«Al parecer, a todos los vecinos les iba bien, y todos esperaban que les fuese mejor, por lo que invertían el excedente de sus ganancias en un poco de coquetería.»
Alguien llamaba a la puerta. Lo hacía con autoridad, usando la vieja aldaba de bronce que nunca limpiaba. Rebus abrió los ojos. La luz del sol entraba a raudales en la habitación, se oía el crepitar de un vinilo pasado. Otra noche en el sillón, durmiendo vestido. Más le valía vender el colchón que tenía en la habitación. ¿Alguien compraría un colchón sin somier?
El toc toc continuaba. Incansable. A la espera de su respuesta. Rebus tenía los ojos pegajosos, y mientras se dirigía a la puerta se metió la camisa dentro del pantalón. No se sentía tan mal, teniendo en cuenta dónde había pasado la noche. Ni contracturas, ni tortícolis. Un lavado de cara y un afeitado y volvería a sentirse como un ser humano.
Abrió la puerta, justo cuando Holmes se disponía a golpear otra vez.
—Brian. —Rebus pareció alegrarse de verdad.
—Buenos días. ¿Puedo pasar?
—Claro. ¿Cómo está Nell?
—Llamé esta mañana. Me dijeron que había dormido bien.
Fueron hasta la cocina, Rebus caminando delante. Holmes había imaginado un piso con olor a cigarrillo y cerveza, el típico piso de soltero. Lo cierto es que estaba más ordenado de lo que esperaba, amueblado con un mínimo de buen gusto. Había un montón de libros. Nunca había tenido a Rebus por un lector. Eso sí, no parecía que hubiera leído todos esos libros. Más bien parecía que los hubiera comprado pensando en un fin de semana inerte y lluvioso. El fin de semana que nunca llega.
Rebus señaló vagamente el hervidor y el armario.
—¿Por qué no preparas un poco de café para los dos? Yo me ducharé en un momento.
—Vale. —Holmes pensó que sus noticias podían esperar un poco. Al menos hasta que Rebus estuviera bien despierto. Buscó el café instantáneo en vano, pero descubrió un paquete de café molido, caducado hacía varios meses, en el armario. Lo abrió y sacó dos cucharadas para verterlas en la tetera mientras hervía el agua. Del cuarto de baño llegaba el sonido de la ducha, y más allá se oía lejana una radio. Voces. Algún programa de entrevistas, pensó Holmes.
Mientras Rebus estaba en la ducha, aprovechó para recorrer el piso. La sala era enorme, con un techo alto de molduras. Holmes sintió un poco de envidia. Nunca podría comprar algo así. Estaba buscando por Easter Road y Gorgie, cerca de los campos de fútbol del Hibernian y el Hearts. Podía permitirse un piso en estas dos zonas de la ciudad, incluso algo de un tamaño decente, con tres habitaciones. Pero las habitaciones eran pequeñas, y los barrios pobres. No es que fuera un esnob. Joder, sí que lo era. Quería vivir en la Ciudad Nueva, en Dean Village, allí en Marchmont, donde los estudiantes filosofaban en los cafés.
No fue demasiado cuidadoso al levantar la aguja del disco. Era un vinilo de un grupo de jazz. Parecía viejo, y buscó la funda sin encontrarla. El ruido de la ducha había cesado. Regresó sigilosamente a la cocina y encontró un colador para el té en el cajón de los cubiertos. Así que pudo dejar fuera los sedimentos de café antes de servir las dos tazas. Rebus entró, envuelto en una toalla grande, secándose la cabeza con otra toalla más pequeña. Necesitaba perder peso, o hacer ejercicio. El pecho empezaba a colgarle, pálido como una res muerta.
Él cogió una taza y dio un sorbo.
—Mmm… Es café de verdad.
—Lo encontré en el armario. Aunque no había leche.
—Es igual. Así está bien. ¿Dices que lo encontraste en el armario? Haremos de ti un detective. Voy a vestirme. —Y volvió a irse, esta vez solo por dos minutos. Regresó con ropa limpia, que no planchada. Holmes reparó en que si bien había tuberías en la cocina para una lavadora, no había lavadora. Al parecer Rebus le leyó la mente.
—Se la llevó mi mujer cuando se mudó. Se llevó un montón de cosas. Por eso el piso está tan vacío.
—No parece vacío. Parece pensado así.
Rebus sonrió.
—Vamos a la sala.
Rebus le hizo un gesto a Holmes para que se sentara, y luego se sentó él. El sillón donde había dormido todavía estaba caliente.
—Veo que ya has estado aquí.
Holmes reaccionó con sorpresa. Pillado. Recordó que había levantado la aguja del giradiscos.
—Sí —dijo.
—Eso me gusta —dijo Rebus—. Sí, haremos de ti un detective, Brian.
Holmes no sabía si Rebus le estaba halagando o vacilando. Lo dejó pasar.
—Hay algo que pensé que le gustaría saber —empezó.
—Ya lo sé —dijo Rebus—. Me sabe mal estropearte la sorpresa, pero anoche estuve en comisaría y alguien me lo contó.
—¿Anoche? —Holmes parecía confundido—. Pero si el cuerpo lo han encontrado esta mañana.
—¿El cuerpo? ¿Entonces está muerto?
—Sí. Se suicidó.
—Jesús, pobre Gill.
—¿Gill?
—Gill Templer. Estaba saliendo con él.
—¿La inspectora Templer? —Holmes se quedó pasmado—. Creía que salía con ese locutor.
Ahora era Rebus el que estaba confundido.
—¿No estamos hablando de él?
—No —dijo Holmes. La sorpresa seguía intacta. Sintió un auténtico alivio.
—¿Y de quién estamos hablando? —preguntó Rebus con una sensación de pavor creciente—. ¿Quién se ha suicidado?
—James Carew.
—¿Carew?
—Así es. Lo han encontrado en su piso esta mañana. Parece que ha sido una sobredosis.
—¿Sobredosis de qué?
—No lo sé. Alguna clase de pastillas.
Rebus estaba anonadado. Recordó la mirada de Carew en la cima de Calton Hill.
—Maldita sea —dijo—. Quería hablar con él.
—Me preguntaba… —dijo Holmes.
—¿Qué?
—Supongo que nunca fue a verlo para preguntarle lo de mi piso.
—No —dijo Rebus—. No tuve ocasión.
—Solo estaba bromeando —dijo Holmes al ver que Rebus había interpretado su comentario literalmente—. ¿Era amigo suyo? Quiero decir, ya sé que quedaba con él para comer, pero no sabía si…
—¿Dejó una nota?
—No lo sé.
—Vaya, ¿y quién puede saberlo?
Holmes pensó un instante.
—Creo que el inspector McCall estaba en la escena.
—Vale, vámonos ya. —Rebus se puso de pie.
—¿Y su café?
—A la mierda el café. Quiero ver a McCall.
—¿Qué era eso de Calum McCallum? —preguntó Holmes al levantarse.
—¿O sea que no te has enterado? —Holmes negó con la cabeza—. Te lo contaré de camino.
Y Rebus se puso en marcha, agarró la chaqueta y sacó las llaves para abrir la puerta. Holmes se preguntaba cuál era el secreto. ¿Qué había hecho Calum McCallum? Dios, odiaba a la gente que se guardaba los secretos.
Rebus leyó la nota en la habitación de Carew. Estaba elegantemente escrita con una estilográfica de calidad, sin embargo en un par de palabras podía detectarse claramente el miedo, el pulso descontroladamente tembloroso, las letras tachadas y escritas de nuevo. El papel también era de calidad, grueso y con filigranas. El V12 estaba en el garaje detrás del edificio. El piso era deslumbrante, un museo de piezas art déco, grabados de arte moderno y valiosas primeras ediciones, guardadas bajo llave en un armario de cristal.
Es el reverso de la casa de Vanderhyde, había pensado Rebus mientras se paseaba por el piso. Entonces McCall le pasó la nota de suicidio.
«Si bien soy el peor de los pecadores, soy también el peor de los sufridores». ¿De dónde le sonaba esa frase? Sin duda era un poco ampulosa como nota de suicidio. Sin embargo, Carew escribió unos cuantos borradores hasta quedar satisfecho. La nota tenía que ser exacta, tenía que ser un epitafio sobresaliente. «Algún día quizá descubras qué había de bueno y de malo detrás de todo esto». No es que Rebus necesitara indagar en profundidad. Leyendo la nota tuvo el inquietante presentimiento de que las palabras de Carew iban dirigidas a él, de que estaba diciendo cosas que solo él podía entender completamente.
—Curiosa nota para despedirse —comentó McCall.
—Sí —dijo Rebus.
—Estuviste con él hace poco, ¿no? —dijo McCall—. Recuerdo que me lo contaste. ¿Entonces te pareció que estaba bien? Quiero decir, ¿no parecía deprimido o algo por el estilo?
—Volví a verle después de aquella vez.
—Ah.
—Hace un par de noches salí a husmear un poco por Calton Hill. Estaba allí, en su coche.
—Ajá. —McCall asintió. Todo comenzaba a tener un poco de sentido.
Rebus le devolvió la nota y se acercó a la cama. Las sábanas estaban arrugadas. Había tres frascos de pastillas vacíos sobre la mesilla de noche. Había una botella de coñac vacía en el suelo.
—Se largó a lo grande —dijo McCall metiéndose la nota en el bolsillo—. Antes de esa se había pimplado un par de botellas de vino.
—Sí, las he visto en la sala. Un Lafite del sesenta y uno. Lo que se acostumbra a beber en una ocasión muy especial.
—No hay mejor vino que ese, John.
Los dos hombres se dieron la vuelta mientras un tercero aparecía en la habitación. Era el Granjero Watson, que jadeaba después de haber subido las escaleras.
—Esto es raro de cojones —dijo—. Uno de los hombres clave de nuestra campaña se suicida, y metiéndose una maldita sobredosis. ¿Qué imagen vamos a dar?
