Jueves

«Aquella casa de prisión voluntaria… con su inescrutable recluso.»

Hecho polvo: Holmes volvió a bostezar, completamente agotado. Por una vez se había adelantado a la alarma, así que regresaba a la cama con el café instantáneo cuando la radio empezó a sonar con estruendo. Vaya manera de despertarse cada día. Cuando le sobraba media hora volvía a sintonizar el chisme, buscando Radio 3 o algo parecido. El problema era que Radio 3 lo mandaba de vuelta a la cama, mientras que la voz de Calum McCallum y los discos cargosos que ponía entre gritos y anuncios y chistes malos pero entusiastas le despertaban de un sobresalto, los dientes apretados, preparado para enfrentarse a un nuevo día.

Esta mañana se había adelantado a la vocecilla petulante. Apagó la radio.

—Aquí tienes café —dijo—. Ya es hora de levantarse.

Nell giró la cabeza sobre la almohada, mirándolo con ojos entrecerrados.

—¿Ya son las nueve?

—Todavía no.

Ella volvió a girar la cabeza sobre la almohada, gimiendo suavemente.

—Vale. Despiértame cuando sean las nueve.

—Bébete el café —la regañó tocándole el hombro. El hombro caliente, tentador. Él sonrió con melancolía, luego se dio la vuelta y salió de la habitación. Dio diez pasos antes de detenerse, darse la vuelta y regresar. Los brazos de Nell eran largos y bronceados, y estaban abiertos para recibirlo.

Pese a que él le había llevado el desayuno a su celda, Tracy estaba furiosa con Rebus, y más aún cuando él le explicó que podía irse cuando quisiera, que no estaba detenida.

—A esto se le llama protección —le dijo él—. Protección de los hombres que te perseguían. Protección de Charlie.

—Charlie… —Ella se calmó un poco al oír su nombre, y se tocó su ojo amoratado—. ¿Pero por qué no has venido a verme antes? —protestó.

Rebus se encogió de hombros.

—Tenía cosas que hacer —dijo.

Ahora él miraba detenidamente su fotografía, mientras Brian Holmes estaba sentado al otro lado de la mesa, dando sorbos cautelosos de café de una taza desconchada. Rebus no estaba seguro de si odiaba o amaba a Holmes por haberle traído eso al despacho, por haberlo dejado sobre la mesa enfrente de él. Sin decir una palabra. Sin dar los buenos días, sin un miserable saludo. Solo eso. La fotografía, el desnudo. De Tracy.

Rebus la miraba mientras Holmes escribía el informe. El día anterior Holmes había trabajado duro, y había obtenido un resultado. ¿Entonces, por qué le había desdeñado el saludo en el bar? Si hubiese visto la fotografía la noche anterior, su mañana no estaría ahora arruinada; ni el recuerdo de un sueño apacible, erosionado. Rebus se aclaró la garganta.

—¿Averiguaste algo de ella?

—No, señor —dijo Holmes—. Eso es todo lo que conseguí. —Señaló la foto con la cabeza, sin pestañear: «Te he traído eso, qué más quieres de mí».

—Entiendo —dijo Rebus con voz serena. Dio la vuelta a la foto y leyó la pequeña etiqueta de detrás. Hutton Studios. Un teléfono de contacto—. Vale. Pues bien, Brian, me la quedaré. Tendré que pensar.

—De acuerdo —dijo Holmes. «¡Me ha llamado Brian! Hoy no puede pensar con claridad.»

Rebus se reclinó en la silla, bebiendo de su taza. Café con leche, sin azúcar. Se había sentido decepcionado cuando Holmes pidió el suyo igual. Eso hacía que tuvieran algo en común. El mismo gusto por el café.

—¿Cómo va lo de buscar piso? —preguntó en un tono familiar.

—No muy bien. ¿Cómo lo…? —Holmes recordó la lista de casas en venta que llevaba doblada en el bolsillo de su chaqueta. La tocó. Rebus sonrió y asintió.

—Recuerdo cuando compré mi piso —dijo—. Me pasé semanas buscando en esos periódicos gratuitos antes de encontrar algo que me gustara.

—Algo que me gustara. —Holmes resopló—. Eso ya sería un lujo. Mi problema es encontrar algo que pueda pagar.

—¿Tan mal está la cosa?

—¿No se ha enterado? —Holmes parecía un poco incrédulo. Estaba tan metido en el tema que le costaba creer que alguien no lo estuviera—. Los precios están por las nubes. Sobre todo cerca del centro.

—Ya, recuerdo que alguien me lo comentó. —Rebus se quedó pensando—. Ayer, en una comida. ¿Sabes que estuve con la gente que pone el dinero para la campaña antidrogas de Watson? Pues uno de ellos era James Carew.

—¿No tendría algo que ver con Bowyer Carew?

—El jefe. ¿Quieres que hable con él, que le pregunte si puede hacerte un descuento?

Holmes sonrió. Parte del glaciar que los separaba se derrumbó.

—Sería estupendo —dijo—. Quizá podría arreglar una venta de verano, hay rebajas en todas las agencias. —Holmes empezó la frase con un entusiasmo que se apagó deprisa. Rebus no le estaba escuchando. Se había perdido en sus pensamientos.

—Sí —dijo Rebus tranquilamente—. Tengo que hablar con el señor Carew de todos modos.

—¿Ah, sí?

—Respecto a ciertos favores.

—¿Usted también está pensando en mudarse?

Rebus miró a Holmes sin comprender.

—En fin —dijo—. Supongo que necesitamos un plan de ataque para hoy.

—Oh. —De pronto Holmes parecía incómodo—. Sobre eso quería preguntarle, señor. Recibí una llamada esta mañana. Llevo algunos meses investigando unas peleas de perros, y están a punto de detener a toda la banda.

—¿Peleas de perros?

—Sí, ya sabe. Ponen a dos perros en un ring. Dejan que se descuarticen. Se hacen apuestas.

—Creía que se habían acabado con la depresión.

—Últimamente han vuelto. Y además son brutales. Puedo enseñarle fotos…

—¿Y por qué han vuelto?

—Quién sabe. La gente busca diversión. Algo más salvaje que despilfarrar en las casas de apuestas.

Rebus asintió, perdido una vez más en sus propios pensamientos.

—¿Tú qué piensas, Holmes, dirías que es un pasatiempo de yuppies?

Holmes se encogió de hombros: «Así está mejor. Ya no me llama por mi nombre».

—En fin, qué más da. ¿Entonces quieres estar en la redada?

Holmes asintió.

—Si es posible, señor.

—Claro que sí —dijo Rebus—. ¿Y dónde será?

—Todavía tengo que confirmarlo. Pero será en Fife.

—¿En Fife? Es como mi casa.

—¿Ah, sí? No lo sabía. ¿Cómo es ese dicho…?

—Se necesita una cuchara larga para comer con alguien de Fife.

Holmes sonrió.

—Sí, ese mismo. Hay otro similar acerca del demonio, ¿verdad?

—Todos significan que estamos muy unidos, Holmes, como uña y carne. No soportamos a los imbéciles ni a los extraños. Ahora vete a Fife y comprueba lo que te digo.

—Sí, señor. ¿Qué hará usted? ¿Qué hará con…? —Sus ojos volvieron a posarse sobre la fotografía. Rebus la cogió y se la guardó cuidadosamente en el bolsillo de su chaqueta.

—No te preocupes por mí, hijo. Tengo muchas cosas que hacer. Con mantenerme fuera del alcance del Granjero Watson ya tengo suficiente trabajo para todo el día. Igual salgo a dar una vuelta. Es un buen día para conducir.

—Un buen día para conducir.

Tracy hacía todo lo posible por ignorarle. Miraba fijamente por la ventanilla, aparentemente interesada en el desfile de tiendas, compradores, turistas y niños sin nada que hacer ahora que habían empezado las vacaciones de verano.

Sin embargo estaba contenta de haber salido de comisaría. Él le había abierto la puerta del coche, disuadiéndola de irse caminando. Y ella había accedido, aunque en silencio y malhumorada. Vale, estaba enfadada con él. Pero él lo superaría. Y ella también.

—De acuerdo —dijo él—. Estás cabreada. ¿Pero cuántas veces tengo que decírtelo? Ha sido por tu seguridad, mientras yo hacía algunas averiguaciones.

—¿Adónde vamos?

—¿Conoces esta parte de la ciudad?

Ella se quedó en silencio. No iban a tener ninguna conversación. Solo preguntas y respuestas: sus preguntas.

—Solo estoy conduciendo —dijo él—. Seguro que conoces esta parte de la ciudad. Había un montón de trapicheos por aquí.

—¡Yo no estoy metida en eso!

