Lunes

«Durante casi una generación nadie parecía haber ahuyentado a aquellos visitantes fortuitos, ni reparado sus destrozos.»

Vaya forma de empezar la semana.

La urbanización, lo que veía de ella a través de la tromba de agua que caía por el parabrisas, estaba recuperando lentamente el aspecto salvaje que tenía antes de que los constructores se instalaran en ella, hace ya muchos años. Él no tenía dudas de que en los años sesenta estos bloques, y todos sus hermanos apiñados en torno a Edimburgo, fueron la solución perfecta a las futuras necesidades de la vivienda. Y ahora se preguntaba si los planificadores habían aprendido alguna vez algo que no les fuera enseñado desde la perspectiva. En caso contrario era probable que las soluciones ideales de hoy terminaran igual.

Las áreas verdes estaban plagadas de matojos y hierbajos, mientras que los asfaltados parques infantiles se habían convertido en zonas bombardeadas, la metralla de los cristales aguardando para seccionar rodillas aventuradas o manos espontáneas. La mayoría de los balcones estaban precintados; las ventanas, tapiadas. Las tuberías, resquebrajadas, escupían agua de lluvia a mansalva por el suelo; se veían jardines delanteros convertidos en pantanos de vallas rotas y puertas arrancadas. Y de repente pensó que en un día de sol la estampa sería todavía más deprimente.

Sin embargo, cerca de allí, a unos escasos doscientos metros, algún promotor inmobiliario había empezado a construir apartamentos privados. La valla publicitaria colocada encima del solar proclamaba: ESTO ES UNA URBANIZACIÓN DE LUJO, a la que se bautizaba como MUIR VILLAGE. A Rebus no se le podía engañar, pero se preguntaba cuántos jóvenes compradores morderían el anzuelo. Esto era Pilmuir, y siempre lo sería. Un vertedero.

No le costó encontrar la casa que buscaba. Dos coches de policía y una ambulancia ya estaban aparcados junto a un Ford Cortina incendiado. A Rebus no le hubiese hecho falta semejante espectáculo para localizarla: la hubiese reconocido igualmente. Sí, tenía las ventanas tapiadas, como lo estaban las de sus vecinos a ambos lados. Se distinguía, además, una puerta abierta a la oscuridad de su interior. En un día como hoy ¿qué casa tendría la puerta abierta de par en par si no aquella en la que se oculta un cadáver, qué casa si no aquella en la que el supersticioso pavor de los vivos era quedarse atrapados dentro?

Incapaz de aparcar tan cerca de la puerta como le hubiera gustado, Rebus maldijo entre dientes. Se bajó del coche, se puso la gabardina por montera y salió a la carrera bajo la tromba de agua. Algo se le cayó del bolsillo. Era solo un trocito de papel, pero lo recogió igualmente y se lo metió otra vez en el bolsillo mientras corría. El sendero que conducía hasta la puerta abierta estaba agrietado y cubierto de hierbajos, y, aunque estuvo a punto de resbalar y caer, alcanzó intacto el umbral. Allí se sacudió el agua y esperó a su comité de bienvenida.

Un agente de policía asomó la cabeza a la puerta, frunciendo el ceño.

—Inspector Rebus —dijo Rebus presentándose.

—Por aquí, señor.

—Iré en un minuto.

La cabeza del agente desapareció, y Rebus echó un vistazo al recibidor. Los jirones de empapelado eran los únicos recuerdos de lo que alguna vez había sido un hogar. Había un olor penetrante a yeso húmedo y madera podrida. Y detrás de los efluvios, la sensación de que aquello era más una cueva que una casa, un refugio remoto, provisional, malquerido.

A medida que se adentraba en la casa, pasando por el hueco vacío de la escalera, la oscuridad lo envolvía. En todos los marcos de las ventanas había maderas atornilladas que no dejaban entrar la luz. La intención, suponía él, había sido no dejar entrar a los intrusos, pero el ejército de personas sin hogar de Edimburgo era demasiado grande y demasiado sabio. Se escurrieron por las paredes del edificio hasta el interior. Lo convirtieron en su guarida. Y uno de ellos había muerto allí.

La sala en la que entró era enorme, aunque tenía el techo bajo. Dos agentes iluminaban la escena con gruesas linternas, proyectando sombras movedizas sobre las paredes de pladur. El efecto era el de un cuadro de Caravaggio, un centro de luz rodeado de una variedad de tonos oscuros. Sobre las tablas del suelo había dos velas que se habían consumido hasta adoptar la forma de dos huevos fritos, y en medio de ellas yacía el cadáver, con las piernas juntas y los brazos extendidos. Una crucifixión sin clavos, el cuerpo desnudo de cintura para arriba. Junto al cuerpo había una jarra de cristal que alguna vez había servido de recipiente para algo tan inocente como el café instantáneo, pero que ahora contenía un surtido de jeringuillas desechables. Ya hemos encontrado los clavos, pensó Rebus con una sonrisa culposa.

El forense de la policía, una criatura flaca y desdichada, estaba de rodillas junto al cuerpo como si estuviera llevando a cabo las últimas exequias. Había un fotógrafo de pie junto a la pared del fondo, intentando leer el fotómetro. Rebus se acercó al cadáver, quedándose de pie junto al forense.

