Martes

«Pero ahora pienso que la causa hay que buscarla mucho más profundamente en la naturaleza del hombre, y en algo más noble que en el simple principio del odio.»

No fue fácil conciliar el sueño, pero finalmente, hundido en su sillón favorito y con un libro abierto sobre el regazo, debió de quedarse profundamente dormido, porque hizo falta una llamada a las nueve de la mañana para que se despertara.

Mientras revolvía el suelo buscando su nuevo teléfono inalámbrico, sentía todo su cuerpo agarrotado y dolorido.

—¿Sí?

—Inspector Rebus, le llamo del laboratorio, temprano como pidió.

—¿Qué es lo que tienes?

Rebus volvió a hundirse en el sillón, frotándose los ojos con su mano libre, tratando de acoplarse a este mundo nuevo y recién despierto. Lanzó una ojeada a su reloj y se dio cuenta de lo mucho que había dormido.

—Bueno, no es la heroína más pura del mercado.

Asintió, seguro de que casi no hacía falta formular la siguiente pregunta.

—¿Mataría a cualquiera que se la inyectara?

La respuesta lo sobresaltó. Se incorporó.

—En absoluto. De hecho es muy limpia, considerándolo todo. Un poco diluida respecto a su pureza original, pero eso no es nada inusual. Es más bien la norma.

—¿Pero se podía consumir?

—Supongo que estaba en muy buenas condiciones de ser consumida.

—Comprendo. En fin, gracias. —Rebus colgó. Lo había tenido tan claro. Tan claro… Hurgó en su bolsillo, encontró el número que necesitaba y marcó rápidamente los siete dígitos, antes de empezar a agobiarse pensando en el café de la mañana.

—Con el doctor Einfield, habla el inspector Rebus. —Esperó—. ¿Doctor? Bien, gracias. ¿Cómo está usted? Me alegro. Oiga, ese cuerpo que encontraron ayer, el del drogadicto de Pilmuir, ¿tiene alguna novedad? —Escuchó—. De acuerdo, esperaré.

Pilmuir. ¿Qué había dicho Tony McCall? Que antes era un lugar bonito, inocente, o algo así. Pero el pasado siempre fue mejor, ¿no es así? La memoria suaviza las aristas, como Rebus bien sabía.

—¿Hola? —dijo al teléfono—. Sí, está bien. —Se escuchó el crujido de un papel de fondo. Y la voz desapasionada de Einfield.

—Contusiones en el cuerpo. Considerables. Resultado de una mala caída o de alguna clase de enfrentamiento físico. El estómago estaba casi completamente vacío. VIH negativo, lo que ya es algo. En cuanto a la causa de la muerte, en fin…

—¿La heroína? —apuntó Rebus.

—Hummm… Noventa y nueve por ciento impura.

—¿En serio? —Rebus se animó—. ¿Con qué la habían diluido?

—Todavía estamos trabajando en ello, inspector. Pero una deducción razonable indica que podría haber sido con cualquier cosa, desde aspirina triturada hasta raticida, haciendo estricto hincapié en el control de roedores.

—¿Está diciendo que era letal?

—Oh, desde luego que sí. El que la haya vendido estaba suministrando eutanasia. Si hay más de eso por ahí… en fin, no quiero ni pensarlo.

¿Más de eso por ahí? A Rebus le escoció el cuero cabelludo de solo pensarlo. ¿Y si alguien iba por ahí envenenando a los yonquis? ¿Pero qué explicación tenía el contenido de la otra bolsa en perfecto estado? Una bolsa de droga pura, y otra en el peor estado posible. No tenía ningún sentido.

—Gracias, doctor Einfield.

Dejó el teléfono sobre el brazo del sillón. Tracy al menos tenía razón en algo. Ellos habían matado a Ronnie. Quienesquiera que fuesen «ellos». Y Ronnie lo supo, lo supo nada más inyectarse esa sustancia… No, espera… ¿Acaso ya lo sabía antes de inyectarse? ¿Cómo era posible? Rebus tenía que encontrar al camello. Tenía que averiguar por qué Ronnie había sido elegido para morir. Elegido, en realidad, para un sacrificio…

El patio trasero. Tony McCall se había largado de Pilmuir y finalmente había adquirido una hipoteca abrumadora, lo que alguna gente confunde con comprar una casa. Por lo demás, era una casa preciosa. Él lo sabía porque su mujer se lo decía. Se lo repetía constantemente. Ella no entendía por qué él pasaba tan poco tiempo en la casa. Al fin y al cabo, le decía ella, también era su casa.

La casa. Para la mujer de McCall era un palacio. Lo de casa se quedaba corto. Y los dos hijos, el chaval y la niña, habían sido educados para andar de puntillas por el interior, sin dejar migas ni huellas, sin provocar líos ni destrozos. McCall, que había vivido una infancia violenta junto a su hermano Tommy, lo encontraba antinatural. Sus hijos se habían criado en una burbuja de miedo y amor, una mala combinación. Ahora Craig tenía catorce años, e Isabel once. Ambos eran tímidos, introspectivos, quizá hasta un poco raros. Adiós al sueño de que su hijo fuera jugador de fútbol profesional, y su hija actriz. Craig jugaba mucho al ajedrez, pero no practicaba ningún deporte. (Había ganado una pequeña placa en el instituto después de un torneo. Después de eso McCall había intentado aprender a jugar, pero fracasó.) A Isabel le gustaba hacer punto. Se sentaban en el salón superperfecto diseñado por su madre, y se quedaban casi en silencio. Solo se oía el ruido seco de las agujas y el suave movimiento de las piezas de ajedrez.

Dios, como para no estar fuera de casa.

Así que allí estaba en Pilmuir, sin ninguna misión en concreto, simplemente paseando. Tomando un poco de aire. Desde su urbanización ultramoderna de chalets como cajas de zapatos y Volvos en la puerta, tenía que cruzar algunos descampados, evitar el tráfico imposible de la carretera principal, pasar por la pista de deportes de un colegio y maniobrar entre las fábricas hasta llegar a Pilmuir. Pero el esfuerzo merecía la pena. Conocía el lugar; conocía a las mentes que lo infectaban.

Después de todo era uno de ellos.

—Hola, Tony.

Se dio la vuelta, sin reconocer la voz, listo para un altercado. Allí estaba John Rebus, con las manos en los bolsillos y una sonrisa.

—¡John! Joder, qué susto me has dado.

—Lo siento. Qué suerte encontrarte por aquí. —Rebus echó un vistazo alrededor, como buscando a alguien—. Intenté llamarte, pero me dijeron que tenías el día libre.

—Sí, así es.

—¿Y qué andas haciendo por aquí?

—Solo estoy de paseo. Vivimos al otro lado. —Señaló con la cabeza hacia el sudoeste—. No muy lejos. Además, este es mi territorio. No lo olvides. Tengo que mantener vigilados a los chicos y a las chicas.

—Justamente de eso quería hablarte.

—¿Ah, sí?

Rebus había empezado a caminar por la acera, y McCall, todavía desconcertado por la súbita aparición, lo siguió.

—Sí —dijo Rebus—. Quería preguntarte si conoces a alguien, a un amigo del fallecido. Se llama Charlie.

—¿Eso es todo? ¿Charlie a secas? —Rebus se encogió de hombros—. ¿Qué aspecto tiene?

Rebus volvió a encogerse de hombros.

—Ni idea, Tony. Fue Tracy, la novia de Ronnie, la que me habló de él.

—¿Ronnie? ¿Tracy? —McCall frunció el ceño—. ¿Quiénes diablos son?

—Ronnie es el muerto. El yonqui que encontramos en el barrio.

De repente todo se aclaró en la mente de McCall. Asintió lentamente con la cabeza.

—Trabajas deprisa —dijo.

—Voy lo más rápido que puedo. La novia de Ronnie me contó una historia interesante.

—¿Ah, sí?

—Me dijo que a Ronnie lo mataron.

Rebus siguió andando, pero McCall se detuvo.

—¡Espera un momento! —Alcanzó a Rebus—. ¿Que lo mataron? Venga, John, tú viste al tipo.

—Es la verdad. Con una dosis de matarratas en las venas.

McCall silbó suavemente.

—Joder.

—Ya —dijo Rebus—. Y ahora necesito hablar con ese Charlie. Es joven, puede que esté un poco asustado, y que tenga interés en el ocultismo.

McCall revisó mentalmente su información.

—Supongo que hay uno o dos sitios donde podríamos preguntar —dijo finalmente—. Pero será difícil. El concepto de colaboración ciudadana todavía no está tan difundido.

—¿Quieres decir que no seremos bienvenidos?

—Algo así.

—Vale, solo dame la dirección e indícame por dónde ir. Al fin y al cabo es tu día libre.

McCall se mostró ofendido.

—Te olvidas, John, de que es mi territorio. Por derecho, este debería ser mi caso, si es que tenemos un caso.

—Sería tu caso si no fuera por aquella resaca. —Ambos sonrieron, pero Rebus se preguntó si en manos de Tony McCall este caso estaría siendo investigado. ¿Acaso Tony lo dejaría pasar? ¿Era eso lo que Rebus debía hacer, dejarlo pasar?

