar ante su aguja.

—¡Finlay Andrews!

El grito resonó en todo el local, flotando en el aire vacío. Rebus se subió al ring con gran esfuerzo y miró las sillas alrededor. Podía imaginarse los rostros radiantes, el deleite de los espectadores. El suelo de lona del cuadrilátero estaba cuajado de manchas marrones, sangre seca. Y la cosa no acababa allí, por supuesto. También estaban las habitaciones de invitados, las habitaciones cerradas donde se jugaban «partidas privadas». Sí, podía imaginarse Sodoma entera ardiendo durante las fiestas celebradas el tercer viernes de cada mes, según relataba James Carew en su diario. Chicos traídos de Calton Hill al servicio de los clientes. Sobre una mesa, en la cama, donde fuera. Y probablemente Ronnie lo había fotografiado todo. Pero Andrews había averiguado que Ronnie tenía un seguro, algunas fotos guardadas. No podía saber, desde luego, que ni siquiera hubiesen servido como armas de chantaje o pruebas incriminatorias. Lo único que sabía era que existían.

Así que Ronnie había muerto.

Rebus bajó del ring y caminó por delante de una hilera de sillas. Al fondo del pasillo, ocultas en las oscuridad, había dos puertas. Pegó la oreja a una, luego a la otra. No se oía nada, pero estaba seguro… Iba a abrir la puerta de la izquierda, pero algo, un instinto, hizo que escogiera la de la derecha. Se detuvo delante, giró el picaporte, empujó.

Había un interruptor junto a la puerta. Rebus lo encontró, y dos lámparas delicadas se encendieron a ambos lados de la cama. La cama estaba contra la pared lateral. No había mucho más en la habitación, aparte de dos espejos grandes, uno en la pared opuesta a la cama, y el otro encima de la cama. Mientras se acercaba a la cama, la puerta se cerró con un clic. Muchas veces sus superiores le habían acusado de tener demasiada imaginación. Ahora la desechó. Cíñete a los hechos, John. La cama, los espejos. La puerta hizo otro clic. La alcanzó de un salto y tiró de la empuñadura, pero ya era demasiado tarde para abrirla.

—¡Mierda!

Retrocedió y pateó la puerta con el tacón del zapato. Retumbó, pero no se abrió. No así su zapato, del que colgaba el tacón. Genial, adiós a la fianza por el alquiler del traje. Pero espera, piensa un momento. Alguien había cerrado la puerta, por tanto, había alguien más. Y el único sitio donde podrían haberse escondido es la otra habitación, la habitación contigua a esta. Se dio la vuelta y escrutó el espejo enfrente de la cama.

—¡Andrews! —gritó al espejo—. ¡Andrews!

Se oyó una voz amortiguada por la pared, distante, pero clara.

—Hola, inspector Rebus. Encantado de verle.

Rebus estuvo a punto de sonreír, pero logró contenerse.

—Me gustaría poder decir lo mismo. —Miraba fijamente al espejo, imaginando a Andrews al otro lado que lo observaba—. Una buena idea —dijo iniciando una conversación, haciendo tiempo para cobrar fuerzas y ordenar sus pensamientos—. Gente echando un polvo en una habitación, mientras el resto es libre de mirar a través de un falso espejo.

—¿Libre de mirar? —La voz se oyó más cerca—. Siempre y cuando paguen, inspector. Nada es gratis.

—Supongo que ahí dentro también tiene la cámara, ¿verdad?

—Hacemos fotos y las enmarcamos. Lo del marco es muy apropiado dadas las circunstancias, ¿no cree?

—Chantaje. —Era una observación, nada más.

—Solo favores. A menudo se reciben sin que haya que pedirlos. Pero siempre está bien contar con un fotógrafo cuando los favores se niegan.

—¿Es por eso por lo que James Carew se suicidó?

—Oh, no. Eso, en realidad, fue obra suya, inspector. James me dijo que usted le había reconocido. Pensó que podría seguirle el rastro hasta Hyde’s.