Ahora le tocaba a Rebus quedarse en silencio. Todavía tenía edad para esos juegos. Giró a la izquierda una vez, luego otra, y luego a la derecha.

—Ya hemos pasado por aquí antes —comentó ella.

Se había dado cuenta, era una chica lista. Pero eso no tenía importancia. Lo único que importaba era que lentamente, poco a poco, girando a izquierda y derecha, y otra vez a izquierda y derecha, iban avanzando hacia el destino que Rebus tenía en mente.

Paró bruscamente junto al bordillo de la acera y metió el freno de mano.

—Vale —dijo—. Ya estamos aquí.

—¿Aquí? —Ella miró hacia afuera, levantando la vista ante el edificio. El ladrillo rojo había sido rehabilitado y ahora la fachada era de un ocre encarnado maleable que parecía de plastilina—. ¿Aquí? —repitió, atragantándose al reconocer la dirección, y luego intentando disimularlo.

Al apartar la vista de la ventanilla encontró la fotografía sobre su regazo. Se la quitó de encima con un movimiento rápido y un chillido, como si fuese un insecto. Rebus recogió la foto del suelo del coche y se la ofreció.

—Es tuya, creo.

—¿De dónde diablos la has sacado?

—¿Por qué no me lo cuentas tú?

Ahora estaba tan roja como la fachada, ojos de pánico que aleteaban como pájaros. Forcejeó con el cinturón de seguridad, desesperada por salir del coche, pero la mano de Rebus la sujetó con fuerza.

—¡Suéltame! —gritó dándole un golpe en el puño.

Luego abrió la puerta de un empujón, pero con la pendiente de la calle esta volvió a cerrarse. En cualquier caso el cinturón de seguridad no daba mucho de sí. Estaba bien atada.

—Pensé que podríamos hacerle una visita al señor Hutton —decía Rebus mientras tanto, su voz afilada—. Preguntarle sobre la foto. Sobre cómo te prestaste a posar para él a cambio de cuatro chavos. Sobre cómo le llevaste las fotos de Ronnie, quizá para conseguir un poco más de pasta, o acaso solo para joderle. ¿Me equivoco, Tracy? Apuesto a que Ronnie se cabreó cuando vio que Hutton le había robado sus ideas. Aunque no podía probarlo, claro. No le sentaría muy bien saber cómo sus fotos habían llegado hasta el maldito Hutton. Supongo que le echarías la culpa a Charlie, eso explica que os llevéis tan bien. Menuda amiga de Ronnie eras tú, mi amor. Menuda amiga.

Aquí Tracy se derrumbó, dejó de intentar deshacerse del cinturón de seguridad. Hundió la cara entre las manos y finalmente se echó a llorar a moco tendido. Rebus contenía el aliento. No se sentía orgulloso, pero había tenido que hacerlo. Tracy tenía que dejar de esconderse de la verdad. Eran solo conjeturas, por supuesto, pero Rebus estaba seguro de que Hutton confirmaría los detalles si le apretaba. Ella había posado por dinero, y quizá le había mencionado que su novio era fotógrafo. Le había llevado las fotografías a Hutton, dinamitando las últimas esperanzas que le quedaban a su chico: su creatividad, a cambio de unos billetes más. Si no podías confiar en tus amigos, ¿entonces en quién?

La había dejado la noche anterior en la celda para ver si se desmoronaba. No lo hizo, así que supuso que debía de estar limpia. Pero eso no significaba que no tuviera ninguna clase de adicción. Si no era a las agujas, sería a otra cosa. Todo el mundo necesitaba un poco de algo, ¿no es así? Y de dinero. De modo que ella había desvalijado a su novio…

—¿Fuiste tú la que dejó la cámara en casa de Charlie?

—¡No!

Era como si después de todo lo anterior la acusación todavía le doliera. Rebus asintió. Así que Charlie había cogido la cámara, o alguien más la había puesto allí. Para que él la encontrara. No… No necesariamente, porque no la había encontrado él, sino McCall. Y con qué facilidad, tan alegremente como había encontrado la droga en el saco de dormir. ¿Auténtico olfato de policía? ¿O algo más? ¿Un poco de información quizá, información «secreta»? Si no puedes confiar en tus amigos…

—¿Viste la cámara la noche en que murió Ronnie?

—Estaba en su habitación, estoy segura de que estaba allí.

Contuvo las lágrimas y se limpió la nariz con el pañuelo que Rebus le pasó. Tenía la voz quebrada y la garganta atorada, pero se estaba reponiendo del shock de la foto, y del shock todavía mayor de enterarse de que Rebus sabía de su traición.

—Aquel tío que vino a ver a Ronnie estuvo en su habitación antes que yo.

—¿Te refieres a Neil?

—Creo que ese era su nombre, sí.

Demasiados cocineros, pensó Rebus. Iba a tener que revisar su definición de «circunstancial». Hasta ahora tenía muy pocas pruebas que no fueran circunstanciales. Era como si la espiral se ensanchara, alejándolo cada vez más del núcleo del punto en que Ronnie yacía muerto sobre un suelo húmedo y vacío, flanqueado por dos velas y amigos sospechosos.

—Neil era el hermano de Ronnie.

—¿Ah, sí? —Su voz sonó desinteresada. El telón de seguridad entre ella y el mundo comenzaba a caer nuevamente. La primera función había concluido.

—Pues sí. —Rebus sintió un súbito escalofrío. Si a nadie, absolutamente a nadie, salvo a Neil y a mí, nos importa lo que le ocurrió a Ronnie, ¿por qué me preocupo?

—Charlie siempre creyó que tenían un rollo homosexual. Nunca se lo pregunté a Ronnie. Supongo que no me lo hubiera contado. —Apoyó la cabeza en el asiento, dando la impresión de haber vuelto a relajarse—. Dios mío. —Vació los pulmones en un silbido—. ¿Tenemos que quedarnos aquí?

Ella había levantado las manos lentamente, como si fuera a agarrarse la cabeza, y Rebus estaba a punto de responderle que no cuando advirtió que las mismas manos se curvaban, sus puños minúsculos emprendiendo un movimiento fulminante hacia abajo. Rebus no pudo reaccionar y recibió el impacto, de lleno, en la entrepierna. Vio las estrellas, el mundo reducido a un sonido punzante y un dolor cegador. Gritó, doblado de agonía, con la cabeza sobre el volante, que era, a su vez, la bocina del coche. Sonó con una estridencia perezosa mientras Tracy se desabrochaba el cinturón, abría la puerta, bajaba del coche y echaba a correr. Rebus la miraba desde sus ojos anegados de lágrimas, como si estuviera sumergido en una piscina y la viera alejarse corriendo por el borde, sus pupilas escocidas por el cloro.

—Joder, Dios mío —se lamentó, todavía encorvado sobre el volante, dispuesto a no moverse durante un buen rato.

«Piensa como Tarzán», le había dicho una vez su padre: uno de los pocos consejos de su viejo. Se refería a las peleas, entre chavales del colegio. A las cuatro en punto detrás del cobertizo para bicicletas, etcétera. «Piensa como Tarzán. Eres fuerte, el rey de la selva, y, por encima de todo, tienes que proteger tus cojones.» Se lo dijo mientras le aflojaba un rodillazo directo a la entrepierna…

—Gracias, papá —murmuró Rebus—. Gracias por recordármelo.

Y entonces el dolor le alcanzó el estómago.

A la hora de comer ya casi podía caminar, siempre que lo hiciera con los pies muy juntos, moviéndose como si se hubiera orinado encima. La gente lo miraba, cómo no, y él trataba de improvisar una cojera especialmente para su público. Siempre fue un ídolo de masas.

La idea de subir las escaleras hasta su despacho le parecía demasiado, y conducir había sido un tormento, imposible accionar los pedales. Así que finalmente había cogido un taxi hasta el Sutherland Bar. Cuatro lingotazos de whisky después, el dolor había sido reemplazado por un entumecimiento cercano al sueño.

—Como el de la cicuta —murmuró para sí mismo.

No estaba preocupado por Tracy. Con esos puños podía cuidar de sí misma. Probablemente la calle estaba llena de niños más duros que la mitad del cuerpo policial. No es que Tracy fuera una niña. Todavía no había averiguado nada sobre ella. Se suponía que de eso se encargaba Holmes, pero Holmes andaba persiguiendo perros salvajes en Fife. No, Tracy estaría a salvo. Probablemente nadie la había estado persiguiendo. Pero en ese caso, ¿por qué iría a su casa aquella noche? Podía haber un centenar de razones. Después de todo había conseguido sacarle una cama, una copa de buen vino, un baño caliente y un desayuno. No había estado mal, y se suponía que él era un poli viejo y endurecido. Demasiado viejo quizá. Más poli que agente de policía. Quizá.