—En cualquier caso —intervino McCall en el momento justo—, seguro que tienes algo mejor que hacer.

Rebus negó con la cabeza.

—Nada. Me han quitado toda la faena de encima por orden del granjero.

—¿Te refieres al comisario Watson?

—Quiere ponerme a trabajar en su campaña contra las drogas. Justo a mí, joder.

—Eso puede ser un poco embarazoso.

—Lo sé. Pero el idiota cree que tengo «experiencia personal».

—Tiene sus motivos, supongo. —Rebus iba a discutir, pero McCall se anticipó—. ¿Entonces no tienes nada que hacer?

—No hasta que me llame el Granjero Watson.

—Qué suerte tienes, cabrón. En fin, eso cambia las cosas un poco, aunque no demasiado, lamento decir. Aquí eres mi invitado, y tendrás que aguantarme. Hasta que me aburra, es lo que hay.

Rebus sonrió.

—Gracias, Tony. —Miró alrededor—. Bueno, ¿por dónde empezamos?

McCall señaló con la cabeza hacia atrás. Se dieron la vuelta y echaron a andar por donde habían venido.

—Dime una cosa —dijo Rebus—. ¿Tan mal lo pasas en tu casa que se te ocurre venir aquí en tu día libre?

McCall se echó a reír.

—¿Tan obvio es?

—Solo para alguien que ha estado en la misma situación.

—Bah, yo qué sé, John. Es como si tuviera todo lo que nunca quise.

—Nunca se está satisfecho. —Era una simple declaración de intenciones.

—A ver, Sheila es una madre estupenda y todo eso, y los chicos nunca se meten en líos, pero…

—La hierba siempre crece más verde en el huerto ajeno —dijo Rebus, pensando en el fracaso de su propio matrimonio, en lo frío que estaba su piso cuando volvía a casa, en el sonido hueco que emitía la puerta cuando la cerraba.

—Ahora bien, Tommy, mi hermano, yo creía que lo había conseguido. Un montón de pasta, casa con jacuzzi, garaje con puerta automática… —McCall advirtió la sonrisa de Rebus, y también sonrió.

—Persianas eléctricas —continuó Rebus—, matrícula personalizada, teléfono para el coche…

—Multipropiedad en Málaga —dijo McCall, a punto de reírse—, módulos de cocina con revestimiento en mármol.

Era demasiado ridículo. Se reían a carcajadas mientras caminaban, ampliando cada vez más el catálogo. Pero de pronto Rebus cayó en la cuenta de dónde estaban y paró de reírse, paró de caminar. Estaban donde se había dirigido desde un primer momento. Se palpó el bolsillo buscando la linterna.

—Acompáñame, Tony —dijo discretamente—. Quiero enseñarte algo.

—Lo encontraron aquí —dijo Rebus iluminando con la linterna las tablas del suelo—. Las piernas juntas, acostado de espaldas, los brazos extendidos. No creo que se quedara en esa posición por casualidad, ¿no te parece?

McCall analizó la escena. Ahora eran dos profesionales, actuando casi como extraños.

—¿Y la novia dice que lo encontró arriba?

—Así es.

—¿Tú la crees?

—¿Por qué iba a mentir?

—Hay un montón de razones, John. ¿La conozco?

—No lleva mucho tiempo en Pilmuir. Es un poco más mayor de lo que te imaginas, de unos veinticinco, quizá más.

—Así que Ronnie estaba muerto, lo trajeron hasta abajo y lo colocaron aquí con las velas y todo.

—Eso es.

—Empiezo a entender por qué necesitas encontrar al amigo interesado en el ocultismo.

—Correcto. Ahora ven y mira esto.

Rebus llevó a McCall hasta la pared del fondo y alumbró la estrella de cinco puntas, y luego la parte superior del muro.

—Hola Ronnie —leyó McCall en voz alta.

—Ayer no estaba.

—¿En serio? —McCall parecía sorprendido—. Fueron los niños, John, no le des más vueltas.

—Los niños no dibujan estrellas de cinco puntas.

—No, es cierto.

—Charlie dibujó la estrella.

—Sí. —McCall se metió las manos en el bolsillo y se puso recto—. Me has convencido, inspector. Vamos a cazar okupas.

Pero los pocos que encontraron no parecían saber nada, ni siquiera parecía importarles. Como dijo McCall, no era la mejor hora. Los okupas estaban en el centro, robando monederos, mendigando, robando en tiendas, trapicheando. Rebus aceptó a regañadientes que estaban perdiendo el tiempo.

Como McCall quería escuchar la cinta que Rebus había grabado de su entrevista con Tracy, se dirigieron a comisaría. McCall creía que en la grabación podría haber alguna pista que los conduciría hasta Charlie, algo que le ayudaría a encontrar al chaval, algo que a Rebus se le hubiera pasado por alto.

Rebus iba uno o dos peldaños por delante de McCall mientras subían cansados las escaleras que conducían a la robusta puerta de madera de la comisaría. Un oficial fresco arrancaba su turno tras el escritorio, luchando todavía con el cuello de su camisa y el clip de la corbata. Simple pero inteligente, pensó Rebus. Una solución simple pero inteligente. Todos los uniformados llevaban corbatas de clip, de modo que si en una lucha cuerpo a cuerpo el agresor tiraba del cuello del agente solo se quedaría con la corbata en las manos. Asimismo, las gafas del oficial sentado en su escritorio tenían unas lentes especiales, que al recibir un golpe se salían del marco sin romperse en pedazos. Simple pero inteligente. Rebus esperaba que el caso del yonqui crucificado fuera un caso simple.

Él no se sentía muy inteligente.

—Hola, Arthur —dijo al pasar por el escritorio—. ¿Algún mensaje para mí?

—Dame un momento, John. Acabo de llegar.

—Está bien.

Rebus se detuvo y se metió las manos en los bolsillos, y los dedos de su mano derecha tocaron algo extraño, metálico. Sacó el cierre del broche y lo examinó. Y se quedó petrificado.

McCall lo miraba perplejo.

—Ve subiendo —le dijo Rebus—. Yo iré enseguida.

—Como quieras, John.

Rebus regresó hasta el escritorio y le tendió la mano derecha al oficial.

—Hazme un favor, Arthur. Déjame tu corbata.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

El oficial se quitó la corbata sabiendo que esa noche tendría algo que contar en el bar. El clip emitió un chasquido al desprenderse de la camisa. Simple pero ingenioso, pensó Rebus, sosteniendo la corbata entre los dedos.

—Gracias, Arthur —dijo.

—A disponer, John —dijo el oficial, siguiendo con la mirada a Rebus mientras se dirigía hacia la escaleras—. Lo que haga falta.

—¿Sabes qué es esto, Tony?

McCall estaba sentado en la silla de Rebus, detrás del escritorio. Tenía un puño metido en un cajón, y levantó la vista sobresaltado. Rebus sostenía la corbata frente a él. McCall asintió, sacando la mano del cajón. Empuñaba una botella de whisky.

—Es una corbata —dijo—. ¿Tienes vasos?

Rebus dejó la corbata sobre el escritorio. Se acercó al archivador y buscó entre todos los vasos abandonados y sucios que había ahí encima. Finalmente encontró uno que le pareció aceptable, y lo llevó a la mesa. McCall estaba leyendo la cubierta de un archivo depositado en el escritorio.

—«Ronnie» —leyó en voz alta—. «Tracy: llamada». Veo que tus notas son tan precisas como siempre.

Rebus le entregó el vaso.

—¿Dónde está el tuyo? —preguntó McCall señalando el vaso.

—No me apetece beber. Si te digo la verdad, apenas lo pruebo. —Rebus señaló la botella con la cabeza—. Es para los invitados. —McCall frunció los labios y abrió los ojos de par en par—. Además —continuó Rebus—, tengo un dolor de cabeza de padre y madre. Y de suegros. Y de niños, vecinos, de la ciudad y del campo. —Reparó en un sobre grande que había sobre el escritorio: FOTOGRAFÍAS. NO DOBLAR.

—¿Sabes, Tony?, cuando era oficial estas cosas tardaban días en llegar. Ser inspector es como ser de la realeza. —Abrió el sobre y sacó el juego de copias, de veinticinco por dieciocho, en blanco y negro. Le pasó una a McCall.

—Mira —dijo Rebus—, no hay nada escrito en la pared. Y la estrella está sin acabar. La terminaron hoy. —McCall asintió y le devolvió la fotografía. Rebus la recibió y le pasó otra—. El difunto.

—Pobre diablillo —dijo McCall—. Podría ser uno de nuestros hijos, ¿no crees, John?

—No —contestó Rebus con firmeza. Hizo un cucurucho con el sobre y se lo metió en un bolsillo de la chaqueta.

McCall había cogido la corbata. La agitó ante los ojos de Rebus, esperando una explicación.

—¿Alguna vez has llevado una de esas? —le preguntó Rebus.

—Claro, en mi boda, tal vez en un entierro o en un bautizo…

—Me refiero a una de estas, una corbata de clip. Recuerdo que cuando era niño a mi padre se le ocurrió que me quedaría bien una falda escocesa. Me compró el traje completo, que incluía una pequeña corbata a cuadros. Era de clip.

