«Cuanto más raro me parece el caso, menos preguntas hago.»
A la mañana siguiente, los agentes Harry Todd y Francis O’Rourke esperaban a Rebus en la puerta de su despacho. Estaban apoyados en la pared, disfrutando de una conversación relajada, como si no les preocupara que Rebus llegara con veinte minutos de retraso. Él no iba a disculparse ni en sueños. Al llegar a lo alto de la escalera notó con satisfacción cómo los oficiales se enderezaban y se callaban.
Eso era un buen comienzo.
Abrió la puerta, entró en el despacho y la cerró de nuevo. Los dejó esperando durante un minuto más. Ya tendrían de qué hablar. Brian Holmes no estaba en la comisaría: así lo había comprobado con el oficial de servicios. Sacó un trocito de papel del bolsillo y llamó a casa de Holmes. El teléfono sonaba y sonaba. Holmes debía de estar afuera trabajando.
Todo iba sobre ruedas.
Había correspondencia sobre su escritorio. Le echó una ojeada, deteniéndose solo en una nota del comisario Watson. Era una invitación para almorzar. Hoy. A las doce y media. Maldita sea. Tenía que encontrarse con Holmes a las tres. El almuerzo era con algunos de los empresarios que ponían dinero para la campaña antidrogas. Maldita sea. Y era en el Eyrie, lo que suponía llevar corbata y una camisa limpia. Rebus se miró la camisa. Pasaba. Pero no la corbata. Maldita sea.
Su sonrisa se esfumó.
Todo había sido demasiado bonito para durar. Tracy le había despertado con el desayuno en una bandeja. Zumo de naranja, tostadas con miel, café cargado. Ella le explicó que había salido temprano con un poco de dinero que encontró en los estantes de la sala. Esperaba que a él no le importara. Había encontrado una tienda abierta. Hizo la compra, regresó al piso para preparar el desayuno.
—Me sorprende que no te hayas despertado con el olor a tostada —le había dicho ella.
—Estás hablando con el hombre que se pasó la proyección entera de El coloso en llamas dormido —había respondido él. Y ella se había reído, sentada en la cama, mordisqueando la tostada con sus dientes a la vista, mientras Rebus masticaba la suya lentamente, pensativo. Voluptuosamente. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que le trajeran el desayuno a la cama? Le asustó pensarlo…
—¡Adelante! —rugió ahora, aunque nadie había llamado a la puerta.
Tracy se había ido sin ninguna queja. Le parecía bien, dijo. No podía quedarse encerrada para siempre, ¿verdad que no? Él la había llevado de vuelta a Pilmuir, y había hecho algo estúpido. Le había dado diez libras. No era solo dinero, se dio cuenta después de dárselo. Era un vínculo entre ellos, una clase de vínculo que no debería establecer. Se quedó depositado en la palma de su mano, y sintió la tentación de arrebatárselo. Pero entonces ella salió del coche y echó a andar, su cuerpo frágil como la porcelana, su paso firme, enérgico. Unas veces le recordaba a su hija Sammy, otras… a Gill Templer, su examante.
—¡Adelante! —volvió a rugir.
Esta vez la puerta se abrió dos centímetros, primero; unos veintitantos después. Una cabeza se asomó.
—Nadie ha llamado, señor —dijo la cabeza con nerviosismo.
—¿Ah, no? —dijo Rebus con su voz más histriónica—. Bueno, en ese caso no me quedará más remedio que hablar con vosotros dos. Así que… ¡adelante!
Al momento entraron en el despacho arrastrando los pies, ahora con menos arrogancia. Rebus señaló las dos sillas al otro lado del escritorio. Uno de ellos se sentó de inmediato, el otro permaneció firme.
—Prefiero estar de pie, señor —dijo.
De repente el otro se mostró aprensivo, temeroso de haber infringido alguna norma del protocolo.
—Esto no es el ejército, maldita sea —le dijo Rebus al que estaba de pie, justo cuando el otro se estaba levantando—. ¡Así que sentaos!
Los dos tomaron asiento. Rebus se frotó la frente, simulando un dolor de cabeza. Lo cierto es que ya casi había olvidado quiénes eran los agentes y por qué estaban allí.
—Muy bien —dijo—. ¿Por qué creéis que os he llamado? —Trillado pero efectivo.
—¿Tiene que ver con brujas, señor?
—¿Brujas? —Rebus miró al agente que había hablado, y recordó al joven entusiasta que le había enseñado la estrella de cinco puntas—. Correcto, brujería. Y sobredosis.
Ambos le miraron pestañeando. Rebus buscaba desesperadamente una vía para arrancar el interrogatorio, si es que se trataba de un interrogatorio. Tendría que haberlo pensado antes de llegar.
Al menos tendría que haber recordado que los había citado. Ahora recordaba un billete de diez libras, una sonrisa, el olor de una tostada… Miró la corbata del agente que le había enseñado la estrella.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Todd, señor.
—¿Todd? En alemán significa muerte, ¿lo sabías, Todd?
—Sí, señor. Estudié alemán en el instituto y también durante mis estudios superiores.
Rebus asintió, fingiendo estar impresionado. Maldita sea, por supuesto que lo estaba. Parecía que ahora todos tenían estudios superiores, todos esos agentes con un aspecto extraordinariamente joven. Algunos iban más allá: escuelas, universidades. Tenía la impresión de que Holmes había ido a la universidad. Y esperaba no haber reclutado a un sabelotodo.
Rebus le señaló la corbata.
—Parece un poco torcida, Todd.
Todd bajó la vista de inmediato hacia su corbata, la cabeza inclinada en un ángulo tan forzado que Rebus temió que se rompiera el cuello.
—¿Perdone, señor?
—Esa corbata, ¿es la que llevas siempre?
—Sí, señor.
—¿Así que no se te ha roto últimamente?
—¿Si se me ha roto la corbata, señor?
—Si se te ha roto el clip —explicó Rebus.
—No, señor.
—¿Y tú cómo te llamas, hijo? —preguntó deprisa, girándose hacia el otro agente, que parecía completamente aturdido por el desarrollo de la reunión.
—O’Rourke, señor.
—Un apellido irlandés —comentó Rebus.
—Así es, señor.
—¿Qué hay de tu corbata, O’Rourke? ¿Es nueva la que llevas?
—No, señor. Tengo cerca de media docena de corbatas repartidas por todas partes.
Rebus asintió. Cogió un lápiz, lo examinó, volvió a dejarlo. Estaba perdiendo el tiempo.
—Me gustaría ver los informes que hicisteis sobre el hallazgo del cuerpo.
—Sí, señor —respondieron.
—¿No había nada raro en la casa? Quiero decir, cuando llegasteis. ¿Nada fuera de lo normal?
—Solo el cadáver, señor —contestó O’Rourke.
—Y la pintura en la pared —añadió Todd.
—¿Alguno de vosotros se tomó la molestia de echar un vistazo arriba?
—No, señor.
—¿Dónde estaba el cuerpo cuando vosotros llegasteis?
—En la sala de abajo, señor.
—¿Y ninguno de los dos subió?
Todd miró a O’Rourke.
—Creo que gritamos para ver si había alguien arriba. Pero no, no subimos.
«¿Y cómo llegó arriba el clip de la corbata?» Rebus exhaló, aclarándose la garganta.
—¿Qué coche tienes, Todd?
—¿Se refiere al coche de policía, señor?
—¡No, joder! —Rebus dio una manotada sobre el lápiz—. Me refiero a tu coche particular.
Todd parecía más confundido que nunca.
—Un Metro, señor.
—¿Color?
—Blanco.
Rebus miró a O’Rourke.
—No tengo coche, señor —confesó O’Rourke—. Me gustan las motos. Ahora tengo una Honda 750.
Rebus asintió. Ningún Ford Escort. Nadie saliendo como un rayo por su calle a medianoche.
—Bueno, entonces todo bien, ¿no? —Y con una sonrisa los despachó, y luego volvió a coger el lápiz, examinó la punta y la rompió deliberadamente contra el canto del escritorio.
Rebus iba pensando en Charlie mientras detenía su coche frente a la minúscula tienda de ropa antigua para hombres de George Street. Estaba pensando en Charlie mientras elegía una corbata y también al pagarla. De vuelta al coche pensó en Charlie mientras se anudaba la corbata, arrancaba el motor y se largaba. Mientras se dirigía a almorzar con algunos de los hombres más ricos de la ciudad, lo único en lo que Rebus podía pensar era en Charlie, y en cómo Charlie todavía estaba a tiempo de convertirse un día en uno de esos hombres de negocios. Dejaría la universidad, usaría los contactos de su familia para conseguir un buen trabajo, y ascendería sin contratiempos a un alto cargo directivo en el plazo de un año o dos. Se olvidaría por completo de su encaprichamiento con la decadencia, y se volvería decadente, como solo los ricos y los triunfadores pueden serlo… Decadencia auténtica, y no todo ese rollo prestado de la brujería y el satanismo, las drogas y la violencia. Todas esas contusiones en el cuerpo de Ronnie, ¿podían haber sido realmente un brutal intercambio homosexual? ¿Un juego sadomasoquista que se torció? ¿Un juego jugado, quizá, con el misterioso Edward cuyo nombre Ronnie había gritado?
¿O acaso era un ritual llevado demasiado lejos?
¿Habría descartado el satanismo a la ligera? ¿No se supone que un policía debe ser abierto de miras? Tal vez, pero la verdad es que el satanismo lo encontró con las miras selladas a cal y canto. Era un cristiano, al fin y al cabo. Puede que no acudiera a la iglesia a menudo, que detestara los himnos y sus desfasados sermones, pero eso no significaba que no creyera en ese Dios pequeño, oscuro y privado. Todo el mundo llevaba un Dios consigo. Y el Dios de los escoceses era siniestro como el que más.
Al mediodía Edimburgo parecía más oscura que nunca, acaso un reflejo de su ánimo. El castillo proyectaba su sombra sobre la Ciudad Nueva, aunque no alcanzaba a elevarse tan alto como el Eyrie. El Eyrie era el restaurante más caro de la ciudad, y también el más exclusivo. Se rumoreaba que para comer allí había que reservar con doce meses de antelación, mientras que una cena suponía una breve espera de entre ocho y diez semanas. El restaurante ocupaba la última planta de un hotel georgiano situado en el corazón de la Ciudad Nueva, lejos del ajetreo humano del centro.
No es que las calles fueran precisamente tranquilas, pues el tráfico constante era suficiente para convertir el aparcamiento en un problema. Pero no para un detective. Rebus detuvo el coche sobre una señal de prohibido estacionar que quedaba justo delante de la entrada. Pese a las advertencias del portero sobre multas y vigilancia, lo dejó allí y entró en el hotel. Metió barriga mientras subía los cuatro pisos en ascensor, y se alegró de tener hambre. Estos hombres de negocios tenían que ser terriblemente aburridos, y la idea de pasar dos horas con el Granjero Watson le parecía insoportable, pero comería bien. Sí, comería como un rey.
Y, si tuviera rienda suelta con la carta de vinos, llevaría a esos mamones a la ruina.
Brian Holmes salió de la cafetería con una taza de poliestireno relleno de té negro, y lo observó, tratando de recordar cuándo había sido la última vez que había tomado un té decente, un té de verdad, un té preparado por él mismo. Su vida parecía girar en torno a vasos de poliestireno y termos, a sándwiches insípidos y galletas de chocolate. Soplar, sorber. Soplar, sorber. Tragar.
¿Para esto había renunciado a una carrera académica?
A decir verdad, Holmes había hecho carrera académica durante apenas ocho meses, mientras estudiaba Historia en la universidad de Londres. El primer mes lo había pasado intimidado por la ciudad, tratando de asimilar su tamaño, de vivir, viajar y sobrevivir con dignidad. Durante el segundo y el tercer mes había intentado adaptarse a la vida universitaria, a sus nuevos amigos, y a las constantes discusiones y polémicas, que determinaban la inclusión en un grupo u otro. En cada ocasión probaba la temperatura del agua antes de mojarse, todos estaban nerviosos como niños aprendiendo a nadar. Entre el cuarto y el quinto mes ya se había convertido en un londinense, viajando a la universidad diariamente desde su cuarto alquilado en Battersea. De repente su vida estaba regida por números, por los horarios de los trenes y los autobuses y los enlaces del metro, y también por los horarios del transporte público nocturno, que lo arrancaban de las tertulias políticas en bares para devolverlo de nuevo a la ruidosa soledad de su cuarto. Perder un trasbordo se convirtió en una agonía, y el sufrimiento de la hora punta se parecía a una temporada en el infierno. El sexto y el séptimo mes los pasó aislado en Battersea, estudiando en su habitación, casi sin asistir a clase. Y al octavo mes, en mayo, con el sol calentándole la espalda, dejó Londres y regresó al norte, con sus viejos amigos y un vacío en su vida que solo el trabajo podía rellenar.
¿Pero por qué demonios había elegido ser policía?
Arrugó el vaso de poliestireno y lo arrojó a una papelera cercana. Falló. Y qué, pensó entonces. Pero luego se regañó a sí mismo, caminó hasta donde estaba el vaso, se agachó, lo recogió y lo depositó en la papelera. Ya no estás en Londres, Brian, se dijo a sí mismo. Una anciana le sonrió.
Así reluce una buena acción en un mundo perverso.