—Déjame una linterna —ordenó extendiendo la mano hacia uno de los agentes, el que estaba más cerca. Con ella alumbró el cadáver, empezando por los pies descalzos, las piernas enfundadas en unos vaqueros, el torso enjuto, la caja torácica sobresaliendo de la piel pálida. Luego siguió por el cuello y la cara. La boca abierta, los ojos cerrados. El sudor parecía haberse secado en la frente y el pelo. Pero un momento… ¿acaso esa humedad no estaba alrededor de la boca, en los labios? De repente una gota de agua salió de la nada y cayó dentro de la boca abierta. Rebus, sobresaltado, esperó a que el hombre tragara, a que se relamiera sus labios secos y regresara a la vida. Pero no lo hizo.

—Hay una gotera en el tejado —explicó el forense sin mirar hacia arriba. Rebus iluminó el techo y vio la mancha de humedad de la que venía el goteo. Aun así le pareció inquietante.

—Lamento haber tardado tanto —dijo tratando de no alterar la voz—. Pues bien, ¿cuál es el veredicto?

—Sobredosis —respondió distraídamente el forense—. Heroína. —Agitó un sobrecito de polietileno—. El contenido de esta bolsa, si no me equivoco. Tiene otra llena en la mano derecha. —Rebus alumbró con la linterna una mano exánime que sujetaba sin demasiada fuerza una bolsita de polvo blanco.

—Incontestable —dijo—. Creía que hoy en día todo el mundo inhalaba en lugar de inyectarse.

El forense finalmente levantó la vista.

—Es una suposición muy ingenua, inspector. Vaya y pregunte en el Hospital Royal. Le dirán cuántos drogadictos intravenosos hay en Edimburgo. Es probable que asciendan a varios cientos. Por eso somos la capital del sida en Gran Bretaña.

—Sí, estamos orgullosos de nuestros logros, ¿no es así? Enfermedades cardíacas, dientes postizos y ahora el sida.

El forense sonrió.

—Hay algo que quizá le interese —dijo—. El cuerpo tiene contusiones. Con esta luz no llegan a verse, pero las hay.

Rebus se agachó y volvió a alumbrar el torso con la linterna. Sí, efectivamente había contusiones. Muchas.

—Sobre todo en las costillas —continuó el forense—. Pero también en el rostro.

—Puede que se cayera —sugirió Rebus.

—Puede ser —dijo el forense.

—¿Señor? —Era uno de los agentes, la voz y la mirada de un entusiasta. Rebus se volvió hacia él.

—Dime, hijo.

—Venga a ver esto.

Rebus se alegró de tener una excusa para apartarse del forense y su paciente. El agente lo llevó hasta la pared del fondo, iluminándola con la linterna a medida que se acercaba. De repente Rebus comprendió por qué.

En la pared había un dibujo. Una estrella de cinco puntas, rodeada por dos círculos concéntricos, el más grande de un metro y medio de diámetro aproximadamente. Todo el conjunto estaba bien dibujado, las líneas de la estrella rectas, los círculos casi perfectos. En el resto de la pared no había nada.

—¿Qué le parece, señor? —preguntó el agente.

—Bueno, no es un grafiti al uso, eso está claro.

—¿Brujería?

—Tal vez astrología. Muchos drogadictos se interesan por toda clase de misticismos y supersticiones. Encaja en el contexto.

—Las velas…

—No saquemos conclusiones apresuradas, hijo. Así nunca llegarás a inspector. Dime una cosa, ¿por qué estamos todos con linternas?

—Porque la electricidad está cortada.

—Correcto. Eso explica lo de las velas.

—Si usted lo dice, señor.

—Lo digo yo, hijo. ¿Quién encontró el cuerpo?

—Yo, señor. Hubo una llamada anónima, una mujer, probablemente uno del resto de okupas. Parece que se han largado todos con prisas.

—O sea que cuando llegaste no había nadie.

—No, señor.

—¿Alguna idea de quién puede ser? —Rebus señaló al cadáver con la linterna.

—No, señor. Y el resto son todo casas okupadas así que dudo que podamos sacarles algo.

—Todo lo contrario. Si alguien conoce la identidad del fallecido es esa gente. Coge a tu amigo y ve a golpear algunas puertas. Pero sé informal, que no se piensen que venís a desalojarlos o algo parecido.

—Sí, señor. —El agente parecía dudar de la misión entera. Por un lado sabía que iba a meterse en problemas. Por el otro, seguía lloviendo a cántaros.

—En marcha —lo regañó Rebus, aunque amablemente. El agente desapareció, y recogió a su compañero en el camino.

Rebus se acercó al fotógrafo.

—Estás sacando un montón de fotos —le dijo.

—Con esta luz es necesario, para asegurarme al menos de que algunas salgan bien.

—Fuiste el primero en llegar, ¿no es así?

—Órdenes del comisario Watson. Quiere fotografías de cualquier incidente relacionado con drogas. Es parte de su campaña.

—Eso es un poco macabro, ¿no?

Rebus conocía al nuevo comisario, se había reunido con él. Mucha conciencia social y participación comunitaria. Muchas buenas ideas y escasos recursos para ponerlas en práctica. Rebus tenía una idea.

—Oye, mientras estás aquí haz una o dos de la pared, ¿vale?

—No hay problema.

—Gracias. —Rebus regresó con el forense—. ¿Cuándo sabremos qué hay en la bolsa llena?

—A última hora de hoy, mañana por la mañana como muy tarde.

Rebus asintió. ¿Qué era lo que le interesaba? Quizá fuera lo deprimente del día, o el ambiente de esa casa, acaso la posición del cuerpo. Todo lo que sabía es que había sentido algo. Y si lo que sentía no era más que un dolor de huesos causado por la humedad, en fin, pues qué se le iba a hacer. Salió de la habitación e hizo un recorrido por el resto de la casa.