—Yo también he llevado una —dijo McCall—. Como todo el mundo. Todos hemos empezado desde abajo, ¿no es eso?

—No —dijo Rebus—. Ahora sal de mi maldita silla.

McCall se levantó para buscar otra silla, y la arrastró desde la pared hasta el escritorio. Mientras tanto Rebus tomó asiento, la corbata en su mano.

—Forman parte del uniforme.

—¿Qué cosa?

—Las corbatas de clip —dijo Rebus—. ¿Quién más las lleva?

—Hostias, John, yo qué sé.

Rebus le lanzó el clip a McCall, que no reaccionó a tiempo. La pieza cayó al suelo, y McCall la recogió.

—Es un clip de broche —dijo.

—Lo encontré en la casa de Ronnie —dijo Rebus—. En lo alto de la escalera.

—¿Y?

—Que a alguien se le rompió la corbata. Quizá ocurrió cuando estaban arrastrando a Ronnie escaleras abajo. Quizá sea de un agente.

—¿Crees que uno de los nuestros…?

—Es solo una suposición —dijo Rebus—. Desde luego, podría pertenecer a cualquiera de los chicos que encontraron el cadáver. —Extendió la mano y McCall le devolvió el clip—. Hablaré con ellos.

—John, qué demonios… —McCall prorrumpió en un sonido ahogado, incapaz de encontrar las palabras para preguntar lo que quería.

—Bébete un whisky —dijo Rebus atentamente—. Luego puedes escuchar la cinta y decidir si crees que Tracy dice la verdad.

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé. —Se guardó la corbata del oficial en el bolsillo—. Quizá consiga atar algunos cabos sueltos.

McCall se estaba sirviendo el whisky cuando Rebus salió del despacho, pero la frase final, pronunciada desde la escalera, fue lo bastante alta y clara como para que él la oyera.

—O quizá lo mande todo al diablo.

—Sí, es una simple estrella de cinco puntas.

El doctor Poole, psicólogo, aunque en realidad no era psicólogo, explicó, sino más bien profesor de psicología, que era una cosa muy distinta, estudiaba las fotografías con detenimiento, el labio inferior cubriendo el labio superior en un gesto de absoluta certeza. Rebus jugaba con el sobre vacío y miraba por la ventana del despacho. Hacía un día soleado, y algunos estudiantes estaban tumbados en los jardines de la Universidad George Square, compartiendo botellas de vino, los libros de texto completamente olvidados.

Rebus se sintió incómodo. Los centros de enseñanza superior, desde la universidad más básica hasta los actuales confines de la Universidad de Edimburgo, hacían que se sintiera estúpido. Sentía que cada movimiento, cada declaración, estaba siendo juzgada e interpretada, delatándole como a un hombre inteligente que, de haber tenido la oportunidad, podría haber sido más inteligente.

—Cuando regresé a la casa —dijo— alguien había dibujado símbolos entre los dos círculos. Signos del zodiaco, esa clase de cosas.

Rebus observaba al psicólogo, que fue hasta la estantería de los libros para echar una ojeada. Había sido fácil dar con este hombre. Sacar partido de él iba a ser más difícil.

—Puede que fueran los arcanos mayores —dijo el doctor Poole, encontrando finalmente la página que buscaba y llevando el libro a la mesa para enseñárselo a Rebus—. ¿Era algo así?

—Sí, eso mismo. —Rebus observó la ilustración detenidamente. La estrella no era idéntica a la que había visto, pero las diferencias eran mínimas—. Dígame, ¿hay mucha gente interesada en el ocultismo?

—¿En Edimburgo? —Poole volvió a tomar asiento, acomodándose las gafas sobre su nariz—. Ya lo creo. Muchísima. Solo tiene que ver los taquillazos que consiguen todas las películas de demonios.

Rebus sonrió.

—Sí, a mí también solían gustarme las películas de terror. Pero me refiero a si hay un interés activo.

El profesor sonrió.

—Sé a lo que se refiere. Estaba siendo irónico. Mucha gente cree que el ocultismo se trata de eso, de resucitar a Lucifer. Y hay mucho más que eso, créame, inspector. O mucho menos, dependiendo de su punto de vista.

Rebus trataba de entender el significado de todo lo que escuchaba.

—¿Conoce usted a ocultistas? —preguntó mientras tanto.

—Más bien sé de ocultistas que practican aquelarres de magia blanca y negra.

—¿Aquí? ¿En Edimburgo?

Poole volvió a sonreír.

—Oh, sí. Aquí mismo. Hay cinco asambleas de brujos en Edimburgo y alrededores. —Hizo una pausa, y Rebus casi pudo verlo haciendo un recuento mental—. Siete, quizá. Afortunadamente la mayoría son prácticas de magia blanca.

—Eso sería utilizar el ocultismo con un fin supuestamente benéfico, ¿verdad?

—Correcto.

—¿Y… la magia negra?

El profesor suspiró. De pronto se interesó por la escena que se contemplaba desde su ventana. Un día de verano. Rebus estaba recordando algo. Hacía mucho tiempo había comprado un libro de pinturas de H. R. Giger, en el que aparecía Satán flanqueado por putas vírgenes… No sabía por qué lo había comprado, pero lo cierto es que debía de tenerlo en alguna parte. Se acordó de cuando lo escondió de Rhona…

—Hay un aquelarre en Edimburgo —dijo Poole—. Uno de magia negra.

—Y dígame, ¿hacen… hacen sacrificios?

El doctor Poole se encogió de hombros.

—Todos hacemos sacrificios. —Pero al ver que Rebus no se reía con su chiste se enderezó en la silla, adoptando una expresión más seria—. Probablemente los hacen. Una rata, un ratón, un pollo. No creo siquiera que lleguen a tanto. Puede que usen algo simbólico, la verdad es que no lo sé.

Rebus tamborileaba los dedos sobre una de las fotografías desparramadas sobre el escritorio.

—En la casa donde encontramos esta estrella, también encontramos el cuerpo. Un cadáver, por si no le ha quedado claro. —A continuación sacó otras fotografías. El doctor Poole frunció el entrecejo mientras las contemplaba—. Muerto por sobredosis de heroína. Estaba tendido en el suelo con las piernas juntas y los brazos separados. El cuerpo entre dos velas consumidas. ¿Significa algo para usted?

Poole parecía horrorizado.

—No —respondió—. Pero usted cree que los satánicos…

—Yo no creo nada, señor. Solo estoy intentando unir las piezas, estudiar todas las posibilidades.

Poole se quedó pensando un instante.

—Uno de nuestros alumnos podría serle de más utilidad que yo. No tenía idea de que estábamos hablando de una muerte…

—¿Un estudiante?

—Sí. Apenas lo conozco. Parece muy interesado en el ocultismo. Este trimestre escribió un ensayo bastante largo y documentado sobre el tema. Quiere hacer un trabajo sobre el satanismo. Es un estudiante de segundo año. Tienen que presentar un proyecto al final del verano. Sí, tal vez él pueda ayudarle más que yo.

—¿Y se llama…?

—Bueno, no recuerdo su apellido en este momento. Por lo general se presenta por su nombre de pila. Charles.

—¿Charles?

—O quizá Charlie. Sí, Charlie, eso es.

El nombre del amigo de Ronnie. A Rebus se le erizaron los pelos de la nuca.

—Sí, Charlie —repitió Poole afirmándose—. Algo excéntrico. Puede que lo encuentre en uno de los centros estudiantiles. Creo que es adicto a esas máquinas de videojuegos…

No, máquinas de videojuegos no. Máquinas de pinball. Esas con las bolas extras y todos los truquillos y las recompensas que justificaban el juego. Charlie las adoraba. Era una adoración mucho más intensa por tardía. Después de todo tenía diecinueve años, la vida se pasaba volando, y él quería aferrarse a algo. El pinball no había formado parte de su adolescencia. Entonces se había dedicado a los libros y la música. Además, no había máquinas de pinball en su internado.

Ahora, liberado en la universidad, quería vivir. Y jugar al pinball. Y hacer todas las cosas que se había perdido durante los años absorbidos por los estudios, la escritura de ensayos llenos de sensibilidad y la introspección. Charlie quería correr más rápido de lo que nadie jamás había corrido, vivir no solo una vida sino dos o tres o cuatro. Cuando la bola plateada tocó la paleta izquierda, la envió hacia la parte superior del tablero con auténtica furia. Hubo una pausa mientras la bola se metía en uno de los cráteres para obtener puntos extras, lo que le permitió sumar mil más. Cogió su cerveza rubia, dio un trago y volvió a colocar los dedos sobre los botones. En diez minutos habría conseguido la puntuación más alta del día.

—¿Charlie?

Se dio la vuelta al oír su nombre. Error, un error de lo más ingenuo. Siguió jugando, pero ya era demasiado tarde. El hombre se dirigía hacia él caminando a grandes pasos. Un hombre serio. Un hombre que no sonreía.

—Me gustaría que intercambiáramos dos palabras, Charlie.

—Vale, ¿qué le parece carbohidrato? Siempre fue una de mis favoritas.

La sonrisa de Rebus duró menos de un segundo.

—Muy listo —dijo—. Es lo que nosotros llamamos una respuesta rápida.