¿Y adónde iría ahora? Ya tenía la respuesta a eso, si sus piernas se lo permitían y si, Dios mediante, podía conducir.

Aparcó a cierta distancia de la casa, para no espantar a nadie que pudiera estar allí. Se acercó andando y llamó a la puerta. Mientras esperaba a que le abrieran, recordó cuando Tracy abrió esa puerta y corrió a sus brazos, con la cara amoratada y los ojos llenos de lágrimas. No creía que Charlie estuviera allí. No creía que Tracy estuviera allí. No «quería» que Tracy estuviera allí.

La puerta se abrió. Un muchacho adormilado miró a Rebus entornando la vista. El pelo lacio, sin cuerpo, le caía sobre los ojos.

—¿Qué pasa?

—¿Está Charlie? Tengo un asunto con él.

—Nah. No lo he visto en todo el día.

—¿Puedo esperarlo un rato?

—Tú mismo.

El chico ya estaba cerrándole la puerta en las narices. Rebus detuvo la puerta con una mano y se asomó.

—Quiero decir si puedo esperarle dentro.

El chico se encogió de hombros y regresó dentro con aire desgarbado, dejando la puerta entreabierta. Volvió a meterse en su saco de dormir y se tapó hasta la cabeza. Solo está de paso, recuperando el sueño perdido. Rebus supuso que no tenía nada que perder por haberle permitido entrar. Le dejó dormir y, después de cerciorarse brevemente de que no hubiera nadie más abajo, subió las escaleras.

Los libros seguían allí como fichas de dominó derrumbadas, y el contenido de la bolsa que McCall había vaciado aún estaba amontonado en el suelo. Rebus pasó todo esto por alto y fue hasta el escritorio, donde se sentó y le echó una ojeada a los folios que tenía delante. Había encendido la luz del interruptor que estaba junto a la puerta de la habitación de Charlie, y ahora encendió también la lámpara del escritorio. Milagrosamente no había ningún póster en las paredes, ni postales ni nada parecido. No parecía la habitación de un estudiante. Estaba desprovista de identidad, que era probablemente el propósito de Charlie. No quería parecer un estudiante delante de sus amigos que habían dejado los estudios; y no quería parecer un desertor frente a sus amigos estudiantes. Quería serlo todo para todo el mundo. Así que era un camaleón, además de un turista.

A Rebus le interesaba fundamentalmente el ensayo sobre lo mágico, pero una vez allí revisó detenidamente el resto del escritorio. Nada fuera de lo normal. Nada que sugiriera que Charlie estaba pasando drogas venenosas en la calle. Así que Rebus cogió el ensayo, lo abrió y empezó a leer.

A Nell le gustaba la biblioteca cuando estaba tranquila como ahora. En época de clases muchos estudiantes la utilizaban como lugar de reunión, una especie de club juvenil con pretensiones. Entonces la sala de lectura de la primera planta era un alboroto. Los libros solían quedar tirados por todas partes, o desaparecer, o aparecer cambiados de sitio en otras secciones. Todo muy frustrante. Pero durante los meses de verano solo venían los estudiantes más aplicados: los que estaban escribiendo una tesis, los que tenían que ponerse al día con un trabajo, o aquellos poquísimos que estaban apasionados con sus campos de estudio y que renunciaban al sol y al tiempo libre para estar allí, bajo techo, en afectado silencio.

Ella había llegado a conocer sus caras y, luego, sus nombres. Las conversaciones surgían en el vacío de la cafetería; los autores se intercambiaban. Y a la hora del almuerzo uno podía sentarse en el jardín, o pasear por los Meadows, detrás del edificio de la biblioteca, donde se leían más libros y se veían más rostros concentrados.

Por supuesto, el verano era, a su vez, la época de trabajo más tediosa en la biblioteca. Había que hacer inventario del stock, reencuadernar los volúmenes maltratados, reclasificar datos, actualizarlos, etcétera. Pese a todo, el ambiente lo compensaba todo. Las prisas desaparecían por completo, al igual que las quejas por la escasez de según qué títulos, solicitados desesperadamente por toda una clase de doscientos alumnos para un ensayo cuyo plazo de entrega ya había pasado. Pero después del verano se matriculaban nuevos alumnos, y con la nueva camada de cada año ella se sentía cada vez mayor y más distanciada de los estudiantes. Empezaban a parecerle desalentadoramente jóvenes, envueltos en un brillo que le recordaba a algo que nunca podría tener.

Estaba revisando impresos de solicitud cuando empezó el alboroto. El guardia de seguridad le había impedido la entrada a alguien que no llevaba identificación. Por lo general, Nell bien lo sabía, al guardia no le importaba, pero era evidente que aquella chica estaba perturbada, que no era una lectora y ni siquiera una estudiante. Cualquier estudiante hubiese explicado que se había olvidado su carné donde ella replicaba a grito pelado. Pero había algo más… Nell frunció el entrecejo, tratando de identificarla. Al verla de perfil recordó la fotografía que Brian llevaba en la cartera. Sí, era la misma chica. No era una chica, en realidad, más bien una mujer adulta, si acaso juvenil. Las líneas en torno a los ojos la delataban, por muy delgada que fuera, por muy juvenil que vistiera. ¿Pero por qué armaba tanto jaleo? Ella siempre iba a la cafetería, y nunca antes, hasta donde Nell sabía, había intentado entrar en la biblioteca. La curiosidad de Nell se despertó.

El guardia de seguridad tenía cogida a Tracy por el brazo, y ella lo insultaba a gritos con una mirada de loca. Mientras se dirigía a ellos Nell intentaba parecer autoritaria.

—¿Algún problema, señor Clarke?

—Puedo ocuparme, señorita.

Los ojos del guardia desmentían sus palabras. Estaba sudando, ya había pasado la edad de jubilación, no estaba acostumbrado a esta clase de forcejeos ni sabía qué hacer al respecto. Nell miró a la chica.

—No puedes entrar aquí a empujones, lo sabes. Pero si quieres que le pase un mensaje a alguno de los estudiantes, veré qué puedo hacer.

La chica continuó forcejeando.

—¡Quiero entrar!

Ahora era incapaz de razonar. Solo sabía que si alguien le impedía entrar, tendría que entrar como fuera.

—Pues no puedes —respondió Nell enojada.

No debería haberse metido. Estaba acostumbrada a tratar con gente tranquila, cuerda, razonable. Vale, algunos podían perder los estribos por un momento cuando no encontraban el libro que buscaban. Pero siempre volvían a su sitio. La chica la miraba fijamente, y su mirada parecía definitivamente malévola. No había en ella el menor indicio de bondad. A Nell se le erizaron los pelos de la nuca. La chica gimió como un alma en pena, soltándose del guardia y lanzándose hacia delante. Su frente se estrelló contra la cara de Nell, tumbando a la bibliotecaria que, sin despegar los pies del suelo, cayó como un árbol talado. Tracy se quedó allí de pie por un momento, como si estuviera a punto de volver en sí. El guardia intentó agarrarla, pero ella volvió a gritar y él retrocedió. Entonces ella lo apartó de un empujón y salió de la biblioteca echando a correr otra vez, la cabeza gacha, las piernas y los brazos descoordinados. El guardia la siguió con la mirada, todavía asustado, hasta que se volvió hacia el rostro ensangrentado e inconsciente de Nell Stapleton.

El hombre que le abrió la puerta era ciego.

—¿Qué desea? —preguntó con la puerta entreabierta, sus ojos invidentes que podían distinguirse detrás de los cristales verde oscuro de sus gafas. Detrás de él el pasillo estaba en penumbras. ¿Qué necesidad de luz?

—¿Señor Vanderhyde?

El hombre sonrió.

—¿Qué desea? —repitió.

Rebus no podía dejar de mirar los ojos del anciano. El cristal de sus gafas le recordaba a las botellas de burdeos. Vanderhyde debía de tener unos sesenta y cinco años, setenta quizá. Tenía mucho pelo, de un color amarillo plateado, bien peinado. Llevaba una camisa de cuello abierto y una chaleco marrón, con una cadena de reloj colgando de un bolsillo. Y se apoyaba ligeramente en un bastón con empuñadura de plata. Por algún motivo Rebus creyó que Vanderhyde podría manejar ese bastón como una espada, con acierto y rapidez, en caso de que alguien desagradable llamara a la puerta.

—Señor Vanderhyde, soy oficial de policía. —Rebus iba a sacar la cartera.

—No se moleste en enseñarme su placa, a menos que esté en braille. —Las palabras de Vanderhyde hicieron que Rebus se parara en seco, su mano congelada en el interior de la chaqueta.