Vaya si lo era. Rebus le había metido en una sopa de humanidad diluida. Pilmuir, la Hiroshima del alma; no podría escapar tan fácilmente. Miedo a la radiación. Holmes había trascrito en una pequeña libreta los garabatos que había apuntado al teléfono la noche anterior. Sacó la lista de un bolsillo para estudiarla. Le había sido fácil localizar a los agentes. Seguramente Rebus ya los había visto. Después había ido a la casa en Pilmuir. Tenía las fotografías en el bolsillo interno. El castillo de Edimburgo. Buenas fotos, además. Ángulos poco comunes. Y la chica. Bastante guapa, pensó. Era difícil saber su edad, y su cara parecía endurecida por una vida complicada, pero daba el pego para un aquí te pillo, aquí te mato. No tenía la menor idea de cómo hacer averiguaciones acerca de ella. Todo lo que tenía para seguir adelante era ese nombre, Tracy. Es cierto, había gente a la que le podía preguntar. Edimburgo era su casa, y eso era una enorme ventaja para una ocupación como esa. Tenía buenos contactos, viejos amigos, amigos de amigos. Había recuperado el contacto después del fiasco londinense. Todos le habían aconsejado que no se fuera. Todos se habían alegrado de volver a verle al poco tiempo de advertirle, encantados con alardear de su visión de futuro. De eso hacía solo cinco años… Parecía que hubiera pasado más tiempo.
¿Pero por qué se había unido al cuerpo? Primero había querido ser periodista. Eso fue hace siglos, en el colegio. Bueno, los sueños de infancia podrían hacerse realidad, al menos por un rato. La siguiente parada fue la redacción del periódico local. Para ver si encontraba más ángulos poco comunes del castillo. Con suerte también le servirían una taza de té decente.
Antes de continuar su marcha alcanzó a ver el escaparate de una agencia inmobiliaria al otro lado de la calle. Siempre había supuesto que esa agencia en particular, debido a su nombre, tenía que ser cara. Pero qué demonios: él era un hombre desesperado. Cruzó a través de la cola del tráfico parado y se plantó delante del escaparate de Bowyer Carew. Pasó un minuto y, con la espalda más encorvada que antes, se dio media vuelta y siguió andando hacia los puentes.
—Y este es James Carew, de Bowyer Carew.
James Carew levantó un milímetro su trasero rellenito de su asiento tapizado, estrechó la mano de Rebus y volvió a sentarse. Durante la presentación no le quitó ojo a la corbata de Rebus.
—Finlay Andrews —prosiguió el comisario Watson, y Rebus estrechó otra firme mano masónica. No necesitaba conocer los puntos de presión secretos para distinguir a un masón. El apretón en sí lo revelaba todo. Era más largo de lo normal, justo el tiempo que necesitaba quien te estrechaba la mano para averiguar si pertenecías o no a la hermandad.
—Puede que al señor Andrews lo conozcas. Tiene una casa de juego en Duke Terrace. ¿Cómo era que se llamaba? —Watson se estaba esforzando demasiado: para hacer de anfitrión, para llevarse bien con esa gente, para que todo el mundo se sintiera cómodo.
—Se llama Finlay’s, a secas —accedió a responder Finlay Andrews, y soltó la mano de Rebus.
—Tommy McCall —dijo el último invitado, presentándose él mismo y estrechando la mano de Rebus en un saludo frío y breve. Rebus sonrió, y tomó asiento en la mesa, agradecido de estar sentado finalmente.
—¿Hermano de Tony McCall? —preguntó en tono familiar.
—Así es. —McCall sonrió—. ¿Conoces a Tony?
—Bastante —dijo Rebus. Watson miraba confundido—. El inspector McCall —le aclaró Rebus. Watson asintió enérgicamente.
—Bien —dijo Carew removiéndose en su silla—. ¿Qué le apetece beber, inspector Rebus?
—No bebo mientras estoy de servicio, señor —dijo Rebus desplegando su servilleta ricamente decorada. Miró a Carew a la cara y sonrió—. Era una broma. Tomaré un gin-tonic, por favor.
Todos sonrieron. Un policía con sentido del humor: por lo general eso sorprendía a la gente. Más les habría sorprendido saber con qué frecuencia Rebus hacía bromas. Pero allí sentía la necesidad de amoldarse, de «mezclarse», por usar una expresión desafortunada.
Había un camarero detrás de él.
—Otro gin-tonic, Ronald —dijo Carew al camarero, que hizo una reverencia y se marchó. Se acercó otro camarero, y empezó a repartir los enormes menús encuadernados. Rebus sentía el peso de la gruesa servilleta en su regazo.
—¿Dónde vive, inspector? —La pregunta la hizo Carew. Su sonrisa parecía más que una sonrisa, y Rebus fue prudente.
—En Marchmont —respondió.
—Oh —dijo Carew entusiasmado—, esa siempre ha sido una buena zona. Antiguamente era una zona de agricultores, ¿sabe?
—¿Ah, sí?
—Así es. Un barrio precioso.
—Lo que James quiere decir —interrumpió Tommy McCall— es que las casas tienen que valer un buen pico.
—Y lo valen —replicó Carew indignado—. Está a un paso del centro, cerca de los Meadows y de la universidad…
—James —le advirtió Finlay Andrews—. Estás hablando de negocios.
—¿De verdad? —Carew parecía realmente sorprendido—. Perdonen.
—Recomiendo el solomillo —dijo Andrews. Cuando el camarero regresó para tomarles el pedido, Rebus se desmarcó y pidió lenguado.
Trataba de actuar con naturalidad, de no mirar a los otros comensales, de no fijarse en las imperfecciones del mantel, en los utensilios desconocidos para él, el lavafrutas, la cubertería de plata. Pero algo así sucedía una vez en la vida, ¿verdad que sí? ¿Así que por qué no mirar? Lo hizo, y vio a una cincuentena de rostros bien alimentados y felices, masculinos en su mayoría, con el ocasional adorno femenino para garantizar el decoro y la elegancia. Filete de primera. Eso era lo que todos los demás parecían estar tomando. Y vino.
—¿Quién quiere elegir el vino? —preguntó McCall con la carta en la mano. Carew parecía ansioso por arrebatársela, y Rebus se contuvo. No estaba bien, ¿verdad? Lo de pillar la carta y decir yo, yo, yo. Lo de mirar los precios con ojos sedientos, deseando…
—Si me permiten —dijo Finlay Andrews tomando la carta de manos de McCall. Rebus se fijó en el sello de su tenedor.
—De modo —dijo McCall mirando a Rebus— que el comisario Watson te ha liado en nuestra pequeña misión, ¿eh?
—No es que me haya liado —dijo Rebus—. Estaré encantado de colaborar.
—Estoy seguro de que tu experiencia nos servirá de mucho —le dijo Watson a Rebus radiante. Rebus lo correspondió con la misma expresión, aunque sin decir nada.
Por suerte Andrews parecía entender de vinos, y pidió un burdeos decente del ochenta y dos y un chablis seco. Rebus se animó un poco mientras Andrews pedía. ¿Cómo se llamaba la casa de juegos? ¿Andrews? ¿Finlay’s? Sí, eso es. Finlay’s. Había oído hablar de ella, un casino pequeño y tranquilo. Rebus nunca había tenido motivos para ir allí, ni por trabajo ni por placer. ¿Qué placer había en perder dinero?
—Dime, Finlay, ¿todavía andáis bajo el influjo de aquel chino? —preguntó McCall mientras dos camareros servían una fina capa de sopa en los amplios platos hondos victorianos.
—No puede volver a entrar. La casa se reserva el derecho de admisión, etcétera.
McCall se rió entre dientes y se volvió hacia Rebus.
—Finlay pasó una mala racha. A los chinos les pierde el juego, ya sabes. En fin, este chino le estaba tomando el pelo.
—Tenía un crupier sin experiencia —explicó Andrews—. Alguien con un ojo experto, y quiero decir «experto», podía adivinar dónde iba a caer la bola en la ruleta con solo observar cómo la arrojaba.
—Sorprendente —dijo Watson antes de soplar la sopa en su cuchara.
—En realidad no —dijo Andrews—. Los he visto muchas veces. Se trata de detectar a los jugadores antes de que hagan una apuesta realmente grande. Pero aquí tienes que estar a las duras y a las maduras. Hasta ahora este ha sido un buen año, ha entrado un montón de dinero, y aquí, en el norte, no hay mucho en lo que gastarlo, ¿así que por qué no apostarlo?
—¿Ha entrado un montón de dinero? —se interesó Rebus.
—Mira la gente, los empleos. Ejecutivos de Londres con salarios de Londres y costumbres de Londres. ¿No lo has notado?
—No puedo decir que lo haya notado —confesó Rebus—. No al menos en Pilmuir.
El comentario hizo que todos sonrieran.
—Mi agencia inmobiliaria sí que lo ha notado —dijo Carew—. Las propiedades grandes tienen mucha demanda. Compradores corporativos en algunos casos. Empresas que se desplazan hacia el norte para abrir oficinas. Saben reconocer algo bueno en cuanto lo ven, y Edimburgo es algo bueno. Los precios de las casas están por las nubes, y no veo motivos para que dejen de subir. —Advirtió la mirada de Rebus—. Hasta están construyendo nuevas viviendas en Pilmuir.
—Finlay —interrumpió McCall—, cuéntale al inspector dónde guardan el dinero los jugadores chinos.
—No mientras estemos comiendo, por favor —solicitó Watson, y cuando McCall, riendo entre dientes, bajó la vista hacia su plato de sopa, Rebus vio que Andrews le lanzaba una mirada llena de odio.
El vino había llegado, frío y color miel. Rebus dio un sorbo. Carew le estaba preguntando a Andrews sobre el permiso de obra para una ampliación del casino.
—Parece que no hay problema —contestó Andrews, intentando no parecer engreído. Tommy McCall se rió.
—¡Hombre, claro! —dijo—. ¿Crees que a tus vecinos les sería tan fácil incrustar una maldita extensión en la parte trasera de sus oficinas?
Andrews le dedicó una sonrisa tan fría como el chablis.
—Hasta donde yo sé, Tommy, cada caso es considerado por separado y de forma minuciosa. Igual tú estás más informado.
—No, qué va. —McCall había vaciado su primera copa de vino, y se estaba sirviendo la segunda—. Estoy seguro de que es todo legal, Finlay. —Lanzó a Rebus una mirada cómplice—. Espero que no vayas contando historias por ahí, John.
—No. —Rebus miró a Andrews, que se estaba acabando la sopa—. Mis oídos se cierran con las comidas.
Watson asintió conforme.
—Hola, Finlay.
Un hombre corpulento, robusto pero de marcada musculatura, estaba de pie junto a la mesa. Llevaba el traje más caro que Rebus hubiera visto nunca. De un brillo sedoso azul con hilos plateados. El pelo del hombre también era plateado, aunque por su cara no parecía tener más de cuarenta años. A su lado, inclinada hacia él, había una mujer oriental de rasgos delicados, más niña que mujer. Era de una belleza exquisita, y toda la mesa se levantó casi sobrecogida. El hombre agitó elegantemente la mano, solicitándoles que se sentaran. La mujer ocultaba su satisfacción bajo las pestañas.
—Hola, Malcolm —le dijo Finlay Andrews—. Este es Malcolm Lanyon, el abogado. —Las últimas dos palabras eran innecesarias. Todo el mundo conocía a Malcolm Lanyon, el amigo de la sección de cotilleos. Su vida pública provocaba tanto odio como envidia. Representaba lo más despreciable de la profesión de abogado, y al mismo tiempo vivía como un personaje de miniseries de televisión. Su estilo de vida escandalizaba tanto al pudiente, como colmaba las necesidades de los consumidores de tabloides dominicales. Además, a juicio de Rebus, era un excelente abogado. Tenía que serlo, de lo contrario el resto de su imagen habría sido pura fachada de papel, nada más. Pero era más bien una mezcla de ladrillo y mortero.
—Estos —dijo Andrews señalando a los ocupantes de la mesa— son los miembros del comité de trabajo del que te hablé.
—Ah —asintió Lanyon—. La campaña contra las drogas. Una idea excelente, comisario.
Watson casi se ruborizó con el cumplido: el cumplido era que Lanyon sabía quién era Watson.
—Finlay —continuó Lanyon—, ¿no has olvidado lo de mañana por la noche?
—Lo tengo bien apuntado en mi agenda, Malcolm.
—Excelente. —Lanyon miró a los demás—. De hecho me gustaría que vinieran todos ustedes. Es solo una pequeña reunión en mi casa. Sin ningún motivo especial. Tenía ganas de dar una fiesta. A las ocho. Totalmente informal. —Ya se estaba marchando, con un brazo alrededor de la cintura de porcelana de su acompañante, cuando Rebus pensó en sus últimas palabras: Heriot Row. Era de las calles más exclusivas de la Ciudad Nueva. Otro mundo. Si bien no estaba seguro de que la invitación fuera en serio, Rebus estaba tentado de aceptarla. Una vez en la vida, y todo el rollo.
A continuación la conversación se centró en la campaña antidrogas, y el camarero se acercó para traer más pan.
—Pasta —dijo el joven nervioso llevando otro archivo de periódicos al mostrador donde estaba Holmes—. Eso es lo que me preocupa. Todo el mundo está obsesionado con hacer pasta. Ya sabes, no les importa nada salvo pillar más que los demás. Mis compañeros de colegio sabían desde que tenían catorce lo que querían ser: banqueros, contables, economistas. Vidas acabadas antes de empezar. Estos son de mayo.
—¿Qué? —Holmes cambió el peso de una pierna a la otra. ¿Por qué no tendrían sillas? Llevaba allí más de una hora, los dedos ennegrecidos por la tinta de los periódicos, mientras hojeaba las ediciones diarias: una matutina y una vespertina. De vez en cuando algún titular o algún artículo de fútbol que se le había pasado le distraía. Pero no había tardado en aburrirse, y ahora era solo rutina. Es más, le dolían los brazos de tanto pasar páginas.
—Mayo —explicó el joven—. Estas son las ediciones de mayo.
—Vale, gracias.
—¿Has acabado con junio?
—Sí, gracias.
El joven asintió. Ciñó el archivo anudando dos tiras de cuero por el lado abierto de la carpeta, lo levantó en brazos y salió de la habitación arrastrando los pies. Sigamos, pensó Holmes, deshaciendo los nudos de esta última pila de noticias viejas y pasatiempos.