—¿Nosotros?

—Departamento de Investigación Criminal. Inspector Rebus.

—Encantado.

—Lo mismo digo, Charlie.

—No, se equivoca. Yo no soy Charlie. Aunque él suele venir por aquí. Le diré que lo anda buscando.

Charlie estaba a punto de batir el récord, cinco minutos antes de lo previsto, cuando Rebus lo agarró del hombro y le dio la vuelta. No había más estudiantes en la sala de juegos, así que no dejó de apretarle el hombro mientras le hablaba.

—Eres casi tan gracioso como un sándwich de gusanos, Charlie, y la paciencia no es una de mis virtudes. Así que me disculparás si me vuelvo irritable, colérico y esas cosas.

—No me toque. —El rostro de Charlie había adquirido un nuevo brillo, pero no expresaba miedo.

—Ronnie —dijo Rebus, ahora con calma, soltando el hombro del chico.

Charlie se puso pálido.

—¿Qué pasa con él?

—Está muerto.

—Ya. —Su voz se volvió suave, los ojos desencajados—. Lo sé.

Rebus asintió.

—Tracy intentó encontrarte.

—Tracy. —Pronunció el nombre con odio—. Ella no tiene idea, no sabe nada. ¿Ha estado con ella? —Rebus asintió—. Menuda perdedora. Nunca entendió a Ronnie. Ni siquiera lo intentó.

Charlie hablaba y Rebus le descifraba. Tenía un acento escocés de colegio privado, lo que fue la primera sorpresa. Rebus no sabía con qué se iba a encontrar. Solo sabía que no se esperaba esto. Además, Charlie era un chico fornido, un producto de los entrenamientos de rugby. Tenía el pelo castaño y rizado, no demasiado largo, y vestía la tradicional indumentaria de verano de todo estudiante: zapatillas de deporte, vaqueros y una camiseta. La camiseta era negra, con las mangas desgarradas.

—Así que Ronnie se llevó el gordo, ¿eh? —dijo Charlie—. En fin, es una buena edad para morir. Vive rápido, muere joven.

—¿Tú quieres morir joven, Charlie?

—¿Yo? —Charlie se rió, un chillido agudo como el de un animal pequeño—. Ni hablar, yo quiero vivir hasta los cien años. No quiero morir nunca. —Miró a Rebus con un brillo en sus ojos—. ¿Y usted?

Rebus meditó la pregunta, pero no iba a responder. Estaba allí por trabajo, no para hablar del instinto suicida. El profesor, el doctor Poole, le había hablado de ello.

—Quiero que me digas todo lo que sabes acerca de Ronnie.

—¿Eso significa que va a llevarme para interrogarme?

—Como tú quieras. Podemos hablar aquí si lo prefieres…

—No, no. Quiero ir a la comisaría. Venga, lléveme allí. —Un súbito entusiasmo hizo que Charlie pareciera mucho más joven de lo que era. ¿Quién demonios quería que lo llevaran a la comisaría para ser interrogado?

De camino al aparcamiento Charlie se empeñó en caminar delante de Rebus, con las manos en la espalda y la cabeza gacha. Rebus se dio cuenta de que Charlie fingía que iba esposado. La imitación era buena y consiguió atraer todas las miradas. Alguien incluso llegó a gritarle «¡Cabrón!» a Rebus. Pero la palabra había perdido su sentido a lo largo de los años. Le habría molestado más que le desearan un viaje agradable.

—¿Puedo comprarle un par de estas? —preguntó Charlie mientras apreciaba las fotografías de su trabajo, de su estrella de cinco puntas.

La sala de interrogatorio era lúgubre. Se suponía que tenía que serlo. Pero Charlie se había instalado como si estuviera pensando en alquilarla.

—No —respondió Rebus encendiendo un cigarrillo. No se molestó en ofrecerle uno a Charlie—. Vamos a ver, ¿por qué pintaste eso?

—Porque es precioso. —Charlie seguía estudiando las fotografías—. ¿No le parece? Está lleno de significado.

—¿Hace cuánto que conocías a Ronnie?

Charlie se encogió de hombros. Por primera vez miró en dirección a la grabadora. Rebus le había preguntado si le importaba que lo grabara. Él se había encogido de hombros. Ahora parecía un poco dubitativo.

—Un año, tal vez —contestó—. Sí, un año. Lo conocí en la época de exámenes de primero. Fue entonces cuando empecé a interesarme por la Edimburgo más auténtica.

—¿La Edimburgo más auténtica?

—Sí. No la de los gaiteros en el castillo o la del Royal Miles, o la del monumento a Scott. —Rebus recordó las fotografías del castillo que había hecho Ronnie.

—Vi algunas fotos en la pared de la habitación de Ronnie. —Charlie arrugó la nariz.

—Dios, esas. Tenía la idea de convertirse en un fotógrafo profesional. Haciendo esas estúpidas fotos para postales. Aquello no duró mucho. Como la mayoría de los proyectos de Ronnie.

—Pero tenía una buena cámara.

—¿Qué? Ah, sí, su cámara. Sí, era su orgullo y su alegría.

Charlie se cruzó de piernas. Rebus le sostuvo la mirada, pero Charlie estaba ocupado observando las fotografías de la estrella de cinco puntas.

—¿Qué me estabas contando sobre la Edimburgo más auténtica?

—Deacon Brodie —continuó Charlie recuperando de pronto el interés—, Burke y Hare, pecadores justificados. Pero todo eso lo han convertido en una atracción turística, ya ve usted. Yo sabía que los bajos fondos todavía existían. Fue entonces cuando empecé a recorrer las urbanizaciones, Wester Hailes, Oxgangs, Craigmillar, Pilmuir. Y sin duda todo sigue estando allí, el pasado repitiéndose en el presente.

—¿Así que empezaste a merodear por Pilmuir?

—Sí.

—En otras palabras, te convertiste en un turista. —Rebus ya había conocido a gente de la especie de Charlie, aunque en una versión más vieja: el próspero hombre de negocios que se autodegrada por pura diversión, visitando lugares sórdidos en busca de una tos seca que le dé placer. No le gustaba la especie.

—¡Yo no era un turista! —La ira de Charlie asomó a la superficie, como una trucha que muerde el anzuelo—. Yo estaba allí porque quería estar allí, y allí me querían. —Su voz empezaba a sonar malhumorada—. Ese es mi lugar.

—No, hijo, no lo es, tu lugar está en una casa grande y lujosa con padres interesados en que vayas a la universidad.

—Chorradas. —Charlie empujó su silla hacia atrás y caminó hasta la pared, donde apoyó la cabeza. Por un instante Rebus pensó que podría estar a punto de golpearse para quedar inconsciente y luego demandarlo por brutalidad policial. Pero al parecer solo necesitaba una sensación fría sobre su rostro.

La sala de interrogatorio era sofocante. Rebus se había quitado la chaqueta. Se arremangó antes de apagar el cigarrillo.

—Muy bien, Charlie. —El chico ahora se mostraba más blando y flexible—. La noche de la sobredosis estuviste en la casa con Ronnie, ¿verdad?

—Sí. Estuve un rato.

—¿Quién más estaba allí?

—Tracy. Estaba allí cuando me fui.

—¿Alguien más?

—Un tipo vino a verlo por la tarde, más temprano. No se quedó mucho tiempo. Ya lo había visto antes con Ronnie un par de veces. Siempre que estaban juntos iban a su rollo.

—¿Crees que era su camello?

—No. Ronnie siempre se las apañaba para pillar. Bueno, hasta hace poco. En las últimas dos semanas lo tuvo difícil. Pero seguían estando juntos. Muy juntos, no sé si me entiende.

—Continúa.

—Rollo enamorados. Rollo gay.

—Pero… ¿y Tracy?

—Ya, ya, ¿pero eso qué demuestra, eh? Usted sabe de dónde sacan el dinero la mayoría de los adictos.

—¿De dónde? ¿De los robos?

—Sí, de los robos, los atracos, todo eso… Y de algún que otro negocio en Calton Hill.

Calton Hill, extensa, en rápido crecimiento, al este de Princes Street. Sí, Rebus sabía todo sobre Calton Hill y los coches aparcados casi toda la noche al pie de la colina, a lo largo de Regent Road. También sabía del cementerio Calton y lo que ocurría allí…

—¿Dices que Ronnie era chapero?

La frase sonaba ridícula dicha en voz alta. Como un rumor de tabloide.

—Digo que a veces merodeaba por allí con muchos otros chicos, y digo que siempre tenía dinero al acabar la noche. —Charlie se atragantó—. Dinero y algunos cardenales.

—Dios mío. —Rebus añadió esta información a lo que se estaba convirtiendo en un pequeño informe mugriento en su cabeza. ¿Cuán bajo se podía caer por un chute? La respuesta era: hasta el final. Y más allá. Encendió otro cigarrillo.

—¿Lo sabes de verdad?

—No.

—Por cierto, ¿Ronnie era de Edimburgo?

—De Stirling.

—¿Y cuál era su apellido?

—McGrath, creo.

—Y este tío del que era muy amigo, ¿sabes su nombre?

—Se llama Neil. Ronnie lo llamaba Neilly.