—Claro —murmuró, sintiéndose un poco más ridículo. Era curioso ese don de los discapacitados para hacerte parecer mucho menos capaz que ellos.

—Será mejor que entre, inspector.

—Gracias. —Rebus no se dio cuenta hasta estar en el pasillo—. ¿Cómo lo…?

Vanderhyde movió la cabeza.

—Lo adiviné de pura suerte —dijo enseñándole el camino—. Palos de ciego, podría decir.

Su risa era áspera. En el pasillo, mientras observaba todo aquello que estaba a la vista, Rebus se preguntaba cómo un hombre, por muy ciego que fuera, podía hacer un trabajo de decoración interior tan chapucero. Una lechuza disecada lo miraba desde un pedestal polvoriento, al lado de un paragüero que era algo así como una pata hueca de elefante. Sobre una mesilla vistosamente tallada había una pila de correspondencia no leída y un teléfono inalámbrico. Rebus prestó especial atención a este último detalle.

—La tecnología ha avanzado mucho, ¿no le parece? —dijo Vanderhyde—. Es de un valor inestimable para quienes hemos perdido alguno de nuestros sentidos.

—Sí —contestó Rebus mientras Vanderhyde abría una puerta que conducía a otra habitación, casi tan oscura como el pasillo.

—Por aquí, inspector.

—Gracias.

La sala olía a rancio y a medicinas de viejo. Estaba confortablemente amueblada, con un sofá amplio y dos sillones robustos. Los libros descansaban tras una cristalera a lo largo de una de las paredes. Algunas acuarelas poco inspiradas impedían que las otras paredes parecieran desnudas. Había adornos por todas partes. Rebus se fijó en los que estaban en la repisa de la chimenea. Eran exóticos, y abigarrados: no quedaba un solo centímetro de espacio libre. Rebus reconoció destellos africanos, caribeños, asiáticos, pero hubiese sido incapaz de determinar la procedencia de una sola pieza.

Vanderhyde se dejó caer en un sillón. Rebus advirtió que no había mesillas dispersas por la sala, ni muebles innecesarios contra los cuales el ciego pudiera chocar.

—Todas baratijas, inspector. Recuerdos de mis viajes de juventud.

—Prueba de que ha viajado mucho.

—Prueba de que tengo mentalidad de marica —corrigió Vanderhyde—. ¿Le apetece un poco de té?

—No, gracias, señor.

—¿Tal vez algo un poco más fuerte?

—Se lo agradezco, pero no. —Rebus sonrió—. Anoche me pasé un poco.

—La sonrisa se le nota en la voz.

—No parece que tenga curiosidad de saber por qué estoy aquí, señor Vanderhyde.

—Tal vez porque ya lo sé, inspector. O tal vez porque mi paciencia es infinita. Para mí el tiempo no vale lo mismo que para la mayoría de la gente. No tengo prisa por escuchar sus explicaciones. No soy de los que miran el reloj a cada rato, ya sabe. —Estaba sonriendo otra vez, con los ojos clavados por encima de Rebus, a su derecha. Rebus se quedó en silencio, elucubrando—. Y además —continuó Vanderhyde—, como ya no salgo, y casi no tengo visitas, y como no he infringido ninguna ley, que yo sepa, puedo sin duda acotar los posibles motivos de su visita. ¿Seguro que no quiere un poco de té?

—No se prive usted por mí. —Rebus había visto la taza casi vacía en el suelo junto al sillón del anciano. Miró a un costado de su sillón. Había otra taza sobre el débil estampado de la alfombra. Alargó la mano sigilosamente hasta tocarla, y percibió un ligero calor en la base de la taza, y un calor que alcanzaba la alfombra.

—No —dijo Vanderhyde—. Acabo de tomar uno. En compañía de una visita.

—¿Una visita? —Rebus se mostró sorprendido. El anciano sonrió, moviendo levemente la cabeza con condescendencia. Rebus, sintiéndose expuesto, decidió arremeter de todos modos—. ¿No acaba de decir que casi no tiene visitas?

—No, no recuerdo haberlo dicho. Pero resulta que es verdad. Hoy es la excepción que confirma la regla: he recibido dos visitas.

—¿Puedo preguntarle quién era la otra visita?

—¿Puedo preguntarle, inspector, por qué está aquí?

Ahora le tocaba sonreír a Rebus, que asintió para sí mismo. La sangre estaba subiendo a las mejillas del viejo. Había conseguido irritarlo.

—¿Y bien? —La voz de Vanderhyde sonó impaciente.

—Verá, señor. —Rebus se levantó intencionadamente del sillón y empezó a dar vueltas por la sala—. Me encontré con su nombre en un ensayo universitario sobre ocultismo. ¿Le sorprende?

El anciano lo pensó.

—En cierto modo me complace. Después de todo tengo un ego que alimentar.

—¿Pero no le sorprende? —Vanderhyde se encogió de hombros—. Este ensayo lo vinculaba con los trabajos de un grupo con base en Edimburgo, una especie de aquelarre que operaba en la década de los sesenta.

—«Aquelarre» no es el término exacto, pero no importa.

—¿Usted formaba parte de eso?

—No lo niego.

—De hecho, si nos referimos a los acontecimientos, usted fue la luz que guió aquellos encuentros. Aunque quizá «luz» no sea un término inexacto.

Vanderhyde prorrumpió en una carcajada turbia e incómoda.

Touché, inspector. De hecho, touché. Continúe.

—Encontrar su dirección no ha sido difícil. No hay demasiados Vanderhyde en la guía telefónica.

—Mi estirpe procede de Londres.

—El motivo de mi visita, señor Vanderhyde, es un asesinato, o, por lo menos, un caso de adulteración con pruebas recogidas en el lugar de la muerte.

—Intrigante. —Vanderhyde juntó las manos, las puntas de los dedos sobre los labios. Era difícil creer que fuera ciego. Los movimientos de Rebus por toda la sala no tenían el menor efecto sobre el anciano.

—El cuerpo fue encontrado tendido en el suelo, con los brazos estirados y las piernas juntas…

—¿Desnudo?

—No, no del todo. Solo el torso. Había dos velas recién consumidas a ambos lados del cuerpo, y una estrella de cinco puntas pintada en una pared.

—¿Algo más?

—No. Algunas jeringuillas en una jarra junto al cuerpo.

—¿La muerte fue causada por una sobredosis?

—Así es.

—Hummm. —Vanderhyde se levantó y caminó a paso seguro hasta la librería. No la abrió, pero se quedó allí, como si estuviera mirando los títulos—. Si estamos hablando de un sacrificio, inspector… Entiendo que esa es su teoría, ¿verdad?

—Una de tantas, señor.

—Bueno, si estuviéramos hablando de un sacrificio, los medios son bastante inusuales. Es más: son totalmente inauditos. Para empezar, son muy pocos los satanistas que contemplarían un sacrificio humano. Muchos psicópatas llevan a cabo un asesinato y después alegan que se trataba de un ritual, pero eso es otra cosa. Ahora bien, un sacrificio humano, cualquiera que sea su clase, siempre requiere de sangre. Simbólica en algunos ritos, como el de la sangre y el cuerpo de Cristo; real, en otros. ¿Pero un sacrificio sin sangre? Eso sería novedoso. Y administrar una sobredosis… No, inspector, sin duda la explicación más probable es que, como usted sugiere, alguien enturbió la escena del crimen, después de la muerte.

Vanderhyde se dio la vuelta, reconociendo de inmediato la posición de Rebus en la sala. Alzó ambas manos muy arriba, en señal de haberlo dicho todo.

Rebus volvió a sentarse. Tocó de nuevo la taza y comprobó que ya no estaba caliente. La evidencia se había enfriado, desvanecido, evaporado.

Levantó la taza y se quedó mirándola. Era un objeto inocente, adornado por un estampado de flores. Estaba limpiamente resquebrajada: una sola grieta la recorría del borde hasta la base. Rebus sintió renacer súbitamente la confianza en sus habilidades. Se incorporó de nuevo y se dirigió hacia la puerta.

—¿Ya se va? —le preguntó Vanderhyde.

Rebus no le respondió, simplemente caminó inteligentemente hasta la oscurecida base de la escalera de roble. A mitad de recorrido la escalera daba un giro de noventa grados. Desde abajo, donde ahora se encontraba, Rebus distinguió claramente el pequeño descansillo que quedaba a mitad de trayecto. Solo un segundo antes había habido alguien allí, en cuclillas, escuchando. Él no lo había visto, pero lo había percibido. Se aclaró la garganta, más por nervios que por necesidad.