—Es raro, señor —respondió Rebus—, como usted bien dice.
—Lo que digo. Lo que digo —Watson apuntó a Rebus con el dedo— es que depende de ti, John, asegurarte de que ni esto ni nosotros nos convirtamos en la próxima comidilla de los medios.
—Sí, señor.
Watson miró hacia la cama.
—Vaya manera de perder a un hombre jodidamente respetable, maldita sea. ¿Por qué lo habrá hecho? Mira este sitio. También tenía una propiedad en una de las islas. Un negocio propio. Un coche de lujo. Cosas con las que nosotros solo podemos soñar. ¿Da que pensar, no es así?
—Sí, señor.
—Claro que sí. —Watson lanzó una última mirada a la cama, y luego le dio una palmada a Rebus en el hombro—. Dependo de ti, John.
—Sí, señor.
McCall y Rebus vieron a su superior marcharse.
—¡Joder! —susurró McCall—. Ni siquiera me ha mirado, ni una sola vez. Ha sido como si no estuviera aquí.
—Deberías agradecérselo a tu buena estrella, Tony. Ya me gustaría a mí tener el don de la invisibilidad.
Ambos sonrieron.
—¿Ya has visto suficiente? —preguntó McCall.
—Solo una vuelta más —dijo Rebus—. Luego me quitaré de en medio.
—Lo que tú digas, John. Solo una cosa.
—Dime.
—¿Qué coño hacías tú en Calton Hill por la noche?
—No preguntes —dijo Rebus, soplando un beso mientras se dirigía hacia el salón.
Sería una noticia bomba, sin duda. Un hecho impepinable. Las emisoras de radio y los periódicos tendrían dificultades para decidir el titular más contundente: LOCUTOR DETENIDO EN UNA PELEA DE PERROS o AGENTE INMOBILIARIO LÍDER EN EL SECTOR SE QUITA LA VIDA. En fin, algo por el estilo. A Jim Stevens le habría encantado, pero por aquel entonces, Jim Stevens estaba en Londres, casado, según decía todo el mundo, con una chica que tenía la mitad de su edad.
Rebus admiraba esa clase de jugada peligrosa. No sentía admiración por James Carew: ninguna. Watson tenía razón, al menos, en una cosa: Carew lo tenía todo a su favor, y a Rebus le parecía improbable creer que se hubiera suicidado solo porque un policía le había visto en Calton Hill. No, ese podía ser el detonante, pero tenía que haber algo más. Tal vez en el piso, tal vez en las oficinas de Bowyer Carew en George Street.
James Carew tenía un montón de libros. Una inspección rápida bastaba para saber que la mayoría eran caros, ediciones de lujo por leer, cuyos lomos crujían cuando Rebus los abría por primera vez. La parte superior derecha de la librería contenía varios títulos que le interesaban especialmente. Libros de Genet y Alexander Trocchi, varias copias de Maurice de Forster, e incluso Última salida para Brooklyn. Poemas de Walt Whitman, el texto de la obra Tres boleros de pasión. Una mezcla de todo dominada por las lecturas gays. No tenía nada de malo. Pero Rebus dedujo por su disposición de los mismos —justo en la parte superior y separados de los otros títulos— que Carew se avergonzaba de sí mismo. No había motivo para ello, no en estos tiempos…
¿A quién pretendía engañar? El sida había devuelto a la homosexualidad a los rincones más oscuros de la sociedad: ocultar la verdad había dejado a Carew expuesto a la vergüenza y a los chantajes de toda clase.
Sí, chantajes. A veces los suicidas era víctimas de chantajes que les impedían encontrar una salida. Quizá hubiera una prueba: una carta, una nota, algo. Algo que pudiera demostrarle a Rebus que no estaba totalmente paranoico.
Entonces la encontró.
En un cajón. Un cajón cerrado con llave, seguro, aunque la llave estaba en los pantalones de Carew. Había muerto en pijama, y nadie se había llevado la ropa que había quedado junto al cadáver. Rebus pilló la llave en el dormitorio y regresó hacia el escritorio del salón. Era precioso, antiguo: su superficie apenas permitía espacio para un folio DIN-A4 y un codo. Lo que alguna vez fue un mueble de suma utilidad era ahora un objeto de decoración en la casa de un rico. Rebus abrió el cajón con cuidado y sacó un diario con las solapas de cuero. Una página por día, páginas grandes. No era una agenda de citas, no estaba guardado bajo llave porque sí. Era un diario personal. Rebus lo abrió con ansiedad. La decepción fue inmediata. Las páginas estaban casi completamente en blanco. No habría más de un par de líneas a lápiz por página.
Rebus maldijo.
Vale, John. Es mejor que nada. Se detuvo en una de las páginas escritas. El trazo del lápiz era borroso, esmerado. «Jerry, 16.00.» Una simple cita. Rebus pasó páginas hasta el día en que habían quedado para comer en el Eyrie. La página estaba en blanco. Bien. Eso significaba que las citas no eran almuerzos de negocios. No había muchas. Rebus supuso que la agenda que Carew tenía en su despacho estaría repleta. Esta contenía asuntos más privados.
«Lindsay, 18.30.»
«Marks, 11.00.» Una cita casi a primera hora del día, ¿y qué nombre era ese? ¿Dos individuos llamados Mark o uno de apellido Marks? ¿Se refería quizá a los grandes almacenes? Los otros nombres —Jerry, Lindsay— eran andróginos, anónimos. Necesitaba un teléfono, una dirección.
Dio vuelta a la página. Y tuvo que leer dos veces lo escrito allí, siguiendo las letras con el dedo.
«Hyde, 10.00.»
Hyde. ¿El tipo del que Tracy tenía que esconderse la noche en que murió Ronnie? ¿«Escóndete, Hyde viene a por mí»? Sin duda, y además James también había mencionado el nombre.
Hyde.
Rebus gritó de alegría. Había una conexión, por muy vaga que fuera. Una conexión entre Ronnie y James Carew. Algo más que una transacción rápida en Calton Hill. Un nombre. Se apresuró a pasar las demás páginas. Había tres citas más con Hyde, todas a última hora de la tarde (la hora en que comenzaban los negocios en Calton Hill), siempre en viernes. A veces el segundo del mes, otras, el tercero. Cuatro citas en seis meses.
—¿Has encontrado algo? —Era McCall, echando una ojeada por encima del hombro de Rebus.
—Sí —respondió Rebus. Y enseguida se arrepintió—. Bueno, en realidad no, Tony. Solo un diario viejo, pero el mamón no valía mucho como escritor.
McCall asintió y se alejó. Estaba más interesado en el equipo de sonido.
—El tío tenía buen gusto —dijo McCall, inspeccionándolo—. Tocadiscos. ¿Sabes cuánto cuesta uno de estos, John? Cientos. No es que sean ostentosos. Es que son jodidamente buenos en lo que hacen.
—Un poco como nosotros —dijo Rebus. Estaba pensando en meterse el diario en los pantalones. No estaba permitido, lo sabía. ¿Y de qué le serviría? Pero con Tony McCall de espaldas parecía el momento oportuno… No, no, no podía. Lo arrojó estrepitosamente en el cajón. Le entregó las llaves a McCall, que seguía agachado delante del equipo.
—Gracias, John. Bonito estéreo este, ¿no crees?
—No sabía que te interesaran esas cosas.
—Desde que era un chaval. Tuve que deshacerme del mío cuando me casé. Demasiado ruido. —Se enderezó—. ¿Crees que vamos a encontrar algo aquí?
Rebus negó con la cabeza.
—Creo que guardaba todos sus secretos en la cabeza. Después de todo era un hombre muy reservado. No, creo que se lo ha llevado todo a la tumba.
—Bueno, en fin. Eso lo convierte en un caso claro, ¿no?
—Claro como el agua, Tony —dijo Rebus.
¿Qué era lo que había dicho el viejo Vanderhyde? Algo acerca de enturbiar el agua. Rebus tenía la molesta sensación de que la solución a todos estos acertijos era sencilla, transparente como el cristal. El problema eran las ramas que no dejaban ver el bosque. «¿Me estoy complicando con las metáforas? Está bien, lo admito, me complico.» Lo único que importaba era llegar hasta el fondo, con el agua enturbiada o no, y desenterrar el pequeño tesoro escondido llamado verdad.
Sabía que además había un problema de ordenación. Tenía que separar los hilos de las historias entrelazadas, y trabajar a partir de cada una de ellas. De momento era el culpable de intentar urdirlas todas en una misma figura, una figura que bien podría no existir. Separándolas, tal vez tendría muchas posibilidades de resolverlas una por una.
Ronnie se suicidó. También Carew. Con eso ya tenían una segunda cosa en común, además del nombre de Hyde. ¿Un cliente de Carew? ¿La compra de una considerable propiedad con dinero obtenido con el tráfico de drogas? Allí habría una conexión, sin duda. Hyde. Era imposible que el nombre fuera real. ¿Cuántos Hyde había en la guía telefónica de Edimburgo? Siempre podía tratarse de un nombre falso. Los chaperos rara vez utilizan su verdadero nombre. Hyde. Jekyll y Hyde. Otra coincidencia: la noche en que Tracy le visitó estaba leyendo el libro de Stevenson. ¿Debería estar buscando a alguien llamado Jekyll? Jekyll, el médico respetable, admirado por la sociedad. Hyde, su álter ego, pequeño y bruto, una criatura de la noche. Recordó las sombrías formas de Calton Hill… ¿Podía ser tan obvia la respuesta?
Aparcó en el único sitio libre que quedaba delante de la comisaría de Great London Road y subió las escaleras de siempre. Con el paso de los años parecían cada vez más largas, y juraría que tenían más peldaños que la primera vez que las había subido, hacía… ¿Cuánto hacía de eso? ¿Unos seis años? No era tanto tiempo en la vida de un hombre, ¿verdad? ¿Entonces por qué se sentía tan agotado?