El verdadero horror estaba en el cuarto de baño.

El retrete debía de llevar semanas atascado. Había un desatascador en el suelo, de modo que alguien había intentado desatascarlo, pero en vano. A falta de lavabo la pequeña y salpicada pica se había convertido en urinario, mientras que la bañera era un vertedero de sólidos, por el que se arrastraban una docena de moscardones negros. La bañera también se había usado como contenedor de basura, llena de bolsas de residuos, trozos de madera… Rebus no se quedó más tiempo, y cerró la puerta con fuerza. No le daban ninguna envidia los trabajadores del ayuntamiento que algún día tendrían que venir y enfrentarse en un duro combate con toda esta decadencia.

Uno de los dormitorios estaba completamente vacío, pero en el otro había un saco de dormir humedecido por las gotas que caían del techo. Las fotografías clavadas en las paredes daban a la habitación un sello de identidad. De cerca, Rebus advirtió que se trataba de fotografías originales, y que componían algo así como una serie. Sin duda estaban bien hechas, incluso para su ojo inexperto. Algunas eran del castillo de Edimburgo en días de lluvia y niebla. Parecía especialmente lúgubre. En otras se veía el castillo bajo la poderosa luz del sol. Seguía pareciendo lúgubre. En un par de ellas salía una chica, de edad indefinida. Estaba posando, pero con una sonrisa de oreja a oreja, sin tomárselo demasiado en serio.

Junto al saco de dormir había una bolsa de basura con ropa hasta la mitad, y al lado una pequeña pila de ediciones rústicas muy manoseadas: Harlan Ellison, Clive Barker, Ramsey Campbell. Ciencia ficción y terror. Rebus dejó los libros donde estaban y regresó abajo.

—Ya he acabado —dijo el fotógrafo—. Mañana tendré tus fotos.

—Gracias.

—Por cierto, también hago retratos. ¿Una bonita foto de familia para los abuelos? ¿Hijos e hijas? Toma, te dejo mi tarjeta.

Rebus pilló la tarjeta y volvió a ponerse la gabardina, enfilando rumbo al coche. No le gustaban las fotografías, menos aún si salía él. No es que saliera mal en las fotos. No, había algo más.

La secreta sospecha de que las fotografías realmente podían robarte el alma.

De regreso a la estación, mientras conducía por el lento tráfico del mediodía, Rebus pensó en cómo sería una foto de familia de su mujer, su hija y él. Pero no, no podía visualizarla. Se habían distanciado mucho desde que Rhona se llevara a Samantha a vivir a Londres. Sammy todavía le escribía, pero Rebus tardaba en responderle, y ella parecía resentida: le escribía cada vez menos. En la última carta le había deseado que Gill y él fueran felices.

No tenía valor para contarle que Gill Templer le había dejado hacía algunos meses. Contárselo a Samantha habría estado bien: lo que no quería era que Rhona se enterara. Otra mancha negra en su historial de relaciones fallidas. Gill se había juntado con un locutor de una emisora de radio local, un hombre cuya voz animada le parecía oír cada vez que entraba en una tienda o en una gasolinera, o al pasar por la ventana abierta de un piso.

Seguía viendo a Gill una o dos veces a la semana, en reuniones y en la comisaría, y también en las escenas de los crímenes. Sobre todo ahora que le habían ascendido al mismo rango que ella.

Inspector de Policía John Rebus.

Bueno, le había llevado mucho tiempo conseguirlo, ¿no es así? Y el caso que le valió el ascenso había sido largo, duro y lleno de sufrimiento. De eso podía estar seguro.

También estaba seguro de que no volvería a ver a Rian. No después de la cena de anoche, después del encuentro amatorio poco menos que infructuoso. Otro más. Tumbado al lado de Rian había tenido la impresión de que su mirada expresaba casi lo mismo que la de la inspectora Gill Templer. ¿Un sustituto? Sin duda él ya no tenía edad para eso.

—Te estás haciendo viejo, John —se dijo a sí mismo.

Lo cierto era que le estaba entrando hambre, y había un pub nada más cruzar el siguiente semáforo. Qué diablos, tenía todo el derecho a hacer una pausa para comer.

El Sutherland era un lugar tranquilo, y los lunes a la hora del almuerzo era cuando menos gente había. Todo el dinero gastado y nada que esperar. Y por supuesto, tal como le recordara el barman a Rebus nada más entrar, en el Sutherland no ofrecían nada parecido a un servicio de comida.

—Ni platos calientes, ni sándwiches —dijo.

—Pues entonces un pastel —suplicó Rebus—. Lo que sea. Algo para acompañar la cerveza.

—Si lo que quieres es comer tienes un montón de cafés por aquí. Este pub en particular solo vende cervezas y licores. No somos un Fish and chips.

—¿Y unas patatas de bolsa?

El barman lo observó por un instante.

—¿De qué sabor?

—¿Queso y cebolla?

—Se nos han acabado.

—Pues entonces de las saladas.

—No, tampoco me quedan. —El barman había vuelto a alegrarse.

—Vale —dijo Rebus con creciente frustración—. Por el amor de Dios, ¿de cuáles te quedan?

—Dos sabores. Curry, o huevo, beicon y tomate.

—¿Huevo? —Rebus suspiró—. Venga, ponme un paquete de cada una.

El barman se agachó debajo de la barra para encontrar las bolsas más pequeñas, caducadas a ser posible.

—¿Unas almendras? —Fue el último intento desesperado. El barman levantó la vista.

—Barbacoa, sal y vinagre, o chili —dijo.