—Ya puedes bajar, Charlie. —Hizo una pausa. Silencio. Pero aun así podía percibir la presencia del joven, justo detrás del recodo de la escalera—. A menos que quieras que suba. No es eso lo que quieres, ¿verdad, Charlie? Imagínate a nosotros dos solos allí arriba en la oscuridad.

Más silencio, alterado ahora por los pies de Vanderhyde deslizándose por la alfombra y el golpeteo de su bastón en el suelo. Rebus se dio la vuelta y se encontró con la mandíbula desafiante del anciano. Todavía tenía su orgullo. Rebus se preguntó si no le daba vergüenza.

Entonces el crujido del suelo delató la presencia de Charlie en el descansillo de la escalera.

Rebus esbozó una sonrisa: de victoria, de alivio. Había confiado en sí mismo, y había demostrado ser digno de esa confianza.

—Hola, Charlie —dijo.

—Yo no quería pegarla. Ella lo intentó primero.

La voz era reconocible, pero Charlie parecía haber echado raíces pesadamente en el descansillo: no se atrevía a bajar. Tenía el cuerpo ligeramente encorvado, el perfil de su rostro recortado, los brazos colgando. Su voz ilustrada parecía incorpórea, como si no perteneciera a la sombra de muñequito de trapo que proyectaba.

—¿Por qué no te unes al grupo?

—¿Va a detenerme?

—¿De qué se te acusa? —La pregunta la hizo Rebus, con cierto regocijo en su voz.

—Eso deberías preguntarlo tú, Charlie —gritó Vanderhyde, consiguiendo que sonara como una orden.

De repente Rebus se aburrió del juego.

—Baja —le ordenó—. Tomaremos otra taza de Earl Grey.

Rebus había descorrido las cortinas de terciopelo rojo de la sala. El interior parecía más espacioso a la luz del día, a lo que quedaba de ella, menos claustrofóbico, y, sin duda alguna, mucho menos gótico. Los adornos que estaban sobre la repisa de la chimenea se revelaron como lo que realmente eran: adornos. Los libros de las estanterías resultaron ser en su mayoría obras de ficción conocidas: Dickens, Hardy, Trollope. Rebus se preguntó si Trollope seguía siendo conocido.

Charlie había preparado té en la estrecha cocina, mientras que Vanderhyde y Rebus permanecían sentados en silencio en la sala, atentos al tintineo lejano de las tazas y las cucharas.

—Tiene usted buen oído —aseveró Vanderhyde finalmente.

Rebus se encogió de hombros. Todavía estaba valorando mentalmente la propiedad. No es que pensara que podría vivir allí, pero podía llegar a imaginarse visitando a un pariente anciano en un lugar como aquel.

—Oh, té —dijo Vanderhyde cuando Charlie entró con la bandeja inestable.

Al dejarla en el suelo, entre los sillones y el sofá, buscó a Rebus con la mirada. Era una mirada suplicante. Rebus la ignoró, aceptando su taza con un gesto seco. Iba a comentar algo sobre lo bien que Charlie parecía moverse por la trinchera que había elegido, pero Charlie habló primero. Le estaba alcanzando una taza a Vanderhyde. El recipiente estaba lleno solo hasta la mitad —sabia precaución—, y Charlie buscó la mano del anciano para guiarla hasta el asa.

—Aquí tienes, tío Matthew —dijo.

—Gracias, Charles —dijo Vanderhyde, quien de no haber sido ciego hubiese sonreído directamente a Rebus, en lugar de hacerlo a un punto ubicado a pocos centímetros por encima del hombro del inspector.

—Muy adecuado —comentó Rebus aspirando el perfume seco del Earl Grey.

Charlie se sentó en el sofá y se cruzó de piernas, casi relajado. Sí, conocía bien esa sala, y se estaba acomodando en ella como quien lo hace en unos pantalones viejos y cómodos. Podría haber hablado, pero parecía que Vanderhyde tenía la intención de exponer sus puntos primero.

—Charles me lo ha contado todo, inspector Rebus. Bueno, cuando digo todo me refiero a que me ha contado lo que él considera necesario que yo sepa. —Charlie fulminó a su tío con la mirada, mientras que su tío se limitó a sonreír, sabiendo que allí había un ceño fruncido—. Ya le he dicho a Charles que debería volver a hablar con usted. Pero no parece estar dispuesto. No parecía estarlo. Ahora no tiene elección.

—¿Cómo lo supo? —preguntó Charlie, que parecía mucho más cerca de su hogar aquí, pensó Rebus, que en la horrible casa ocupada de Pilmuir.

—¿Saber? —dijo Rebus.

—¿Cómo supo dónde localizarme? ¿Cómo supo de mi tío Matthew?

—Ah, eso. —Rebus agarró los hilos invisibles de sus pantalones—. Por tu ensayo. Estaba sobre tu escritorio. Es práctico.

—¿El qué?

—Escribir un ensayo sobre ocultismo cuando se tiene a un brujo en la familia.

Vanderhyde soltó una risita.

—No soy un brujo, inspector. Nunca lo fui. Creo que he conocido a un solo brujo en toda mi vida, me refiero a un brujo de verdad. Y es de aquí.

—Tío Matthew —interrumpió Charlie—. No creo que el inspector quiera oír…

—Todo lo contrario —objetó Rebus—. Por eso estoy aquí.

—Ah —dijo Charlie decepcionado—. ¿No para detenerme?

—No, aunque te mereces una buena bofetada por el moretón que le provocaste a Tracy.

—¡Se lo merecía!

La voz de Charlie delataba su irritación, el labio inferior sobresaliendo como el de un chiquillo.

—¿Has pegado a una mujer?

Vanderhyde parecía horrorizado. Charlie le miró, y enseguida apartó la vista, como si fuera incapaz de aguantar una mirada que no existía, que no podía existir.

—Sí —masculló Charlie—. Pero mira. —Se estiró el jersey de cuello alto y descubrió dos cardenales enormes, el rastro de unas uñas hundidas con fuerza.

—Bonitos zarpazos —opinó Rebus en beneficio del ciego—. Tú tienes los rasguños y ella un ojo morado. Supongo que se le podría llamar cuello-por-ojo en lugar de ojo-por-ojo.

Vanderhyde soltó otra risita, inclinándose un poco hacia delante sobre su bastón.

—Muy bueno, inspector —dijo—. Sí, muy bueno. Ahora díganos —se llevó la taza a los labios y sopló—, ¿en qué podemos ayudarle?

—Vi su nombre en el ensayo de Charlie. Había una nota al pie que lo citaba como fuente. Entonces deduje que era alguien de la ciudad que probablemente vivía todavía, y no hay…

—«Demasiados Vanderhyde en la guía telefónica» —completó el anciano—. Sí, eso ya lo ha dicho.

—Pero usted ya ha respondido a la mayoría de mis preguntas. Es decir, en lo referente a la conexión con la magia negra. Sin embargo me gustaría aclarar algunos puntos con su sobrino.

—¿Prefiere que me…? —Vanderhyde ya se estaba poniendo de pie. Rebus le hizo un gesto para que se detuviera, y enseguida se dio cuenta de que era un gesto en vano. Sin embargo, Vanderhyde ya lo había hecho, como anticipándose a la acción.

—No, señor —dijo Rebus mientras Vanderhyde volvía a sentarse—. Solo nos llevará unos minutos. —Se volvió hacia Charlie, que estaba casi hundido en los cojines acolchados del sofá—. A ver, Charlie —empezó Rebus—, hasta aquí te tengo calado como ladrón y cómplice de asesinato. ¿Tienes algo que decir?

Rebus apreció con placer cómo el rostro del muchacho perdía su color de té y se convertía en algo más parecido a un pastel crudo. Vanderhyde se removió, aunque disfrutando, también, sin sentirse molesto. Charlie miró a un hombre y luego al otro, en busca de condescendencia. Pero los ojos que encontró eran ciegos a sus súplicas.

—Yo… yo…

—¿Sí? —le apremió Rebus.

—Voy a llenar mi taza —dijo Charlie, como si tales cinco palabras fueran las últimas de su precario vocabulario.

Rebus se cruzó de brazos pacientemente. Dejó que el puto niñato llenara y rellenara e hirviera su pócima. Iba a obtener sus respuestas. Haría que Charlie sudara tinta y haría que le respondiera.

—¿Fife siempre está así de desolado?

—Solo las partes más extrañas. El resto no está mal.

El funcionario de la SPA guiaba a Holmes a través de un campo crepuscular. La zona era casi completamente plana. Un árbol muerto rompía la monotonía. Soplaba un viento feroz. Era un viento frío. El tipo de la SPA lo había descrito como «vientoleste». Holmes había dado por hecho que se refería a un viento del este, y que su sentido de la orientación estaba algo trastocado, ya que el viento estaba soplando claramente desde el oeste.