—¿Lo mató?

—Yo diría que lo matamos, John. Lo cual es una pena. James me caía bien. Era un buen amigo.

—Bueno, usted tiene muchos amigos, ¿verdad?

Se oyó una risa, pero la voz siguió en el mismo tono, casi de lamento.

—Sí, supongo que tendrían mucho trabajo para encontrar a un juez que me procese, a un fiscal que me acuse, a quince hombres íntegros para formar un jurado. Todos han estado en Hyde’s. Todos. Buscando un juego un poco más extremo de los que se juegan arriba. Me dio la idea un amigo de Londres. Él dirige un establecimiento similar, aunque, quizá, un poco menos extremo que Hyde’s. En Edimburgo hay mucho dinero nuevo, John. Dinero para todo. ¿Quieres dinero? ¿Quieres una vida más extrema? No me digas que eres feliz en tu pisito, con tu música y tus libros y tus botellas de vino. —La cara de Rebus expresó sorpresa—. Sí, sé mucho sobre ti, John. La información es mi especialidad. —La voz de Andrews decayó—. Aquí podemos admitirte si quieres, John. Puede que te interese. Después de todo, ser miembro tiene sus privilegios.

Rebus acercó la cabeza al espejo. Habló casi susurrando.

—Tenéis una cuota muy alta.

—¿Cómo dices? —La voz de Andrews se oyó más cerca que nunca, casi podía escuchar su respiración. Rebus volvió a susurrar.

—He dicho que tenéis una cuota muy alta.

De repente echó un brazo hacia atrás, apretó el puño y reventó el espejo. Otro truco aprendido en el servicio especial aéreo. No bastaba con golpear, había que atravesar, aunque arremetieras contra un muro de ladrillos. Las esquirlas de cristal saltaron por todas partes, introduciéndose en la manga de su chaqueta en busca de carne. Abrió la mano, convirtiendo su puño en una zarpa. Al otro lado del espejo se encontró con Andrews, lo cogió por el cuello y tiró de él con fuerza. Andrews gritaba. Tenía astillas de cristal en la cara, el pelo y la boca, y le escocían los ojos. Rebus lo tenía bien agarrado, los dientes apretados.

—He dicho —repitió en voz baja— que tenéis una cuota muy alta.

Entonces cerró el otro puño y le asestó un gancho. Andrews se desprendió de sus garras y cayó inconsciente en la habitación.

Rebus se quitó el zapato destrozado y desprendió los trozos de cristal que todavía colgaban del marco. Luego se deslizó con cuidado hasta el otro lado, fue hasta la puerta y la abrió.

Vio a Tracy enseguida. Estaba en el medio del ring, tambaleándose, los brazos colgando.

—¿Tracy? —dijo.

—Puede que no le oiga, inspector Rebus. Son los efectos de la heroína, ya sabe.

Rebus vio a Malcolm Lanyon saliendo de la oscuridad. Detrás de él había dos hombres. Uno era alto, con un buen físico para su edad. Tenía cejas negras y pobladas y un bigote abundante con tintes plateados. Tenía los ojos hundidos, la cara entera fruncida. Era el calvinista más recalcitrante que jamás hubiera visto. El otro hombre era más robusto, menos puritano. Tenía el pelo rizado pero se estaba quedando calvo, la cara estrujada como un nudillo, una cara de obrero. La mirada lasciva.

Rebus volvió a mirar a Tracy. Sus ojos eran dos puntitos. Se subió al ring y la abrazó. Su cuerpo totalmente dócil, el cabello impregnado de sudor. Las piernas y los brazos flojos, como una muñeca de trapo de tamaño natural. Pero cuando Rebus sostuvo su rostro, forzándola a mirarle, sus ojos brillaron débilmente, y él sintió que su cuerpo se estremecía.