—Una de cada una —dijo Rebus, resignado a una muerte prematura—. Y otra media de Eighty-Shillings.

Se estaba acabando la segunda cerveza cuando la puerta del bar se abrió de golpe y apareció un hombre al que reconoció enseguida, que imploraba con la mano un refresco. Vio a Rebus, sonrió y se acercó para sentarse a su lado en uno de los taburetes.

—Hola, John.

—Buenas tardes, Tony.

El inspector Anthony McCall intentó encajar su enorme masa corporal sobre la diminuta circunferencia del taburete. Se lo pensó mejor, y se quedó de pie, con un zapato apoyado en la barra inferior y ambos codos sobre la barra recién limpiada. Miró a Rebus con una expresión hambrienta.

—Dame unas patatas.

Con el paquete al alcance de su mano sacó un puñado y se lo metió a la boca.

—¿Dónde estabas esta mañana? —le preguntó Rebus—. Tuve que coger una de tus llamadas.

—¿La de Pilmuir? Ah, lo siento, John. Tuve una noche dura. Esta mañana tenía un poco de resaca. —Le sirvieron una pinta de cerveza turbia—. Otra copa de lo mismo y se te cura —dijo, y bebió cuatro tragos lentos, hasta dejar un cuarto en el vaso.

—Bueno, en cualquier caso no tenía nada mejor que hacer —dijo Rebus, y dio un sorbo a su cerveza—. Joder, ese barrio de allá abajo está hecho un desastre.

McCall asintió pensativo.

—No siempre fue así, John. Yo nací allí.

—¿En serio?

—Bueno, para ser exactos, nací en la urbanización anterior. Dicen que estaba tan mal que la demolieron y construyeron Pilmuir en su lugar. Ahora es un maldito infierno.

—Es curioso eso que dices —comentó Rebus—. Uno de los chicos de uniforme creía que podría haber una vinculación con cierta clase de ocultismo. —McCall levantó la vista del vaso—. Había una pintura de magia negra en la pared —explicó Rebus—. Y velas en el suelo.

—¿Como en un sacrificio? —sugirió McCall riendo entre dientes—. A mi mujer le encantan todas esas películas de terror. Las saca de la videoteca. Creo que se pasa el día viéndolas cuando no estoy.

—Supongo que eso existe, el satanismo, la brujería. No puede salir todo de la imaginación de los editores de los periódicos dominicales.

—Yo sé dónde podrías averiguarlo.

—¿Dónde?

—En la universidad —dijo McCall. Rebus, escéptico, frunció el entrecejo—. De verdad. Tienen una especie de departamento que investiga sobre espíritus y esa clase de cosas. Creado con el dinero de un escritor muerto. —McCall sacudió la cabeza—. Es increíble lo que la gente puede llegar a hacer.

Rebus asintió.

—He leído sobre eso, ahora que lo mencionas. Con el dinero de Arthur Koestler, ¿verdad?

McCall se encogió de hombros.

—Arthur Daley es más de mi estilo —dijo, y vació el vaso.

Rebus estaba en su escritorio revisando el papeleo cuando sonó el teléfono.

—Inspector Rebus.

—Me dijeron que tenía que hablar con usted. —Era una voz joven, femenina, impregnada de un ambiguo recelo.

—Probablemente sea así. ¿Qué puedo hacer por usted, señorita…?

—Tracy… —La voz se transformó en un susurro a la última sílaba del nombre. Ya habían conseguido que dijera quién era—. ¡Da igual quién soy! —No había tardado nada en ponerse histérica, pero se calmó con la misma rapidez—. Llamo por lo de esa casa ocupada en Pilmuir, donde encontraron… —La voz se desvaneció de nuevo.

—Ah, sí. —Rebus se enderezó y empezó a tomar nota—. ¿Fue usted la persona que llamó la primera vez?

—¿Qué?

—Para decirnos que alguien había muerto.

—Sí, fui yo. Pobre Ronnie…

—¿Ronnie es el fallecido? —Rebus garabateó el nombre en el dorso de uno de los archivos de la bandeja de entrada. Al lado escribió: «Tracy: llamada».

—Sí. —A ella se le volvió a quebrar la voz, esta vez al borde del llanto.

—¿Puede decirme el apellido de Ronnie?

—No. —Hizo una pausa—. Nunca lo supe. Ni siquiera sé si Ronnie era su verdadero nombre. Casi nadie usa su verdadero nombre.

—Tracy, me gustaría hablar contigo de Ronnie. Podemos hacerlo por teléfono, pero preferiría que fuese personalmente. No te preocupes, no te meteré en ningún lío…

—Ya estoy metida. Por eso llamo. Verá, Ronnie me dijo…

—¿Qué fue lo que te dijo, Tracy?

—Me dijo que le matarían.

De pronto Rebus tuvo la sensación de que todo lo que le rodeaba desaparecía. Solo quedaban una voz quebradiza, el teléfono, y él.

—¿Eso te dijo, Tracy?

—Sí. —Ahora estaba llorando, sorbiendo sus lágrimas invisibles por la nariz. Rebus se imaginó a una niña aterrorizada, recién salida del instituto, de pie en una cabina remota—. Tengo que esconderme —dijo finalmente—. Ronnie no paraba de decirme que me escondiera.

—¿Quieres que vaya a buscarte en mi coche? Dime dónde estás.

—¡No!

—Entonces dime cómo mataron a Ronnie. ¿Sabes cómo lo encontramos?

—Tendido en el suelo al lado de la ventana. Allí estaba.

—No exactamente.