El paisaje resultaba engañoso. Si bien la tierra parecía llana, en realidad estaba inclinada. Estaban subiendo una pendiente, no muy empinada, pero perceptible. Holmes se acordó de cierta colina en Escocia, la pendiente de Electric Brae, donde una ilusión óptica natural te hacía pensar que estabas yendo cuesta arriba cuando en realidad estabas bajando. ¿O era al revés? En cualquier caso no creía que su compañero fuera la persona indicada a quien preguntar.

Al cabo de un rato, ya sobre la colina, Holmes contemplaba el paisaje negro y veteado de un excavación abandonada, resguardada del campo por una hilera de árboles. Todas las minas de la zona se habían agotado en la década de los sesenta. Ahora el dinero había aparecido de repente, y los pedazos de tierra carbonizada estaban siendo nivelados, sus restos empleados para rellenar las simas dejadas por la superficie minera. Los edificios de las minas se estaban desmantelando, el paisaje cultivado de nuevo, como si la historia de la minería en Fife nunca hubiera existido.

De esto Holmes sabía mucho. Sus tíos habían sido mineros. Tal vez no de aquella zona, pero así y todo habían sido una mina inagotable de conocimientos y anécdotas. Y el pequeño Brian había atesorado hasta el último detalle.

—Lúgubre —dijo para sí mismo mientras seguía al funcionario de la SPA, descendiendo una pequeña cuesta hacia los árboles, donde media docena de hombres les esperaban. Holmes se presentó ante uno que iba vestido de paisano, aparentemente el mayor de todos.

—Agente Brian Holmes, señor.

El hombre sonrió, asintió y señaló con un movimiento brusco de cabeza a otro hombre mucho más joven. Todos sonrieron, tanto los de uniforme como los de paisano y hasta el Judas de la SPA, disfrutando de la equivocación de Holmes. Él sintió el rubor en su rostro, y se quedó clavado donde estaba. El joven advirtió su incomodidad y le tendió la mano.

—Brian, soy el oficial principal Hendry. A veces estoy al frente.

Hubo más risas. Esta vez Holmes se sumó a ellas.

—Lo siento, señor.

—En realidad me halaga. Me alegra pensar que yo parezco tan joven y Harry tan viejo. —Señaló al hombre al que Holmes había confundido con el oficial principal—. Muy bien, Brian, te diré lo que ya les he dicho a los muchachos. Hemos recibido un soplo fiable según el cual esta noche habrá pelea de perros por aquí. En un lugar retirado, a un kilómetro de la carretera principal, a uno y medio de la casa más cercana. Lo cual es perfecto. Los camiones se desviarán por un camino que les llevará directos hasta el emplazamiento. Probablemente sean tres o cuatro furgonetas transportando a los perros, y luego quién sabe cuántos coches más entre público y jugadores. Si la cosa adquiere proporciones bíblicas pediremos refuerzos. En realidad no tenemos que preocuparnos tanto por pillar a los apostadores, como a los adiestradores. Se dice que David Brightman es el que manda. Es dueño de un par de chatarrerías en Kirkcaldy y Methil. Sabemos que tiene algunos pit bull, y creemos que los hace pelear.

Una de las radios emitió una descarga, y luego una señal de llamada. El oficial Hendry respondió.

—¿Está el agente Holmes con usted? —preguntó una voz. Hendry se quedó mirando fijamente a Holmes mientras le pasaba la radio. Holmes le contestó con una mirada disculpatoria.

—Aquí el agente Holmes.

—Agente Holmes, tenemos un mensaje para usted.

—Adelante —dijo Holmes.

—Se trata de la señorita Nell Stapleton.

Sentado en la sala de espera del hospital, comiendo chocolate de la máquina expendedora, Rebus repasaba los acontecimientos del día. Recordó su episodio en el coche con Tracy, y el escroto pareció treparle por el cuerpo, quién sabe si como una mecanismo de autodefensa. Todavía le dolía. Como una doble hernia, aunque nunca hubiese tenido una.

Pese a todo, la tarde había sido interesante. Vanderhyde había sido interesante. Y Charlie, bueno, Charlie había cantado como un pajarito.

—¿Qué quiere preguntarme? —le había dicho al regresar a la sala con más té.

—Me interesa el tiempo, Charlie. Tu tío dice que el tiempo no le interesa. Él no se rige por el tiempo, pero los policías sí. Sobre todo en un caso como este. Como puedes ver, no tengo muy clara la cronología de los hechos. Eso es lo que me gustaría aclarar, si es posible.

—Vale —dijo Charlie—. ¿Cómo puedo ayudar?

—Tú estuviste en casa de Ronnie aquella noche.

—Sí, un rato.

—Y luego te fuiste a una fiesta o por ahí.

—Correcto.

—Y dejaste a Neil en la casa, con Ronnie.

—No, para entonces ya se había ido.

—Tú, por supuesto, no sabías que Neil era el hermano de Ronnie, ¿verdad?

La cara de sorpresa de Charlie parecía auténtica, pero Rebus sabía que era un actor consumado, y no iba a dar nada por hecho, ya no.

—No, no lo sabía. Joder, su hermano. ¿Por qué no quería que ninguno de nosotros lo conociera?

—Neil y yo pertenecemos a la misma profesión —explicó Rebus. Charlie sonrió y meneó la cabeza. Vanderhyde estaba reclinado en su sillón, pensativo, como un atento miembro del jurado en un juicio.

—Ahora bien —continuó Rebus—. Neil dice que se fue temprano. Que Ronnie estaba poco comunicativo.

—Puedo imaginarme por qué.

—¿Por qué?

—Simple. Acababa de pillar, ¿no? Llevaba siglos sin conseguir nada, y, de repente, había pillado algo.

Charlie recordó, de pronto, que su anciano tío estaba escuchando, y se calló de golpe, mirando al viejo. Vanderhyde, perspicaz como siempre, pareció notarlo, y le hizo un gesto con la mano propio de un rey, como diciendo: he vivido demasiado tiempo en este mundo y ya nada puede sorprenderme.

—Creo que tienes razón —le dijo Rebus a Charlie—. En todo. Así que Ronnie se chuta en una casa vacía. La sustancia es letal. Cuando Tracy llega, lo encuentra en su habitación…

—Eso es lo que ella dice —interrumpió Charlie. Rebus asintió, tomando nota de su escepticismo.

—Aceptemos por el momento que eso fue lo que pasó. Él está muerto, o a ella le parece que lo está. A ella le entra el pánico. Y huye. Vale. Hasta aquí todo bien. Ahora es cuando empieza a volverse confuso, y aquí es donde necesito tu ayuda, Charlie. Después de eso alguien mueve el cuerpo de Ronnie y lo lleva abajo. No sé por qué. Tal vez solo estaban haciendo el gilipollas, o, como bien dijo el señor Vanderhyde, tratando de enturbiar la escena del crimen. En cualquier caso, a estas alturas, aparece una segunda bolsa de polvo blanco. Tracy solo vio una… —Rebus advirtió que Charlie estaba a punto de interrumpirle otra vez—, eso es lo que ella dice. Es decir, Ronnie tenía una sola bolsa y se la chutó. Una vez muerto, su cuerpo bajó las escaleras y otra bolsa apareció por arte de magia. La nueva bolsa contiene mierda en buen estado, no como el veneno que Ronnie utilizó. Y, por si todo esto fuera poco, la cámara de Ronnie desaparece, para volver a aparecer más tarde en la casa que ahora ocupas, Charlie, en tu habitación, en tu bolsa de plástico negra.

Charlie ya no miraba a Rebus. Miraba al suelo, su taza, la tetera. Ni siquiera miró a Rebus al hablar.

—Sí, yo la cogí.

—¿Tú cogiste la cámara?

—Acabo de decir que lo hice, ¿no?

—Vale —dijo Rebus con voz neutra. La vergüenza de Charlie podía prender en cualquier momento y provocar una explosión de ira—. ¿En qué momento la cogiste?

—Bueno, no es que me parara a mirar el reloj.

—¡Charles! —gritó Vanderhyde. El nombre de su sobrino salió escupido de su boca como una mordedura. Charlie tomó nota. Se enderezó, reviviendo el miedo que sentía de niño por esa criatura imponente, su tío el brujo.

Rebus se aclaró la garganta. El sabor del Earl Grey le dejaba la boca pastosa.

—¿Había alguien en la casa cuando regresaste?

—No. Bueno, sí, si contamos a Ronnie.

—¿Estaba arriba o abajo?