—Mi lado extremo —dijo Lanyon—. Parece que lo necesitaba. —Lanzó una mirada hacia la habitación en la que Andrews yacía inconsciente—. Finlay dijo que podía ocuparse de usted. Después de nuestro encuentro de anoche, tenía mis dudas. —Le hizo una seña a uno de los hombres—. Ve a ver si Finlay se encuentra bien.

El hombre se marchó. A Rebus le gustaba cómo estaba saliendo todo.

—¿Quiere pasar a mi despacho para que hablemos? —dijo.

Lanyon lo pensó. Sabía que Rebus era un hombre fuerte, pero tenía las manos ocupadas con la chica. Además, por supuesto, él tenía a sus hombres, mientras que Rebus estaba solo. Caminó hasta el ring, se agarró de una cuerda y subió. Ahora, cara a cara con Rebus, notó que el inspector tenía cortes en el brazo y la mano.

—Eso tiene mala pinta —dijo—. Si no va a que se lo curen…

—¿Podría desangrarme hasta morir?

—Exactamente.

Rebus miró la lona, donde se acumulaban las manchas de su sangre, junto a las del resto.

—¿Cuántos han muerto en este ring? —preguntó.

—La verdad es que no lo sé. No muchos. No somos animales, inspector Rebus. Puede que haya habido algún que otro… accidente. Yo casi nunca vengo al Hyde’s. Me limito a proponer nuevos miembros.

—¿Y cuándo van a hacerle juez?

Lanyon sonrió.

—Todavía falta. Pero llegará. Una vez en Londres asistí a un club similar al Hyde’s. De hecho fue allí donde conocí a Saiko. —Rebus abrió más los ojos—. Oh, sí —dijo Lanyon—, es una chica muy versátil.

—Supongo que el Hyde’s les ha dado a usted y a Andrews carta blanca en todo Edimburgo.

—Ha sido una ayudita para obtener el permiso de obra, para encarrilar el proceso, no sé si me entiende.

—¿Y qué pasa ahora que yo lo sé todo?

—Ah, bueno, no tiene que preocuparse por eso. Finlay y yo hemos pensado en un futuro a largo plazo para usted en el desarrollo de Edimburgo como ciudad del comercio y la industria. —El matón que estaba debajo del ring soltó una risita.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Rebus. Sintió que el cuerpo de Tracy se ponía tenso, recuperando las fuerzas. No podía saber cuánto duraría.

—Quiero decir —siguió Lanyon— que podríamos conservarlo en hormigón, como soporte de una de las nuevas autopistas de la circunvalación.

—Ya lo habéis hecho antes, ¿verdad? —Era una pregunta retórica; el matón ya la había respondido con otra risita.

—Sí, una o dos veces. Cuando ha hecho falta una limpieza.

Rebus vio que las manos de Tracy se convertían lentamente en puños. Entonces el matón que había ido a ver cómo estaba Andrews regresó.

—¡Señor Lanyon! —gritó—. ¡El señor Andrews está bastante mal!

Justo entonces, cuando Lanyon se giró, Tracy se sacudió a Rebus con un grito aterrador y soltó sus puños, que trazaron un arco fulminante hasta alcanzar a Lanyon con un golpe terrible en la entrepierna. El abogado no cayó, pero se desinfló, quedándose sin aire, mientras Tracy se tambaleaba después de su esfuerzo excesivo y caía sobre la lona.

Rebus también actuó con rapidez. Agarró a Lanyon y lo enderezó, inmovilizándole el brazo detrás de la espalda con una mano y cogiéndolo por la garganta con la otra. Los dos matones se acercaron al ring, pero Rebus intensificó su presión en la garganta. Hubo un momento de incertidumbre, y luego uno de ellos salió corriendo hacia las escaleras, seguido de cerca por su compañero. Rebus respiró hondo. Soltó a Lanyon y lo vio desplomarse sobre la lona. Entonces, de pie, en el centro del ring, contó hasta diez en voz baja —como si fuese un árbitro—, antes de levantar un brazo en el aire.