—Claro que sí, estaba allí. Al lado de la ventana. Tendido en el suelo hecho un ovillo. Creía que estaba durmiendo. Pero cuando lo toqué estaba frío… Fui a buscar a Charlie, pero se había ido. Y entonces me entró el pánico.

—¿Dices que Ronnie estaba tendido en el suelo hecho un ovillo? —Rebus había empezado a dibujar círculos en el dorso del archivo.

—Sí.

—¿En la sala?

Ella parecía confundida.

—¿Qué? No, en la sala no. Estaba arriba, en su habitación.

—Comprendo. —Rebus seguía dibujando círculos sin esmerarse. Trataba de imaginarse a Ronnie en el instante previo a su muerte, arrastrándose por las escaleras en busca de Tracy, que ya se había marchado, para acabar muriendo en la sala de abajo. Eso podía explicar las contusiones. Pero… ¿y lo de las velas? Su cuerpo estaba perfectamente posicionado entre ambas—. ¿Y eso a qué hora fue?

—Anoche, tarde. No sé exactamente a qué hora. Estaba aterrorizada. Una vez me calmé, llamé a la policía.

—¿Qué hora era cuando llamó?

Ella hizo una pausa para pensar.

—Llamé esta mañana, a eso de las siete.

—Tracy, ¿te importaría contarle esto a alguien más?

—¿Para qué?

—Te lo diré cuando te recoja. Solo tienes que decirme dónde estás.

Hubo otra pausa, mientras ella se lo pensaba.

—He vuelto a Pilmuir —dijo finalmente—. Me he ido a otra casa okupada.

—Bien —dijo Rebus—. Entonces preferirás que no te recoja por allí, ¿verdad? Pero debes de estar muy cerca de Shore Road. ¿Qué te parece si nos encontramos allí?

—Bueno…

—Hay un pub, el Dock Leaf —prosiguió Rebus sin darle tiempo a dudar—. ¿Lo conoces?

—Me han echado varias veces.

—A mí también. Pues bien, nos encontraremos en la puerta dentro de una hora. ¿De acuerdo?

—¿De acuerdo? —No parecía demasiado convencida, y Rebus se preguntó si acudiría a la cita. Bueno, ¿y eso qué importa? Parecía lo bastante directa, aunque también podría ser otra víctima que se lo estaba inventando todo para llamar la atención, para que su vida pareciera más interesante de lo que era.

Pero había tenido un presentimiento, ¿o no?

—De acuerdo —repitió ella, y la comunicación se cortó.

Shore Road era una vía rápida que rodeaba la costa norte. Sus puntos de referencia eran las fábricas, los almacenes, las grandes superficies de muebles para el hogar y bricolaje; más allá yacía el fiordo de Forth, gris y tranquilo. La mayoría de los días la costa de Fife podía verse a lo lejos, pero hoy no, pues una niebla fría pendía baja sobre el agua. Al otro lado de la carretera, enfrente de los almacenes, estaban los bloques de pisos, los edificios de cuatro plantas que precedieron a las torres de hormigón. Había un puñado de tiendas en las esquinas, donde los vecinos se encontraban y se pasaban información, y algunos pequeños y primitivos pubs, donde los desconocidos no pasaban inadvertidos durante mucho tiempo.

El Dock Leaf se había deshecho de toda una generación de bebedores de baja estofa, y había encontrado otra. Sus inquilinos actuales eran jóvenes, desempleados y vivían de seis en seis en pisos alquilados de tres habitaciones a lo largo de Shore Road. Aunque los delitos menores no eran un problema: nadie arrojaba piedras sobre su tejado. Los antiguos valores comunitarios seguían vigentes.

Rebus, que había llegado temprano a la cita, tuvo tiempo de beberse media pinta en el garito. La cerveza era barata pero sosa, y quizá la concurrencia no supiera su nombre, pero sí sabían a qué se dedicaba. Sus voces se convirtieron en murmullos, las miradas esquivas. Cuando a las tres y media salió a la calle la súbita luz del día le hizo entornar los ojos.

—¿Tú eres el policía?

—Así es, Tracy.

Ella había estado esperando apoyada en la pared exterior del pub. Él se protegió los ojos del sol, tratando de verle la cara, y se sorprendió al encontrarse con una mujer de entre veinte y veinticinco años. La edad se le notaba en el rostro, aunque su estilo la señalaba como una eterna rebelde: pelo corto oxigenado, dos pendientes con tachuela en la oreja izquierda (pero ninguno en la derecha), camiseta psicodélica, ajustada, vaqueros gastados y bambas rojas de baloncesto. Era alta, de la estatura de Rebus. A medida que su vista se acostumbraba a la luz, él distinguió el rastro de las lágrimas en ambas mejillas y las viejas cicatrices del acné. Pero también tenía patas de gallo, evidencia de una vida acostumbrada a las risas. Sin embargo, no quedaba rastro de la risa en sus ojos verde oliva. En algún punto la vida de Tracy había dado un giro equivocado, y Rebus tuvo la impresión de que seguía intentando retroceder hasta el desvío en cuestión.

La última vez que la había visto ella sonreía abiertamente. Sonreía mientras su retrato se despegaba de la pared del cuarto de Ronnie. Era la chica de sus fotografías.

—¿Tracy es tu verdadero nombre?

—Algo así. —Habían empezado a caminar. Ella cruzó la calle por el paso de cebra, sin molestarse en mirar si venían coches, y Rebus la siguió hasta un muro, donde ella se detuvo, mirando fijamente hacia el otro lado del Forth. Se envolvió con los brazos, escudriñando la niebla que ascendía—. Es mi segundo nombre —dijo.