—Estaba en lo alto de la escalera, para que lo sepa. Estaba tirado allí en el suelo, como si hubiera intentado bajar. Primero pensé que estaba dormido. Pero no tenía buen aspecto. Es decir, cuando alguien duerme se mueve un poco. Pero Ronnie estaba… rígido. Tenía la piel fría y húmeda.

—¿Y estaba en lo alto de la escalera?

—Sí.

—¿Y qué hiciste?

—Bueno, enseguida supe que estaba muerto. Y fue como un sueño. Suena estúpido, pero eso fue lo que sentí. Ahora sé que estaba intentando negar la realidad. Entré en la habitación de Ronnie.

—¿La jarra con las jeringas estaba allí?

—No me acuerdo.

—Es igual. Continúa.

—Bueno, entonces supe que cuando Tracy regresara…

—¿Sí?

—Dios, esto hará que parezca un monstruo.

—¿Qué?

—En fin, supe que cuando ella regresara vería que Ronnie estaba muerto y cogería todas sus cosas. Sabía que lo haría, lo presentía. Así que cogí algo que él habría querido que yo tuviera.

—¿Por razones sentimentales? —preguntó Rebus con malicia.

—No del todo —admitió Charlie. De repente Rebus tuvo un pensamiento que lo desanimó: «Esto va demasiado bien»—. Era la única cosa de valor que Ronnie tenía.

Rebus asintió. Vale, eso estaba mejor. No es que Charlie anduviera corto de dinero; siempre podía contar con su tío Matthew. Pero era la naturaleza ilícita del acto lo que le había atraído. Algo que Ronnie habría querido que él tuviera. Un poco de riesgo.

—Así que cogiste la cámara —dijo Rebus. Charlie asintió—. Y te fuiste.

—Me fui directo a mi casa. Alguien me dijo que Tracy había venido a buscarme. Que estaba nerviosa. Así que supuse que ya sabía lo de Ronnie.

—Y no se había escapado con la cámara, sino que había ido a buscarte.

—Sí. —Charlie se mostró casi arrepentido. Casi. Rebus se preguntó qué pensaba Vanderhyde de todo esto.

—¿Qué me dices del nombre Hyde? ¿Te suena de algo?

—Es un personaje de Robert Louis Stevenson.

—Aparte de eso.

Charlie se encogió de hombros.

—¿Y alguien llamado Edward?

—Es un personaje de Robert Louis Stevenson.

—No entiendo.

—Lo siento, era una broma. Edward es el nombre de pila de Hyde en Dr. Jekyll y Mr Hyde. No conozco a nadie llamado Edward.

—Muy bien. ¿Quieres saber algo, Charlie?

—¿Qué?

Rebus miró a Vanderhyde, que permanecía sentado sin inmutarse.

—En realidad, creo que tu tío ya sabe lo que voy a decir.

Vanderhyde sonrió.

—En efecto. Corríjame si me equivoco, inspector Rebus, pero lo que usted iba a decir es que, con respecto al traslado del cuerpo del joven desde la habitación hasta abajo, solo puede suponer que la persona que lo movió ya estaba en la casa cuando Charlie llegó.

Charlie se quedó con la mandíbula colgando. Rebus nunca había visto nada parecido en la vida real.

—Correcto —confirmó—. Yo diría que tuviste suerte, Charlie. Diría que unas personas estaban llevando el cuerpo abajo y te oyeron llegar. Entonces se escondieron en una de las otras habitaciones, o quizá en ese lavabo apestoso, hasta que tú te fuiste. Estuvieron contigo en la casa todo el tiempo.

Charlie tragó saliva y después cerró la boca. Luego dejó caer la cabeza hacia delante y se echó a llorar. Ruidosamente, de modo que su tío se dio cuenta, y sonrió en dirección a Rebus, asintiendo con satisfacción.

Rebus se acabó el chocolate. Tenía un sabor antiséptico, el mismo sabor fuerte del pasillo exterior, de los pabellones y de la sala de espera, donde rostros ansiosos se hundían en viejos sucedáneos de colores y trataban de parecer interesados durante más de un segundo. La puerta se abrió y entró Holmes, que parecía ansioso y agotado. Había pasado cuarenta minutos en el coche enfrentándose a sus peores miedos, y el resultado se le transparentaba en la cara. Rebus supo que se requería un tratamiento rápido.

—Está bien. Puedes verla cuando quieras. Pasará la noche aquí, aunque no haya un motivo suficiente, y tiene la nariz rota.

—¿La nariz rota?

—Eso es todo. Ni conmoción cerebral, ni visión borrosa. Una buena fractura de nariz, la maldición del boxeador sin guantes.

Rebus pensó por un momento que a Holmes iba a ofenderle su ligereza. Pero el alivio le embargó: sonrió, relajó los hombros, dejando caer un poco la cabeza, como si se hubiera llevado una decepción, una grata decepción.

—¿Quieres verla? —dijo Rebus.

—Sí.

—Vamos, te llevaré.

Colocó una mano en el hombro de Holmes y lo condujo nuevamente hacia la puerta.

—¿Pero usted cómo lo supo? —preguntó Holmes mientras caminaban por el pasillo.

—¿El qué?

—Que era Nell. Que está conmigo.

—Bueno, Brian, eres detective. Adivínalo.

Rebus notó que Holmes intentaba descifrar el rompecabezas. Esperaba que le resultara terapéutico. Finalmente habló.

—Nell no tiene familia, así que preguntó por mí.

—Bueno, en realidad, lo escribió. La nariz rota hace difícil entenderla cuando habla.

Holmes asintió desanimado.

—Pero no se me podía localizar, y le preguntaron a usted si sabía dónde estaba.

—Algo así. Bien hecho. Por cierto, ¿cómo encontraste Fife? Yo apenas voy una vez al año. —Cada 28 de abril, pensó Rebus.

—¿Fife? Bien. Me marché antes de la redada. Una pena. No creo que haya causado una buena impresión en el grupo al que supuestamente pertenezco.

—¿Quién estaba al frente?

—Un principal joven llamado Hendry.

Rebus asintió.

—Lo conozco. Me sorprende que tú no, al menos por reputación.

Holmes se encogió de hombros.

—Solo espero que pillen a esos cabrones.

Rebus se detuvo ante la puerta de una sala.

—¿Es aquí? —preguntó Holmes.

Rebus asintió.

—¿Quieres que entre contigo?

Holmes miró a su superior con un gesto cercano a la gratitud, y negó con la cabeza.

—No, está bien. Si está dormida no me quedaré. Pero una cosa más.

—Dime.

—¿Quién lo hizo?

Quién lo hizo. Eso era lo más difícil de entender. Mientras regresaba por el pasillo Rebus recordó la cara hinchada de Nell, su dolor cuando intentaba hablar y no podía. Ella le había hecho señas pidiéndole un trozo de papel. Él había sacado una libreta del bolsillo, y le había dejado su bolígrafo. Luego ella había escrito furiosamente durante un minuto entero. Rebus se detuvo en el pasillo y sacó la libreta, releyendo lo escrito por cuarta o quinta vez aquella tarde.

«Estaba trabajando en la biblioteca. Una mujer intentó entrar en el edificio empujando al guardia de seguridad. Si quiere verificarlo hable con él. Luego la mujer me dio un cabezazo en la cara. Yo intentaba ayudar, calmarla. Ella debió de pensar que me estaba entrometiendo. Pero no. Solo quería ayudar. Era la chica de la fotografía, la del desnudo que Brian llevaba anoche en la cartera. Usted estaba allí, ¿verdad?, en el mismo pub que nosotros. Difícil no darse cuenta, no había mucha gente. ¿Dónde está Brian, inspector? ¿Le ha mandado por ahí a buscar más fotografías obscenas?»

Rebus sonrió, como había sonreído entonces. Tenía agallas la chica. Le gustaba bastante, con la cara vendada y los ojos morados. Le recordaba mucho a Gill.

En fin, Tracy estaba dejando una estela de caos tan pegajosa como el rastro de un caracol. Pequeña zorra. ¿Habría perdido la chaveta o tenía realmente un motivo para ir a la biblioteca? Rebus se apoyó en la pared del pasillo. Dios mío, vaya día. Se suponía que estaba entre dos casos. Se suponía que tenía que «ordenar las cosas» antes de meterse de lleno en la campaña contra las drogas. Se suponía, por el amor del Dios, que iba a tener una racha tranquila. Algún día.

Las puertas de la sala se cerraron, y Brian irrumpió en el pasillo. Parecía no tener rumbo, hasta que vio a su superior y enfiló el pasillo hacia él a paso enérgico. Rebus todavía no estaba seguro de si Holmes era incalculable o deficitario. ¿Se podía ser las dos cosas a la vez?