—Hola, Jack —saludó al oficial de servicios, que lo miró pasar sin inclinar la cabeza como de costumbre. Qué raro, pensó Rebus. Jack nunca había sido un capullo risueño, pero acostumbraba a mover los músculos del cuello. Era famoso por su ligera inclinación de cabeza, lo que para él podía significar cualquier cosa entre la aprobación y el insulto.
Pero hoy, para Rebus, ni lo uno ni lo otro.
Rebus decidió pasar por alto el desaire y enfiló las escaleras. Dos agentes que bajaban se quedaron callados al pasar a su lado. Rebus empezó a sofocarse, pero siguió subiendo, ahora convencido de que había olvidado cerrarse la cremallera de la bragueta, o de que se había manchado la nariz quién sabe cómo, una de dos. Lo comprobaría en la intimidad de su despacho.
Allí le esperaba Holmes, sentado en su silla, en su escritorio, tras algunas hojas desparramadas. Al entrar Rebus se incorporó y ordenó los folios como un niño al que acaban de pillar con un libro obsceno.
—Hola, Brian. —Rebus se quitó la chaqueta y la colgó en el lado interior de la puerta—. Escucha, quiero que me consigas los nombres completos y las direcciones de todos los habitantes de Edimburgo que se apelliden Jekyll o Hyde. Sé que parece estúpido, pero hazlo. Luego…
—Creo que debería sentarse, señor —dijo Holmes temblando. Rebus lo miró fijamente, vio el miedo en los ojos del joven, y supo que había ocurrido lo peor.
Rebus entró en la sala de interrogatorios. Tenía la cara como una remolacha en escabeche, y Holmes, que lo seguía, temía que su superior sufriera un infarto. En la habitación había dos hombres del departamento de investigación criminal, ambos en mangas de camisa, como después de una sesión dura. Nada más entrar Rebus, los dos hombres se volvieron hacia él, y el que estaba sentado se levantó, dispuesto a pelear. Al otro lado de la mesa, el adolescente con cara de rata al que había conocido como «James» dio un chillido, y se puso de pie de un salto golpeando la silla estrepitosamente contra el suelo de piedra.
—¡No dejéis que se me acerque! —gritó.
—A ver, John —empezó a decir uno de los detectives, el sargento Dick. Rebus alzó una mano indicando que no estaba allí para provocar violencia. Los detectives cruzaron miradas, no muy seguros de creerle. Entonces Rebus miró al muchacho y habló.
—Se te va a caer el pelo por esto, te lo juro. —En su voz había una ira lúcida y serena—. Voy a pillarte por las pelotas, chaval. Más vale que me creas. De verdad, más vale que me creas.
De repente el muchacho vio que los otros dos podían contenerle, que no representaba ninguna amenaza física. Le miró con desdén.
—Sí, ya —replicó burlón. Rebus se abalanzó, pero la mano de Holmes lo cogió con fuerza por el hombro, refrenándolo.
—Déjalo correr, John —le advirtió el otro detective, el sargento Cooper—. Deja que la cosa siga su curso. No llevará mucho tiempo.
—Pero sí demasiado —murmuró Rebus mientras Holmes se lo llevaba fuera y cerraba la puerta. Rebus se quedó de pie en el pasillo oscuro, su ira agotada y la cabeza gacha. Era casi imposible de creer…
—¡Inspector Rebus!
Rebus y Holmes se giraron bruscamente siguiendo la voz. Era una agente. Y también parecía asustada.
—¿Sí? —respondió Rebus atragantado.
—El comisario quiere verle en su despacho. Creo que es urgente.
—Ya lo creo que lo es —dijo Rebus dirigiéndose hacia ella con una actitud amenazadora que la hizo retroceder a toda prisa, para regresar al área de recepción, donde brillaba la luz del día.
—Es un jodido montaje, con todo respeto, señor.
Regla número uno, John, pensó Rebus: nunca sueltes tacos delante de un superior sin añadir «con todo respeto». Era algo que había aprendido en el ejército. Siempre que añadieras esa coletilla, los jefazos no podían castigarte por insubordinación.
—John. —Watson entrelazó los dedos, mirándoselos como si fuesen el último grito—. John, tenemos que investigarlo. Es nuestra obligación. Sé que es una locura, y todo el mundo sabe que es una locura, pero tenemos que demostrar que es una locura. Es nuestra obligación.
—Pese a todo, señor…
Watson lo cortó agitando la mano. Y entrelazó de nuevo los dedos.
—Estás suspendido de tus funciones, tal y como están las cosas, hasta que nuestra pequeña campaña se ponga en marcha.
—De acuerdo, señor, pero eso es justamente lo que él quiere.
—¿Quién?
—Un hombre llamado Hyde. Quiere que deje de meter las narices en el caso de Ronnie McGrath. De eso se trata. De ahí todo este montaje.
—Sea como sea, el hecho es que te han puesto una denuncia.
—Sí, ese pequeño hijo de puta que está allá abajo.
—Dice que le diste dinero, veinte libras, creo.
—¡Y se las di, joder, pero no para echar un polvo!
—¿Entonces para qué?
Rebus iba a responder, pero se sentía frustrado. ¿Por qué le había dado dinero a ese adolescente llamado James? Él mismo se había tendido la trampa, sin duda. Ni Hyde podría haberlo hecho mejor. Y ahora James estaba abajo, contándole a los del DIC su historia ensayada al detalle. Y él ya podía alegar lo que quisiera, que igualmente saldría pringado. Joder, hasta el cuello. No habría agua ni jabón suficientes para limpiarle. Mocoso despreciable.
—Esto es exactamente lo que Hyde quería, señor, ni más ni menos —Rebus disparó su última bala—. Si lo que cuenta ese chaval es verdad, ¿por qué no vino ayer? ¿Por qué ha esperado hasta hoy?
Pero la decisión de Watson ya estaba tomada.
—No, John. No quiero verte por aquí durante un día o dos. Tal vez por una semana. Tómate un descanso. Haz lo que quieras, pero no te metas. Nosotros lo aclararemos todo, no te preocupes. Vamos a desmenuzar su historia en piezas tan pequeñas que ya no será capaz de verlas. Una de esas piezas se quebrará, y con ella toda la historia. No te preocupes.
Rebus miró fijamente a Watson. Lo que había dicho tenía sentido; más aún, era de una sutileza y una perspicacia innegable. Tal vez el granjero no fuera tan cazurro después de todo. Suspiró.
—Lo que usted diga, señor.
Watson asintió con una sonrisa.
—Por cierto —dijo—. ¿Recuerdas a Andrews, el hombre que dirige un casino llamado Finlay’s?
—Almorzamos con él, señor.
—Correcto. Me ha invitado a sumarme como miembro.
—Enhorabuena, señor.
—Normalmente la lista de espera es de un año, y en ella están todos los ricachones ingleses, pero ha dicho que en mi caso podría hacerme un hueco. Yo le dije que no se molestara. Apenas bebo, y la verdad es que tampoco me gusta apostar. Aun así, es un buen gesto. Tal vez debería pedirle que te acepte a ti en mi lugar. Eso te ayudaría a distraerte en tu tiempo libre, ¿no crees?
—Sí, señor. —Rebus parecía estar considerando la propuesta. Bebida y apuestas: no era una mala combinación. La cara le brilló—. La verdad es que sí —dijo—. Sería muy amable de su parte, señor.
—Veré qué puedo hacer. Y por último.
—Dígame.
—¿Piensas ir esta noche a la fiesta de Malcolm Lanyon? ¿Te acuerdas de que nos invitó en el Eyrie?
—Lo había olvidado por completo, señor. ¿No cree que lo más conveniente sería que… no acudiera?
—Para nada. Es probable que yo no pueda ir, pero no veo motivos para que tú no vayas. Pero ni una palabra de…
Watson hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta, o más bien hacia la sala de interrogatorios que estaba más allá.
—Entendido, señor. Y gracias.
—Ah, John, una cosa más.
—¿Sí?
—Ahórrate los tacos en mi presencia. Nunca. Con o sin respeto. ¿De acuerdo?
Rebus sintió que sus mejillas se enrojecían, no de rabia sino de vergüenza.
—Sí, señor —respondió, buscando la salida.
Holmes esperaba impaciente en el despacho de Rebus.
—¿Qué quería?
—¿Quién? —Rebus parecía sumamente despreocupado—. ¿Watson? Quería decirme que me ha propuesto como miembro del Finlay’s.
—¿El Finlay’s Club?
Holmes hizo un gesto socarrón: no era en absoluto lo que se esperaba.
—Ese mismo. A mi edad creo que merezco un club en el centro, ¿no crees?
—No sé.
—Ah, y también quería recordarme lo de la fiesta de esta noche en la casa de Malcolm Lanyon.
—¿El abogado?
—Ese mismo. —Holmes estaba en desventaja, y Rebus lo sabía—. Supongo que habrás estado ocupado mientras yo estaba de cháchara.
—¿Perdón?
—Los Hyde y los Jekyll, Brian. Te pedí sus direcciones.
—Tengo aquí la lista. No es muy larga, gracias a Dios. Supongo que me tocará hacer de recadero.
Rebus se quedó atónito.
—Ni hablar. Tienes mejores cosas que hacer con tu tiempo. Creo que esta vez me tocará a mí hacer de recadero.
—Pero… con todo respeto, ¿usted no debería mantenerse alejado?
—Con todo respeto, Brian, ¿a ti qué coño te importa?
Rebus intentó llamar a Gill desde su casa, pero no la encontró. Se mantiene alejada, sin duda. Anoche, de camino a su casa, no había abierto la boca, y no lo había invitado a pasar. Está bien, pensó él. No iba a aprovecharse… ¿Y entonces por qué ahora la llamaba? ¡Por supuesto que se estaba aprovechando! Quería recuperarla.
Ordenó la sala, fregó los platos y llevó una bolsa de basura llena de ropa sucia a la lavandería. La señora Mackay, que era la encargada, estaba indignada por lo de Calum McCallum.
—Son famosos y unos… Deberían saber lo que hacen.