Rebus apoyó el antebrazo en el muro.

—¿Hace cuánto que conoces a Ronnie?

—Tres meses. Es el tiempo que llevo en Pilmuir.

—¿Quién más vivía en esa casa?

Ella se encogió de hombros.

—Venían y se iban. Solo estuvimos allí unas semanas. A veces bajaba por la mañana y había media docena de desconocidos durmiendo en el suelo. A nadie le importaba. Era como una gran familia.

—¿Qué te hace pensar que alguien mató a Ronnie?

Se volvió hacia él con ira, pero tenía los ojos vidriosos.

—¡Te lo dije por teléfono! Eso fue lo que él me dijo. Había estado fuera y volvió con algo de droga. No se le veía bien. Normalmente, cuando pillaba un poco de heroína era como un niño en Navidad. Pero esta vez no. Estaba asustado, actuaba como un robot o algo parecido. No paraba de decirme que me escondiera, que venían a por él.

—¿Quiénes venían a por él?

—No lo sé.

—¿Esto fue después de que se metiera algo?

—No, eso es lo más loco, que fue antes. Tenía la bolsa en la mano. Me echó a empujones.

—¿No estabas allí cuando se chutó?

—Dios, no. Yo odiaba eso. —Taladró a Rebus con la mirada—. No soy una yonqui, ¿sabes? Es decir, fumo un poco, pero nunca… Ya sabes.

—¿Algo más que hayas notado en él?

—¿Como qué?

—Bueno, el estado en que se encontraba.

—¿Te refieres a los moratones?

—Sí.

—A menudo regresaba así. Nunca hablaba de eso.

—Se metía en muchas peleas, supongo. ¿Era irritable?

—Conmigo no.

Rebus se metió las manos en los bolsillos. Un viento frío soplaba con fuerza desde el agua y Rebus se preguntaba si ella estaba lo bastante abrigada. No pudo evitar fijarse en sus pezones que se le marcaban claramente a través de la camiseta.

—¿Quieres mi chaqueta? —le preguntó.

—Solo si viene con tu cartera —respondió ella con una sonrisita.

Él le devolvió la sonrisa, y le ofreció un cigarrillo a cambio, que ella aceptó. Él se abstuvo. Solo le quedaban tres para completar su dosis diaria, y tenía una larga tarde por delante.

—¿Sabes quién era el camello de Ronnie? —le preguntó informalmente, ayudándola a encender el cigarrillo. Ella buscó refugio en el interior de su chaqueta, y mientras el mechero temblaba en su mano negó con la cabeza. Finalmente la barrera contra el viento funcionó, y ella chupó el filtro con fuerza.

—Nunca estuve del todo segura —dijo—. Era otra cosa de la que no hablaba.

—¿Y de qué hablaba?

Ella se quedó pensando, y volvió a sonreír.

—No hablaba mucho, ahora que lo dices. Eso era lo que me gustaba de él. Siempre tenías la sensación de que callaba más de lo que decía.

—¿Qué era lo que callaba?

Ella se encogió de hombros.

—Puede que alguna cosa, puede que nada.

Esto se ponía más difícil de lo que Rebus había previsto, y vaya si se estaba congelando. Era el momento de acelerar.

—¿Estaba en la habitación cuando lo encontraste?

—Sí.

—¿Y a esa hora no había nadie más en la casa?

—No. Más temprano sí que había gente, pero ya se habían ido todos. Uno de ellos estuvo arriba, en la habitación de Ronnie, pero no le conocía. Y también estaba Charlie.

—Le mencionaste por teléfono.

—Bueno, sí, fui a buscarlo cuando encontré a Ronnie. Siempre anda por ahí, en alguna de las otras casas o mendigando por el centro. Dios, es… es raro.

—¿En qué sentido?

—¿No viste lo que había en la pared de la sala?

—¿Te refieres a la estrella?

—Sí. Él la pintó.

—¿Entonces le va el rollo ocultista?

—Le chifla.

—¿Y a Ronnie?

—¿A Ronnie? Hostias, no. Si ni siquiera aguantaba las películas de terror. Le daban miedo.

—Pero tenía todos esos libros de terror en su habitación.

—Ese era Charlie, que buscaba que Ronnie se interesara. Pero lo único que le provocaban esos libros era pesadillas. Y eso le llevaba a meterse más heroína.

—¿Cómo se financiaba su hábito? —Rebus vio un barco pequeño fondeando a través de la niebla. Algo cayó al agua, pero no supo qué.

—Yo no era su contable.

—¿Y quién lo era? —El barco estaba dando la vuelta, trazando un arco, desplazándose más hacia el oeste, en dirección a Queensferry.

—Nadie quiere saber de dónde sale el dinero, esa es la verdad. Te convierte en cómplice, ¿no?

—Eso depende. —Rebus tiritaba.

—Bueno, yo no quería saberlo. Si intentaba hablarme de eso yo me tapaba los oídos.

—¿Entonces nunca tuvo un trabajo?

—No lo sé. Hablaba de ser fotógrafo. Es lo que quería ser cuando acabó el colegio. Era la única cosa que nunca empeñaría, ni siquiera para pagarse el vicio.

Rebus se había perdido.

—¿Qué cosa?

—Su cámara. Le costó una pequeña fortuna, hasta el último penique que ahorraba de lo que sacaba de la Seguridad Social.

Seguridad Social: eso ya era una pista. Pero Rebus estaba seguro de que no había ninguna cámara en la habitación de Ronnie. Con lo que añadió un robo a la lista.