Rebus se había equivocado. No había ningún viejo que retuviera datos como un ordenador; de hecho, ni siquiera había un ordenador. Así que tocaba currar hasta reventar, pasar páginas a mano, buscando fotografías de lugares conocidos, que destacaban por sus ángulos insólitos. ¿Para qué? Ni siquiera lo sabía, y eso lo frustraba. Tenía la esperanza de averiguarlo por la tarde, cuando se encontrara con Rebus. Volvieron a oírse los pasos del joven que entraba arrastrando los pies, ahora con los brazos colgando y la cara larga.
—¿Y por qué no haces lo mismo que tus amigos? —dijo Holmes en un tono familiar.
—¿Meterme a trabajar en un banco? —El joven arrugó la nariz—. Yo quería algo distinto. Estoy estudiando periodismo. Por algo se empieza, ¿no crees?
Y tanto, pensó Holmes pasando otra página. Por algo se empieza.
—Bueno, es un comienzo —dijo McCall levantándose.
Estaban estrujando las servilletas, arrojándolas sobre el mantel arrugado. Lo que antes tenía un aspecto impecable ahora estaba cubierto con migas de pan y salpicaduras de vino, manchas de mantequilla y de café. Rebus se sintió mareado al ponerse de pie. Y lleno. Tenía la lengua impregnada de vino y café, y de ese coñac. ¡Caray! Ahora estos tipos tenían que regresar al trabajo, o al menos eso habían dicho. Él también. Había quedado con Holmes a las tres, ¿verdad? ¡Pero si ya eran las tres! Bueno, Holmes no iba a quejarse. Ni se le ocurriría quejarse, pensó Rebus satisfecho.
—No ha estado mal la comilona —dijo Carew tocándose la barriga.
—Y hemos avanzado mucho —dijo Watson—. ¡No olvidemos eso!
—No lo olvidemos —dijo McCall—. Ha sido una reunión sumamente provechosa.
Andrews había insistido en pagar la cuenta. Tres suculentas cifras según el cálculo veloz de Rebus. Andrews estaba repasando la cuenta, deteniéndose en cada línea, como si estuviera verificando que todo se correspondiera con su propia lista mental de precios. No es solo un hombre de negocios, pensó Rebus con crueldad, también un puñetero escocés. Andrews llamó al maître y le comentó discretamente que les había cobrado de más. El maître aceptó la reclamación de Andrews e hizo correcciones en la cuenta con un punta fina, disculpándose encarecidamente.
El restaurante empezaba a vaciarse. La agradable hora del almuerzo había llegado a su fin para todos los comensales. Rebus se sintió, de repente, abrumado por la culpa. Se había comido y bebido su parte proporcional de las doscientas libras. Cuarenta pavos, en otras palabras. Algunos habían comido mejor, y salían del restaurante armando alboroto y riendo. Viejas historias, puros, caras rojas. McCall, inoportuno, rodeó los hombros de Rebus con el brazo, señalando con la cabeza a la gente que se despedía.
—Si solo quedaran cincuenta votantes conservadores en toda Escocia, John, estarían todos en este restaurante.
—Ya lo creo —dijo Rebus.
Andrews, que volvía de hablar con el maître, los había oído.
—Yo creía que cincuenta conservadores era todo lo que quedaba —dijo.
Allí estaban esas sonrisas silenciosas y seguras, observó Rebus. Me han dado cenizas por pan, pensó. Cenizas por pan. A su alrededor la ceniza de los puros ardía al rojo vivo, y, por un instante, pensó que iba a vomitar. Pero entonces McCall tropezó y Rebus tuvo que sujetarlo hasta que recobró el equilibrio.
—¿Has bebido demasiado, Tommy? —preguntó Carew.
—Solo necesito un poco de aire —dijo McCall—. John me ayudará, ¿verdad, John?
—Claro —dijo Rebus, encantado de tener una excusa que le sacara de ahí.
McCall se volvió hacia Carew.
—¿Has venido en tu coche nuevo?
Carew negó con la cabeza.
—Lo he dejado en el garaje.
McCall, asintiendo, se volvió hacia Rebus.
—Este gilipollas fardón acaba de comprarse un Jaguar V12 —le explicó—. Unos cuarenta mil, y no estoy hablando del cuentakilómetros.
Uno de los camareros estaba de pie junto al ascensor.
—Me alegro de volver a verles, caballeros —dijo con una voz tan automática como las puertas del ascensor, que se cerraron una vez Rebus y McCall estaban dentro.
—Tendría que haberle detenido —dijo Rebus—, porque nunca antes había estado aquí, así que no puede alegrarse de volver a verme.
—Este sitio no vale nada —dijo McCall torciendo la cara—. Nada. Si quieres diversión deberías pasarte una noche por el casino. Di que eres amigo de Finlay. Te dejarán entrar. Un sitio estupendo.
—Puede que vaya —dijo Rebus mientras las puertas del ascensor se abrían—. En cuanto me envíen la faja de la tintorería.
McCall no paró de reírse hasta salir del edificio.
Al salir del edificio por la puerta de acceso del personal, Holmes estaba agarrotado. El joven, tras acompañarlo por el laberinto de pasillos, ya había regresado dentro, con las manos en los bolsillos y silbando. Holmes se preguntó si realmente terminaría la carrera de periodismo. Cosas más raras se habían visto.
Había encontrado las fotografías que buscaba, habían sido publicadas durante tres miércoles consecutivos en las respectivas ediciones matutinas. Gracias a ellas había sido posible localizar las copias originales, al dorso de cada una de las cuales había una etiqueta dorada rectangular que declaraba que eran propiedad de Jimmy Hutton Estudios Fotográficos. Las etiquetas, benditas sean, venían con una dirección y un número de teléfono, así que Holmes se permitió el lujo de estirarse, haciendo crujir su espalda. Pensó en concederse una pinta, pero después de dos horas encorvado sobre el mostrador del archivo lo último que quería era estar encorvado en la barra de un bar. Además, ya eran las tres y cuarto. Gracias a un archivo ingenioso pero lento estaba llegando tarde a la reunión (la primera) con el inspector Rebus. Ignoraba si Rebus era puntual; temía que fuera muy severo. En fin, si el trabajo hecho hasta ahora no le alegraba, es que no era humano.
Pero al fin y al cabo era eso lo que se rumoreaba de él.
No es que Holmes creyera en los rumores. Bueno, no siempre.
Resultó que Rebus fue el último en llegar, aunque había llamado con antelación para avisar y disculparse, lo que ya era algo. Holmes estaba sentado delante de su escritorio cuando Rebus apareció, quitándose una corbata chillona y arrojándola dentro de un cajón. Solo entonces se volvió hacia Holmes, le miró fijamente, sonrió y le estrechó la mano. Holmes le correspondió.
Bueno, eso ya es algo, pensó Rebus: él tampoco es masón.
—Tu nombre de pila es Brian, ¿es así? —dijo Rebus tomando asiento.
—Correcto, señor.
—Bien. Te llamaré Brian, y tú puedes seguir llamándome señor. ¿Te parece bien?
Holmes sonrió.
—Muy bien, señor.
—Vale. ¿Algún progreso?
Holmes empezó por el principio. Mientras hablaba advirtió que, aunque Rebus hiciera lo imposible por prestarle atención, estaba adormilado. Su poderoso aliento le llegaba desde el otro lado de la mesa. Cualquier cosa que hubiera bebido durante la comida le había sentado demasiado bien. Holmes terminó el informe, y esperó a que Rebus hablara.
Rebus se limitó a asentir con la cabeza, y se quedó en silencio por un rato. ¿Se estaba recomponiendo? Holmes sintió la necesidad de llenar el vacío.
—Perdone la pregunta, señor, pero ¿cuál es el problema?
—Haces bien en preguntar —dijo Rebus finalmente. Pero no añadió nada más.
—¿Y bien, señor?
—No lo sé, Brian. Esa es la verdad. Vale, te diré lo que yo sé, y hago hincapié en «lo que yo sé», porque otra cosa es lo que yo creo, que es mucho pero no es lo mismo en este caso.
—¿Entonces hay caso?
—Ya me lo dirás tú después de escucharme.
Y este fue el giro de Rebus para exponer su informe, si es que se le podía llamar informe, recomponiéndolo en su cabeza mientras contaba la historia. Pero lo que contaba era muy fragmentado y especulativo. Podía ver cómo Holmes se esforzaba en unir las piezas, tratando de ver el cuadro completo. ¿Acaso había un cuadro que ver?
—Como puedes ver —concluyó Rebus—, tenemos a un yonqui llenito de veneno autoinfligido y a alguien que se lo proporcionó. Contusiones en el cuerpo, y un indicio de brujería. Tenemos una cámara desaparecida, un clip de corbata, algunas fotografías y una novia a la que persiguen. ¿Comprendes cuál es mi problema?
—No hay mucho en lo que basarse.
—Exacto.
—¿Y qué haremos ahora?
Ese «haremos» le llamó la atención. Acababa de darse cuenta de que ya no estaba solo en esto, fuera lo que fuera «esto». Eso le animó un poco, aunque la resaca ya estaba haciendo efecto, el sueño aplastándole lentamente las sienes.
—Voy a ver a un tipo que frecuenta un aquelarre —dijo, ahora seguro de cuáles serían los pasos siguientes—. Y tú visitarás los estudios Hutton.
—Parece razonable —dijo Holmes.
—Ya lo creo, joder —dijo Rebus—. Aquí yo soy el que piensa, Brian. Y tú el recadero. Llámame luego y dime cómo te fue. Ahora piérdete.
Rebus no quería ser desagradable. Pero había detectado en el joven un tono de excesiva confianza y complicidad hacia el final de la conversación, y sintió la necesidad de poner las cosas en su sitio. El error había sido suyo, lo supo en cuanto Holmes cerró la puerta al salir. El error había sido suyo por hablar demasiado, por contárselo todo, por ser confidente y por llamar a Holmes por su nombre. Ese estúpido almuerzo tenía la culpa. Llámame Finlay, llámame James, llámame Tommy… No tenía importancia, ya se arreglaría. Habían empezado bien, y habían seguido no tan bien. Las cosas solo podían empeorar, y eso para Rebus era perfecto. Disfrutaba de los forcejeos y las hostilidades. En esta profesión, eso era una clara ventaja.
Así que Rebus, al fin y al cabo, era un cabrón.
Brian Holmes salió de la comisaría con las manos en los bolsillos. Los puños apretados, los nudillos rojos. «Y tú el recadero». Ese había sido un golpe demoledor, justo cuando había pensado que empezaban a llevarse bien. Casi como personas antes que como policías. Debiste verlo venir, Brian. En cuanto a la razón oculta detrás de este caso… En fin, pensar en ello era casi insoportable. Era todo tan inconsistente, tan personal para Rebus. No se parecía en nada a un trabajo policial. Era un inspector sin nada que hacer, tratando de rellenar el tiempo jugando a ser Philip Marlowe. Por Dios, los dos tenían cosas mejores que hacer. Bueno, al menos Holmes. Él no iba a encabezar una campaña antidrogas regalada. ¡Cómo podían haber elegido a Rebus! Con su hermano enchironado en Peterhead, esperando para volver a las calles. Había sido el camello más grande de Fife. Eso debería haber jodido la carrera de Rebus para siempre, pero en cambio le había procurado un ascenso. Un mundo perverso, sin duda.
Tenía que visitar al fotógrafo. Quizá de paso podía hacerse unas fotos para el pasaporte. Hacer las maletas y volar a Canadá, Australia, Estados Unidos. A la mierda lo de buscar piso. A la mierda la policía. A la mierda el inspector Rebus y su caza de brujas.
Ya está, hecho.
Rebus había encontrado algunas aspirinas en uno de los cajones revueltos, y las masticó convirtiéndolas en un polvo amargo mientras bajaba las escaleras. Cagada: ni siquiera sería capaz de tragar aunque le removieran hasta la última gota de la boca. El oficial de servicios estaba bebiendo un té en un vaso de poliestireno. Rebus se lo arrebató y se tragó el líquido tibio. Luego se retorció.
—¿Cuánto azúcar le has puesto, Jack?
—Si hubiera sabido que venías a por té, John, lo habría preparado como a ti te gusta.
El oficial de servicios siempre tenía una respuesta inteligente, y a Rebus nunca se le ocurría una réplica a la altura. Devolvió el vaso y se marchó, empalagado de azúcar.
No volveré a beber una gota, pensaba mientras arrancaba el coche. Lo juro por Dios, solo una copa de vino de vez en cuando. Eso me lo permito. Se acabó la indulgencia, se acabó lo de mezclar vino y licores, ¿de acuerdo? Así que dame un respiro, Señor, libérame de esta resaca. Solo bebí la copa de coñac, tal vez dos copas de burdeos, una del chablis. Un gin-tonic. No ha sido para tanto, no era como para meterse en una clínica de desintoxicación.
Las calles estaban muy tranquilas, lo que ya era un respiro. Insuficiente, pero un respiro al fin y al cabo. Así que no tardó en llegar a Pilmuir, y entonces recordó que no sabía dónde vivía el jovencito Charlie, la persona con la que tenía que hablar si quería localizar un aquelarre. Uno de magia blanca. Quería corroborar la historia de la brujería. Y la de Charlie. Pero no quería que Charlie se enterara.
Lo de la brujería lo inquietaba. Rebus creía en el bien y el mal, y creía que los ignorantes podían ser presas fáciles de lo segundo. Entendía bastante de religiones paganas, había leído por su cuenta libros gruesos y densos que hablaban de ellas. No le importaba que la gente le rindiera culto a la tierra o lo que fuera. Al final todo venía a ser lo mismo. Lo que sí le preocupaba era la adoración del mal como una fuerza, y como algo más que una fuerza: como una entidad. Le disgustaba especialmente que la gente lo hiciera solo por diversión, sin preocuparse por saber en qué estaban metidos.