Arriba las cosas se habían calmado. Los camareros se ajustaban la ropa con la cabeza bien alta: se habían defendido bien. Habían echado al grupo de borrachos —Holmes, McCall, McGrath y Todd—, y ahora Paulette ofrecía bebidas gratis a todo el mundo para calmar los ánimos. Vio a Rebus salir por la puerta de Hyde’s, y por un momento se quedó de piedra, y enseguida volvió a ser la azafata perfecta, puede que con la voz menos cálida y la sonrisa más falsa.

—Eh, John. —Era el comisario Watson, que todavía llevaba su vaso en la mano—. Menuda pelea. ¿Dónde te habías metido?

—¿Ha visto a Tommy McCall, señor?

—Sí, anda por ahí. Oyó que ofrecían bebidas gratis y enfiló para el bar. ¿Qué te ha pasado en la mano?

Rebus se miró la mano y vio que todavía le sangraba por varios sitios.

—Siete años de mala suerte —dijo—. ¿Tiene un momento, señor? Me gustaría enseñarle algo. Pero primero tengo que llamar a una ambulancia.

—Pero para qué, por Dios, si el lío ya ha acabado, ¿no es así?

Rebus miró a su superior.

—Yo no estaría tan seguro, señor —dijo—. En absoluto.

Rebus regresó a casa cansado. No era un cansancio físico, más bien debido al sobreesfuerzo mental. Le costó subir la escalera. Se detuvo en la primera planta, delante de la puerta de la señora Cochrane, en una pausa que pareció durar algunos minutos. Intentaba no pensar en Hyde’s, en lo que significaba y en lo que había sido, las emociones que le había provocado. Pero, aunque no pensara conscientemente en ello, todavía le revoloteaban algunos fragmentos por la cabeza, pequeños retazos del horror.

Los gatos de la señora Cochrane querían salir. Podía oírlos al otro lado de la puerta. Una puertecilla batiente para gatos sería la solución, pero la señora Cochrane no se fiaba. Sería como dejar la puerta abierta a cualquier desconocido, había dicho ella. Cualquier gato viejo podría sorprenderla.

Cuánta razón. Rebus sacó fuerzas de flaqueza para subir otro tramo de escaleras. Abrió la puerta y, una vez dentro, la cerró. Su santuario. Se quedó en la cocina masticando un panecillo seco mientras esperaba a que el agua hirviera.

Watson había escuchado su historia con creciente desasosiego y sin dar crédito. Había elucubrado en voz alta sobre cuánta gente importante podía estar implicada. Pero la respuesta solo la sabían Andrews y Lanyon. Habían encontrado una cinta de vídeo, además de un escalofriante puñado de fotos. A Watson se le quedó la boca lívida, aunque a Rebus muchas de las caras no le sonaban de nada. Otras sí. Andrews estaba en lo cierto cuando se refería a jueces y fiscales. Afortunadamente no aparecía ningún policía. Excepto uno.

Rebus había querido aclarar un asesinato, y en cambio había tropezado con un nido de víboras. No estaba seguro de que aquello saliera a la luz. Echaría por tierra demasiadas reputaciones. La fe de la gente en los principios y su confianza en las instituciones de la ciudad y del país entero quedarían dinamitados. ¿Cuánto llevaría recoger los añicos de ese espejo roto? Rebus examinó su muñeca vendada. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que cerraran las heridas?

Se llevó el té a la sala. Allí lo esperaba Tony McCall sentado en un sillón.

—Hola, Tony —dijo Rebus.

—Hola, John.

—Gracias por echar una mano.

—Para qué están los amigos.

Un rato antes, cuando Rebus le había pedido ayuda a Tony McCall, este se había derrumbado.

—Lo sé todo, John —había confesado—. Tommy me llevó una vez. Fue espantoso, y no me quedé. Pero puede que salga en algunas fotos… No lo sé… Es posible.