—Tracy, necesito que declares.

Ella sospechó de inmediato.

—¿Para qué?

—Solo para dejar constancia, y para poder hacer algo con respecto a la muerte de Ronnie. ¿Me ayudarás con esto?

Transcurrió una pausa larga antes de que ella asintiera. El barco había desaparecido. No había nada flotando en el agua, nada quedaba en su estela. Rebus apoyó una mano en el hombro de Tracy, pero con cuidado.

—Gracias —dijo—. El coche está por allí.

Después de que declarara, Rebus insistió en llevarla a casa. La dejó a varias calles más allá, pero ahora sabía su dirección.

—No te puedo prometer que vaya a estar aquí los próximos diez años —le había dicho ella. Daba igual. Él le había dado los números telefónicos de su casa y del trabajo. Estaba seguro de que ella se mantendría en contacto.

—Por último —dijo él cuando ella estaba a punto de cerrar la puerta del coche. Tracy se asomó desde la acera—. Ronnie gritó «Vienen hacia aquí». ¿A quiénes crees que se refería?

Ella se encogió de hombros. Luego se quedó inmóvil, recordando la escena.

—Estaba colocado. Igual se refería a las serpientes y las arañas.

Claro, pensó Rebus al arrancar el coche después de que ella cerrara la puerta. Y luego pensó que quizá se refiriera a las serpientes y las arañas que le habían abastecido.

Al regresar a la comisaría de Great London Road tenía un mensaje: el comisario Watson quería verle. Rebus llamó al despacho de su superior.

—Iré ahora mismo, si es posible.

La secretaria lo consultó, y le confirmó que estaba bien.

Rebus se había reunido con Watson en muchas ocasiones después de que lo trasladaran desde el lejano norte de Edimburgo. Parecía un hombre razonable, si acaso algo campesino para algunos gustos. En comisaría circulaban muchos chistes sobre Aberdeen, la ciudad de la que venía, y se había ganado el secreto mote de Granjero Watson.

—Pasa, John, pasa.

El comisario se había levantado con la parsimonia suficiente como para señalarle la vaga dirección de su silla. Rebus observó que el escritorio estaba meticulosamente ordenado, los archivos bien apilados en dos bandejas, nada delante de Watson salvo una carpeta gruesa bastante nueva y dos lápices afilados. A un lado de la carpeta había una fotografía de dos niños.

—Son los míos —explicó Watson—. Ahora están un poco más mayores, pero siguen siendo traviesos.

Watson era un hombre corpulento, de una circunferencia que confirmaba la expresión «pecho de barril». Tenía la cara colorada, y pelo fino y canoso en las sienes. Sí, Rebus se lo imaginaba con botas de goma y sombrero de pescar truchas, irrumpiendo en cualquier páramo con un pastor escocés obediente a su lado. ¿Pero qué quería de Rebus? ¿Acaso buscaba un pastor humano?

—Esta mañana estuviste en la escena de la muerte por sobredosis. —No era una pregunta, así que Rebus no se molestó en responder—. Debería haber ido el inspector McCall, donde fuera que estuviera.

—Es un buen policía, señor.

Watson lo miró fijamente, luego sonrió.

—Las cualidades del inspector McCall no están en duda. No te he llamado para hablar de eso. Pero tu presencia en el lugar del crimen me ha dado una idea. Como probablemente sabes, me interesa el problema de las drogas en esta ciudad. Sinceramente, las estadísticas me horrorizan. Es algo a lo que no me había enfrentado en Aberdeen, con la excepción de algunos trabajadores del petróleo. Pero aquello era cosa de los ejecutivos, los que vinieron de Estados Unidos. Ellos trajeron sus propios hábitos, valga el eufemismo. Pero esto… —Abrió la carpeta y empezó a seleccionar algunas hojas—. Esto es el Averno, inspector. Simple y llanamente.

—Sí, señor.

—¿Tú eres de los que van a misa?

—¿Perdone, señor? —Rebus se removió incómodo en la silla.

—Es solo una pregunta, ¿verdad? ¿Vas a la iglesia?

—No regularmente, señor. Pero a veces voy, sí. —Como ayer, pensó Rebus. Y volvió a sentirse como un prófugo.

—Alguien dijo que lo haces. En ese caso deberías saber a qué me refiero cuando digo que esta ciudad se está convirtiendo en el Averno. —La cara de Watson se puso más roja que nunca—. En el hospital han tratado a adictos muy jóvenes, incluso de once y doce años. Tú mismo tienes un hermano que está cumpliendo condena por tráfico de drogas. —Watson volvió a levantar la vista, acaso esperando que Rebus se mostrara avergonzado. Pero los ojos de Rebus brillaban ferozmente, y sus mejillas no se habían enrojecido precisamente de vergüenza.

—Con todo respeto, señor —dijo, la voz serena pero tan tensa como un alambre—, ¿qué tiene que ver todo esto conmigo?

—Muy simple. —Watson cerró la carpeta y se reclinó en su silla—. Estoy poniendo en marcha una nueva campaña antidrogas. De concienciación pública y todo eso, con fondos para obtener información confidencial. Tengo el apoyo, y lo que es más, tengo el dinero. Un grupo de empresarios de la ciudad están dispuestos a aportar cincuenta mil libras para la campaña.

—Eso demuestra un gran compromiso social, señor.

El rostro de Watson se oscureció. Se inclinó hacia delante, abarcando todo el campo de visión de Rebus.

—Más vale que me creas, maldita sea —dijo.