Gente como Charlie. Volvió a acordarse del libro de pinturas de Giger. Satán, sereno entre dos básculas, con una mujer desnuda a cada lado. Ambas penetradas por sendos enormes taladros. Satán lleva una cabeza de cabra como máscara…
¿Dónde estaría Charlie? Lo encontraría. Parando a la gente y preguntando. Llamando a las puertas. Insinuando que habría una represalia en caso de que se le ocultara información. Haría de gran policía malo si era necesario.
Pero sucedió que no tuvo que hacer nada. Se encontró con dos agentes que estaban holgazaneando en la puerta de una de las casas con ventanas tapiadas, no muy lejos de la casa donde había muerto Ronnie. Uno de los agentes estaba hablando por radio. El otro escribía en una libreta. Rebus paró el coche y se bajó. Entonces recordó algo, se asomó al interior del coche y sacó las llaves del contacto. Todo cuidado era poco en ese barrio. De hecho, al instante también cerró la puerta del copiloto.
Conocía a uno de los agentes. Era Harry Todd, uno de los hombres que había encontrado a Ronnie. Todd se enderezó al ver a Rebus, pero Rebus le hizo un gesto para que siguiera con lo suyo, así que Todd siguió hablando por radio. Rebus se fijó en el otro agente.
—¿Qué pasa aquí?
El agente levantó la vista de la libreta y le lanzó a Rebus una de esas miradas suspicaces, casi hostiles, que solo gastan los agentes de policía.
—Inspector Rebus —se presentó Rebus. Se preguntó dónde estaba O’Rourke, el secuaz irlandés de Todd.
—Ah —dijo el agente—. Bueno… —Se dispuso a guardar el bolígrafo—. Recibimos una llamada por violencia doméstica, señor. En esta casa. Una pelea con gritos. Pero cuando llegamos el hombre había volado. La mujer todavía está dentro. Tiene un ojo morado, nada más. En realidad este no es su territorio, señor.
—¿Ah, no? —dijo Rebus—. Bueno, gracias por recordármelo, hijito. Está bien que me digan cuál es mi territorio y cuál no. Muchas gracias. Por cierto, ¿me darías permiso para entrar en la casa?
El agente se sonrojó furiosamente, las mejillas de un colorado todopoderoso que contrastaba con la palidez de su rostro y su cuello. No: ahora hasta su cuello se había enrojecido. Rebus lo disfrutaba. Ni siquiera le molestó que detrás del agente y enfrente de sus narices, Todd contemplara la escena con una sonrisita.
—¿Y bien?
—Lo siento, señor —se disculpó el agente.
—Vale —dijo Rebus y se dirigió hacia la puerta. Pero antes de que la alcanzara, alguien la abrió desde dentro: era Tracy. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto, uno de ellos morado. No parecía sorprendida de ver a Rebus; parecía aliviada, y se arrojó sobre él, abrazándolo; la cabeza contra su pecho, las lágrimas, brotando de nuevo.
Rebus, sobresaltado e incómodo, le devolvió el abrazo con unas palmaditas en la espalda: el paternal «No te preocupes, no pasa nada» con que se consuela a una niña asustada. Giró la cabeza hacia los agentes, que fingieron no darse cuenta de nada. Entonces un coche se detuvo al lado del suyo, y vio a Tony McCall echar el freno de mano, abrir la puerta y bajarse, viéndoles a ambos.
Rebus tomó a Tracy por los brazos y la separó un poco, aunque manteniendo siempre el contacto. Las manos de él sobre los brazos de ella. Ella le miró, luchando por reprimir el llanto. Finalmente retiró un brazo para secarse las lágrimas. El otro brazo se relajó y la mano de Rebus cayó, hasta suprimir el contacto. Al menos, de momento.
—¿John? —Era McCall, que estaba detrás de él.
—¿Sí, Tony?
—¿Por qué de repente mi territorio se ha convertido en tu territorio?
—Solo pasaba por aquí —contestó Rebus.
El interior de la casa estaba sorprendentemente limpio y ordenado. Había abundante mobiliario —dos sofás gastados, un par de sillas de comedor, una mesa plegable, media docena de puffs con las costuras reventadas y perdiendo el relleno— y, lo más sorprendente de todo, la electricidad estaba conectada.
—Me pregunto si la central eléctrica está al corriente de esto —dijo McCall mientras Rebus encendía las luces de abajo.
A pesar de estar equipada, la casa tenía un aire de refugio temporal. Había sacos de dormir esparcidos por el suelo del salón, listos para acoger a cualquier vagabundo o a cualquier refugiado eventual. Tracy fue hasta uno de los sofás y se sentó, envolviendo las rodillas con los brazos.
—¿Esta es tu casa, Tracy? —preguntó Rebus, sabiendo la respuesta.
—No, es la casa de Charlie.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Me enteré hoy. Se está mudando todo el tiempo. No fue fácil localizarlo.
—No te ha llevado mucho tiempo. —Ella se encogió de hombros—. ¿Qué ocurrió?
—Solo quería hablar con él.
—¿De Ronnie? —McCall escuchó la pregunta y observó a Rebus, quien le estaba incluyendo al tiempo que interrogaba a Tracy. Ella asintió.
—Quizá fue una estupidez, pero necesitaba hablar con alguien.
—¿Y?
—Y empezamos una discusión. Él la empezó. Me dijo que yo era la causa de la muerte de Ronnie. —Les miró; no era un gesto suplicante, solo intentaba mostrar que era sincera—. Eso no es cierto. Pero Charlie dijo que yo debería haber cuidado de Ronnie, conseguir que dejara de drogarse, sacarlo de Pilmuir. ¿Cómo iba a hacerlo? Él no me habría hecho caso. Yo creía que él sabía lo que estaba haciendo. Nadie podía convencerle de lo contrario.
—¿Fue eso lo que le dijiste a Charlie?
Ella sonrió.
—No. Es lo que pienso ahora. Siempre pasa lo mismo, ¿no? La respuesta inteligente se te ocurre cuando la discusión ya ha terminado.
—Sé de lo que hablas, cariño —dijo McCall.
—Así que empezaste una discusión violenta…
—¡Yo no empecé ninguna discusión violenta! —dijo ella a gritos.
—Vale —dijo Rebus tranquilamente—. Charlie empezó a gritarte y tú le respondiste, luego él te pegó. ¿Fue así?
—Sí. —Ella pareció apagarse.
—¿Y es posible —sugirió Rebus— que tú también le pegaras?
—Yo le di tanto como recibí.
—Esa es mi chica —dijo McCall.
Estaba recorriendo la sala, volviendo los cojines de los sofás, abriendo revistas viejas, agachándose para tantear cada saco de dormir.
—A mí no me trates con condescendencia, cabronazo —respondió Tracy.
McCall se detuvo y levantó la vista, sorprendido. Luego sonrió y continuó con el siguiente saco de dormir.
—Ajá —dijo levantando el saco y sacudiéndolo. Del interior cayó una bolsita de plástico. La recogió, satisfecho—. Un poco de maría convierte una casa en un hogar, ¿no es así?
—Yo no sé nada de eso —dijo Tracy mirando la bolsa.
—Te creemos —dijo Rebus—. Entonces Charlie se largó.
—Sí. Seguro que los vecinos llamaron a la pasma… A la policía. —Evitó mirarlos a la cara.
—Nos han llamado cosas peores —dijo McCall—. ¿No es así, John?
—Mucho peores. Así que llegaron los agentes y Charlie salió por otra puerta, ¿correcto?
—Sí, por la puerta de atrás.
—Bueno —dijo Rebus—, ya que estamos aquí podríamos echar un vistazo a su habitación, si es que existe.
—Buena idea —dijo McCall guardándose la bolsita—. No hay humo sin fuego.
La habitación de Charlie no estaba mal. Consistía en un saco de dormir, una mesa de trabajo, una lámpara de estudio y más libros de los que Rebus jamás hubiera visto en un espacio tan reducido. Estaban apilados contra las paredes, crecían en precarias columnas del suelo hasta el techo. Muchos eran préstamos de la biblioteca, con el plazo vencido hacía tiempo.
—Parece que le debe una pequeña fortuna al Ayuntamiento —comentó McCall.
Había libros de economía, política e historia, así como también tomos eruditos y otros no tanto sobre satanismo, cultos satánicos y brujería. Había poca ficción, y la mayoría de los libros habían sido leídos minuciosamente, con mucho subrayado y comentarios al margen. Sobre la mesa había un ensayo incompleto, sin duda parte del trabajo de Charlie para la universidad. Parecía relacionar lo «mágico» con la sociedad moderna, pero a ojos de Rebus era, en su mayor parte, un delirio de la imprecisión.
—¡Hola!
El grito llegó desde abajo, mientras los dos agentes empezaban a subir las escaleras.
—Hola —respondió McCall. Luego vació en el suelo el contenido de una bolsa grande de supermercado, de la que cayeron bolígrafos, coches de juguete, papel de fumar, un huevo de madera, un carrete de hilo para coser, un radiocasete personal, un cuchillo del ejército suizo y una cámara. McCall recogió la cámara entre el pulgar y el dedo corazón. Bonito modelo, una réflex digital de treinta y cinco milímetros. Buena marca. Apuntó a Rebus con la cámara, y este se la quitó de las manos sujetándola con un pañuelo que había sacado del bolsillo. Rebus se volvió hacia Tracy, que estaba de pie apoyada en la puerta con los brazos cruzados. Ella asintió con la cabeza.
—Sí —dijo—. Es la cámara de Ronnie.
Los agentes habían llegado a lo alto de la escalera. Rebus tomó la bolsa de supermercado y metió la cámara dentro, cuidadoso de no dejar huellas.
—Todd —dijo al agente que conocía—, llévate a esta señorita a la comisaría de Great London Road. —Tracy se quedó boquiabierta—. Es para protegerte —le explicó Rebus—. Ve con ellos. Yo iré luego, tan pronto como pueda.
Ella todavía parecía dispuesta a protestar, pero se lo pensó mejor, asintió y salió de la habitación. Rebus oyó sus pasos mientras bajaba las escaleras, acompañada por los agentes. McCall continuaba con su búsqueda, aunque ya sin auténtico interés. Dos hallazgos eran más que suficiente.
—No hay humo sin fuego —repitió.
—Hoy comí con Tommy —le comentó Rebus.
—¿Con mi hermano Tommy? —McCall levantó la vista. Rebus asintió—. Pues te has anotado un punto. A mí no me ha llevado a comer en los últimos quince años.
—Estuvimos en el Eyrie. —McCall silbó—. Por lo de la campaña antidrogas de Watson.
—Así que Tommy va a aflojar un buen pellizco, ¿no es cierto? Oh, no debería ser tan duro con él. Me hizo algunos favores en su día.
—A él le hicieron unos cuantos.
McCall se rió amablemente.
—Entonces no ha cambiado en nada. Todavía se lo puede permitir. Su empresa de transportes camina sola. Solía pasarse allí las veinticuatro horas del día, las cincuenta y dos semanas del año. Ahora puede tomarse el tiempo libre que quiera. Su contable le dijo una vez que se tomara un año sabático. Cuestión de impuestos. ¿Te lo imaginas? Ojalá tú y yo tuviéramos esos problemas, ¿eh, John?
—Ahí llevas razón, Tony. —Rebus seguía sosteniendo la bolsa de supermercado. McCall la señaló con la cabeza.
—¿Nos servirá?
—Aclara un poco las cosas —dijo Rebus—. Podría pedir que revisaran las huellas.
—Te diré lo que encontrarán —dijo McCall—. Las del fallecido y las de ese chico, Charlie.
—Te olvidas de alguien.
—¿De quién?
—De ti, Tony. Cogiste la cámara, ¿recuerdas?
—Ah, lo siento. No lo pensé.
—No pasa nada.
—En cualquier caso ya es algo, ¿no? Algo para celebrar, quiero decir. No sé tú, pero yo me muero de hambre.
Cuando salieron de la habitación, una columna de libros se desplomó por el suelo como un dominó abatido. Rebus volvió a abrir la puerta para echar un último vistazo.
—Fantasmas —dijo McCall—. Eso es todo. Solo fantasmas.
No había mucho que ver. No lo que él había esperado. Vale, había un tiesto con una planta en una esquina, y persianas negras enrollables sobre las ventanas, y hasta un ordenador acumulando polvo sobre un escritorio de plástico bastante nuevo. Pero con todo seguía siendo la segunda planta de un bloque de pisos, un espacio diseñado para vivir y jamás pensado para ser utilizado como despacho, estudio o lugar de trabajo. Holmes recorría la sala —la llamada «oficina de atención al público»— mientras la pequeña y bonita secretaria iba a buscar a «Su Alteza». Así le había llamado. Si tu personal no te tenía en elevada consideración, o si, al menos, no te profesaba un miedo reverencial, es que en algo te equivocabas. Sin duda alguna, cuando la puerta se abrió y entró Su Alteza, Holmes tuvo claro que Jimmy Hutton no era trigo limpio.
Para empezar, ya estaba en la segunda mitad de la cincuentena, y, sin embargo, todavía le quedaban algunos delgados helechos de pelo que le cubrían la frente casi hasta los ojos. También llevaba tejanos: un error habitual entre quienes aspiran a perpetuar su juventud. Y era bajo. Metro cincuenta y ocho, metro sesenta. Holmes descifró la fina ironía de la secretaria. Su alteza.
El hombre tenía una mirada perturbada, y había dejado la cámara en el dormitorio del fondo, en el trastero o en cualquiera de los habitáculos de su pequeño piso que pudiera hacer las veces de estudio. Tendió una mano y Holmes se la estrechó.
—Agente Holmes —se presentó.
Hutton asintió, cogió un cigarrillo del paquete que estaba sobre la mesa de su secretaria y lo encendió. Ella frunció el ceño, se sentó y se alisó los pliegues de debajo de su falda ajustada. Hutton todavía no había mirado a Holmes. Sus ojos reflejaban cierta distracción. Fue hasta la ventana, miró afuera, arqueó el cuello para liberar un hilo de humo hacia el techo alto y oscuro, y dejó caer la cabeza, apoyándola contra la pared.