Rebus sonrió y estuvo de acuerdo.
Al regresar al piso se sentó y cogió un libro, sabiendo que sería incapaz de concentrarse en la lectura. No quería que Hyde se saliera con la suya, y eso era exactamente lo que ocurriría si se mantenía alejado del caso. Sacó la lista de su bolsillo. No había ningún Jekyll en la región de Lothian, y apenas una docena de Hydes. De eso podía estar seguro, pero ¿y si el número de Hyde no figuraba en el listín? Llamaría a Brian Holmes para que lo comprobara.
Cogió el teléfono y mientras marcaba se dio cuenta de que estaba llamando al despacho de Gill. Siguió marcando el resto del número. Qué más da, si no estará.
—¿Diga?
Era la voz de Gill Templer, tan imperturbable como siempre. Sí, pero ese era un truco fácil de colar por teléfono. Como todos los viejos trucos.
—Soy John.
—Hola. Gracias por llevarme a casa.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien, la verdad. Solo me siento un poco… no sé, confundida no es la palabra. Es como si me hubieran estafado. No se me ocurre otra manera de explicarlo.
—¿Irás a verle?
—¿Qué? ¿A Fife? No, creo que no. No es que no pueda enfrentarme a él. Quiero verle. Es la idea de entrar en la comisaría donde todo el mundo sabe quién soy y qué hago allí.
—Puedo ir contigo, Gill, si quieres.
—Gracias, John. Quizá en un par de días. Pero ahora no.
—Entiendo.
Cayó en la cuenta de que estaba agarrando el teléfono con tanta fuerza, que le dolían los dedos. Dios, le dolía todo el cuerpo. ¿Acaso ella se hacía una vaga idea de cuáles eran sus sentimientos en ese momento? Estaba seguro de que no podría expresarlos. Las palabras que iba a decirle estaban por acuñar. Se sentía muy cerca de ella, y al mismo tiempo muy lejos, como un colegial que ha perdido a su primera novia.
—Gracias por llamar, John. Te lo agradezco de verdad. Pero creo que es mejor…
—Sí, sí, tienes razón. En fin, tienes mi número, Gill. Cuídate.
—Adiós, John…
Colgó. No la agobies, John. Así es como la perdiste la primera vez. No saques conclusiones. A ella no le gusta. Dale tiempo. Puede que llamarla haya sido un error. Dios, ¡qué infierno!
Con todo respeto.
Ese capullo de James. Ese mocoso despreciable. En cuanto lo pillara le arrancaría la cabeza. Se preguntaba cuánto le había pagado Hyde al chaval. Mucho más que dos billetes de diez libras, eso seguro.
Sonó el teléfono.
—Rebus.
—John, soy Gill. Acabo de escuchar las noticias. ¿Por qué no me lo dijiste?
—¿El qué? —Fingió indiferencia, sabiendo que ella se daría cuenta al instante.
—Lo de la denuncia contra ti.
—Ah, eso. Venga, Gill, ya sabes que esas cosas ocurren de vez en cuando.
—Sí, ¿pero por qué no lo mencionaste? ¿Por qué hiciste que te soltara mi rollo?
—No me soltaste ningún rollo.
—¡Joder! —Ella parecía a punto de llorar—. ¿Por qué siempre tienes que esconderte? ¿A ti qué diablos te pasa?
Estaba a punto de darle una explicación, cuando la comunicación se cortó. Se quedó mirando el teléfono en silencio, preguntándose por qué no se lo había contado. ¿Porque ella ya tenía sus propias preocupaciones? ¿Porque estaba avergonzado? ¿Porque no quería que una mujer vulnerable le compadeciera? Sobraban las razones.
¿Sobraban las razones?
Y tanto que sobraban. Solo que ninguna de ellas lo hacía sentirse mejor. «¿Por qué siempre tienes que esconderte?» Otra vez ese verbo: esconderse. Un verbo, una acción, un lugar. Y una persona. Sin rostro, aunque Rebus empezaba a conocerla bien. El adversario era astuto, de eso no cabía duda. Pero no podía pretender atar todos los cabos sueltos como lo había hecho con Ronnie y Carew, como Hyde pretendía hacerlo con John Rebus.
El teléfono volvió a sonar.
—Rebus.
—Habla el comisario Watson. Me alegra encontrarte en casa.
Porque eso significa, pensó Rebus, que no estoy en la calle causándote problemas.
—Sí, señor. ¿Algún problema?
—Todo lo contrario. Todavía están interrogando al chapero. Ya no debe de faltar mucho. Pero mientras tanto te llamo por lo del casino.
—¿Lo del casino, señor?
—Ya sabes, el Finlay’s.
—Ah, sí.
—Dicen que puedes pasarte cuando quieras y serás bien recibido. Solo tienes que mencionar a Finlay Andrews, esa es tu contraseña.
—De acuerdo, señor. En fin, se lo agradezco.
—Es un placer, John. Lamento que tengas que tomarte un descanso, con todo este lío del suicidio. Toda la prensa anda detrás de eso, husmeando en la basura a ver si encuentran algo. Menudo trabajo, ¿no crees?
—Sí, señor.
—McCall está respondiendo a sus preguntas. Solo espero que no salga en la televisión. No es lo que se dice fotogénico, ¿no crees?
Watson hizo que sonara como si todo fuera culpa de Rebus, y Rebus estaba a punto de disculparse cuando el comisario tapó el auricular con una mano, para hablar con alguien. Y cuando retomó la conversación solo fue para despedirse apresuradamente.
—Conferencia de prensa —dijo. Y eso fue todo.
Rebus colgó y se quedó mirando el teléfono durante un buen rato. Si va a haber más llamadas, que sea ahora. Nada. Arrojó el aparato al suelo, con gran estrépito. En el fondo estaba deseando cargárselo algún día, para recuperar uno de los antiguos. Pero el maldito chisme era más resistente de lo que parecía.
Estaba por abrir el libro cuando alguien llamó a la puerta. Un toc toc insistente. Eso quería decir que era alguien del trabajo, y no la señora Cochrane que venía a preguntarle por qué todavía no había limpiado la escalera.
En efecto, era Brian Holmes.
—¿Puedo pasar?
—Supongo. —Rebus no sintió el menor entusiasmo, pero dejó la puerta abierta para que el joven detective lo siguiera hasta la sala si así lo deseaba. Y eso era lo que él deseaba, seguir a Rebus con una cordialidad impostada.
—Solo estaba mirando un piso cerca de Tollcross, y pensé…
—Ahórrate las excusas, Brian. Me estás vigilando. Siéntate y cuéntame lo que ha pasado durante mi ausencia. —Rebus miró su reloj mientras Holmes tomaba asiento—. Una ausencia, para que conste, de menos de dos horas.
—Bah, estaba preocupado, eso es todo.
Rebus lo miró. Simple, directo y al grano. Tal vez Rebus tuviera algo que aprender de Holmes después de todo.
—¿Entonces no te ha mandado el granjero?
—No. He visto un piso.
—¿Qué tal estaba?
—Horrible es poco. El horno en la sala, la ducha en una cabina de teléfono. Ni bañera, ni cocina.
—¿Cuánto pedían? No, mejor no me lo digas. Me deprimiría.
—A mí me ha deprimido.
—Siempre puedes hacer una oferta por este piso cuando me encierren por corrupción de menores.
Holmes levantó la vista, vio que Rebus estaba sonriendo y él también sonrió aliviado.
—La historia del chico ya empieza a venirse abajo.
—¿En algún momento lo dudaste?
—Claro que no. Además de eso, pensé que esto le alegraría. —Holmes tenía en la mano un sobre grande de papel manila, que había llevado discretamente escondido en el interior de su chaqueta de pana. Rebus nunca había visto esa chaqueta de pana, y supuso que era su uniforme para salir a comprar pisos.
—¿Qué son? —preguntó Rebus recibiendo el paquete.
—Fotos. De la redada de anoche. Pensé que le interesarían.
Rebus abrió el sobre y sacó un juego de fotografías en blanco y negro de veinticinco por dieciocho. En ellas se veían figuras más o menos borrosas de hombres gateando por un descampado. La luz, de una desnudez halógena, proyectaba enormes sombras negras y capturaba algunos rostros blanquecinos, en estado de susto y sorpresa.
—¿Cómo las has conseguido?
—Me las envió el oficial principal Hendry junto con una nota en la que se lamentaba por lo de Nell. Pensó que me animarían.
—Te dije que era un buen tipo. ¿Sabes cuál de estos imbéciles es el locutor?
Holmes se levantó de su asiento y se agachó junto a Rebus, que sostenía una fotografía en la mano.
—No —dijo Holmes—, pero hay una buena foto de él. —Fue pasando las fotos hasta que encontró la que estaba buscando—. Aquí está. Este de aquí. Ese es McCallum.
Rebus observó el rostro distorsionado que tenía delante. La mirada de miedo, muy nítida en contraste con la cara borrosa, podría haberla dibujado un niño. Los ojos como platos y la boca fruncida formando una O, los brazos en el aire como si dudara entre salir corriendo o rendirse.
Rebus esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Estás seguro de que es este?
—Uno de los agentes de la comisaría lo reconoció. Dijo que una vez McCallum le había firmado un autógrafo.
—Impresionante. Aunque quién sabe si seguirá firmando muchos más. ¿Dónde lo tienen?
—Todos los detenidos están en la comisaría de Dunfermline.
—Ha sido un detalle llevarlos allí. Por cierto, ¿han cogido a los cabecillas?
—A todos. Incluido Brightman. Era el jefe.
—¿Davy Brightman? ¿El chatarrero?
—El mismo.
—Jugué contra él al fútbol un par de veces cuando iba al instituto. Él jugaba de lateral izquierdo y yo de extremo derecho. Una vez me clavó los tacos a lo bestia.
—La venganza es dulce —dijo Holmes.
—Así es, Brian. —Rebus volvió a mirar la fotografía—. Así es.