Rebus no había tenido que preguntarle nada. Lo había ido soltando todo él solito: malos rollos en casa, un poco de diversión, no podía hablarlo con nadie porque no sabía quién estaba en el ajo. Incluso creía que lo mejor era no hacer nada. Rebus había tomado en cuenta su advertencia.

—Yo seguiré adelante —le había dicho—. Con o sin tu ayuda. Tú decides.

Tony McCall había decidido ayudarle.

Rebus se sentó, dejó el té en el suelo y sacó del bolsillo la fotografía que había birlado de los archivos del Hyde’s. Se la arrojó a Tony, que la recogió y se quedó mirándola con ojos de espanto.

—¿Sabes? —dijo Rebus—. Andrews iba a por la empresa de transportes de Tommy. Y además se habría quedado con ella a un precio de ganga.

—Corrupto hijo de puta —dijo McCall rompiendo la fotografía con esmero en pedacitos cada vez más pequeños.

—¿Por qué lo hiciste, Tony?

—Ya te lo dije, John. Tommy me llevó una vez. Solo buscaba un poco de diversión…

—No, me refiero a por qué te metiste en la casa ocupada y le colocaste a Ronnie aquella bolsa.

—¿Yo? —McCall abrió los ojos como nunca, pero su mirada seguía siendo de espanto más que de sorpresa. Eran solo conjeturas, pero Rebus sabía que iba por el buen camino.

—Venga, Tony. ¿Crees que Finlay Andrews se va a callar algún nombre? Se hundirá, y no tiene motivos para no llevarse a todo el mundo por delante.

McCall se quedó pensando. Dejó los trocitos de la foto en el cenicero, y luego les prendió fuego con una cerilla. Se convirtieron en cenizas, y él pareció quedar satisfecho.

—Andrews necesitaba un favor. Con él todo eran favores. Creo que había visto El padrino demasiadas veces. Yo hacía mi ronda por Pilmuir, era mi territorio. Nos conocíamos a través de Tommy, así que me pidió el favor.

—Y tú se lo hiciste encantado.

—Bueno, qué quieres, tenía la foto.

—Tiene que haber algo más.

—Bueno… —McCall hizo otra pausa y aplastó la ceniza con el índice. Solo quedaba un polvo fino—. Sí, qué diablos, estaba encantado de hacerlo. Después de todo era un yonqui, era basura. Y ya estaba muerto. Todo lo que hice fue dejar una bolsita al lado de él, eso es todo.

—¿Nunca preguntaste por qué?

—Nada de preguntas, ya sabes. —Sonrió—. Finlay me ofreció ser miembro. Miembro del Hyde’s. En fin, sabía lo que eso suponía. Conocería a los peces gordos, ¿no? Hasta empecé a soñar con un ascenso en el cuerpo, algo que hace tiempo que no me ocurre. Asumámoslo, John, nosotros somos pececillos en un acuario.

—Y Hyde’s te ofrecía la posibilidad de jugar con tiburones.

McCall sonrió con tristeza.

—Sí, supongo que era eso.

Rebus suspiró.

—Tony, Tony, Tony. ¿Cómo crees que habría acabado?

—Contigo llamándome «señor», probablemente —contestó McCall con su voz endurecida—. Con el juicio, en cambio, supongo que acabaré en la portada de la prensa basura. No era precisamente la clase de fama que buscaba.

Se levantó del sillón.

—Te veo en el tribunal —dijo, dejando a John Rebus con su té insípido y sus pensamientos.

Rebus durmió muy mal, y se despertó temprano. Se duchó, pero esta vez no cantó. Llamó al hospital y averiguó si Tracy estaba bien, y si Finlay Andrews se había curado y recuperado de su pequeña pérdida de sangre. Luego partió hacia la comisaría de Great London Road, donde Malcolm Lanyon estaba detenido a la espera de ser interrogado.

Rebus seguía siendo oficialmente inexistente, y el interrogatorio había sido asignado a los detectives Dick y Cooper. Pero Rebus quería estar cerca. Conocía las respuestas a todas las preguntas, conocía la clase de trucos que Lanyon era capaz de emplear. No quería que el hijo de puta se saliera con la suya por un tecnicismo.