—Tráeme un café, Christine. —Su mirada y la de Holmes se cruzaron brevemente—. ¿Quiere uno? —Holmes negó con la cabeza.
—¿Está seguro? —preguntó Christine amablemente, volviéndose a levantar de la silla.
—De acuerdo, sí. Gracias.
Ella salió de la recepción con una sonrisa, camino de la cocina o del cuarto oscuro para poner a hervir el agua.
—Pues bien —dijo Hutton—. ¿Qué puedo hacer por usted?
Tal era otro rasgo pintoresco del tipo. Tenía una voz aguda, ni chillona ni afeminada, simplemente aguda. Un poco áspera, como si se hubiera dañado las cuerdas vocales en su juventud y nunca se le hubieran curado.
—¿El señor Hutton? —Holmes necesitaba estar seguro. Hutton asintió.
—Jimmy Hutton, fotógrafo profesional, a su servicio. ¿Va a casarse y quiere que le haga un descuento?
—No, no es eso.
—Entonces es por un retrato. ¿Una foto de la novia, tal vez? ¿De mamá y papá?
—No, me temo que es por trabajo. Por mi trabajo, en realidad.
—Pero nada nuevo para mí, ¿verdad? —Hutton sonrió, intercambió otra mirada con Holmes, volvió a llevarse el cigarrillo a la boca—. Podría hacerle un retrato, ¿sabe? Tiene una barbilla marcada y bonita, unos pómulos decentes. Con la iluminación apropiada…
—No, se lo agradezco. Odio que me saquen fotos.
—No estoy hablando de fotos. —Hutton se desplazó, rodeando la mesa—. Estoy hablando de arte.
—Justamente por eso he venido.
—¿Cómo dice?
—Por el arte. Estaba impresionado con algunas fotografías suyas que vi en un periódico. Me preguntaba si usted podría ayudarme.
—Veamos.
—Se trata de una persona desaparecida. —Holmes no era un gran mentiroso. Le zumbaban las orejas cada vez que contaba un embuste. No era un gran mentiroso, pero sí uno bueno—. Un joven llamado Ronnie McGrath.
—El nombre no me suena.
—Quería ser fotógrafo, por eso me preguntaba…
—¿Qué se preguntaba?
—Si alguna vez vino a verlo. Ya sabe, para pedirle consejo y ese tipo de cosas. Al fin y al cabo usted tiene un nombre. —Demasiado obvio. Holmes podía presentirlo: Hutton estaba a punto de darse cuenta de cuál era el juego. Pero al final venció la vanidad.
—Bueno —dijo el fotógrafo, apoyándose en la mesa y cruzándose de brazos y de piernas, seguro de sí mismo—. ¿Qué aspecto tenía ese Ronnie?
—Más bien alto, pelo corto castaño. Le gustaba explorar espacios. Ya sabe, esa clase de cosas, el castillo, Calton Hill…
—¿Usted también es fotógrafo, inspector?
—Solo soy un agente. —Holmes sonrió, complacido por el error. Luego cayó en la cuenta: ¿y si Hutton le estaba tendiendo la trampa de la vanidad?—. Y la verdad es que no, nunca me he dedicado a la fotografía. Solo fotos en vacaciones, esa clase de cosas.
—¿Azúcar? —Christine asomó la cabeza a la puerta, dedicando otra sonrisa a Holmes.
—No, gracias —dijo él—. Solo leche.
—En el mío pon una gota de whisky —dijo Hutton—. Es un amor. —Guiñó un ojo en dirección a la puerta mientras se cerraba—. La verdad es que me suena, tengo que admitirlo. Ronnie… Fotografías del castillo. Sí, sí. Recuerdo a un muchacho que venía por aquí, vaya pelmazo. Yo llevaba tiempo armando mi portafolio. Necesitaba estar totalmente concentrado en el trabajo. Y él siempre aparecía y preguntaba por mí, quería enseñarme su trabajo. —Hutton levantó las manos, como excusándose—. Todos fuimos jóvenes alguna vez. Ojalá hubiera podido ayudarle. Pero no tenía tiempo, no en aquel momento.
—¿No le prestó ninguna atención a su trabajo?
—No, no tenía tiempo, como le digo. Después de unas semanas, dejó de venir.
—¿Cuánto hace?
—Hace algunos meses. Tres o cuatro.
La secretaria apareció con los cafés. Holmes pudo percibir el olor a whisky que flotaba sobre la taza de Hutton, y sintió celos y rechazo a partes iguales. Sin embargo la entrevista iba bien encaminada. Era el momento de tomar un desvío.
—Gracias, Christine —dijo, y ella se mostró complacida con el trato familiar. Acto seguido se sentó y encendió un cigarrillo. Holmes estuvo tentado de darle fuego, pero se contuvo.
—Mire —dijo Hutton—. Me gustaría ayudarle, pero…
—Es un hombre ocupado. —Holmes asintió en un gesto de comprensión—. De verdad le agradezco que me esté concediendo parte de su tiempo. En cualquier caso, ya estaba terminando. —Tomó un sorbo del café, que estaba hirviendo, y no se atrevió a escupirlo en la taza, de modo que se lo tragó con gran esfuerzo.
—Muy bien —dijo Hutton retirando su peso del borde de la mesa.
—Ah —se anticipó Holmes—. Una cosa más. Simple curiosidad. ¿Hay alguna posibilidad de que le eche un vistazo a su estudio? Nunca antes he estado en un estudio de verdad.
Hutton miró a Christine, que encubrió su sonrisa con los dedos, mientras fingía darle una calada a su cigarrillo.
—Claro —dijo él, también sonriente—. ¿Por qué no? Adelante.
La habitación era grande, exactamente igual a lo que Holmes esperaba encontrarse, salvo por un detalle importante. Había media docena de cámaras distintas colocadas sobre sus respectivos trípodes. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas por fotografías, y la cuarta era un amplio telón blanco, que se parecía sospechosamente a una sábana. Hasta aquí todo muy previsible. Sin embargo, delante del telón estaba dispuesto el decorado para el portafolio: dos fondos independientes, pintados de rosa. Delante de ellos había una silla, en la que se apoyaba un joven rubio. Tenía los brazos cruzados y una mirada de aburrimiento.
Y estaba desnudo.
—Detective Holmes, este es Arnold —los presentó Hutton—. Arnold es modelo. No tiene nada de malo, ¿verdad?
Holmes, que había estado mirando, intentaba ahora no hacerlo. La sangre le subía al rostro. Miró a Hutton.
—No, no, en absoluto.
Hutton se acercó a una cámara y se inclinó para mirar por el visor, enfocando a Arnold. No precisamente a la altura de la cabeza.
—El desnudo masculino puede ser exquisito —dijo Hutton—. No hay nada más fotogénico que el cuerpo humano. —Pulsó el obturador, pasó la película, volvió a hacer clic, y luego levantó la vista hacia Holmes, sonriendo ante la incomodidad del policía.
—¿Qué hará con…? —Holmes buscó una palabra decorosa—. Quiero decir, ¿para qué son?
—Para mi portafolio, ya se lo he dicho. Para enseñar a posibles futuros clientes.
—Está bien —dijo Holmes asintiendo, simulando comprender.
—Soy artista, como puede ver, y también retratista.
—Está bien —dijo Holmes, volviendo a asentir.
—No es ilegal, ¿verdad?
—No lo creo. —Se acercó a la ventana totalmente cubierta y echó un vistazo afuera a través de una pequeña abertura—. A menos que moleste a los vecinos.
—Los vecinos hacen cola —dijo Hutton acercándose a la ventana y mirando afuera—. Por eso tuve que poner estas cortinas. Porque eran unos jodidos guarros. Mujeres y hombres se amontonaban delante de esa ventana. —Señaló la ventana del último piso del edificio de enfrente—. Un día los pillé y les hice un par de fotos con la cámara a motor. No les gustó.
Se apartó de la ventana. Holmes estaba curioseando en las fotografías de las paredes, señalaba una u otra y dirigía sus cumplidos a un Hutton encantado, que caminaba a su lado para aclararle detalles y trucos.
—Esa es buena —dijo Holmes, señalando una foto del castillo de Edimburgo sumergido en la neblina. Era casi idéntica a la que había visto en el periódico, la hermana gemela de la que colgaba en la habitación de Ronnie. Hutton se encogió de hombros.
—Esa no vale nada —dijo apoyando una mano en el hombro de Holmes—. Por aquí, échele una ojeada a algunos de mis desnudos.
En una esquina de la habitación, clavadas en una pared, había un grupo numeroso de fotografías en blanco y negro de veinticinco por dieciocho. Hombres y mujeres, no todos jóvenes o guapos. Pero bien retratados. De un modo incluso artístico, supuso Holmes.
—Estas son las mejores —dijo Hutton.
—¿Las mejores o las de mejor gusto?
Holmes intentó que el comentario no sonara muy crítico, pero aun así el buen humor de Hutton se desvaneció. Fue hasta una cómoda grande y abrió el cajón superior, de donde sacó un montón de fotografías que arrojó al suelo.
—Mírelas. No son pornográficas. No encontrará nada sucio, asqueroso ni obsceno. Son solo cuerpos. Cuerpos posando.
Holmes miraba las fotografías sin prestarles demasiada atención.
—Lo siento si le ha parecido que yo…
—Olvídelo. —Hutton se dio la vuelta, colocándose de cara al modelo masculino. Se frotó los ojos, los hombros caídos—. Es solo que estoy cansado. No era mi intención contestarle así. Solo estoy cansado.
Holmes miró a Arnold por encima del hombro de Hutton, y en ese momento, como no había manera de hacerlo disimuladamente, se agachó, recogió una fotografía del montón y se la guardó en el bolsillo de su chaqueta mientras volvía a incorporarse. Arnold lo vio, por supuesto, y Holmes apenas tuvo tiempo de guiñarle un ojo con complicidad antes de que Hutton se volviera hacia él.
—La gente cree que es fácil, esto de pasarse el día haciendo fotos —dijo Hutton. Holmes se arriesgó a mirar por encima del hombro del fotógrafo y vio a Arnold que lo apuntó agitando el dedo. Pero el joven le sonreía con malicia. No iba a decir nada—. La verdad es que no paras de pensar —continuó Hutton—. Cada minuto del día, cada vez que observas algo, cada vez que usas tu mirada. Todo es material, ¿entiende?
Holmes ya estaba junto a la puerta, dispuesto a no demorarse más.
—Sí, en fin, será mejor que le deje seguir trabajando —dijo.
—Oh —dijo Hutton, como despertando de un sueño—. Sí, vale.
—Gracias por su colaboración.
—De nada.
—Adiós, Arnold —dijo Holmes levantando la voz, y cerró la puerta para largarse.
—Sigamos —dijo Hutton. Miró las fotografías en el suelo—. Échame una mano con esto, Arnold.
—Tú mandas.
Mientras volvían a guardar las fotografías en el cajón, Hutton comentó:
—Majo para ser poli.
—Sí —dijo Arnold, desnudo y con las manos llenas de papeles—. No se parecía en nada a esos cerdos de gabardina.
Y aunque Hutton le preguntó a qué se refería, Arnold simplemente se encogió de hombros. Después de todo no era asunto suyo. Aunque era una lástima que el policía fuera heterosexual. Qué desperdicio.
Holmes se quedó un rato de pie en la calle. Por algún motivo estaba temblando, como si le hubiesen incrustado un pequeño motor en algún lugar de su interior. Apoyó una mano sobre su pecho. Un ligero soplo en el corazón, nada más. Todo el mundo tiene soplos, ¿no es cierto? Sentía que acababa de cometer una falta; que, en realidad, es lo que acababa de hacer. Se había apropiado de algo sin el conocimiento ni el consentimiento de su dueño. ¿Era eso un robo? De pequeño había robado en tiendas, y luego se deshacía de todos sus botines. Bah, todos los niños lo hacían, ¿no es cierto?… ¿No es cierto?
Sacó del bolsillo su último hurto. La fotografía estaba arrugada, pero la alisó entre sus manos. Pasó una mujer empujando un cochecito de bebé, vio la fotografía y le dedicó una mirada de indignación. No pasa nada, señora, soy policía. Sonrió al pensarlo, y volvió a mirar la foto. Era un poco picante, nada más. Se veía a una mujer joven, tumbada sobre algo que parecía ser seda o satén. Fotografiada desde arriba mientras estaba despatarrada sobre la tela. La boca abierta de niña enfadada, los ojos entrecerrados en una mueca impostada de éxtasis. Estaba muy visto. Aunque lo más interesante era la identidad de la modelo.
Para Holmes no cabía duda de que era Tracy, la chica que aparecía en las fotos que había encontrado en la casa ocupada. La misma cuyos antecedentes estaba tratando de averiguar. La novia del fallecido. Posando sin ropa, en una actitud descarada, disfrutándolo.
¿Qué era lo que lo hacía regresar una y otra vez a esa casa? Rebus no lo sabía. Iluminó una vez más la pintura de Charlie con su linterna, tratando de descifrar la mente de su creador. ¿Pero por qué trataba de entender a un despojo como Charlie? Tal vez por la sensación en aumento de que estaba absolutamente involucrado en el caso.
—¿Qué caso?
Finalmente lo había dicho en voz alta. ¿Qué caso? No había caso, no en el sentido en que cualquier juzgado de lo penal lo entendería. Había implicados, delitos, preguntas sin respuesta. Incluso ilegalidades. Pero no había caso. Eso era lo frustrante. Si tan solo hubiera un caso, algo lo bastante estructurado y tangible a lo que aferrarse, algunas pruebas que pudiera presentar y decir: «Mirad, ahí lo tenéis». Pero no había nada de eso. Era todo tan insustancial como la cera de una vela. Pero, a fin de cuentas, la cera también dejaba rastro, ¿verdad que sí? Nada había desaparecido nunca sin dejar rastro… Al contrario, las cosas cambiaban de forma, de fondo, de significado. Una estrella de cinco puntas en el interior de dos círculos concéntricos no era nada en sí misma. Para Rebus representaba tan poco como la estrella de sheriff que había tenido de niño. La chapa del representante de un estado de latón, con un revólver de plástico enfundado en su pistolera.