—En realidad, dos de ellos consiguieron escapar, pero están grabados. La cámara no miente, ¿verdad, señor?
Rebus empezó a examinar cuidadosamente las demás fotografías.
—Una herramienta poderosa, la cámara —dijo. De repente la cara se le transformó.
—¿Señor? ¿Pasa algo?
La voz de Rebus se convirtió en un susurro.
—He tenido una revelación, Brian. ¿Cómo se dice…? ¿Una epifanía?
—No tengo ni idea, señor. —Holmes estaba seguro de que algo dentro de su superior se había partido.
—Una epifanía, sí. Ya sé qué rumbo ha tomado todo esto, Brian. Estoy seguro. Ese cabrón de Calton Hill dijo algo de unas fotografías, en las que todo el mundo estaba interesado. Son las fotos de Ronnie.
—¿Qué? ¿Las que estaban en su habitación?
—No, esas no.
—¿Entonces las de los estudios Hutton?
—Esas tampoco. No sé exactamente dónde están esas fotografías en concreto, pero tengo una idea cojonuda. Hyde es el nombre, Brian. Vamos.
—¿Adónde?
Holmes miró cómo Rebus se levantaba de un salto y se dirigía hacia la puerta. Empezó a recoger las fotografías que Rebus había dejado caer de sus manos.
—Olvídate de esas —le ordenó Rebus mientras se ponía la chaqueta.
—¿Pero adónde demonios vamos?
—Tú mismo acabas de responder a tu pregunta —dijo Rebus volviéndose hacia Holmes con una sonrisa—. Allí es exactamente adonde vamos.
—¿Adónde?
—Al infierno, por supuesto. Vámonos.
Se estaba poniendo frío. El sol ya casi se había rendido, y estaba abandonando la contienda. Las nubes eran como tiritas rosas, y dos grandiosos y postreros rayos de sol brillaban como antorchas sobre Pilmuir. La casa de Ronnie era la única de la calle alcanzada por los rayos. Rebus contuvo el aliento. Tenía que admitirlo, era todo un espectáculo.
—Como el portal de Belén —dijo Holmes.
—Un maldito portal gay —replicó Rebus—. Si esto es una broma, Dios tiene un sentido del humor muy extraño.
—Usted dijo que íbamos al infierno.
—Sí, pero no esperaba encontrarme a Cecil B. DeMille. ¿Qué coño está pasando aquí?
Justo delante de la casa de Ronnie había una furgoneta y un contenedor, camuflados por el último suspiro de luz diurna.
—¿Serán del ayuntamiento? —sugirió Holmes—. Puede que estén haciendo una limpieza de la casa.
—¿Por qué? ¿Con qué motivo?
—Hay mucha gente que necesita una vivienda —respondió Holmes, pero Rebus no le estaba escuchando. Nada más parar el coche, se bajó y caminó a toda prisa hacia el contenedor. Lo estaban llenando con residuos de la casa. En el interior de la vivienda se oía un martilleo. En la parte trasera de la furgoneta había un trabajador bebiendo a sorbos de una taza de plástico, la otra mano aferrada a su termo.
—¿Quién es el encargado? —le preguntó Rebus.
El hombre sopló el líquido y bebió otro sorbo antes de contestar.
—Supongo que soy yo. —Había desconfianza en su mirada. Podía oler la autoridad a un kilómetro de distancia—. Me pillas en pleno legítimo descanso.
—Eso me da igual. ¿Qué estáis haciendo aquí?
—¿Quién quiere saberlo?
—El DIC quiere saberlo.
Miró con dureza a Rebus, que tenía una expresión aún más dura, y enseguida respondió:
—Bueno, nos han mandado limpiar esta casa. Para dejarla habitable.
—¿Órdenes de quién?
—No lo sé. De alguien. Nosotros solo cogemos la autorización y vamos a por faena.
—Ya. —Rebus se dio la vuelta y enfiló el sendero hacia la puerta principal de la casa. Holmes, después de sonreír al capataz a modo de disculpa, lo siguió. En la sala había dos trabajadores con mono y guantes de goma rojos blanqueando las paredes. La estrella de Charlie ya estaba cubierta, sus contornos apenas visibles bajo la capa de pintura que empezaba a secarse. Los hombres miraron a Rebus, y luego a la pared.
—Con la segunda capa quedará cubierta del todo —dijo uno de ellos—. No se preocupe por eso.
Rebus se quedó mirando al hombre, y luego abandonó la sala pasando por delante de Holmes. Subió las escaleras y entró en la habitación de Ronnie. Allí había otro trabajador, mucho más joven que los dos de abajo, metiendo todas las pertenencias de Ronnie en una bolsa grande de plástico. Al entrar Rebus pilló al muchacho guardándose uno de los libros de Ronnie en el bolsillo del mono.
Rebus señaló el libro con el dedo.
—Eso pertenece a los familiares, hijo. Ponlo en la bolsa con lo demás.
El muchacho, persuadido por el tono de voz, obedeció.
—¿Has encontrado alguna otra cosa interesante? —preguntó Rebus con las manos en los bolsillos mientras se acercaba al muchacho.
—Nada más —respondió el muchacho sintiéndose culpable.
—Me refiero —prosiguió Rebus como si el chico no hubiera respondido— a unas fotografías en particular. Tal vez unas pocas, tal vez un paquete grande. ¿No?
—No. Nada de eso.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Vale. Ve a la furgoneta y trae una ganzúa. Quiero levantar las tablas del suelo.
—¿Qué?
—Ya me has oído, hijo. Venga.
Holmes lo miraba todo en silencio. Parecía que Rebus se hubiese vuelto más alto y más ancho. Holmes no llegaba a comprender dónde estaba el truco: tal vez tuviera que ver con las manos en los bolsillos, la manera en que los codos sobresalían hacia fuera, ensanchándole. Fuera lo que fuera, funcionaba. El muchacho salió de la habitación a trompicones y bajó las escaleras.
—¿Está seguro de que pueden estar aquí? —preguntó Holmes sin alterar la voz.
No quería parecer demasiado escéptico. Pero Rebus ya había dejado muy atrás esa fase. Para él las fotografías ya estaban en sus manos.
—Estoy seguro, Brian. Puedo olerlas.
—¿No será el lavabo?
Rebus se dio la vuelta y lo miró, como si fuera la primera vez que lo veía.
—Puede que tengas razón, Brian. Puede que la tengas.
Holmes siguió a Rebus al lavabo. Cuando Rebus abrió la puerta de una patada, el hedor les envolvió, y se encorvaron sin poder contener las arcadas. Rebus sacó un pañuelo del bolsillo y lo apretó contra su cara. Luego se inclinó hasta alcanzar el pomo y volvió a cerrar la puerta.
—Me había olvidado de este agujero —dijo—. Quédate aquí.
Al cabo de un rato regresó con el capataz, un cubo de basura, una pala y tres mascarillas, una de ellas para Holmes. Una banda elástica servía para sujetar el morro de cartón, y Holmes respiró hondo, probando el instrumento. Iba a decir que el olor todavía podía percibirse, cuando Rebus empujó la puerta con la punta del pie y volvió a abrirla, atravesando el umbral mientras el capataz orientaba la luz de una lámpara industrial hacia el interior del lavabo.
Rebus arrastró el cubo hasta el borde de la bañera y lo dejó allí, haciendo gestos para que alguien alumbrara el interior. Holmes por poco se cae de espaldas. Un rata gorda, que se estaba dando un banquete con el contenido putrefacto que descansaba sobre la bañera, lanzó un chillido, sus ojos rojos ardiendo en dirección a la luz. Rebus le asestó un palazo y la partió en dos perfectas mitades. Holmes se dio la vuelta y, tras levantarse la mascarilla, vomitó contra la pared húmeda. Intentaba tomar aire, pero el olor era tan repugnante que la náusea retornaba en aluviones precipitados.
En el fondo del lavabo Rebus y el capataz intercambiaron sonrisas, las arrugas de los ojos asomando por encima de las mascarillas. Ambos habían visto cosas peores, mucho peores. Pero ninguno de los dos era lo bastante idiota como para no darse prisa, así que se pusieron a trabajar, el capataz sosteniendo la lámpara y Rebus vaciando la bañera en el cubo. La mierda chorreaba con destreza por la pala, echando a perder la camisa y el pantalón de Rebus. Pero no le preocupaba. Había hecho trabajos más sucios en el ejército, e incluso mucho peores durante su fallida instrucción en el servicio especial aéreo. Era parte de la rutina. Y, al menos, esta tarea tenía un fin, un propósito.
O eso era lo que esperaba.
Mientras, Holmes se secaba los ojos humedecidos con el dorso de la mano. Desde afuera podía ver los progresos, la sombra espeluznante proyectada por la lámpara en la pared y el techo, la silueta sacando toda la mierda en una pala y depositándola en un cubo de basura, estrepitosamente. Parecía una escena de un infierno moderno, en la que solo faltaban los demonios aguijoneando a los condenados trabajadores. Pero estos hombres parecían, si no felices con su trabajo, al menos… en fin, «profesionales», eso fue lo que le vino a la mente. Dios bendito, todo lo que él quería era un piso propio, y vacaciones de vez en cuando, y un coche decente. Y a Nell, por supuesto. Esta sería una historia divertida para contarle un día.
Sin embargo, lo último que podía hacer en ese momento era sonreír.
Entonces oyó un carcajada, y, mientras miraba a su alrededor, tardó un rato en darse cuenta de que procedía del lavabo, de que era la risa de John Rebus, y de que Rebus estaba hundiendo la mano en la inmundicia, y volviéndola a sacar con algo pegado a ella. Holmes ni siquiera reparó en los gruesos guantes de goma que cubrían los brazos de Rebus hasta los codos. Solo se dio la vuelta y bajó las escaleras con las piernas frágiles.
—¡Lo tengo! —gritó Rebus.
—Tengo una manguera afuera —dijo el capataz.