Primero fue a la cantina, compró un bocadillo de beicon, y, al ver a Dick y Cooper en una mesa, se sentó con ellos.

—Hola, John —lo saludó Dick, con la mirada clavada en el fondo negro de una taza de café.

—Sois un par de madrugadores —observó Rebus—. Debéis de estar muy interesados.

—El Granjero Watson se lo quiere quitar de encima lo más pronto posible, incluso antes.

—Ya lo creo. Para que lo sepáis, hoy me quedaré por aquí, por cualquier cosa que necesitéis.

—Gracias, John —contestó Dick, y por su tono parecía decirle a Rebus que su ofrecimiento era tan útil como unas orejas de burro.

—A ver… —empezó a decir Rebus, pero prefirió callar y comerse el bocadillo.

Dick y Cooper parecían embotados por el esfuerzo de madrugar. Sin duda no eran la compañía más alegre. Rebus acabó rápido su desayuno y se levantó.

—¿Os importa que le eche un vistazo?

—Para nada —dijo Dick—. Nosotros iremos en cinco minutos.

Nada más cruzar el área de recepción Rebus se encontró con Holmes.

—Todo el mundo está con el gusanillo, hoy —comentó Rebus. Holmes le dirigió una mirada perpleja, soñolienta—. Olvídalo. Voy a echarle una vistazo a Lanyon alias Hyde. ¿Te apetece un poco de voyeurismo?

Holmes no respondió, pero le siguió.

—De hecho —dijo Rebus—, creo que Lanyon disfrutaría viéndonos. —La mirada de Holmes era aún más perpleja. Rebus suspiró—. Olvídalo.

—Lo siento, señor, anoche me alargué.

—Ah, sí. Oye, por cierto, te lo agradezco.

—Casi me da un colapso cuando vi al maldito granjero con su traje de enterrador, mientras nos hacíamos pasar por borrachos pueblerinos.

Sonrieron a la vez. Vale, el plan había sido una chapuza concebida por Rebus en el trayecto de cincuenta minutos desde Fife, cuando regresaba de hablar con Calum McCallum. Pero había funcionado. Habían obtenido resultados.

—Ya —dijo Rebus—. Anoche me pareció que estabas un poco nervioso.

—¿Por qué lo dice?

—Bueno, nos deleitaste con tu imitación del soldado italiano, el que avanza retrocediendo, ¿recuerdas?

Holmes se paró en seco, boquiabierto.

—¿Así es como me lo agradece? Anoche pusimos nuestras carreras en peligro por usted, todos nosotros. Usted me ha estado usando como un mandado, averigua esto, comprueba lo otro, un maldito recadero; la mitad del tiempo haciendo trabajos que ni siquiera eran oficiales, ha hecho que casi maten a mi novia…

—A ver, espera un momento…

—Y todo para satisfacer su curiosidad. Vale, ahora hay unos tipos malos entre rejas, eso está bien. Pero eche un vistazo a la balanza, usted los tiene a ellos y el resto no tenemos nada de nada, salvo algunos cardenales y unos malditos zapatos sin suela.

Rebus miraba el suelo, casi arrepentido. De pronto resopló como un toro enfurecido.

—Me olvidé —dijo finalmente—. Quería devolver ese maldito traje esta mañana. Los zapatos están estropeados. Me has hecho acordar.

Reanudó la marcha por el pasillo en dirección a las celdas, dejando a Holmes sin habla mientras lo seguía.

Fuera de la celda había una pizarra en la que el nombre de Lanyon estaba escrito a tiza. Rebus se acercó a la puerta de acero y descubrió la mirilla, pensando en que le recordaba a la mirilla de la puerta de algún club ilegal. Llamó a la puerta con el golpe secreto y la mirilla se abrió. Echó una ojeada en el interior de la celda, dio una sacudida y buscó a tientas el timbre de alarma situado junto a la puerta. Al oír la sirena Holmes se olvidó de que estaba enfadado y herido y se apresuró. Rebus intentaba abrir la puerta cerrada con las uñas.