—¿Neilly? ¿Crees que se conocían desde hace tiempo?

—Sí, desde hace bastante. Un mote como ese es una señal de afecto, ¿no? —De repente Rebus observó a Charlie admirado—. No estudio psicología por casualidad, inspector.

—Ya. —Rebus comprobó que al casete todavía le quedara cinta—. Descríbeme físicamente a ese Neil, ¿te animas?

—Alto, flaco, de pelo corto castaño. Un tipo limpio con bastantes granos en la cara. Normalmente vestía tejanos y cazadora vaquera. Y llevaba una mochila negra.

—¿Alguna idea de lo que podía llevar dentro?

—Creo que solo ropa.

—Vale.

—¿Algo más?

—Hablemos de la estrella. Alguien ha regresado a la casa y ha seguido pintando después de que se hicieran estas fotografías.

Charlie no dijo nada, aunque tampoco se mostró sorprendido.

—Fuiste tú, ¿no es así?

Charlie asintió.

—¿Cómo entraste?

—Por la ventana de abajo. Esas tablillas de madera no dejarían fuera ni a un elefante. Es como una puerta extra. Mucha gente solía entrar en la casa por ahí.

—¿Por qué regresaste?

—No estaba acabado, ¿verdad? Quería añadir los símbolos.

—Y el mensaje.

Charlie sonrió para sí mismo.

—Sí, el mensaje.

—Hola Ronnie —citó Rebus—. ¿Qué querías decir con eso?

—Simplemente eso. Su espíritu permanece en la casa, su alma sigue allí. Solo quería saludarlo. Me había sobrado un poco de pintura. Además, pensé que podría darle un susto a alguien.

Rebus recordó el susto que se había llevado al ver la pintada. Sintió que las mejillas se le enrojecían, pero lo disimuló con otra pregunta.

—¿Te acuerdas de las velas?

Charlie asintió, aunque empezaba a impacientarse. Ayudar a la policía en sus investigaciones no era tan divertido como se había imaginado.

—¿Qué hay de tu proyecto? —preguntó Rebus, cambiando de tercio.

—¿Qué hay?

—Es sobre satanismo, ¿no es así?

—Puede que sí. Todavía no lo he decidido.

—¿Qué aspecto del satanismo?

—No lo sé. Tal vez la mitología popular. Cómo los antiguos miedos se convierten en nuevos miedos, algo por el estilo.

—¿Sabes algo de los aquelarres de Edimburgo?

—Conozco gente que dice haber estado en alguno.

—Pero nunca has estado en ninguno.

—No, no he tenido la suerte. —De pronto Charlie pareció reanimarse—. Oiga, ¿qué es todo esto? Ronnie murió de sobredosis. Ya es historia. ¿Por qué todas estas preguntas?

—¿Qué puedes decirme de las velas?

Charlie estalló.

—¿Qué quiere saber de las velas?

Rebus era todo calma. Exhaló el humo antes de responder.

—Había velas en la sala.

Estaba a punto de decirle a Charlie algo que Charlie no parecía saber. Durante todo el interrogatorio había estado trazando círculos concéntricos que confluían en ese momento.

—Sí, así es. Unas velas grandes. Ronnie las compró en una tienda especializada en velas. Le encantaban las velas. Le daban a la casa cierto ambiente.

—Tracy encontró a Ronnie en su habitación. Ella cree que ya estaba muerto. —La voz de Rebus se tornó más silenciosa, y casi tan plana como el escritorio—. Pero mientras nos telefoneaba y un agente llegaba a la casa, alguien llevó el cuerpo de Ronnie abajo. Estaba tendido entre dos velas que se habían consumido por completo.

—En cualquier caso, cuando yo me fui ya no quedaba mucho de esas velas.

—¿A qué hora te fuiste?

—Justo antes de medianoche. Se decía que había una fiesta en el barrio. Pensé que sería bien recibido.

—¿Cuánto tiempo le quedarían a esas velas para consumirse?

—Una o dos horas. No tengo ni idea.

—¿Cuánta heroína le quedaba a Ronnie?

—Hostias, no lo sé.

—Vale, ¿cuánto utilizaba normalmente en una dosis?

—De verdad que no lo sé. Yo no consumo, ¿sabe? Odio esa mierda. Tenía dos amigos en el instituto. Ambos están en clínicas de rehabilitación.

—Eso les hará bien.

—Como ya le dije, Ronnie no había podido pillar nada durante días. Estaba un poco desquiciado, casi al límite. Y aquel día regresó con algo. Fin de la historia.

—¿Es que no hay bastante heroína por ahí?

—Por lo que yo sé, hay mucha. Pero no se moleste en pedirme nombres.

—Si había tanta, ¿por qué le fue tan difícil conseguir algo a Ronnie?

—No tengo ni idea. Ni siquiera él lo sabía. Era como si de pronto hubiera empezado a tener mala suerte. Luego volvió la buena suerte, y consiguió aquella bolsa.

Llegó el momento. Rebus cogió un hilo invisible de su camisa.

—Lo mataron —dijo—. O eso parece.

Charlie se quedó boquiabierto. El color desapareció de su cara, como si se hubiera ido por un desagüe.

—¿Qué?

—Lo mataron. Su cuerpo estaba lleno de veneno para ratas. Se lo inyectó él, pero probablemente se lo proporcionó alguien que sabía que era letal. Luego se tomaron el enorme trabajo de colocar el cuerpo en una especie de posición ritual en la sala. Donde estaba pintada tu estrella de cinco puntas.

—A ver, un momento…

—¿Cuántos aquelarres hay en Edimburgo, Charlie?

—¿Qué? Seis, siete, no lo sé. A ver…

—¿Conoces a los que se reúnen? ¿A alguno de ellos? Personalmente, quiero decir.

—¡Joder, inspector, no puede culparme por esto!

—¿Por qué no? —Rebus apagó el cigarrillo.

—Porque es una locura.

—A mí me parece que todo encaja, Charlie. —Aprieta un poco más, pensaba Rebus. Ya está a punto de quebrarse—. A menos que me convenzas de lo contrario.

Charlie caminó hacia la puerta con determinación, pero se detuvo.

—No te detengas —dijo Rebus levantando la voz—. Está abierto. Vete si quieres. Entonces por fin sabré que tienes algo que ver con todo esto.

Charlie se volvió. Tenía los ojos llorosos bajo la luz confusa. Un rayo de sol penetró el cristal esmerilado de la ventana enrejada, atrapó a las motas de polvo y convirtió su movimiento en un baile a cámara lenta. Charlie regresó al escritorio.

—Yo no tuve nada que ver, de verdad.

—Siéntate —dijo Rebus, ahora como un tío cariñoso—. Hablemos un poco más.

Pero a Charlie no le gustaban los tíos. Nunca había tenido uno. Colocó las manos sobre el escritorio y se inclinó hacia delante, acercándose a Rebus. Algo se había endurecido dentro de él. El brillo del odio asomó en sus dientes al hablar:

—Váyase al infierno, Rebus. Lo veo venir, y ni sueñe que voy a seguirle el juego. Deténgame si quiere, pero no me insulte con trucos baratos. Me los conozco desde que empecé el colegio.

Entonces caminó hasta la puerta, y esta vez la cruzó y la dejó abierta al salir. Rebus se levantó del escritorio, apagó la grabadora, sacó la cinta, se la guardó en el bolsillo y lo siguió. Al llegar al vestíbulo, vio que Charlie ya se había marchado. Se acercó al escritorio. El oficial de servicio levantó la vista de sus papeles.

—Lo has perdido —dijo.

Rebus asintió.

—No importa.

—No parecía muy feliz.

—¿Estaría haciendo bien mi trabajo si salieran de aquí a carcajadas?

El oficial sonrió.

—Supongo que no. En fin, ¿hay algo que pueda hacer por ti?

—La sobredosis en Pilmuir. Ya tengo el nombre del cadáver. Ronnie McGrath. Originario de Stirling. Mira a ver si puedes dar con sus padres, ¿de acuerdo?

El oficial escribió el nombre en un cuaderno.

—Seguro que estarán encantados de saber cómo le va a su hijo en la gran ciudad.

—Sí —dijo Rebus con la mirada clavada en la puerta principal—. Seguro.

El piso de John Rebus era su castillo. Nada más cruzar la puerta subía el puente levadizo y dejaba la mente en blanco, procuraba desconectar el mayor tiempo posible. Se servía una copa, ponía la cinta de algún saxofonista y cogía un libro. Hacía algunas semanas, en un demencial estado de rectitud, había montado unos estantes a lo largo de una de las paredes de la sala, con el propósito de que su creciente colección de libros descansara allí. Pero de algún modo los libros conseguían arrastrarse por el suelo, meterse debajo de sus pies, así que los usaba como pasaderas sobre las que apoyarse en su camino del pasillo a la habitación.

Pasó por encima de ellos y se dirigió a la ventana salediza, y corrió las polvorientas cortinas venecianas. Dejó abiertos los porticones para que los destellos aframbuesados del crepúsculo se derramaran. Le recordó a la sala de interrogatorio…

No, no, no, eso no podía ser. Ya estaba siendo absorbido otra vez por el trabajo. Tenía que despejar la mente, encontrar un libro que lo atrapara en su propio universo, lejos de las miradas y los olores de Edimburgo. Pisó con firmeza los de Chéjov, Heller, Rimbaud y Kerouac mientras se dirigía a la cocina en busca de una botella de vino.