—¡Vamos! —dijo Rebus sacudiendo algunos tropezones del paquete—. ¡Vamos, Macduff!
—Es MacBeth —le recordó el capataz dirigiéndose hacia las escaleras.
En el aire limpio y frío regaron el paquete con la manguera. Lo habían colocado contra la parte delantera de la casa, y Rebus lo observaba de cerca. Una bolsa roja de plástico, como las de las tiendas de discos, estaba enrollada alrededor de una tela, una camiseta o algo parecido. El paquete había sido envuelto con cinta adhesiva, y luego atado con un cuerda, el nudo hecho con fuerza justo en el centro.
—Qué chiquillo más listo eras, ¿verdad, Ronnie? —se dijo Rebus mientras recogía el paquete—. Más listo de lo que nadie nunca pensó.
Tiró los guantes en la parte trasera de la furgoneta, le estrechó la mano al capataz e intercambiaron nombres de pubs, con la promesa de una copita, algo fuerte, en una noche futura. Luego se dirigió al coche, mientras Holmes lo seguía avergonzado. Durante todo el camino de regreso al piso de Rebus, Holmes no se atrevió a sugerirle ni siquiera una vez que abrieran una ventanilla para que entrara un poco de aire fresco.
Rebus estaba como un niño que acaba de recibir su regalo sorpresa en la mañana de su cumpleaños. Conducía aferrado al paquete, manchándose aún más la camisa. Sin embargo parecía un poco reacio a abrirlo. Ahora que lo poseía, podría adelantarse a la revelación. Ocurriría; eso es todo lo que importaba.
Cuando llegaron al piso Rebus volvió a cambiar de parecer y salió disparado hacia la cocina en busca de unas tijeras. Entretanto Holmes se disculpó y fue al cuarto de baño, donde se arremangó y se lavó bien las manos y la cara. Le picaba el cuero cabelludo, y le dieron ganas de meterse en la ducha y quedarse allí durante un par de horas.
Al salir del servicio oyó un sonido en la cocina. Era todo lo contrario a la risa que había oído antes, una especie de lamento exasperado. Caminó rápido hasta la cocina y vio a Rebus con la cabeza gacha, las manos extendidas sobre la encimera, como sosteniéndose. El paquete estaba abierto delante de él.
—¿John? ¿Qué pasa?
Rebus respondió con voz suave, agotado.
—Son solo fotos de un estúpido combate de boxeo. Eso es lo que son. Unas puñeteras fotos deportivas.
Holmes se acercó despacio, temiendo que el menor ruido o movimiento pudieran hacer que Rebus se desmoronara por completo.
—Tal vez —sugirió, mirando hacia los hombros caídos de Rebus—, tal vez haya alguien entre la multitud. En el público. Hyde podría ser uno de los espectadores.
—Los espectadores están desenfocados. Échales un vistazo.
Holmes las miró. Había unas doce fotografías. Dos pesos plumas, que no se apreciaban demasiado, dándose guantazos. No había nada sutil en el combate, pero tampoco nada llamativo.
—Tal vez sea el club de boxeo de Hyde.
—Tal vez —dijo Rebus, como si ya no le importara. Se había convencido de que encontraría esas fotografías, de que serían la última y decisiva pieza del rompecabezas. ¿Por qué habían sido separadas con tanto cuidado, tan astutamente escondidas? Y tan bien protegidas. Tenía que haber una razón.
—Tal vez —dijo Holmes, que empezaba a ponerse otra vez irritante—, tal vez hay algo en lo que no nos hemos fijado. La tela en la que venían envueltas, la bolsa de plástico.
—¡No seas tan jodidamente espeso, Holmes! —Rebus dio un golpe sobre la encimera y enseguida se calmó—. Dios, perdona. Lo siento mucho.
—No pasa nada —dijo Holmes fríamente—. Prepararé café o algo. Luego miramos más detenidamente esas fotos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Rebus poniéndose recto—. Buena idea. —Se dirigió hacia la puerta—. Me ducharé. —Se volvió hacia Holmes con una sonrisa—. Debo de apestar como un cerdo.
—Un olor de lo más campestre, señor —dijo Holmes con otra sonrisa. Se rieron por la referencia compartida al Granjero Watson. Rebus fue a ducharse y Holmes se puso a preparar café, y sintió envidia al oír la ducha. Echó otro vistazo a las fotografías, esta vez más de cerca, esperando encontrar algo, algo que pudiera usar para impresionar a Rebus, para animarlo un poco.
Eran boxeadores jóvenes, fotografiados desde la primera fila o casi. Pero el fotógrafo —Ronnie McGrath, presumiblemente— no había utilizado flash, se había servido exclusivamente de las luces humeantes que iluminaban el cuadrilátero. Así que era casi imposible identificar a los boxeadores o al público. Los rostros estaban granulados, y el contorno de los púgiles estaba difuminado por el movimiento. ¿Por qué no había utilizado el flash?
Había una foto con el margen derecho oscurecido, cortado en diagonal por algo que se interponía en el objetivo. ¿Qué era? ¿Un espectador? ¿La chaqueta de alguien?
Holmes lo vio claro: era la chaqueta del fotógrafo lo que se interponía. Las fotografías habían sido tomadas subrepticiamente, con la cámara escondida debajo de la chaqueta. Eso explicaba la pobre calidad de las imágenes, y la imprecisión de los ángulos. De modo que tenía que haber una razón, y esa era la pista que Rebus estaba buscando. Todo lo que tenían que hacer ahora era descubrir de qué clase de pista se trataba.
El ruido de la ducha se convirtió en un goteo, y luego dejó de oírse por completo. Al cabo de un rato Rebus salió cubierto solo con una toalla, sujetándola por la cintura mientras se dirigía a su habitación para vestirse. Estaba manteniendo el equilibrio, a punto de meter un pie en la pernera del pantalón, cuando Holmes irrumpió agitando las fotografías que llevaba en la mano.
—¡Creo que ya lo tengo! —exclamó. Rebus levantó la vista, tomado por sorpresa, y se calzó el pantalón.
—Sí —dijo—. Creo que yo también lo he resuelto. Se me acaba de ocurrir algo en la ducha.
—Ah.
—Ve a buscar ese café —dijo Rebus— y espérame en la sala, ya veremos si se nos ha ocurrido lo mismo, ¿vale?
—Vale —dijo Holmes, preguntándose una vez más por qué se había incorporado a la policía cuando había tantas profesiones más gratificantes que podían ejercerse.
Cuando regresó a la sala con las dos tazas de café, Rebus se estaba paseando de aquí para allá con el teléfono pegado a la oreja.
—De acuerdo —dijo—. Esperaré. No, no, no volveré a llamar. He dicho que esperaré. Gracias.
Mientras recibía el café puso los ojos en blanco, expresando su incredulidad ante la estupidez de la persona que estaba al otro lado del teléfono.
—¿Con quién habla? —preguntó Holmes moviendo los labios.
—Con el ayuntamiento —respondió Rebus en voz alta—. Tengo el nombre y la extensión de Andrew.
—¿Quién es Andrew?
—Andrew MacBeth, el jefe de la brigada de limpieza. Quiero saber quién autorizó la limpieza de la casa. Demasiada casualidad, ¿no crees? Que la estuvieran limpiando justo cuando íbamos a meternos a husmear. —Prestó atención al teléfono—. ¿Sí? Muy bien. Comprendo. —Miró a Holmes con ojos inexpresivos—. ¿Cómo pudo haber pasado? —Volvió a concentrarse en el teléfono—. Sí, ya veo. Oh, sí, ya lo creo que es extraño. Pero estas cosas pasan, ¿verdad? Benditos ordenadores. De todos modos gracias por su ayuda.
Colgó.
—Puede que hayas captado lo esencial.
—¿No tienen constancia de quién autorizó la limpieza?
—Exactamente, Brian. Toda la documentación está en regla, salvo por el pequeño detalle de la firma. Dicen que no lo entienden.
—¿No podríamos guiarnos por la letra?
—La autorización que Andrew me enseñó estaba mecanografiada.
—¿Entonces cuál es su conclusión?
—Que al parecer Hyde tiene amigos en todas partes. En el ayuntamiento, en primer lugar, pero puede que también en la policía. Por no mencionar otras instituciones menos respetables.
—¿Y ahora qué?
—Esas fotografías. No tenemos nada más en lo que basarnos.
Las estudiaron una por una con atención, tomándose el tiempo necesario para fijarse en los detalles, intercambiando impresiones. Era una tarea laboriosa. Y en todo momento Rebus cavilaba sobre las últimas palabras que Ronnie McGrath le había dicho a Tracy, sobre la clave contenida desde el principio en ese mensaje. Con triple significado: lárgate, ojo con un tipo llamado Hyde, y he escondido algo. Muy inteligente. Muy conciso. Casi demasiado inteligente, tratándose de Ronnie. Tal vez ni siquiera era consciente de lo que estaba trasmitiendo…
Al cabo de una hora y media Rebus arrojó al suelo la última fotografía. Holmes estaba tumbado en el sofá, frotándose la frente con una mano mientras sostenía una fotografía en la otra, la vista incapaz de enfocar.
—Es inútil, Brian. No sirve de nada. No puedo sacar nada en claro de ninguna, ¿tú sí?
—No mucho —admitió Holmes—. Pero estoy seguro de que Hyde estaba y está desesperado por estas fotografías.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que sabe que existen, pero no sabe que son tan imprecisas. Cree que en ellas se ve algo que no se ve.
—Sí, ¿pero qué? Te diré algo, Ronnie McGrath tenía moretones por todo el cuerpo la noche en que murió.
—No es de extrañar, recuerde que alguien arrastró su cuerpo por las escaleras.
—No, para entonces ya estaba muerto. La heridas son de antes. Las vio su hermano, las vio Tracy, pero nadie preguntó. Alguien me dijo algo sobre juegos violentos. —Señaló las fotografías desparramadas—. Tal vez se referían a eso.
—¿Combates de boxeo?