—¡Tenemos que entrar!

—Está cerrado, señor. —Holmes tenía miedo: su superior parecía haberse vuelto complemente loco—. Ahí vienen.

Un oficial uniformado venía trotando de un modo grotesco, el tintineo de las llaves que colgaban de su cadena.

—¡Rápido!

La cerradura cedió y Rebus abrió la puerta de un tirón. Adentro, Malcolm Lanyon estaba desplomado en el suelo, con la cabeza sobre la cama y los pies separados como los de una muñeca. Tenía una mano apoyada en el suelo, y un fino hilo de nylon, similar a un sedal, le envolvía los nudillos, oscurecidos. El sedal estaba atado al cuello de Lanyon en un lazo tan incrustado en la carne que apenas se veía. Tenía los ojos fuera de los cuencos y la lengua, obscena, hinchada, adherida a su rostro, que parecía una morcilla. Era un último gesto macabro, y Rebus le observó la lengua, como si Lanyon se estuviera burlando de él.

Sabía que ya era demasiado tarde, pero de todos modos el oficial aflojó el nudo del lazo y recostó el cuerpo en el suelo. Holmes estaba con la cabeza apoyada en la fría puerta de metal, los ojos cerrados ante el espectáculo paródico de la celda.

—Debía de tenerlo escondido en alguna parte —dijo el oficial refiriéndose al hilo que ahora tenía en la mano, buscando una excusa para un error garrafal—. Jesús, qué manera de despedirse.

Rebus pensaba: me ha engañado, me ha engañado. Yo no habría tenido agallas para hacerlo, para estrangularme lentamente… Jamás podría haberlo hecho, algo en mi interior me lo habría impedido…

—¿Quién ha estado aquí desde que lo trajeron?

El oficial miró a Rebus sin comprender.

—Los de siempre, supongo. Anoche, cuando usted lo trajo, tuvo que responder a algunas preguntas.

—Sí, pero me refiero a después de eso.

—Bueno, se le sirvió la comida cuando usted se fue. Eso es todo.

—Hijoputa —gruñó Rebus, saliendo airado de la celda. Holmes, con un brillo pálido en el rostro, lo seguía por el pasillo acelerando el paso.

—Van a esconderlo todo, Brian —dijo Rebus, la voz vibrando de rabia—. Van a esconderlo, sé que van a hacerlo, y no quedará ningún rastro, nada. Un yonqui ha muerto por sobredosis. Un agente inmobiliario suicidado. Y ahora un abogado se quita la vida en una celda. No hay ninguna conexión, no se ha cometido ningún crimen.

—Pero ¿y Andrews?

—¿Adónde crees que vamos?

Llegaron a la sala del hospital justo a tiempo para ser testigos de la eficiencia del personal en un caso de emergencia. Rebus se apresuró, abriéndose paso. Finlay Andrews, acostado en la cama con el pecho descubierto, estaba recibiendo oxígeno mientras le colocaban el aparato para reanimar el corazón. Un médico sostenía las planchas, con las que luego hizo una presión pausada sobre el pecho de Andrews. Al instante, una descarga sacudió el cuerpo. La lectura en la máquina seguía inalterable. Más oxígeno, más electricidad… Rebus se dio la vuelta. Había leído el guión, sabía cómo acabaría la película.

—¿Qué? —dijo Holmes.

—Un infarto —contestó Rebus con voz anodina. Empezó a alejarse—. Llamémosle así, porque eso es lo que pondrán en el informe médico.

—¿Y ahora qué?

Holmes caminaba a su lado. Él también se sentía engañado. Rebus reflexionó sobre la pregunta.

—Probablemente las fotos desaparecerán. Al menos las más comprometedoras. ¿Y quién va a declarar? ¿Qué hay para declarar?