Debajo de la encimera había dos cajas de cartón, ocupando el espacio que una vez había ocupado la lavadora. Rhona se la había llevado, todo bien. Al espacio que había quedado lo llamaba su bodega, y de vez en cuando encargaba una caja de distintas botellas de la tienda de la esquina. Metió la mano en una de las cajas y sacó un Château Potensac. Sí, ya lo había probado. Estaba bien.

Se sirvió un tercio de la botella en una copa grande y regresó a la sala, recogiendo un libro del suelo a su paso. Se sentó en el sillón y miró la portada: El almuerzo desnudo. No, mala elección. Arrojó el libro y buscó otro a tientas. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Buena elección, hacía tiempo que quería releerlo, y era bastante corto. Bebió un sorbo de vino, lo retuvo en la boca antes de tragarlo y abrió el libro.

De pronto alguien llamó a la puerta con una precisión dramática. Rebus profirió un sonido a medio camino entre un suspiro y un rugido. Dejó el libro abierto en equilibrio sobre el brazo del sillón, y se puso de pie. Probablemente fuera la señora Cochrane, la vecina de abajo, que venía a decirle que era su turno de limpiar la escalera comunitaria. Seguro que venía con la orden escrita en un cartón grande: ES SU TURNO DE LIMPIAR LA ESCALERA. ¿Por qué no podía simplemente colgarlo en la puerta como hacían los demás?

Intentó componer una sonrisa de buen vecino mientras abría la puerta, pero el actor que llevaba dentro tenía la tarde libre. De modo que sus labios se ondularon en una expresión dolorosa mientras miraba fijamente a la visita que estaba de pie sobre su felpudo.

Era Tracy.

Tenía la cara roja y lágrimas en los ojos, pero no estaba roja por llorar. Parecía agotada, el pelo impregnado de sudor.

—¿Puedo pasar?

Había un esfuerzo demasiado evidente en su voz. Rebus no tuvo valor para decirle que no. Abrió la puerta de par en par y ella pasó a su lado tambaleante, y se dirigió a la sala como si ya hubiera estado allí cientos de veces. Rebus comprobó que no hubiera ningún vecino curioso en el rellano, y cerró la puerta. Sentía un hormigueo, no era una sensación agradable: no le gustaba que la gente lo visitara allí.

Sobre todo no le gustaba que el trabajo lo siguiera a casa.

Para cuando regresó a la sala Tracy ya había vaciado la copa de vino y respiraba con alivio, su sed apagada. Rebus sentía que el malestar crecía dentro de él hasta volverse insoportable.

—¿Cómo demonios has llegado hasta aquí? —preguntó desde la puerta, como esperando a que ella se marchara.

—No fue fácil —dijo Tracy con una voz un poco más serena—. Me dijiste que vivías en Marchmont, así que anduve dando vueltas buscando tu coche. Hasta que encontré tu nombre en el interfono.

Tenía que admitirlo, se había convertido en una buena detective. Trabajo de piernas era todo lo que hacía falta.

—Alguien me estaba siguiendo —dijo Tracy—. Tenía miedo.

—¿Te estaban siguiendo? —Rebus entró en el living, relajándose ante la usurpación de su territorio.

—Sí, dos hombres. Creo que eran dos. Me han estado siguiendo toda la tarde. He caminado por Princes Street, y me han seguido todo el rato, a una distancia corta. Seguro que se dieron cuenta de que los vi.

—¿Y qué pasó?

—Los perdí. Entré en Marks and Spencer y salí corriendo por la salida de Rose Street, y luego me metí en el lavabo de señoras en un pub. Me quedé una hora dentro. Parece que funcionó. Después vine hacia aquí.

—¿Por qué no me llamaste?

—No tengo dinero. Esa es la razón por la que estaba en Princes Street.

Ella se había instalado en su sillón, los brazos colgando a los lados. Él señaló con la cabeza la copa vacía.

—¿Quieres otra?

—No, gracias. En realidad no me gusta el vino peleón, pero tenía una sed infernal. Aunque te aceptaría una taza de té.

—Té, claro.

¡Le había llamado peleón! Se dio la vuelta y fue a la cocina, la mitad de su mente pensando en el té y la otra mitad en la historia que le había contado. Encontró una caja de tés por abrir en uno de los despoblados armarios de la cocina. No tenía leche fresca, pero encontró una vieja lata con una o dos cucharadas de leche en polvo. Ahora, azúcar… De pronto una música llegó desde la sala, una reproducción a todo volumen del White Album, de los Beatles. Dios, había olvidado que tenía esa vieja cinta. Abrió el cajón de los cubiertos sin buscar otra cosa que una cucharilla, y encontró varios sobres de azúcar que había robado alguna vez del bar. Feliz casualidad. El agua ya estaba hirviendo.

—¡Este piso es enorme!

Él se sobresaltó al oírla, no estaba acostumbrado a oír otras voces en el piso. Se dio la vuelta y la vio apoyada en el marco de la puerta, la cabeza ladeada.

—¿Tú crees? —preguntó enjuagando una taza grande.

—Joder, y tanto. ¡Mira qué altos son los techos! En casa de Ronnie casi podía tocar el techo.

Se puso de puntillas y estiró los brazos hacia arriba, agitando las manos. Rebus se temió que hubiese consumido algo, ya fuera en pastillas o en polvo, mientras preparaba el té. Ella pareció darse cuenta de lo que pensaba, y le sonrió.

—Solo estoy relajada —le aclaró—. Un poco exaltada por la carrera que me he pegado. Y por el miedo, supongo. Pero ahora me siento segura.

—¿Cómo eran los hombres?

—No lo sé. Supongo que se te parecían un poco. —Volvió a sonreír—. Uno llevaba bigotes. Un poco gordo, más delgado de arriba, pero no era viejo. Del otro no me acuerdo. Supongo que no era un tipo memorable.

Rebus echó agua en la taza y añadió la bolsita de té.

—¿Leche?

—No, solo azúcar, si tienes.

Agitó uno de los sobres.

—Genial.

De vuelta a la sala Rebus se acercó al equipo y bajó el volumen.

—Perdona —dijo ella, otra vez en el sillón, bebiendo el té a sorbos, con las piernas replegadas debajo de su cuerpo.

—Sigo intentando averiguar si los vecinos oyen el equipo o no —dijo Rebus, como justificándose—. Las paredes son gruesas, pero el techo no.

Ella asintió y sopló sobre la superficie del té; el vapor le cubría el rostro como un velo.

—Bueno —dijo Rebus mientras sacaba su silla plegable de director de cine de debajo de la mesa y se sentaba—. ¿Qué vamos a hacer con esos hombres que han estado siguiéndote?

—No lo sé. Tú eres el policía.

—A mí me suena todo un poco peliculero. Quiero decir, ¿por qué iban a seguirte?

—¿Para asustarme? —sugirió ella.

—¿Y por qué querrían asustarte?

Ella lo pensó, y luego se encogió de hombros.

—Por cierto, hoy vi a Charlie —dijo él.

—¿Ah, sí?

—¿Te gusta?

—¿Charlie? —Lanzó una risa chillona—. Es mala persona. Siempre rondando, cuando es obvio que nadie lo quiere cerca. Le odia todo el mundo.

—¿Todo el mundo?

—Sí.

—¿Ronnie lo odiaba?

Ella tardó en responder.

—No —dijo finalmente—. Pero Ronnie no tenía mucha intuición en ese sentido.

—¿Y qué hay del otro amigo de Ronnie? Neil, o Neilly. ¿Qué puedes contarme de él?

—¿Es el chico que estuvo allí la última noche?

—Sí.

Ella se encogió de hombros.

—No le había visto antes.

De pronto pareció interesarse por el libro que estaba sobre el brazo del sillón. Lo cogió y empezó a hojearlo, como si leyera.

—¿Y Ronnie nunca te mencionó a un tal Neil o Neilly?

—No. —Señaló a Rebus agitando el libro—. Pero sí me habló de alguien llamado Edward. Parecía enfadado con él por algo. Gritaba su nombre cuando estaba solo en la habitación, después de chutarse.

Rebus asintió lentamente con la cabeza.

—Edward. ¿Su camello, quizá?

—No lo sé. Quizá. A veces Ronnie enloquecía después de chutarse. Era otra persona. Pero otras veces era muy dulce, muy tierno… —La voz de Tracy se apagó, le brillaban los ojos.

Rebus miró su reloj.

—Vale, ¿qué tal si ahora te llevo a casa? Nos aseguraremos de que no haya nadie observando.

—No sé…

El miedo retornó a su rostro, quitándole años, convirtiéndola otra vez en una niña temerosa de la oscuridad y los fantasmas.

—Yo estaré contigo —añadió Rebus.

—Bueno… ¿Puedo hacer algo antes?

—¿Qué?

Ella tiró de su ropa húmeda.