—Sigo sin entender qué pinto yo…

—John. —Su voz se volvió anodina—. Tú tienes… experiencia. Experiencia personal. Me gustaría que me ayudaras a encabezar nuestra parte de la campaña.

—No, señor, en realidad…

—Bien. Entonces trato hecho. —Watson ya se había levantado. Rebus también lo intentó, pero sus piernas habían perdido toda la fuerza. Se dio impulso en los apoyabrazos y consiguió levantarse. ¿Era este el precio que le estaban exigiendo? ¿La expiación pública por tener un hermano podrido? Watson abrió la puerta—. Volveremos a hablar, para entrar en detalles. Pero de momento intenta cerrar cualquier caso en el que estés trabajando, ponte al día con el papeleo y demás. Si no puedes acabar con algo dímelo y encontraremos a alguien que lo termine por ti.

—Sí, señor. —Rebus estrechó la mano tendida. Era como el acero: fría, seca y aplastante.

—Adiós, señor —dijo Rebus, ahora de pie, en el pasillo, frente a la puerta que ya acababa de cerrarse en sus narices.

Esa noche, todavía atontado, se aburrió de ver la televisión y salió a la calle con la intención de conducir un rato, sin un destino preciso en mente. Marchmont estaba tranquilo, como siempre. Su coche estaba aparcado imperturbable sobre la calle adoquinada a la que daba su casa. Lo arrancó y se dirigió al centro de la ciudad, cruzando la Ciudad Nueva. Se detuvo en un área de servicio en Canonmills, llenó el depósito y compró una linterna, pilas y varias chocolatinas para uso personal. Pagó con tarjeta de crédito.

Comía chocolate mientras conducía, tratando de no pensar en la ración de tabaco del día siguiente, y escuchaba la radio del coche. Calum McCallum, el amante de Gill Templer, empezaba su programa a las ocho y media, y lo escuchó algunos minutos. Suficiente. Su voz falsa e impostada, los chistes tan malos que daban ganas de llorar, la previsible selección de discos antiguos y las charlas telefónicas… Rebus movió el dial hasta que encontró Radio 3. Reconoció la música de Mozart y subió el volumen.

Por supuesto que sabía desde un principio que acabaría aquí. Condujo a través de calles tortuosas y débilmente iluminadas, adentrándose cada vez más en el laberinto. Habían puesto un candado nuevo en la puerta de la casa, pero Rebus tenía una copia de la llave en el bolsillo. Encendió la linterna y se metió silenciosamente en el salón. No había nada en el suelo. Ningún indicio de que allí hubiera yacido un cadáver hacía apenas diez horas. También se habían llevado la jarra con las jeringuillas, y los candeleros. Sin fijarse en la pared del fondo, Rebus salió de la sala y se dirigió al piso de arriba. Empujó la puerta de la habitación de Ronnie y entró, acercándose a la ventana. Allí era donde Tracy decía que había encontrado el cuerpo. Rebus se agachó, apoyándose sobre los dedos de los pies, y alumbró el suelo con la linterna meticulosamente. No había ni rastro de la cámara. Nada. El caso no iba a ser fácil. Suponiendo que lo hubiera.

Después de todo solo contaba con el testimonio de Tracy.

Volvió sobre sus pasos, salió de la habitación y se dirigió a la escalera. Algo brilló contra el peldaño más alto, justo en la esquina de la escalera. Rebus lo recogió y lo examinó. Era una pieza de metal, como el cierre de un broche barato. Se la guardó en el bolsillo y echó otra ojeada a la escalera, tratando de imaginar a Ronnie recobrando el conocimiento y recorriendo el camino hasta la planta baja.

Era probable. Solo probable. ¿Pero acabar en la posición en la que estaba? Mucho menos factible.

¿Y por qué traería de arriba la jarra con las jeringuillas? Rebus asintió, seguro de que estaba recorriendo el laberinto en algo parecido a la dirección adecuada. Volvió a bajar las escaleras y regresó a la sala. Olía como el moho en un tarro viejo de mermelada, terroso y dulce a la vez. La tierra, estéril; su dulzura, enferma. Fue hasta la pared del fondo y la iluminó con la linterna.

Entonces surgieron las palpitaciones. Los círculos seguían allí, y la estrella de cinco puntas en el interior. Pero había nuevas incorporaciones, signos del zodiaco y otros símbolos entre ambos círculos, pintados en rojo. Tocó la pintura. Estaba fresca. Retiró los dedos y alumbró con la linterna la parte superior de la pared, donde leyó un mensaje que chorreaba.

HOLA RONNIE.

Supersticioso hasta la médula, Rebus se giró sobre sus talones y huyó, sin molestarse en volver a colocar el candado al salir. Mientras caminaba rápidamente hacia su coche, lanzando miradas atrás en dirección a la casa, se tropezó con alguien, y trastabilló. El otro cayó en mala postura, y tardó en levantarse. Rebus encendió la linterna y vio enfrente a un adolescente, los ojos chispeantes, la cara magullada y cortada.

—Jesús, hijo —susurró Rebus—, ¿qué te ha pasado?

—Me han dado una paliza —dijo el muchacho, y se alejó arrastrando una pierna dolorida.

Rebus consiguió llegar al coche, los nervios de punta. Una vez dentro trabó las puertas y se reclinó, cerrando los ojos y respirando con dificultad. Cálmate, John, se dijo a sí mismo. Cálmate. Al instante ya podía reírse de este lapsus pasajero de valentía. Regresaría mañana. De día.

Por hoy ya había visto bastante.