Para otros representaba el mal.
Le dio la espalda a la estrella de cinco puntas, se acordó del orgullo con que había llevado su chapa de latón, y subió las escaleras. Pasó por el sitio donde había encontrado el clip de corbata, entró en la habitación de Ronnie, se acercó a la ventana y miró hacia afuera a través de una hendidura en las tablas que cubrían el cristal. El coche se había detenido no muy lejos del suyo. El mismo coche que lo había seguido desde la comisaría. El mismo Ford Escort que lo había esperado al salir de su casa, el que había salido estridentemente. Ahora estaba allí, aparcado junto al Cortina carbonizado. El coche estaba allí, y también su conductor. Aunque no dentro del coche.
Le bastó con oír el crepitar del suelo de madera para saber que tenía a su perseguidor detrás.
—Tienes que conocer muy bien este sitio —dijo—. Has conseguido no pisar las más ruidosas.
Se dio la vuelta y alumbró con la linterna la cara de un hombre joven de pelo corto y oscuro. El hombre se protegió los ojos del resplandor, y Rebus iluminó la parte inferior de su cuerpo.
Vestía el uniforme de oficial de policía.
—Tú debes de ser Neil —dijo Rebus—. ¿O te gusta más Neilly?
Dejó la linterna en el suelo. Había suficiente luz para ver y ser visto. El joven asintió.
—Neil está bien. Solo mis amigos me llaman Neilly.
—Y yo no soy tu amigo —dijo Rebus asintiendo—. Pero Ronnie sí lo era, ¿verdad?
—Él era más que eso, inspector Rebus —dijo el agente entrando en la habitación—. Él era mi hermano.
En la habitación de Ronnie no tenían dónde sentarse, pero lo mismo daba, pues ninguno podría haberlo estado durante más de dos segundos. Se respiraba intensidad: Neil necesitaba contar la historia, y Rebus que se la contaran. Rebus delimitó su territorio delante de la ventana, y se movía adelante y atrás de forma imperceptible, la cabeza inclinada, deteniéndose de vez en cuando para prestar mayor atención a las palabras de Neil. Neil se quedó cerca de la puerta, moviéndola por el picaporte, hasta hacerla crujir, para entonces empujarla o tirar de ella provocando nuevamente ese sonido lento y desgarrador. La linterna procuraba una iluminación apropiada a la escena, proyectando sombras rebeldes en las paredes, recortando los perfiles de los dos hombres, el que hablaba y el que escuchaba.
—Claro que sabía en qué estaba metido —dijo Neil—. Puede que fuera mayor que yo, pero siempre le conocí mejor que él a mí. Quiero decir, sabía cómo funcionaba su mente.
—Entonces sabías que era yonqui.
—Sabía que consumía drogas. Empezó en el instituto. Una vez lo pillaron, y casi lo expulsaron. Lo dejaron volver después de tres meses, para que pudiera presentarse a los exámenes. Aprobó un montón. Más de los que aprobé yo.
Sí, pensó Rebus, la admiración es cegadora.
—Después de los exámenes se largó. No supimos nada de él durante meses. Mi madre y mi padre casi enloquecieron. Hasta que se desentendieron. Para ellos dejó de existir. Ni siquiera podía mencionarle en casa.
—¿Pero siguió en contacto contigo?
—Sí. Me escribió una carta dirigida a un amigo mío. Fue muy listo. Así que la recibí sin que mis padres se enteraran. Me contaba que se había venido a Edimburgo. Que le gustaba más que Stirling. Que tenía un trabajo y una novia. Nada más, ni una dirección ni un número de teléfono.
—¿Te escribía a menudo?
—De vez en cuando. Mentía mucho, simulaba que las cosas eran mejores de lo que eran. Decía que no podía regresar a Stirling hasta que tuviera un Porsche y un piso, así podría demostrarles algo a los viejos. Después dejó de escribirme. Yo acabé el instituto y me alisté en la policía.
—Y viniste a Edimburgo.
—No enseguida, pero sí luego.
—¿Para encontrarlo?
Neil sonrió.
—Qué va. Yo también me había olvidado de él. Tenía que pensar en mí.
—¿Y qué pasó?
—Lo pillé una noche, mientras patrullaba.
—¿Por dónde?
—Tengo mi base en Musselburgh.
—¿Musselburgh? Eso no está precisamente a un paso de aquí, ¿verdad? ¿Qué quieres decir con que le pillaste?
—Bueno, no le pillé, no estaba haciendo nada. Pero iba muy colocado, y le acababan de meter una paliza.
—¿Te dijo qué había estado haciendo?
—No, pero podía imaginármelo.
—¿Qué?
—Hacía de chapero en Calton Hill, así que recibía.
—Es curioso, alguien ya me lo mencionó.
—Eso pasa. Dinero rápido para gente a la que nada le importa una mierda.
—¿Así que a Ronnie nada le importaba una mierda?
—A veces no. Otras veces… No lo sé, quizá no le conocía tanto como pensaba.
—Así que empezaste a visitarlo.
—Aquella noche tuve que llevarlo a casa. Regresé al día siguiente. Se sorprendió al verme, ni siquiera recordaba que le había llevado la noche anterior.
—¿Intentaste alejarlo de las drogas?
Neil se quedó en silencio. La puerta chirrió.
—Al principio sí —dijo finalmente—. Pero parecía tenerlo controlado. Suena estúpido, lo sé, después de haber dicho cómo lo encontré la primera noche, pero eso era una decisión suya, al fin y al cabo, como él siempre se encargó de recordarme.
—¿Qué pensaba de tener un hermano policía?
—Le parecía raro. Eso sí, nunca venía por aquí con el uniforme.
—Hasta esta noche.
—Así es. En cualquier caso, sí, le visité algunas veces. Casi siempre nos quedábamos aquí. Él no quería que nadie me viera. Tenía miedo de que descubrieran mi olor a cerdo.
Rebus sonrió.
—¿No serás tú el que anda siguiendo a Tracy, verdad?
—¿Quién es Tracy?
—La novia de Ronnie. Anoche apareció en mi piso. Unos tipos la habían estado siguiendo.
Neil negó con la cabeza.
—Yo no.
—Pero estabas anoche en la puerta de mi casa.
—Sí.
—Y estuviste aquí la noche en que murió Ronnie. —Demasiado directo, pero a la vez necesario. Neil paró de jugar con el picaporte, y esta vez se quedó en silencio durante veinte o treinta segundos, hasta respirar hondo.
—Estuve un rato, sí.
—Te dejaste esto. —Rebus le enseñó el clip brillante de la corbata, pero Neil no alcanzaba a verlo a la luz de la linterna. No es que tuviera que verlo para saber qué era.
—¿El clip de mi corbata? Me preguntaba dónde estaba. Aquel día mi corbata se rompió, la llevaba en el bolsillo.
Rebus no hizo ademán de entregarle el clip. Al contrario, se lo volvió a meter en el bolsillo. Neil asintió, comprendiendo.
—¿Por qué me seguías?
—Quería hablar con usted. Solo que no conseguía armarme del valor necesario.
—¿No querías que tus padres se enteraran de que Ronnie había muerto?
—Así es. Pensaba que quizá no conseguirías averiguar su identidad, pero lo hiciste. No sé cómo les afectará a mis padres. Creo que en el peor de los casos se quedarán tranquilos, sabrán que llevaban razón desde el principio, que hicieron bien en no pensárselo dos veces.
—¿Y en el mejor de los casos?
—¿El mejor de los casos? —Neil miró a través de la penumbra, buscando los ojos de Rebus—. Aquí no hay mejor caso.
—Supongo que no —dijo Rebus—. Pero todavía hay que avisarles.
—Lo sé. Lo sabía desde el principio.
—¿Entonces por qué me has estado siguiendo?
—Porque ahora usted está más cerca de Ronnie que yo. No sé por qué está tan interesado en él, pero es obvio que lo está. Y eso me interesa. Quiero que encuentre al que le vendió el veneno.
—Esa es mi intención, no te preocupes.
—Y quiero ayudar.
—Esa es la primera estupidez que dices, lo que no está mal para un agente. La verdad, Neil, es que serías el coñazo más grande que podría tocarme. De momento tengo toda la ayuda que necesito.
—Demasiados cocineros, ¿es eso?
—Algo así. —Rebus decidió que la confesión se había acabado, que ya casi todo estaba dicho. Se apartó de la ventana caminando hacia la puerta, y se detuvo delante de Neil—. Ya me has dado bastante la lata. No hueles a cerdo, hueles a pescado. A arenque, para ser preciso. Y adivina de qué color es el arenque.
—Dígamelo.
—Rojo, chaval, rojo.
Se oyó un ruido abajo, la presión sobre las tablas del suelo, un sistema más eficaz que cualquier alarma de infrarrojo. Rebus apagó la linterna.
—Quédate aquí —susurró. Luego fue hasta lo alto de la escalera—. ¿Quién anda ahí? —Una sombra apareció debajo de él. Encendió la linterna y vio los ojos entrecerrados de Tony McCall.
—Joder, Tony. —Rebus empezó a bajar las escaleras—. Vaya susto me has dado.
—Sabía que te encontraría aquí —dijo McCall—. Lo sabía.
Tenía la voz nasal, y Rebus pensó que desde que se habían separado hacía unas tres horas McCall había estado bebiendo sin parar. Rebus hizo un alto en mitad de la escalera, se dio la vuelta y volvió a subir.
—¿Y ahora adónde vas? —preguntó McCall.
—A cerrar la puerta —dijo Rebus. Cerró la puerta de la habitación, dejando a Neil dentro—. No queremos que los fantasmas se resfríen, ¿verdad?
McCall se reía mientras Rebus volvía a bajar las escaleras.
—Pensaba que podríamos tomarnos una copita —dijo—. Y nada de esa mierda sin alcohol que estabas bebiendo antes.
—Me parece bien —dijo Rebus, conduciendo hábilmente a McCall hacia la puerta principal—. Vamos. —Y cerró la puerta con llave, suponiendo que el hermano de Ronnie conocería cualquiera de las fáciles maneras de entrar y salir de la casa. Al fin y al cabo todo el mundo parecía conocerlas.
Todo el mundo.
—¿Dónde vamos? —preguntó Rebus—. No habrás venido conduciendo hasta aquí, Tony.
—Me ha traído un coche patrulla.
—Vale. Cogeremos mi coche.
—Podemos ir a Leith.
—No, prefiero algo más céntrico. En Regent Road hay algunos pubs que están bien.
—¿Por Calton Hill? —McCall se quedó sorprendido—. Hostias, John, se me ocurren sitios mejores adonde ir.
—A mí no —dijo Rebus—. Venga.
Nell Stapleton era la novia de Holmes. A Holmes siempre le habían seducido las mujeres altas, una fijación cuyo origen era su madre, que medía metro setenta y ocho. Nell era casi dos centímetros más alta que su madre, pero aun así él la quería.
Nell era más inteligente que Holmes. O, como a él le gustaba pensar, cada uno lo era más que el otro dependiendo del campo. Nell podía resolver el crucigrama del Guardian en menos de un cuarto de hora si tenía un buen día. Sin embargo tenía problemas con la aritmética y para recordar nombres: los puntos fuertes de Holmes. La gente decía que hacían buena pareja, que se les veía bien juntos, lo que probablemente era cierto. Además, se sentían bien viviendo de acuerdo con algunas sencillas normas: no hablar de matrimonio, no pensar en niños, no proponer irse a vivir juntos, y, por supuesto, nada de infidelidades.
Nell trabajaba de bibliotecaria en la Universidad de Edimburgo, una vocación que a Holmes le venía muy bien. Hoy, por ejemplo, le había pedido que le buscara algunos libros sobre ocultismo. No solo se los consiguió, sino que además le facilitó un par de tesis que él podía leer en la biblioteca. También había conseguido una bibliografía impresa de publicaciones relevantes, que le había entregado en el pub donde se encontraron por la tarde.
La zona del puente de los suspiros estaba siempre concurrida a mitad de semana y a media tarde, ya que allí se encontraban la mayoría de los bares del centro. La brigada de oficinistas que se tomaban una cerveza después del trabajo ya había cogido sus abrigos para marcharse, mientras que la multitud que iba a reemplazarles de noche todavía tenía que coger los autobuses desde la periferia hasta el centro de la ciudad. Nell y Holmes estaban sentados en una mesa apartada, lejos de los videojuegos, aunque demasiado cerca de uno de los altavoces. Holmes pidió otra media pinta para él, un zumo de naranja y una botella de Perrier para Nell, y preguntó en la barra si podían bajar el volumen.
—Lo siento, no puedo. A los clientes les gusta.
—Nosotros también somos clientes —insistió Holmes.
—Tendrás que hablar con el encargado.
—Vale.
—Todavía no ha llegado.
Holmes le lanzó una mirada de desprecio a la camarera antes de regresar a la mesa. Una vez allí, se quedó petrificado. Nell le había abierto la cartera y contemplaba la fotografía de Tracy.
—¿Quién es? —preguntó cerrando la cartera mientras él dejaba su bebida sobre la mesa.
—Es parte de un caso en el que estoy trabajando —respondió fríamente, volviendo a sentarse—. ¿Quién te ha dicho que puedes abrir mi cartera?
—Regla número siete, Brian. Nada de secretos.
—De todas formas…
—Es guapa, ¿no?
—¿Qué? En realidad no…
—La he visto en la universidad.
Aquí se interesó.
—¿La has visto?
—Ajá. En la cafetería de la biblioteca. La recuerdo porque parecía un poco mayor que los estudiantes con los que estaba.
—¿Entonces estudia allí?
—No necesariamente. Cualquiera puede entrar en la cafetería. En la biblioteca solo los estudiantes, pero no recuerdo haberla visto allí. Solo en la cafetería. ¿Y qué ha hecho?