—Tomar un baño —dijo, y luego sonrió—. Sé que es un poco descarado, pero de verdad que necesito un baño, y en la casa no hay ni una gota de agua.

Rebus también sonrió, asintiendo lentamente.

—Mi bañera está a tu disposición —dijo.

Mientras ella estaba en la bañera, tendió su ropa sobre el radiador de la sala. El piso se convirtió en una sauna con la calefacción puesta, y Rebus se ufanaba sin éxito por abrir las ventanas de guillotina. Preparó más té, esta vez en una tetera, y acababa de llevarlo a la sala cuando oyó que ella lo llamaba desde el cuarto de baño. Al llegar al pasillo la vio asomando la cabeza por la puerta, el vapor salía en nubes. Su pelo, su cara y su cuello relucían.

—No hay toallas —explicó.

—Lo siento —dijo Rebus.

Encontró algunas en el armario de su habitación y se las llevó, entregándoselas por la abertura de la puerta, sin poder evitar sentirse incómodo.

—Gracias —dijo ella desde el otro lado.

Había cambiado el White Album por algo de jazz —apenas audible— y estaba sentado con el té cuando ella regresó a la sala. Llevaba una toalla grande roja atada con pericia alrededor de su cuerpo, y otra en la cabeza. Más de una vez él se había preguntado cómo se les podía dar tan bien a las mujeres eso de envolverse en una toalla… Tracy tenía los brazos y las piernas pálidos y delgados, pero su figura era muy atractiva, y el brillo del baño le daba una especie de aura flotante. Recordó las fotografías en la habitación de Ronnie. Y entonces se acordó de la cámara desaparecida.

—¿Ronnie seguía interesado por la fotografía? Quiero decir, últimamente.

Por puro descuido la elección de palabras había sido poco sutil, e hizo una mueca de arrepentimiento. Tracy no se percató.

—Supongo que sí. Era muy bueno, ¿sabes? Tenía buen ojo. Pero no tuvo las oportunidades.

—¿Cuánto se esforzó?

—Muchísimo. —Había cierto resentimiento en su voz. Tal vez Rebus se había permitido un exceso de escepticismo profesional al preguntarlo.

—Sí, ya lo creo. Me imagino que no debe de ser fácil hacerse un hueco en esa profesión.

—Muy cierto. Y algunos sabían lo bueno que era Ronnie. Y no querían competencia. Así que ponían obstáculos en su camino siempre que podían.

—¿Te refieres a otros fotógrafos?

—Así es. Cuando Ronnie estaba en su etapa entusiasta, antes de que empezara el desencanto, no tenía ni idea de cómo abrirse camino. Así que fue a un par de estudios y enseñó algunos de sus trabajos a los tipos que trabajan allí. Tenía unas fotos muy inspiradas. Ya sabes, las cosas típicas vistas desde ángulos raros. El castillo, el monumento de Waverley, el de Calton Hill.

—¿El de Calton Hill?

—Sí, el chisme ese.

—¿El desatino arquitectónico?

—Ese mismo. —La toalla empezaba a soltarse alrededor de sus hombros, y cuando Tracy se sentó con las piernas plegadas debajo de su cuerpo, bebiendo el té, la toalla se deslizó hacia arriba dejando ver más muslo del necesario. Rebus trataba de mirarla a los ojos. No era fácil—. En fin —continuó ella—, que le robaron algunas ideas. Vio una foto en un periódico local cutre, y tenía exactamente el mismo ángulo que él había usado, la misma luz, el mismo filtro. Esos cabrones le habían copiado sus ideas. Leyó sus nombres en los pies de foto, eran los mismos tipos a los que les había enseñado su porfolio.

—¿Cómo se llamaban?

—Ahora no me acuerdo. —Volvió a ajustarse la toalla, como si actuara a la defensiva. ¿Tan difícil era recordar un nombre? Se rió nerviosa—. Intentó que posara para él.

—Ya vi los resultados.

—No, esas fotos no. Ya sabes, desnudos. Decía que podía venderlas a ciertas revistas por una fortuna. Pero no acepté. Es decir, el dinero me habría venido bien, pero esas revistas pasan de mano en mano, ¿no es así? Es decir, nadie las tira. Estaría siempre preguntándome si alguien podría reconocerme por la calle. —Esperó a ver la reacción de Rebus, y cuando este exhibió un gesto entre pensativo y confuso ella soltó una risotada—. Así que no es cierto eso que dicen. Sí que puedes abochornar a un poli.

—A veces. —A Rebus le ardían las mejillas. Tímidamente apoyó una mano sobre una de ellas. Tenía que hacer algo al respecto—. Entonces —continuó—, ¿la cámara de Ronnie valía mucho?

Se quedó insatisfecha por el giro de la conversación, y se ajustó aún más la toalla.

—Depende. Quiero decir, valor y coste no son lo mismo, ¿verdad?

—¿Ah, no?

—Bueno, puede que la cámara le haya salido por diez libras, pero eso no significa que para él solo costara diez libras. ¿Me entiendes?

—¿O sea que pagó diez libras por la cámara?

—No, no, no. —Sacudió la cabeza, consiguiendo que la toalla se desplazara—. Creía que se tenía que ser listo para trabajar en Investigación Criminal. Lo que quiero decir es que… —Levantó la vista hacia el techo y la toalla se le aflojó, dejando que sus mechones se desparramaran a lo ancho de la frente—. No, no es eso. La cámara costó unas ciento cincuenta libras, ¿vale?

—Vale.

—¿A ti te interesa la fotografía?

—Solo desde hace poco. ¿Más té?

Le sirvió de la tetera y le añadió un sobrecito de azúcar. A ella le gustaba con mucho azúcar.

—Gracias —dijo ella sosteniendo la taza con cuidado—. Oye… —Ahora bañaba su rostro en el vapor del té—. ¿Puedo pedirte un favor?

Me lo veo venir, pensó Rebus: dinero. Ya había pensado en comprobar que no faltara nada del piso antes de dejarla ir.

—¿Qué?

Ella lo miró a los ojos.

—¿Puedo quedarme a dormir? —Sus palabras salieron a borbotones—: Dormiré en el sofá, en el suelo. No me importa. No quiero regresar a la casa. Esta noche no. Últimamente se ha vuelto un manicomio, y esos hombres que me seguían…

Ella estaba temblando, y Rebus pensó que si se trataba de una actuación, era una estudiante de arte dramático en plena forma. Se encogió de hombros, iba a decir algo pero en cambio se levantó y se acercó a la ventana, aplazando la decisión.

Las farolas anaranjadas de la calle estaban encendidas, proyectando un brillo de plató hollywoodense sobre la acera. Había un coche aparcado justo enfrente del apartamento. Desde el segundo piso Rebus no alcanzaba a ver el interior, pero la ventanilla del conductor estaba bajada y salía humo.

—¿Y bien? —dijo la voz detrás de él. Ahora había perdido toda confianza.

—¿Qué? —replicó Rebus distraídamente.

—¿Puedo? —Él se dio la vuelta—. ¿Puedo quedarme? —repitió ella.

—Claro —dijo Rebus dirigiéndose hacia la puerta—. Quédate el tiempo que quieras.

Estaba bajando las escaleras cuando se dio cuenta de que no llevaba zapatos. Se paró y lo pensó. No, al diablo. Su madre siempre le había advertido sobre el peligro de pillar sabañones, y él nunca los había tenido. Era el momento de averiguar si seguía teniendo la misma suerte respecto a la salud.

Al pasar por delante de una puerta del primer piso, esta se abrió y la señora Cochrane salió al rellano interponiéndose en su camino.

—Señora Cochrane —dijo Rebus tras superar el sobresalto.

—Aquí tiene. —Ella le extendió algo y él no tuvo más remedio que cogerlo. Era un trozo de cartón de veinticinco por dieciocho. Rebus leyó: ES SU TURNO DE LIMPIAR LA ESCALERA. Al levantar la vista la señora Cochrane ya estaba cerrando la puerta. Pudo oír como las zapatillas se arrastraban camino de la sala del televisor y de su gato. Un vejestorio maloliente.

Rebus bajó las escaleras con el cartón en la mano, los peldaños fríos que penetraban las suelas de sus calcetines. El gato tampoco huele demasiado bien, pensó con malicia.

La puerta principal no tenía echado el pestillo. La abrió con cuidado, procurando que el mecanismo antiquísimo hiciera el menor ruido posible. Cuando salió el coche seguía allí, justo enfrente de él. Pero el conductor ya le había visto. Una colilla de cigarrillo salió disparada hacia la calle, y el motor se puso en marcha. Rebus avanzó de puntillas. Los faros se encendieron, unas luces con la potencia de un reflector. Rebus se detuvo con los ojos entornados, y el coche arrancó hacia delante, y tras un brusco viraje hacia la izquierda se alejó a toda velocidad hasta el final de la calle. Rebus lo siguió con la mirada, tratando de quedarse con la matrícula, pero tenía la vista empañada por una borrosidad blanca. Era un Ford Escort. De eso estaba seguro.