—¿Se encuentra bien? —le preguntó solícitamente.

—Sí. Supongo que sí. Está despierta. Aunque la cara le ha quedado hecha un desastre.

—Son solo cardenales. Dicen que la nariz se le curará. No parecerá que se ha roto.

—Sí, eso ha dicho Nell.

—¿Ya puede hablar? Eso es bueno.

—También me ha dicho quién se lo hizo. —Holmes le miró y Rebus apartó la mirada—. ¿De qué va todo esto? ¿Qué tenía que ver Nell?

—Nada, que yo sepa. Dio la casualidad que estaba en el sitio equivocado, etcétera. Achácalo a una coincidencia.

—¿Una coincidencia? Eso suena bien. Achacarlo a una coincidencia y olvidarse de todo, ¿no es así? No sé a qué está jugando, Rebus, pero yo no pienso seguir.

Holmes se dio la vuelta y se marchó con paso airado por el pasillo. Rebus estuvo a punto de avisarle que no había salida por ese lado del edificio, pero no eran consejos lo que necesitaba. Lo que necesitaba era un poco de tiempo, un respiro. Rebus también, pero tenía que reflexionar, y el mejor sitio para hacerlo era en comisaría.

Rebus llegó a su despacho subiendo las escaleras lentamente. Después de diez minutos en su escritorio tuvo un antojo de té que le hizo coger el teléfono. Luego se reclinó, sosteniendo delante de él un trozo de papel en el que había intentado exponer los «hechos del caso». Le estremecía pensar que podía estar perdiendo tiempo y esfuerzo. Un jurado tendría que esmerarse para ver un crimen en todo ese asunto. No había indicios de que Ronnie no se hubiera inyectado solo. Sin embargo, le habían cortado el suministro, pese a que no había escasez de droga en la ciudad. Luego alguien había cambiado su cuerpo de lugar y había depositado una bolsa de heroína de buena calidad, pensando, tal vez, que sería tomada como la misma que había ingerido en el informe policial: muerte accidental por sobredosis. Pero habían detectado el matarratas.

Rebus releía su escrito. Estaba lleno de «tal vez» y de conjeturas. Quizá fallaba el encuadre. Dale la vuelta, John, y empieza de nuevo.

¿Por qué alguien se había tomado la molestia de matar a Ronnie? Después de todo, el pobre desgraciado se habría suicidado tarde o temprano. Ronnie se había visto privado de un chute, luego alguien le había pasado algo, y él había sabido que no era fiable. Sin duda sabía que esa persona quería matarlo. Y lo había aceptado… No, visto así, tenía aún menos sentido. De vuelta a empezar.

¿Por qué alguien querría a Ronnie muerto? Había varias respuestas obvias. Porque sabía algo que no debería. Porque tenía algo que no debería. Porque no tenía algo que debería haber tenido. ¿Cuál era la correcta? Rebus no lo sabía. Al parecer nadie lo sabía. La escena seguía sin tener sentido.

Llamaron a la puerta, y asomó un agente con una taza de té. Era el agente Harry Todd. Rebus le reconoció.

—Nos volvemos a ver, hijo.

—Sí, señor —dijo Todd dejando la taza en una esquina de la mesa, sobre los únicos ocho centímetros cuadrados de madera a la vista por debajo del papeleo.

—¿Una noche tranquila?

—Lo normal, señor. Algunos borrachos. Un par de robos. Un accidente de coches grave cerca del muelles.

Rebus asintió, alargando la mano hacia la taza de té.

—¿Conoces a un agente llamado Neil McGrath? —Rebus se llevó la taza a los labios y clavó la vista en Todd, que había empezado a sonrojarse.

—Sí, señor —dijo—. Le conozco.

—Ajá. —Rebus probó el té, paladeando el insípido sabor a leche y agua caliente—. Te ha dicho que me vigiles, ¿no es así?

—¿Perdone, señor?

—Si llegas a verlo, Todd, dile que todo va bien.

—Sí, señor. —Todd se dio la vuelta para marcharse.

—Oye, Todd.

—¿Sí, señor?

—Procura evitar que te vuelva a ver, ¿entendido?

—Sí, señor. —Todd estaba evidentemente desanimado. Hizo una pausa en la puerta, como si de repente tuviera un plan para congraciarse con su superior. Se volvió hacia Rebus con una sonrisa.

—¿Se ha enterado del operativo en Fife, señor?

—¿Qué operativo? —dijo Rebus con desinterés.

—Las peleas de perros, señor. —Rebus se esforzó por seguir pareciendo indiferente—. Han intervenido. Y adivine a quién han detenido.

—¿A Malcolm Rifkind? —arriesgó Rebus.

Esto desanimó a Todd por completo. Su sonrisa desapareció.

—No, señor —dijo dándose otra vez la vuelta para marcharse. Rebus se estaba poniendo impaciente.

—Pues entonces dime a quién —le espetó.

—A ese locutor, Calum McCallum —dijo Todd, y cerró la puerta al salir. Rebus se quedó mirando fijamente la puerta durante cinco segundos antes de caer en la cuenta: Calum McCallum… ¡El amante de Gill Templer!

Rebus echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada mezclada con un retorcido grito de victoria. Y una vez terminó de reírse, mientras se secaba las lágrimas de los ojos con un pañuelo, volvió a mirar hacia la puerta y vio que estaba abierta. Había alguien allí, contemplando su actuación con una mirada perpleja.

Era Gill Templer.

Rebus miró su reloj. Era casi la una de la madrugada.

—¿Haciendo el turno de noche, Gill? —dijo para disimular su confusión.

—Supongo que ya te has enterado —respondió ella ignorándole.

—¿De qué?

Ella entró en el despacho, tiró al suelo algunos papeles que había sobre la silla y tomó asiento. Parecía agotada. Rebus miró todos los papeles desparramados por el suelo.

—De todas formas los de la limpieza vienen por la mañana —dijo. Y luego—: Sí, me he enterado.

—¿Por eso te estabas riendo a carcajadas?

—Ah, ¿me has oído? —Rebus trató de restarle importancia, pero ya podía sentir el hormigueo de la sangre en sus mejillas—. No —dijo—. Me reía por… en fin, por otra cosa…

—No suena muy convincente, Rebus, eres un cabrón.

Lo dijo cansada. Él quería animarla, decirle que estaba muy guapa o algo parecido. Pero le habría mentido y ella habría vuelto a mirarlo con el ceño fruncido. Así que lo dejó. Estaba demacrada, poco sueño y ni pizca de alegría. Su amor acababa de ser encerrado en una celda de Fife. Ahora le estarían fotografiando y tomándole las huellas dactilares, dejándolo todo listo para introducirlo en los archivos policiales. Su vida, Calum McCallum.

Y es que la vida estaba llena de sorpresas.

—¿Qué puedo hacer por ti?

Ella levantó la vista, estudiando su rostro, como si no estuviera muy segura de quién era él ni de por qué estaba allí. Finalmente sacudió la cabeza para despejarse, moviendo nerviosamente los hombros.

—No te lo vas a creer, pero en realidad solo estaba de paso. Entré en la cantina para tomar un café antes de irme a casa, y entonces me enteré… —Volvió a estremecerse; una contracción nerviosa que era más que eso. Rebus pudo comprobar cuán frágil era. Solo esperaba que no se derrumbara—. Me enteré de lo de Calum. ¿Cómo ha podido hacerme eso, John? Mantener en secreto una cosa así. No sé, ¿qué gracia tiene ver a dos perros despedazarse?

—Eso se lo tienes que preguntar a él, Gill. ¿Quieres que te traiga más café?

—Joder, no, ni siquiera sé cómo voy a conseguir dormir en este estado. Aunque te diré lo que quiero, si no es mucha molestia.

—Adelante.

—Que me lleves a casa. —Rebus estaba a punto de decirle que sí—. Y que me abraces.

Rebus se levantó lentamente, se puso la chaqueta, guardó el bolígrafo y el trozo de papel en el bolsillo y se acercó a ella. Gill ya se había levantado de la silla y estaba de pie sobre los informes que había que leer, el papeleo que había que firmar, las estadísticas de arrestos y demás. Se abrazaron, estrechándose con fuerza. Ella escondió la cabeza en su hombro. Él apoyó la barbilla en su cuello, con la mirada clavada en la puerta, frotándole la espalda con una mano, acariciándola con la otra. Finalmente ella se apartó, primero la cabeza, luego el pecho, aunque sin dejar de abrazarlo. Tenía los ojos llorosos, pero ya había pasado. Ya estaba un poco mejor.

—Gracias —dijo.

—Lo necesitaba tanto como tú —dijo Rebus—. Vamos, te llevaré a casa.