—Nada, al menos que yo sepa.
—¿Entonces por qué llevas una foto de ella desnuda en tu cartera?
—Es parte del trabajo que estoy haciendo para el inspector Rebus.
—Así que coleccionas fotos guarras para él.
Ella finalmente sonrió, y él también. La sonrisa se esfumó cuando Rebus y McCall entraron en el pub, riéndose de algún chiste mientras se dirigían a la barra. Holmes no quería que Rebus y Nell se conocieran. Se esforzaba por olvidar su vida de policía cuando se encontraba con ella en el pub por las tardes (a pesar de algunos favores, como la bibliografía sobre ocultismo). Además estaba pensando en mantener a Nell como un as en la manga, y disponer de una lista de libros para pasarle a Rebus si fuera necesario.
Ahora era como si Rebus fuera a estropearlo todo. Y había algo más, otra razón por la que no quería que Rebus se acercara a su mesa. Tenía miedo de que le llamara «recadero».
Clavó los ojos en la mesa cuando Rebus paseó su mirada por el bar con un solo movimiento de cabeza, y se sintió aliviado al ver que los dos superiores, después de que les sirvieran sus bebidas, se alejaban en dirección a la remota mesa de billar, donde iniciaron una nueva discusión sobre quién tenía que poner las monedas para la partida.
—¿Qué ocurre?
Nell lo estaba mirando fijamente. Para eso había tenido que descender a su nivel y apoyar la cabeza sobre la mesa.
—Nada. —Se volvió para mirarla, ofreciendo al resto del bar un perfil rígido—. ¿Tienes hambre?
—Pues sí, un poco.
—Dios, yo también.
—Dijiste que ya habías comido.
—No mucho. Vamos, te invito a un indio.
—Déjame acabar el zumo. —Ella lo hizo en tres tragos, y salieron juntos, la puerta cerrándose silenciosamente a sus espaldas.
—¿Cara o cruz? —preguntó Rebus lanzando una moneda al aire.
—Cruz.
Rebus miró la moneda.
—Cruz. Tú rompes.
Mientras McCall colocaba su taco en posición sobre la mesa, cerrando un ojo para enfocar el triángulo de bolas al otro lado, Rebus tenía la vista clavada en la puerta del pub. Está bien, pensó. Holmes estaba fuera de servicio, y estaba con una chica. Suponía que eso le daba derecho a ignorar a su superior. Tal vez no tuviera nada nuevo, nada de lo que informarle. Aunque lo cierto es que la escena completa era un desaire. Antes le había soltado una sarta de insultos a Holmes, y ahora Holmes estaba enfadado.
—Tu turno, John —dijo McCall, que había roto sin meter.
—Lo que tú digas, Tony —reaccionó Rebus poniéndole tiza a la punta de su taco—. Lo que tú digas.
Mientras Rebus se preparaba para tirar, McCall se puso a su lado.
—Este debe de ser el único pub hetero de toda la calle —le dijo en voz baja.
—¿Conoces el significado de «homofobia», Tony?
—No me malinterpretes, John —dijo McCall enderezándose y viendo cómo la bola escogida por Rebus no entraba en el agujero—. Cada uno a lo suyo y todo ese rollo, me parece bien. Pero algunos de esos pubs y discotecas.
—Parece que conoces muchos.
—No, qué va. Es solo lo que se dice por ahí.
—¿Quién lo dice?
McCall metió una rayada, luego otra.
—Venga, John. Conoces Edimburgo tan bien como yo. Todo el mundo conoce el mundillo gay de aquí.
—Como bien dices, Tony, cada uno a lo suyo. —De repente Rebus oyó una voz en su cabeza: «Eres el hermano que nunca tuve». No, no, quita. Antes había frecuentado demasiado esa zona. McCall falló el siguiente tiro y Rebus se acercó a la mesa.
—¿Cómo consigues —dijo después de que le resbalara el taco— jugar tan bien después de haber bebido tanto?
McCall lanzó una risita.
—El alcohol cura los tembleques —dijo—. Así que acábate esa pinta que te pediré otra. Un regalo mío.
James Carew creía que se merecía su regalo. Había vendido una propiedad grande en las afueras de Edimburgo al director financiero de una compañía nueva en Escocia, y una pareja de arquitectos —escoceses de nacimiento, pero que se habían trasladado a Sevenoaks, en Kent— acababa de hacer una oferta bastante más alta de lo previsto por una finca de siete acres en los Borders. Un buen día. De ninguna manera el mejor, pero igualmente merecía una celebración.
Carew poseía un pied à terre en una de las calles georgianas más bonitas de la Ciudad Nueva, y una casa rural con algunos acres de terreno en la Isla de Skye. Eran buenos tiempos para él. Londres se estaba trasladando hacia el norte, y un puñado de inversores que habían hecho mucho dinero con las propiedades vendidas en el sudeste llegaban ahora con mucho dinero dispuestos a comprar algo más grande y mejor.
Salió de sus oficinas en George Street a las seis y media, y regresó a su piso. ¿Piso? Parecía un insulto llamarlo así: cinco habitaciones, salón, comedor, dos baños, una cocina idónea, con armario empotrado del tamaño de un apartamento en Hammersmith… Carew estaba en el lugar perfecto, en el único lugar, y en la época adecuada. Era un año al que había que agarrarse, que había que abrazar, distinto a cualquier otro. Se quitó el traje en su dormitorio, se duchó y se vistió con ropa más informal, igualmente ostentosa. Si bien había regresado a casa andando, necesitaba el coche para la noche. Estaba aparcado en un garaje en una callejuela de detrás de su casa. Las llaves estaban colgadas en la cocina. ¿Era el Jaguar un lujo? Sonrió, cerrando el piso con llave al salir. Tal vez lo era. Pero su lista de lujos era larga, y seguiría creciendo.
Rebus se quedó con McCall hasta que llegó el taxi. Rebus le dio al taxista la dirección de McCall, y vio al taxi alejarse. Maldita sea, él también estaba un poco mareado. Regresó al pub y fue al lavabo. Ahora en la barra había más gente, y la máquina de discos sonaba más fuerte. Los camareros habían aumentado de uno a tres, y trabajaban duro para arreglárselas. El lavabo era un refugio de baldosas, aislado del humo de los cigarrillos. El desinfectante con olor a pino penetró en las fosas nasales de Rebus mientras se inclinaba sobre el lavamanos. Alcanzó sus amígdalas con un par de dedos, hasta que se provocó una arcada y vomitó media pinta de cerveza, y luego otra media. Respiró hondo, sintiéndose un poco mejor, y se lavó bien la cara con agua fría. Luego se secó con un puñado de toallitas de papel.
—¿Estás bien? —le preguntó alguien que no parecía realmente solidario. Alguien que acababa de abrir la puerta y estaba buscando el urinario más próximo.
—Mejor que nunca —respondió Rebus.
—Eso es bueno.
¿Bueno? Eso no lo sabía, pero al menos su mente estaba más despejada, el mundo mejor enfocado. Tenía dudas sobre si superaría una prueba de alcoholemia, y más le valía que así fuera, ya que la próxima escala era su coche, que estaba aparcado en una callecita oscura. Seguía sin entender cómo Tony McCall, tambaleándose después de media docena de pintas, podía seguir jugando al billar con la mirada fija y el pulso firme. Ese hombre era un milagro. Le había ganado seis partidas consecutivas. Y Rebus lo había intentado. Especialmente hacia el final. Después de todo no estaba bien que un hombre que apenas podía mantenerse en pie fuera capaz de meter una bola tras otra, ganando limpiamente y celebrando a gritos otra victoria. No estaba bien. No sentaba bien.
Eran las once, quizá todavía un poco temprano. Se concedió un cigarrillo en el coche aparcado, con la ventanilla abierta, captando los sonidos del mundo a su alrededor. Los verdaderos sonidos de la noche: tráfico, voces estridentes, risas, los zapatos sobre el adoquín. Un cigarrillo, nada más. Luego arrancó el coche y empezó a conducir lentamente recorriendo el kilómetro de distancia que le separaba de su destino. Todavía quedaba un poco de luz en el cielo, típico del verano de Edimburgo. Sabía que más al norte nunca oscurecía de verdad en esta época del año.
Pero la noche podía ser oscura de otras maneras.
Al primero lo vio de pie en la acera delante del edificio del parlamento escocés. No había razón para que ese adolescente estuviera allí. Era improbable quedar con amigos a esa hora de la noche, y la parada más cercana de autobús estaba a un kilómetro dirección Waterloo Place. Allí estaba el chaval, fumando, con un pie levantado y apoyado en el muro de piedra que tenía a su espalda. Miró a Rebus cuando redujo con el coche, y hasta echó la cabeza un poco hacia delante para escudriñar dentro, para examinarle. A Rebus le pareció distinguir una sonrisa, pero no estaba seguro. Más adelante giró y dio la vuelta. Otro coche se había parado al lado del muchacho, y se estaba produciendo una conversación. Rebus siguió de largo. Del mismo lado del camino había dos chavales conversando frente al edificio del gobierno escocés. Un poco más allá había una hilera de tres coches estacionados delante del cementerio de Calton. Rebus dio otra vuelta, aparcó cerca de los coches, y echó a andar.
La noche era fresca. Sin nubes en el cielo. Soplaba una brisa ligera, nada más. El chaval que estaba frente al parlamento se había largado en el coche. Ahora no había nadie allí. Rebus cruzó la calle, se detuvo junto al muro y esperó, aguardando el momento propicio. Un par de coches pasaron por delante de él lentamente, los conductores girándose para mirarle. Pero ninguno se detuvo. Trató de memorizar las matrículas, sin saber muy bien por qué.
—¿Tienes fuego, jefe?
Era joven, dieciocho o diecinueve años como mucho. Vestía tejanos, zapatillas de deporte, una camiseta amorfa y una chaqueta vaquera. La cabeza rapada, el rostro bien afeitado pero con cicatrices de acné. Llevaba dos pendientes dorados en la oreja izquierda.
—Gracias —dijo cuando Rebus le pasó una caja de cerillas. Y luego—: ¿Qué hay? —lanzando a Rebus una mirada divertida antes de encender el cigarrillo.
—No mucho —dijo Rebus volviendo a coger las cerillas. El joven echó el humo por la nariz. No parecía que fuera a marcharse. Rebus se preguntó si había algún código que debería emplear. Su fina camisa se le pegaba a la piel, pese a que tenía la piel de gallina.
—Bah, por aquí nunca pasa nada. ¿Te apetece una copa?
—¿A esta hora? ¿Dónde?
El joven movió la cabeza señalando vagamente una dirección.
—En el cementerio Calton. Allí siempre puedes tomarte una copa.
—No, te lo agradezco. —Rebus se horrorizó al percibir el rubor en su cara. Esperó que la luz de la calle lo ocultara.
—Vale. Nos vemos. —El joven empezó a alejarse.
—Sí —dijo Rebus, aliviado—. Nos vemos.
—Y gracias por el fuego.
Rebus lo miró marcharse, caminando despacio, con aire resuelto, girándose cada vez que parecía que un coche se acercaba. A unos cien metros cruzó la calle y regresó, sin prestar atención a Rebus, pensando en otras cosas. A Rebus le pareció que el chico estaba triste, solo, sin duda no era un embaucador. Pero tampoco una víctima.
Rebus se quedó mirando fijamente el extenso muro del cementerio Calton, interrumpido solo por las verjas de metal. Una vez había llevado allí a su hija para enseñarle las tumbas de los célebres —David Hume, el editor Archibald Constable, el pintor David Allan— y la estatua de Abraham Lincoln. Ella le había preguntado por unos hombres que caminaban a paso enérgico por el cementerio, las cabezas inclinadas. Un hombre adulto y dos muy jóvenes. Rebus también se había preguntado por ellos. Pero sin darle mucha importancia.
No, no podía hacerlo. No podía entrar allí. No es que le diera miedo. Eso no, ni hablar, ni siquiera un poco. Era solo que… No tenía ni idea. Pero volvía a sentirse mareado, inestable. Regresaré al coche, pensó.
Y regresó al coche.
Llevaba un minuto en el asiento del conductor, fumando otro cigarrillo con aire pensativo, cuando lo vio por el rabillo del ojo. Se giró hacia donde el chico estaba sentado; no, sentado no, en cuclillas apoyado contra un muro bajo. Rebus apartó la mirada y siguió fumando. Entonces el chico se puso de pie y caminó hasta el coche. Golpeó la ventanilla del pasajero. Rebus respiró hondo antes de abrir la puerta. El chico subió sin decir una palabra y cerró la puerta con fuerza. Se quedó allí sentado, mirando a través del parabrisas, en silencio. Rebus, incapaz de pensar en algo atinado que decir, también se quedó en silencio. El chico habló primero.
—Hola.
Era una voz de hombre. Rebus se volvió para observarlo. Debía de tener unos dieciséis años. Llevaba una cazadora de cuero y una camisa de cuello abierto. Tejanos rotos.
—Hola —respondió Rebus.
—¿Tienes un cigarrillo?
Rebus le pasó el paquete. El chico cogió uno y le cambió el paquete por la caja de cerillas. Dio una calada profunda, conteniendo el humo durante un largo rato, para luego exhalar lo poco que quedaba en el interior del coche. Tomar sin dar, pensó Rebus. La ley de la calle.
—¿Y qué andas haciendo esta noche por aquí? —Rebus tenía la pregunta en los labios, pero el chico se le anticipó.
—Matando el tiempo —contestó Rebus—. No podía dormir.
El chico lanzó una risa áspera.
—Ya, no podías dormir, así que saliste a dar una vuelta. Te cansaste de conducir y paraste aquí de casualidad. Justo en esta calle. A esta hora de la noche. Luego te bajaste para estirar las piernas, y regresaste al coche. ¿No es así?
—Veo que me has estado observando —admitió Rebus.
—No necesitaba observarte. Eso ya lo he visto antes.