—Combates ilegales. Dos chicos, uno de ellos en desventaja, dándose de hostias hasta que uno acaba con el otro.
—¿Para qué?
Rebus se quedó mirando la pared, buscando la palabra que le faltaba. Luego se volvió hacia Holmes.
—Por la misma razón que se organizan peleas de perros. Por diversión.
—No parece creíble.
—Tal vez no lo sea. Con la cabeza como la tengo hoy podría creerme que han encontrado bombarderos en la luna. —Se desperezó—. ¿Qué hora es?
—Son casi las ocho. ¿No se supone que tiene que ir a la fiesta de Malcolm Lanyon?
—¡Hostias! —Rebus se puso de pie de un salto—. Se me ha hecho tarde. Me había olvidado por completo.
—Bueno, le dejo que se prepare. No hay mucho que podamos hacer con eso. —Holmes señaló las fotografías—. Y además tengo que ir a ver a Nell.
—Sí, claro, ve. —Rebus hizo una pausa—. Y gracias, Brian.
Holmes sonrió y se encogió de hombros.
—Oye, una cosa —continuó Rebus.
—Dígame.
—No tengo ninguna chaqueta limpia. ¿Me prestas la tuya?
No es que le quedara como un guante, las mangas le iban un poco largas, demasiado estrecha de pecho, pero tampoco estaba mal. Rebus intentaba no darle mucha importancia mientras esperaba en la puerta de la casa de Malcolm Lanyon. La misma deslumbrante oriental que acompañaba a Lanyon en el Eyrie le abrió la puerta. Llevaba un vestido negro escotado que apenas le llegaba a cubrir los muslos. Sonrió a Rebus reconociéndolo, o al menos fingiendo reconocerlo.
—Adelante.
—Espero no llegar tarde.
—En absoluto. Las fiestas de Malcolm no tienen horario. La gente viene y se va cuando le apetece. —Tenía un tono de voz frío, aunque no desagradable. Nada más entrar Rebus se sintió aliviado al ver que había varios invitados que vestían traje de calle, y algunos con chaquetas sport. La asistente personal de Lanyon (Rebus se preguntaba cuán personal) lo acompañó hasta el comedor, donde había un barman de pie detrás de una mesa cargada de botellas y copas.
El timbre sonó de nuevo. Rebus sintió que le tocaban el hombro.
—Si me disculpa —dijo ella.
—Por supuesto —dijo Rebus. Se volvió hacia el barman—. Gin-tonic —dijo. Y volvió a girarse para verla caminar por el amplio vestíbulo rumbo a la puerta principal.
—Hola, John. —Una mano mucho más firme le palmeó el hombro. Era Tommy McCall.
—Hola, Tommy. —Rebus recibió la bebida del barman, que tomó la copa de McCall y la rellenó.
—Me alegro de que estés aquí. Claro que esta noche la cosa no está tan animada como de costumbre. Todos están un poco apagados.
—¿Apagados? —Era cierto. La gente conversaba en voz baja. Rebus reparó en algunas corbatas negras.
—Yo solo vine porque pensé que era lo que James habría querido.
—Claro —dijo Rebus, asintiendo. Se había olvidado por completo del suicidio de James Carew. ¡Pero si había ocurrido esa misma mañana! Parecía que hubiera pasado una eternidad. Y todas esas personas eran amigos o conocidos de Carew. Rebus hizo un gesto nervioso con la nariz.
—¿Últimamente parecía deprimido? —preguntó.
—No especialmente. Acababa de comprarse ese coche, ¿recuerda? No es lo que haría un hombre deprimido.
—Supongo que no. ¿Tú le conocías bien?
—No creo que ninguno de nosotros realmente le conociera. Era un hombre muy reservado. Y desde luego pasaba mucho tiempo fuera de la ciudad. A veces por negocios, a veces para descansar en su finca.
—No estaba casado, ¿verdad?
Tommy McCall lo miró fijamente, y bebió un sorbo de whisky.
—No —dijo—. Creo que nunca lo estuvo. En cierto modo es una bendición.
—Sí, sé de lo que hablas —coincidió Rebus, sintiendo cómo su cuerpo se relajaba con la ginebra—. Pero sigo sin entender por qué lo haría.
—Siempre es aquel de quien menos te lo esperas, ¿no crees? Eso decía Malcolm hace un rato.
Rebus miró a su alrededor.
—Todavía no he visto a nuestro anfitrión.
—Creo que está en el salón. ¿Quieres que te enseñe la casa?
—Sí, ¿por qué no?
—Menuda choza. —McCall se volvió hacia Rebus—. ¿Empezamos por la sala de billares de arriba o por la piscina de abajo?
Rebus se rió y agitó su vaso vacío.
—Creo que primero deberíamos visitar el bar, ¿no te parece?
La casa era impresionante, no había otra palabra para definirla. Rebus pensó por un instante en el pobre Brian Holmes, y sonrió. Estamos igual chaval. Los invitados también impresionaban. Conocía a algunos de vista, a otros de nombre, a otros por su reputación, y a muchos por los nombres de las empresas que dirigían. Pero no había ni rastro del anfitrión, pese a que todo el mundo afirmaba haber hablado con él un rato antes.
Más tarde, cuando Tommy McCall empezó a ponerse borracho y bullicioso, Rebus, con las piernas más bien flojas, decidió hacer otro recorrido por la casa. Pero esta vez solo. En la primera planta había una biblioteca, a la que apenas había prestado atención en el primer recorrido. Pero allí dentro había un escritorio, y a Rebus le dieron ganas de echar un vistazo más detenidamente. En el descansillo miró a su alrededor y vio que todo el mundo al parecer estaba abajo. Incluso algunos invitados se habían puesto bañadores y estaban pasando el rato al lado (o dentro) de la piscina climatizada del sótano.
Giró el pomo pesado de bronce y entró a hurtadillas en la biblioteca, iluminada con una luz tenue. Adentro olía a cuero antiguo, un olor que le recordó a décadas pasadas —a los años veinte, o acaso los treinta—. Sobre el escritorio había una lámpara iluminando unos papeles. Rebus estaba junto al mueble cuando se dio cuenta de algo: en la primera visita la lámpara no estaba encendida. Se dio la vuelta y vio a Lanyon apoyado contra la pared del fondo, de brazos cruzados y sonriente.
—Inspector —dijo, una voz tan lujosa como su traje hecho a medida—. Interesante chaqueta. Saiko me dijo que había llegado.
Lanyon se acercó lentamente y le tendió la mano, que Rebus estrechó devolviéndole el firme apretón.
—Espero que no… —empezó diciendo—. Quiero decir que ha sido muy amable de su…
—Por favor, en absoluto. ¿Vendrá el comisario?
Rebus se encogió de hombros, sintiendo que la chaqueta le apretaba en la espalda.
—No, en fin, no importa. Veo que es un ilustrado como yo. —Lanyon contempló los libros en las estanterías—. De toda la casa este es mi lugar favorito. No sé por qué me molesto en dar fiestas. Supongo que es lo que la gente espera, y por eso lo hago. Desde luego también es interesante reparar en los diversos intercambios, quién está hablando con quién, quién toca el brazo de quién con pronunciada ternura. Ese tipo de cosas.
—Estando aquí no verá mucho —dijo Rebus.
—Pero Saiko me lo cuenta. Se le da de maravillas percibir ese tipo de cosas, por muy sutil que la gente procure ser. Por ejemplo, ella me describió su chaqueta. Beige, me dijo, de pana, no combina con el resto de su vestuario ni favorece su figura. Por lo tanto, prestada, ¿he acertado?
Rebus aplaudió en silencio.
—Bravo —dijo—. Supongo que eso hace de usted un buen abogado.
—No, años y años de dedicación han hecho de mí un buen abogado. Pero para ser un abogado conocido, en fin, eso requiere de algunos sencillos trucos de salón, como el que acabo de mostrarle.
Lanyon pasó por el lado de Rebus y se paró junto al escritorio. Rebuscó en los papeles.
—¿Le interesaba algo en especial?
—No —respondió Rebus—. Solo esta sala.
Lanyon le lanzó una mirada risueña, escéptica.
—Hay otras salas más interesantes, pero están cerradas con llave.
—¿Ah, sí?
—No quiero que todo el mundo sepa qué cuadros tengo en mi colección, por poner un ejemplo.
—Claro, comprendo.
Lanyon se sentó en el escritorio y se colocó unas gafas con montura de media luna. Parecía interesado en los papeles que tenía delante.
—Soy el albacea de James Carew —dijo—. Debo resolver quién se beneficiará de su herencia.
—Un asunto terrible.
Lanyon pareció no comprender. Luego asintió.
—Sí, trágico sin duda.
—¿Estaba muy unido a él?
Lanyon volvió a sonreír, como si esa misma pregunta ya se la hubieran hecho varias personas en la fiesta.
—Lo conocía bastante —dijo finalmente.
—¿Sabía que era homosexual?
Rebus esperaba una reacción. No la hubo, y se maldijo por haberse precipitado a jugar su mejor carta.
—Por supuesto —contestó Lanyon sin alterar la voz. Miró a Rebus—. No creo que eso sea un delito.
—Eso depende, señor, como usted bien debería saberlo.
—¿A qué se refiere?
—Como abogado sabrá que todavía existen ciertas leyes…
—Sí, sí, por supuesto. Pero espero que no esté insinuando que James estaba involucrado en algo sórdido.
—¿Por qué cree que se mató, señor Lanyon? Agradecería su opinión profesional.
—Él era un amigo. Las opiniones profesionales no cuentan. —Lanyon miró fijamente las gruesas cortinas que estaban delante de su escritorio—. No sé por qué se suicidó. Y quizá nunca lo sabremos.
—Yo no estaría tan seguro de eso, señor —dijo Rebus dirigiéndose hacia la puerta. Se paró, la mano sobre el pomo—. Me interesaría saber quién es el beneficiario de su patrimonio, una vez lo haya resuelto, claro.