Sin apartar la mirada de la calle, se dio cuenta de que el coche se había detenido en el cruce con la carretera principal, a la espera de incorporarse al tráfico. Eran menos de cien metros. Rebus se decidió. De joven había sido un buen velocista, muy útil para el equipo del colegio cuando les faltaba un hombre. Ahora corría con una euforia de borracho, y se acordó de la botella que había abierto. Sintió una acidez en el estómago de solo pensarlo, y aflojó la carrera. Justo entonces se resbaló, patinando sobre algo que había en la acera, y, después del frenazo en seco, vio como el coche atravesaba el cruce y se alejaba rugiendo.

No importaba. Le había bastado con ese vistazo fugaz nada más abrir la puerta del edificio. Había visto el uniforme de policía. No la cara del conductor, pero sí el uniforme. Era un policía, un agente, conduciendo un Escort. Dos chicas jóvenes se acercaban por la acera. Se rieron al pasar por delante de Rebus, y él cayó en la cuenta de que estaba allí de pie, jadeando, sin zapatos, con una cartel en la mano que le ordenaba LIMPIAR LA ESCALERA. Al bajar la vista vio aquello sobre lo que había patinado.

Maldijo en voz baja, se quitó los calcetines, los arrojó por la alcantarilla y regresó descalzo al piso.

El agente Brian Holmes estaba tomando té. Lo había convertido en un ritual: sostenía la taza cerca de la cara, soplaba el vapor y luego sorbía. Soplar y sorber. Y tragar. Y liberar un soplo de aire vaporoso. Aquella noche tenía tanto frío como cualquier vagabundo que estuviera durmiendo en el banco de un parque. Ni siquiera tenía un periódico, y el té sabía asqueroso. Había salido de los restos de todos los termos, estaba hirviendo y olía a plástico. La leche no era fresca, pero al menos el brebaje le calentaba. Aunque no tanto como para alcanzar los dedos de sus pies, en el caso de que todavía los tuviera.

—¿Ves algo? —le preguntó siseando al funcionario de la Sociedad Protectora de Animales, que sostenía los prismáticos pegados a los ojos, como si quisiera ocultar su vergüenza.

—Nada —susurró el funcionario.

Había recibido un soplo anónimo. El tercero en lo que iba del mes, y, a decir verdad, el primero que olía mal. Las peleas de perros estaban otra vez de moda. En los últimos tres meses se habían encontrado varios ruedos, pequeñas fosas sucias cercadas por láminas de hojalata. Las chatarrerías parecían estar detrás de todos los ruedos descubiertos, lo que daba un significado añadido al término «chatarrería». Ahora, sin embargo, contemplaban un descampado. Los trenes de mercancías pasaban cerca, camino del centro de la ciudad, pero aparte de eso y del zumbido del tráfico distante, el lugar estaba muerto. Sí es cierto que había una fosa improvisada. Le habían echado un vistazo durante el día, fingiendo pasear a sus propios pastores alemanes, que, en realidad, eran perros policías. Pit bulls: tales eran los perros que combatían en las ruedos. Brian Holmes había visto a dos de ellos: tenían los ojos desquiciados de miedo y dolor. No se había quedado a ver la inyección letal suministrada por el veterinario.

—Espera.

Dos hombres recorrían el terreno desolado con las manos en los bolsillos, avanzando con cuidado sobre la superficie irregular, atentos a los cráteres que surgían de la nada. Parecía que sabían adónde iban: directos a la parte poco profunda de la fosa. Una vez allí, miraron por última vez a su alrededor. Brian Holmes los observaba fijamente, sabiendo que no podían verle. Al igual que el funcionario de la SPA, estaba agazapado detrás de un helecho frondoso; a sus espaldas, el muro restante de lo que había sido alguna clase de edificio. Si bien había algo de luz en la zona de la fosa, apenas quedaba nada donde estaban. Gracias a un espejo polarizado, podía ver sin ser visto.

—Os he pillado —dijo el hombre de la SPA cuando los dos hombres saltaron al interior de la fosa.

—Espera… —dijo Holmes, con una súbita sensación de extrañeza. Los dos hombres estaban abrazados, y se hundían hacia el suelo fundidos en un beso lento y persistente.

—¡Hostias! —exclamó el hombre de la SPA.

Holmes suspiró, clavando la vista en el suelo húmedo y rocoso que tenía bajo las rodillas.

—Creo que los pit bulls no entran en juego —dijo—. Y si así fuera, la acusación sería por bestialismo más que por brutalidad policial.

El funcionario de la SPA seguía con los prismáticos pegados a los ojos, horrorizado y fascinado.

—A uno le cuentan cosas —dijo—, pero nunca crees… en fin… ya me entiendes.

—¿Que las verás? —sugirió Holmes, y consiguió ponerse de pie, lenta y dolorosamente.

Estaba hablando con el oficial de servicios del turno de noche cuando recibió el mensaje. El inspector Rebus quería hablar con él.

—¿Rebus? ¿Qué es lo que quiere? —Brian Holmes miró su reloj. Eran las dos y cuarto de la mañana. Rebus estaba en su casa, y le había pedido que le llamara. Holmes utilizó el teléfono del oficial de servicios.

—¿Hola? —Conocía a John Rebus, por supuesto. Habían trabajado en un puñado de casos. Aun así, las llamadas en mitad de la noche eran algo completamente distinto.

—¿Eres tú, Brian?

—Sí, señor.

—¿Tienes un papel a mano? Toma nota. —Mientras buscaba a tientas un bloc y un bolígrafo, Holmes pensaba en la música que sonaba de fondo. Era algo que le resultaba familiar. El White Album de los Beatles—. ¿Estás listo?

—Sí, señor.

—Bien. Ayer, o hace un par de días para ser exactos, encontraron a un yonqui muerto en Pilmuir. Sobredosis. Averigua quiénes fueron los agentes que lo encontraron. Que se presenten en mi despacho a las diez en punto. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Perfecto. Cuando encuentres la dirección de donde hallaron el cuerpo, pide las llaves a quienquiera que las tenga y ve para allá. Arriba, en una de las habitaciones, verás unas fotografías clavadas en la pared. Algunas son del castillo de Edimburgo. Cógelas y vete a la redacción del periódico local. Tienen archivos con un montón de fotografías. Si tienes suerte puede que haya un viejecillo trabajando que tiene una memoria de elefante. Quiero que busques todas las fotografías que se hayan publicado recientemente y que te fijes si han sido tomadas desde los mismos ángulos que las de la habitación. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor —dijo Holmes, garabateando a toda prisa.

—Bien. Quiero saber quién tomó las fotografías del periódico. Debería haber una etiqueta al dorso de cada copia con el nombre y la dirección del fotógrafo.

—¿Algo más, señor? —Lo preguntó con sarcasmo, intencionado o no.

—Sí. —La voz de Rebus bajó un decibelio—. En la habitación también encontrarás algunas fotos de una chica joven. Me gustaría saber más sobre ella. Dice que su segundo nombre es Tracy. Así es como se hace llamar. Pregunta por ahí, enseña la foto a cualquiera que creas que pueda tener una idea.

—De acuerdo, señor. Una pregunta.

—Dime.

—¿Por qué a mí? ¿Por qué a esta hora? ¿A qué viene todo esto?

—Eso son tres preguntas. Te responderé tantas como pueda cuando te vea mañana por la tarde. Pásate por mi despacho a las tres.

Y así terminó la llamada para Brian Holmes. Se quedó mirando fijamente las líneas torcidas en su bloc, su propia taquigrafía de la tarea que equivalía a una semana de trabajo y que le había sido asignada en cuestión de minutos. El oficial de servicios estaba leyendo por encima de su hombro.

—Mejor que te haya tocado a ti y no a mí —le dijo con total sinceridad.

John Rebus había escogido a Holmes por un montón de razones, pero sobre todo porque Holmes no sabía mucho acerca de él. Quería a alguien que trabajara de un modo eficaz, metódico, sin protestar demasiado. Alguien que no le conociera lo bastante como para quejarse de estar desinformado, de ser usado como una locomotora desviada. Un recadero y un sabueso y un burro de carga. Rebus sabía que Holmes se estaba ganando una buena reputación por su eficiencia y por no ser un quejumbroso. Con eso era suficiente para continuar.

Llevó el teléfono del recibidor a la sala, lo dejó en el estante de los libros y se dirigió al equipo de música para apagar el casete primero, y luego el amplificador. Se acercó a la ventana y miró a la calle vacía, la luz de las farolas era color queso cheddar. La imagen le hizo recordar el tentempié de medianoche que se había prometido un par de horas atrás, y se fue a la cocina a preparárselo. Tracy no querría comer nada. De eso estaba seguro. La observó tumbada en el sofá, la cabeza ladeada hacia el suelo, una mano sobre el estómago y la otra colgando hasta tocar la alfombra de lana. Sus ojos eran ranuras de ciego, y su boca abierta descubría el hueco que separaba sus incisivos. Se durmió profundamente tan pronto la cubrió con una manta, y seguía durmiendo, su respiración regular. Algo le inquietaba y no sabía qué era. Hambre, quizá. Esperaba que la nevera le reservara una agradable sorpresa. Pero antes fue hasta la ventana y volvió a mirar hacia afuera. La calle estaba completamente muerta, que era ni más ni menos como Rebus se sentía: muerto pero activo. Recogió del suelo El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y se lo llevó a la cocina.