—Han pensado en todo.

—Excepto en una cosa, Brian. Yo sé quiénes son.

Holmes se detuvo.

—¿Y eso importa? —dijo en voz alta a su superior. Pero Rebus siguió caminando.

Hubo un escándalo, pero de los pequeños, y pronto quedó olvidado. Las persianas se levantaron y la luz volvió a resplandecer en las elegantes casas georgianas, la milagrosa resurrección del espíritu haría que no se quebrara la fe. Se informó sobre las muertes de Finlay Andrews y Malcolm Lanyon, y los periodistas chapotearon entre la morralla y la mentira, como era habitual. Sí, Finlay Andrews dirigía un casino en el que no todas las actividades eran estrictamente legales, y sí, Malcolm Lanyon se había suicidado cuando las autoridades habían empezado a cercar su pequeño imperio. No, no daban detalles sobre cuáles podrían haber sido esas «actividades».

El suicidio del agente inmobiliario James Carew no tenía ninguna relación con el suicidio del señor Lanyon, si bien es cierto que los dos hombres eran amigos. En cuanto a la relación del señor Lanyon con Finlay Andrews y su casino, en fin, quizá nunca lo sabríamos. Que el señor Lanyon hubiera sido nombrado como el albacea del señor Carew no era más que una triste coincidencia. De todas formas había otros abogados, ¿verdad?

Y así acabó todo, la noticia fue perdiendo interés y los rumores se fueron extinguiendo lentamente. Rebus se alegró cuando Tracy le contó que Nell Stapleton le había conseguido un trabajo en una cafetería cerca de la biblioteca de la universidad. Una noche, sin embargo, después de beber en el Rutherford Bar y antes de regresar a casa, Rebus decidió comprar comida india para llevar. En el restaurante vio a Tracy, Holmes y Nell Stapleton sentados en una mesa de la esquina, riéndose de un chiste mientras cenaban. Dio media vuelta y se largó sin pedir nada.

En el piso se sentó a la mesa de la cocina por enésima vez, y se puso a escribir un borrador de su carta de dimisión. Por alguna razón las palabras no lograban explicar con claridad ninguna de sus emociones. Arrugó el papel y lo arrojó al cubo de la basura. En el restaurante había recordado el coste humano del caso Hyde’s, la poca justicia que se había hecho. Alguien llamó a la puerta. La abrió esperanzado. Allí estaba Gill Templer, con una sonrisa.

Por la noche caminó sigiloso hasta la sala y encendió la lámpara del escritorio. Con una luz tímida, como la linterna de un policía, la lámpara alumbraba el pequeño archivador que estaba junto al equipo de música. La llave estaba escondida debajo de una esquina de la alfombra, un escondite tan seguro como el colchón de la abuela. Abrió el armario y sacó una carpeta delgada y se la llevó al sillón, el sillón que había sido su cama durante varios meses. Se sentó, sereno, recordando el día que había estado en el piso de James Carew. Aquella vez había estado tentado de llevarse el diario privado de Carew y quedárselo. Pero había resistido a la tentación. No así la noche del Hyde’s. Allí, estando un momento a solas en el despacho de Andrews, le había birlado la fotografía de Tony McCall. Tony McCall, un amigo y un compañero con el que ya no tenía nada en común. Excepto, quizá, el sentido de culpa.

Abrió la carpeta y sacó las fotografías. Se las había llevado junto con la de McCall. Cuatro fotografías, cogidas al azar. Volvió a mirar las caras, como hacía la mayoría de las noches en que le costaba conciliar el sueño. Caras que reconocía. Caras con nombres, nombres detrás de voces y de apretones de manos. Gente importante. Gente influyente. Había pensado mucho en eso. En realidad casi no había pensado en otra cosa desde aquella noche en el Hyde’s. Sacó la papelera de metal de debajo del escritorio, dejó caer las fotografías dentro, y encendió una cerilla, como tantas otras veces.