Lanyon estaba en silencio. Rebus abrió la puerta, la cerró al salir y se paró en el descansillo, respirando hondo. No ha estado mal, pensó. Como mínimo se merece un brindis. Y esta vez brindó —en silencio— a la memoria de James Carew.
Hacer de niñera no era lo suyo, pero sabía desde el principio que esto iba a acabar así.
Tommy McCall cantaba un himno de rugby en el asiento trasero del coche, mientras Rebus agitaba la mano despidiéndose de Saiko, que estaba de pie en la puerta de la casa. Ella incluso le sonrió. No era para menos, después de todo él le estaba haciendo el favor de llevarse al borrachín bullicioso fuera de la propiedad.
—¿Estoy detenido, John? —chilló McCall interrumpiendo su cántico.
—No. ¡Cállate ya, por el amor de Dios!
Rebus subió al coche y lo arrancó. Miró hacia atrás por última vez y vio a Lanyon reunirse con Saiko en la puerta de la casa. Parecía que ella le informaba, mientras él asentía. Era la primera vez que Rebus lo veía después del enfrentamiento en la biblioteca. Quitó el freno de mano, salió del parking y se largó.
—Aquí a la izquierda, y en la próxima a la derecha.
Tommy McCall había bebido demasiado, pero su sentido de la orientación permanecía intacto. Sin embargo, Rebus tenía un presentimiento extraño…
—Todo recto hasta el final de la calle, la última casa de la esquina.
—Pero tú no vives aquí —protestó Rebus.
—Correcto, inspector. Aquí es donde vive mi hermano. Pensé que podíamos pasarnos a tomar la última.
—Santo Dios, Tommy, no puedes…
—Tonterías. Se alegrará de vernos.
Rebus se detuvo delante de la casa, miró por la ventanilla y se alivió al ver que todavía había luz en el salón de Tony. De repente la mano de Tommy asomó por detrás y aplastó el claxon, emitiendo un estruendo en el silencio de la noche. Rebus le apartó la mano y Tommy volvió a hundirse en el asiento trasero, ya la había liado suficiente. Las cortinas se agitaron en el salón de McCall, y al poco se abrió una puerta lateral y salió Tony McCall, la mirada nerviosa. Rebus bajó la ventanilla.
—¿John? —Tony McCall parecía ansioso—. ¿Qué ocurre?
Pero antes de que Rebus pudiera responder, Tommy salió del coche y abrazó a su hermano.
—La culpa es mía, Tony. Solo mía. Solo quería verte, eso es todo. Aunque lo siento, perdona.
Tony McCall comprendió la situación, y miró a Rebus como diciendo «No te culpo», y luego otra vez a su hermano.
—Bueno, es muy amable de tu parte, Tommy. Hace mucho que no nos vemos. Será mejor que entres.
Tommy McCall se volvió hacia Rebus.
—¿Ves? Te dije que Tony nos recibiría bien. En casa de Tony siempre se nos recibe bien.
—Tú también, John, será mejor que entres —dijo Tony.
Rebus asintió a disgusto.
Tony los llevó por el pasillo hasta el salón. La alfombra era tupida y blanda, el mobiliario parecía extraído de un catálogo de muestras. Rebus temía sentarse, por miedo a arrugar uno de los cojines hinchados. Tommy, en cambio, se dejó caer inmediatamente sobre un sillón.
—¿Dónde están los pequeñajos? —preguntó.
—Durmiendo —respondió Tony en voz baja.
—Bah, ve a despertarlos. Diles que ha venido el tío Tommy.
Tony le ignoró.
—Voy a preparar té —dijo.
Los ojos de Tommy ya se estaban cerrando, los brazos caídos a ambos lados del sillón. Mientras Tony estaba en la cocina, Rebus observaba el salón. Había adornos por todas partes: en toda la repisa de la chimenea, en cada centímetro de la pared, y por toda la superficie de la mesita para el café. Pequeñas figuras de yeso, objetos de cristal reluciente, souvenires de vacaciones. Los brazos y los respaldos de los sillones estaban cubiertos con paños protectores. No había un solo espacio vacío y resultaba incómodo: casi imposible relajarse. De pronto Rebus empezó a entender por qué Tony salía a caminar por Pilmuir en sus días libres.
La cabeza de una mujer asomó por la puerta. Labios finos y rectos, una mirada alerta pero oscura. Estaba mirando a Tommy McCall, que dormitaba, pero al advertir la presencia de Rebus ensayó una sonrisa. La puerta se abrió un poco más, descubriendo que iba en albornoz. Se lo ciñó firmemente con la mano y se presentó.
—Soy Sheila. La mujer de Tony.
—Sí, hola, John Rebus.
Rebus iba a levantarse, pero una mano se agitó nerviosa indicándole que se sentara.
—Ah, sí —dijo ella—. Tony me ha hablado de usted. Trabajan juntos, ¿verdad?
—Así es.
—Sí. —Se estaba despistando, y se volvió para contemplar nuevamente a Tommy McCall. Su voz se volvió como el empapelado húmedo—. Mírelo. El hermano exitoso. Un negocio propio, una casa propia. Y mírelo. —Parecía a punto de soltar un rollo sobre la injusticia social, pero fue interrumpida por su marido, que pasó por delante de ella con una bandeja.
—No hacía falta que te levantaras, cariño —dijo.
—¿Cómo quieres que duerma después de ese bocinazo? ¿Eh? —Ella posó la mirada sobre la bandeja—. Has olvidado el azúcar —dijo en tono de crítica.
—Yo lo tomo sin azúcar —dijo Rebus. Tony llenó dos tazas con té.
—Primero la leche, Tony, después el té —dijo ella ignorando el comentario de Rebus.
—Da exactamente lo mismo, Sheila —replicó Tony. Le alcanzó una taza a Rebus.
—Gracias.
Ella se quedó allí de pie observando a los dos hombres por un instante. Luego se pasó una mano por la bata.
—Pues muy bien —dijo—. Buenas noches.
—Buenas noches —contestó Rebus.
—No te acuestes muy tarde, Tony.
—De acuerdo, Sheila.
Dieron sorbos al té mientras la oían subir las escaleras rumbo al dormitorio. Finalmente Tony suspiró.
—Lo siento —dijo.
—No tienes por qué —dijo Rebus—. Si un par de borrachos vinieran a mi casa a esta hora no veas cómo los recibiría. La he visto muy tranquila.
—Sheila siempre está muy tranquila. Por fuera.
Rebus señaló a Tommy con la cabeza.
—¿Qué hacemos con él?
—Estará bien ahí. Déjalo dormir la mona.
—¿Estás seguro? Puedo llevarlo a su casa si tú…
—No, no. Joder, es mi hermano. Creo que necesita un sillón donde pasar la noche. —Tony se giró hacia donde estaba Tommy—. Míralo. No te creerías la de travesuras que hicimos juntos de pequeños. Teníamos a todo el barrio aterrorizado, pendiente de qué sería lo próximo que haríamos. Tocar el timbre y echar a correr, encender un fuego, romper un cristal de un pelotazo. Éramos unos salvajes, créeme. Ahora nunca lo veo a menos que esté en ese estado.
—¿Quieres decir que ya ha hecho este numerito antes?
—Un par de veces. Llega en un taxi y cae redondo sobre el sillón. Cuando se levanta por la mañana no puede creer dónde está. Toma el desayuno, les suelta un par de billetes a los chavales y se pira. Nunca llama ni nos visita. Hasta que una noche oímos el taxi ahí afuera, y es él.
—Yo no me di cuenta.
—Es igual, John, no sé por qué te lo cuento. No es tu problema.
—No me molesta escuchar.
Pero Tony McCall parecía reacio a seguir hablando.
—¿Qué te parece el salón? —dijo cambiando de tema.
—Es bonito —mintió Rebus—. Se nota que hay mucha dedicación.
—Ya. —McCall no parecía convencido—. Mucha pasta, sobre todo. ¿Ves aquellos adornitos de cristal? No tienes idea de lo caros que son.
—¿En serio?
McCall observaba el salón como si él fuera la visita.
—Bienvenido a mi vida —dijo finalmente—. Creo que preferiría vivir en una de las celdas de la comisaría. —De repente se levantó, fue hasta el sillón de Tommy y se agachó junto a su hermano, que tenía un ojo abierto pero empañado por el sueño—. Tú, cabrón —susurró Tony McCall—. Eh, cabronazo. Si serás cabrón. —Y agachó la cabeza para ocultar las lágrimas.
El día despuntaba mientras Rebus conducía los cinco kilómetros de regreso a Marchmont. Paró en una panadería nocturna para comprar panecillos calientes y leche fría. A esa hora era cuando más le gustaba la ciudad, la camaradería tranquila de las primeras horas de la mañana. Se preguntaba por qué la gente no puede ser feliz con lo que les ha tocado. «Yo tengo lo que nunca quise y no es suficiente.» Todo lo que quería ahora era dormir, y preferiblemente en su cama, para variar, más que en su sillón. Recordaba la escena una y otra vez: Tommy McCall profundamente dormido, con saliva en la barbilla, y Tony McCall en cuclillas frente a él, temblando. Un hermano era algo terrible. Era un rival de toda la vida, y sin embargo no podías odiarlo sin odiarte. Y además se le cruzaban otras imágenes: Malcolm Lanyon en su biblioteca, Saiko en la puerta de la casa, James Carew muerto en la cama, el rostro amoratado de Nell Stapleton, el torso maltratado de Ronnie McGrath, el viejo Vanderhyde y sus ojos de ciego, el miedo en los ojos de Calum McCallum, los pequeños puños de Tracy…
«Si bien soy el peor de los pecadores, soy también el peor de los sufridores.»
Carew había robado esa frase de alguna parte… ¿pero de dónde? A quién le importa, John, a quién le importa. Podría ser solo otro puñetero hilo, y de esos ya tienes bastantes, todos enredados en una maraña impenetrable. Llega a casa, duerme, olvídate.
Una cosa era segura: tendría pesadillas.