—¿A menudo?
—Bastante a menudo, James.
Las palabras sonaban duras; su voz, implacable. Rebus no tenía motivos para dudar del chico. Estaba claro que no se parecía en nada al chaval de antes, tierno como un queso.
—No me llamo James —dijo.
—Claro que sí. Todo el mundo se llama James. Así es más fácil recordar un nombre, incluso si no recuerdas la cara.
—Comprendo.
El chico se acabó el cigarrillo en silencio y lo arrojó por la ventanilla.
—¿Entonces qué?
—No lo sé —dijo Rebus sinceramente—. ¿Damos una vuelta?
—A la mierda. —Hizo una pausa, como si fuera a cambiar de opinión—. Vale, vamos hasta la cima de Calton Hill. A contemplar el agua.
—Vale —dijo Rebus arrancando el coche.
Subieron por la carretera empinada y tortuosa hasta la cima de la colina, donde estaban el observatorio y la escultura rara con columnas —una réplica del Partenón de Grecia—, ambos perfilados contra el cielo. Allá arriba no estaban solos. Había otros coches aparcados en la oscuridad, mirando hacia el otro lado del fiordo de Forth, en dirección a la tenuemente iluminada costa de Fife. Rebus, con la idea de no acercarse demasiado a los demás coches, decidió aparcar a una distancia prudente, pero las ideas del chico eran otras.
—Párate al lado de ese Jaguar —le ordenó—. Menudo cochazo.
Rebus sintió que su coche recibía el insulto con la mayor dignidad posible. Cuando se detuvo los frenos chirriaron en señal de protesta. Apagó el motor.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Lo que tú quieras —dijo el chico—. En efectivo, por supuesto.
—Por supuesto. ¿Y si solo hablamos?
—Depende del tipo de charla que quieras tener. Cuanto más obscena, más caro te saldrá.
—Estaba pensando en un chico que conocí aquí una vez. No hace mucho. No he vuelto a verlo por aquí. Me preguntaba qué había sido de él.
De repente el muchacho le metió una mano a Rebus en la entrepierna, frotando el pantalón con fuerza y rapidez. Rebus se quedó mirando fijamente la mano por un instante, antes de agarrarla, en una acción serena pero firme, y retirarla de allí. El chico sonrió burlón, reclinándose en su asiento.
—Dime cómo se llama, James.
Rebus intentaba dejar de temblar. El estómago se le estaba llenando de bilis.
—Ronnie —dijo al fin, aclarándose la garganta—. No era demasiado alto. De pelo oscuro, bastante corto. Solía sacar fotos. Ya sabes, un aficionado a la fotografía.
El chico levantó las cejas.
—Tu eres fotógrafo, ¿verdad? Ya veo que te va el rollo de las fotos.
Rebus asintió despacio. No creía que el muchacho fuera a descubrirle, pero no iba a revelarle más de lo necesario. Y sí, ese Jaguar era un cochazo. Parecía nuevo. Una pintura llamativamente metalizada, brillante. Alguien con pasta. ¡Santo cielo, cómo podía ser que tuviera una erección!
—Creo que conozco al Ronnie del que me hablas —dijo el chico—. No lo he visto por aquí.
—¿Y qué puedes decirme de él?
El chico estaba mirando otra vez a través del parabrisas.
—Desde aquí la vista es estupenda, ¿no crees? —dijo—. Incluso de noche. Sobre todo de noche. Impresionante. Casi nunca vengo de día. No parece nada del otro mundo. Tú eres poli, ¿no?
Rebus se volvió hacia él, pero el chico seguía mirando a través del parabrisas, sonriendo despreocupadamente.
—Sabía que lo eras —dijo—. Desde el principio.
—¿Entonces por qué subiste al coche?
—Por curiosidad, supongo. Además —ahora él se volvió hacia Rebus—, algunos de mis mejores clientes son agentes de la ley.
—Bueno, eso no me interesa.
—¿No? Pues debería. Soy menor de edad, ¿sabes?
—Lo suponía.
—Sí, en fin… —El chico se hundió en el asiento, colocando los pies encima del salpicadero. Por un instante Rebus pensó que iba a hacer algo, y dio un respingo. Pero el chico solo se echó a reír.
—¿Qué pensabas? ¿Creías que te iba a meter mano otra vez? ¿Eh? Pues no ha habido suerte, James.
—¿Y qué hay de Ronnie? —Rebus no estaba seguro de si quería darle un puñetazo en el vientre o llevar a ese niñato desagradable a un cálido y afectuoso reformatorio. Pero sí sabía, por encima de todo, que quería respuestas.
—Dame otro piti. —Rebus se lo dio—. Gracias otra vez. ¿Por qué estás tan interesado en él?
—Porque ha muerto.
—Eso ocurre todo el tiempo.
—De sobredosis.
—Lo dicho.
—La sustancia era letal.
El chico se quedó un momento en silencio.
—Eso sí es una mala noticia.
—¿Te has encontrado con algo de mierda adulterada últimamente?
—No. —Volvió a sonreír—. Solo material de primera. ¿Llevas algo encima? —Rebus negó con la cabeza, mientras pensaba: un puñetazo en el estómago—. Qué pena —dijo el chico.
—Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Nada de nombres, James, sin nombres no hay culpables. —Extendió su mano con la palma hacia arriba—. Necesito dinero.
—Primero necesito respuestas.
—Pues pregunta. Pero antes la voluntad, ¿no? —La mano seguía tendida, a la espera como cualquier futuro padre. Rebus encontró un billete de diez libras arrugado en su chaqueta y se lo dio. El chico parecía satisfecho—. Con esto compras las respuestas a dos preguntas.
La ira de Rebus se encendió.
—Con eso compro todas las respuestas que quiera, o te juro que…
—¿Te pondrás violento? ¿Te van esos juegos?
El chico parecía despreocupado. Quizá ya conocía de qué se trataba. Rebus se quedó pensativo.
—¿Son frecuentes los intercambios violentos? —preguntó.
—No muy frecuentes. —El chico hizo una pausa—. Pero se llevan bastante.
—Ronnie estaba metido en eso, ¿verdad?
—Esa es tu segunda pregunta —hizo constar el chico—. Y la respuesta es: no lo sé.
—Si no sabes, no cuenta —dijo Rebus—. Y todavía me quedan un montón de preguntas.
—Vale, si te vas a poner así… —El chico alargó la mano para coger la manivela de la puerta, dispuesto a bajarse del coche. Rebus lo cogió por el cuello y le golpeó la cabeza contra el salpicadero, justo entre los dos pies todavía apoyados.
—¡Joder! —El chico se palpó la frente en busca de sangre. No había. Rebus estaba satisfecho: máxima conmoción y un daño visible mínimo—. Tú no puedes hacer…
—Yo puedo hacer lo que quiera, hijo, y eso incluye arrojarte desde el punto más alto de la ciudad. Ahora háblame de Ronnie.
—No puedo hablarte de Ronnie. —Había lágrimas en sus ojos. Se frotaba la frente, tratando de borrar el daño—. No sé mucho de él.
—Pues dime lo que sabes.
—Vale, vale. —Se sorbió la nariz, limpiándosela con la manga de su cazadora—. Lo único que sé es que algunos amigos míos andan metidos en un rollo violento.
—¿Qué rollo?
—No lo sé. Algo heavy. No quieren hablar, pero lo hacen sus cicatrices. Cardenales, cortes. Uno de ellos estuvo una semana en el hospital. Dijo que se cayó por las escaleras. Joder, parecía que se había caído de un rascacielos.
—¿Pero nadie habla de lo que pasó?
—Debe de haber buena pasta de por medio.
—¿Algo más?
—Puede que no sea importante… —El muchacho se había amansado. Rebus podía notarlo en su voz. Podría seguir hablando hasta el día del juicio final. Bien: Rebus no tenía muchos confidentes en esta parte de la ciudad. Un par de oídos nuevos podían cambiar totalmente la cosa.
—Habla —ladró, disfrutando ahora de su papel.
—Unas fotografías. Alguien está haciendo circular el rumor de que hay cierto interés en fotografías. Extremas…
—¿Fotos porno?
—Supongo. Los rumores son un poco vagos. Suelen serlo cuando no son de primera mano.
—Disparates —dijo Rebus. Estaba pensando: todo esto se parece al juego de los disparates, todo llega de lejos, nada es una prueba concluyente.
—¿Qué?
—Nada. ¿Algo más?
El chico negó con la cabeza. Rebus se metió la mano en el bolsillo y, para su sorpresa, encontró otro billete de diez libras. Entonces recordó que había pasado por un cajero mientras estaba de juerga con McCall. Le ofreció el dinero.
—Toma. Y además te daré mi nombre y mi número de teléfono. Siempre estoy abierto para recibir información, aunque sea poca cosa. Y oye, lamento lo del golpe en tu cabeza.
El chico cogió el dinero.
—No pasa nada. He visto pagas peores. —Sonrió.
—¿Te llevo a algún sitio?
—A los puentes, quizá.
—No hay problema. ¿Cómo te llamas?
—James.
—¿De verdad? —Rebus sonrió.
—Sí, en serio. —El chico también sonrió—. Oye, hay algo más.
—Te escucho, James.
—Es solo un nombre que vengo oyendo. Quizá no signifique nada.
—¿Cuál es?
—Hyde. H - Y - D - E.
Rebus frunció el entrecejo.
—¿Hyde? ¿Qué pasa con Hyde?
—No lo sé. Como dije, es solo un nombre.
Rebus agarró el volante. ¿Hyde? ¿Hyde? ¿Era eso lo que Ronnie había intentado decirle a Tracy, que se escondiera de alguien llamado Hyde[1]? Mientras intentaba pensar se sorprendió mirando nuevamente al Jaguar. O, más bien, al perfil del hombre sentado en el asiento del conductor. Tenía una mano levantada, apoyada en la nuca de un acompañante mucho más joven que ocupaba el asiento del pasajero. Lo acariciaba, mientras no paraba de susurrarle cosas al oído. Caricias y susurros. Todo muy inocente.
Qué extraño entonces que James Carew, de la agencia inmobiliaria Bowyer Carew, se sobresaltara tanto cuando, al sentirse observado, giró la cabeza y se encontró cara a cara con el inspector Rebus.
Rebus estaba asimilándolo, mientras Carew buscaba a tientas la llave del arranque, aceleraba el nuevo motor V12 y salía marcha atrás del aparcamiento como si le estuviera persiguiendo la mismísima Inquisición.
—Tiene prisa —dijo James.
—¿Le habías visto antes?
—La verdad es que no he llegado a verle la cara. Pero el coche seguro que no lo había visto antes.
—No, claro, el coche es nuevo —dijo Rebus mientras arrancaba el suyo con pereza.
El piso todavía olía a Tracy. Su fragancia persistía en la sala y en el cuarto de baño. Él podía verla con la toalla suelta en la cabeza y las piernas plegadas debajo de su cuerpo… Trayéndole el desayuno: los platos sucios todavía estaban junto a su cama deshecha. Ella se había reído al ver que él dormía sobre un colchón en el suelo. «Como en una casa ocupada», había dicho. Ahora el piso parecía más vacío, más vacío de lo que había estado durante algunas horas. Y Rebus podía darse un baño. Fue al cuarto de baño y abrió el agua caliente. Todavía sentía la mano de James sobre su pierna… En la sala se quedó mirando una botella de whisky durante un minuto entero, pero le dio la espalda y fue a la nevera a por una cerveza rubia de baja graduación.
La bañera tardaba en llenarse. Un tornillo de Arquímedes habría sido más efectivo. Al menos le dio tiempo a hacer otra llamada a la comisaría, para averiguar cómo estaban tratando a Tracy. Las noticias no eran buenas. Ella empezaba a irritarse, no quería comer, se quejaba de dolores en el costado. ¿Apendicitis? Más probablemente el mono. Se sintió profundamente culpable por no haber ido a verla antes. No le vendría de una capa de culpa más, así que decidió aplazar la visita hasta el día siguiente. Quería distanciarse durante unas horas de todo aquello, de lo sórdido de la vida de los demás. Su piso ya no le parecía seguro, no como la fortaleza inexpugnable que era hacía solo uno o dos días. Había sufrido daños, tanto internos como estructurales: se sentía sucio por dentro, como si la ciudad se hubiese desprendido de una de sus capas de mugre y le hubiera obligado a tragársela entera.
Al diablo con eso.
Estaba bien pillado. Estaba viviendo en la ciudad más hermosa y civilizada del norte de Europa, y sin embargo tenía que lidiar a diario con su otra cara, con el asunto menor de su animosidad. ¿Animosidad? Hacía mucho que no empleaba esa palabra. Ni siquiera estaba seguro de qué significaba exactamente, pero sonaba bien. Bebió un sorbo de cerveza, reteniendo la espuma en la boca como un niño que juega con la pasta de dientes. Todo espuma. Nada de sustancia.
Todo espuma. Ahora se le ocurrió otra idea. Pondría un poco de aceite de baño espumoso en el agua. Un baño de burbujas. ¿Quién diablos se lo había regalado? Ah, sí. Gill Templer. De pronto lo recordó. Y también recordó la ocasión. Ella le había regañado amablemente porque él nunca limpiaba la bañera. Después le había regalado ese aceite de baño.
—Para que te limpies tú y tu bañera —había dicho ella leyendo la etiqueta de la botella—. Para que tu baño vuelva a ser divertido.
Él había sugerido que probaran juntos el producto, y… Jesús, John, ya vuelves a ponerte morboso. Que se hubiese marchado con un locutor cabeza hueca que respondía al improbable nombre de Calum McCallum no era el fin del mundo. No estaban cayendo bombas. Ni siquiera había sirenas en el cielo.
No había nada excepto… Ronnie, Tracy, Charlie, James y el resto. Y ahora Hyde. Recién ahora Rebus empezaba a comprender el significado de la expresión «hecho polvo». Sumergió sus miembros desnudos en el agua casi hirviendo, y cerró los ojos.